Una oscuridad de diseño antes que moral La versión del realizador Justin Kurzel de la trajinada obra de Shakespeare (adaptada antes al cine por Welles, Kurosawa y Polanski, nada menos) peca más por falta que por exceso. Oscuridad más escenográfica que moral, crudeza estetizada, intensidad dramática en sordina: el nuevo Macbeth encaja sin accidentes con tendencias, vicios o cortedades de la época. En línea con las películas del artista visual británico Steve McQueen (Hunger, Shame, 12 años de esclavitud), aunque con menos afectación estética, la nueva versión del clásico de Shakespeare representa una suerte de “darkismo” de diseño: una temática risqué (el trato de los presos políticos en las cárceles británicas de los 80, la adicción sexual, el esclavismo, en aquéllas; la desmesurada ambición de poder y el crimen político, aquí) se ve subsumida en aguas de una presentación visual calculada, prolija, eventualmente “bella”. Se diría que el público potencial de este Macbeth coproducido por los hermanos Weinstein son algunas señoras bián con ganas de darse un baño de cultura, si no fuera que ése era el público de la función a la que asistió el cronista, y las señoras salieron un poco furiosas con tanta víscera a la vista, y mucho con tanto diálogo poético.Como en otros casos recientes, el realizador Justin Kurzel (que se larga a abordar Shakespeare con sólo una película en su haber) y sus guionistas, Jacob Koskoff, Michael Lesslie y Todd Louiso, optaron por reproducir tal cual los diálogos de Shakespeare. Pero no haciendo entrechocar su lirismo y cadencia, su carácter meditativo, con un deliberado y ruidoso pastiche de puesta en escena (como Baz Luhrman en Romeo + Julieta, Richard Linklater en Ricardo III y el insospechable Ralph Fiennes en Coroliano), sino ajustando ésta a una suerte de arqueología histórica procesada. Recordando el primitivismo casi abstracto de la versión Welles (1948), la de Kurzel y su diseñador de producción es una Escocia del siglo XI, hecha de construcciones en piedra viva, togas de telas rústicas, mucha niebla y bruma. La historia es transcripta con fidelidad: recién ascendido por el rey Duncan (el reaparecido David Thewlis) tras una victoria militar, el fiel Macbeth (Michael Fassbender) recibe de tres brujas (a las que aquí se les suma una niña) la predicción de que será rey, aunque sin dejar descendencia.Macbeth y, sobre todo, su mujer (Marion Cotillard, hablando un impecable inglés), deciden apresurar el vaticinio e invitar a Duncan a celebrar la victoria en su morada, aprovechando la noche para asesinarlo, inculpando a sus guardias y permitiendo así que la corona vaya a parar a la cabeza del dueño de casa. Macbeth duda, su esposa lo instiga, la culpa y la paranoia comienza a corroerlos (sobre todo a él), todos a su alrededor serán sospechosos de conspiración, la traición se ahondará con más crímenes y el bosque de Birnam llegará a Dunsinane. Dejando de lado unos ralentis y accelerandi muy de videoclip (usados, como en la ultradigital 300, en las escenas de batallas) y una planta de luces en la que puede “verse” el esmero de los técnicos en colocar cada vela en su lugar preciso, esta Macbeth posterior a las de Welles, Kurosawa y Polanski peca más por falta que por exceso.El elenco, con los papeles de Banquo, Malcolm y Macduff bien cubiertos por confiables secundarios británicos, es convenientemente sobrio y funcional, sin rémoras teatrales. Tampoco las hay en Fassbender y Cotillard, que están justos. Justos, pero descafeinados. La ambición de Macbeth y Lady Macbeth es tal, la profundidad de su traición tan perversa, la culpa que luego los embarga tan deletérea, que las actuaciones, la puesta en su conjunto, reclaman un carácter febril que aquí ni se roza. Llena de angulaciones y transpirados primeros planos, la versión Welles transmitía un progresivo descontrol de los sentidos. La de Kurosawa (Trono de sangre, 1957) hacía puente con los cuentos de fantasmas japoneses y aprovechaba la presencia de las brujas para llenar la pradera de vapores infernales. Polanski expurgaba su propia sangre derramada en su versión de los 70, convirtiendo al antihéroe poco menos que en un carnicero. La versión Kurzel permite encender algún celular durante la proyección y dirigirse a la salida hacia el patio de comidas, sin que la hamburguesa caiga más indigesta de lo que es.
Comedia coral amable, mal teatro filmado Dos esposas, tres amantes oficiales, cinco hijas reconocidas, una no tanto y una sorpresa que nadie esperaba es el reguero que dejó Saverio en su paso por la vida y a lo largo y ancho del mundo entero. Sus esposas –una italiana y la otra española– e hijas –italiana, española, francesa, sueca y yanqui– se reunirán en Roma para el homenaje oficial del décimo aniversario del fallecimiento de Saverio, gran estrella de la edad de oro del cine italiano. Demás está decir que la paz no reinará. Aunque la sangre tampoco va a llegar al Tiber: Latin Lover no pretende ser otra cosa que una comedia coral amable, de esas que dejan conformes a todos. A los que vivieron esa edad de oro y sabrán reconocerla, a través de un ramillete de citas. A los que disfrutan con un desfile de grandes damas de la actuación. A los que piden un toquecito más picante, que haga parecer a la película más moderna de lo que es. A los únicos a los que Latin Lover no dejará conformes es a aquellos que cuando van al cine buscan algo más que sentirse conformes. O ver algo que no sea teatro filmado.Desde la pantalla, el no tan cruel Saverio baila el twist con una bambolona, sonríe ganador, se pone serio, alecciona a un grupo de obreros. Recorre, en una palabra, la entera historia del cine italiano, de los 50 a los 70, en blanco y negro y color: algún melodrama, la commedia all’italiana, el posneorrealismo, el cine político y comprometido, las coproducciones europeas. El perfil aguileño, los grandes gestos y una referencia a Il Sorpasso hacen ver a Saverio como alter ego de Vittorio Gassman. Su carácter de arquetipo del amante latino, su capacidad para remar entre lo liviano y lo complejo y una cita a Los compañeros obligan a pensar en Marcello Mastroianni. Fusión de ambos, Valerio no es, finalmente, otra cosa que una máscara, cuya capacidad de seducción desde la pantalla sólo se equipara con su narcisismo.El veneno circulará en módicas dosis cuando su esposa italiana (la gran Virna Lisi, en su último papel), la española (Marisa Paredes), las hijas de todas las procedencias (entre ellas, Valeria Bruni Tedeschi y Candela Peña), el yerno (el catalán Jordi Mollà) y un inesperado doble de riesgo, que guarda cierto secreto comprometedor (el también catalán Lluís Homar) se vean obligados a reunirse. Celos, envidias, enconos y algún que otro engaño de alcoba estarán a la orden del día. Al final, todas compartirán la botella de whisky: ya se sabe que nada une más a un grupo femenino que la traición del hombre que alguna vez las llevó a enfrentarse.Escrita y dirigida por la portadora de apellido Cristina Comencini, que conoció personalmente a Marcello, Vittorio & todos los demás (es hija de Luigi, director de Pan, amor y fantasía), Latin Lover es tan teatral en su estructura (encuentro, desencuentros, secreto desestabilizador, retorno a la calma) como en varias de sus actuaciones. Candela Peña, Marisa Paredes, la insoportable Angela Finocchiaro y, en una escena, Virna Lisi, parecen haber sido instruidas en el gesto enfático, el silencio dramático y el movimiento de manos. Más libre de ese régimen, el resto del elenco luce más tolerable. Se destaca Lluís Homar, dueño de un relax y soltura que su torturado papel de Los abrazos rotos no permitía adivinar.
El hijo bastardo de “El secreto de sus ojos” Secretos de una obsesión es la clase de película ante la que uno se pregunta qué sentido tiene hacer una remake, si todo lo que se va a dejar de la original son cuatro o cinco escenas, una vaga conexión argumental, ecos ahogados. ¿La original como disparador? En ese caso sería bueno ponerle “Inspirada en...”. No por una cuestión de registro de marca, sino de regulación de expectativas. Si a uno le dicen que va a ver una remake de El secreto de sus ojos, espera que la relación con el original vaya más allá de la cita lejana. Lejana y forzada, como ese partido de béisbol que cae de pronto en medio de la trama y es como una rémora de alguna otra cosa. Claro, otra cosa: el partido de fútbol de la película de Campanella. De allí vienen también esos famosos movimientos de cámara, que tienen tan poca relación estética y dramática con el resto de la película como en la original. Más allá de esos lastres, el problema con Secretos de una obsesión es que tampoco funciona en sí misma, como si fuera un hijo bastardo que no se decide a gestionar su autonomía.Reparto no le falta, desde ya. El morocho Chiwetel Ejiofor, recordado sobre todo por 12 años de esclavitud, es Ray, agente del FBI especializado en contraterrorismo (lo dicho: nada que ver con la original). Ray se pasó los últimos trece años obsesionado hasta la fiebre con un criminal al que finalmente encontró, como aguja en un pajar. Poco después del ataque contra las Torres Gemelas, Ray había formado equipo con Jess (Julia Roberts, que vendría a ocupar el lugar de Pablo Rago), investigando si una mezquita de Los Angeles servía de tapadera a una célula de terroristas islámicos. Dieron con otra cosa: el cadáver de una chica que antes de ser asesinada fue violada, y que tiene relación directa con uno de ellos. Investigan, descubren al culpable (acá la película se parece un poco más a El secreto de sus ojos, aunque con el personaje de Francella diluido), pero el fiscal de distrito (Alfred Molina) los obliga a soltarlo, en aras de altos intereses de seguridad. Trece años más tarde, Claire (Nicole Kidman, con más poder que el personaje de Soledad Villamil) es la nueva fiscal de distrito, y a ella recurre Ray para reabrir la investigación.Sólidamente actuada (Ejiofor es infalible, Roberts está impresionante como mater dolorosa), uno de los problemas de la película escrita y dirigida por Billy Ray (guionista de Capitán Phillips) es que la presunta historia de amor entre el protagonista y la fiscal está en el guión, pero no en la película. Entre otras cosas, porque Nicole Kidman parece más preocupada en preservar su look de muñequita de porcelana que en encarnar algo que tenga alguna relación con una emoción. A diferencia de la película de Campanella, que lograba entrelazar sus subtramas, aquí lo político es claramente una excusa para pasar al plano personal: una vez que aparece el cadáver de la chica, todo lo que tiene que ver con la investigación antiterrorista tiende a disolverse. Se mantiene la disparatada idea de que una simple mirada en una foto basta para demostrar que el que mira es un asesino (completada con la escena del escote, protagonizada aquí por Kidman). Como también sucedía en la original, el carácter inquietante del último giro argumental queda como mareado, anestesiado entre las vueltas de la trama.
Letales radiaciones electromagnéticas Unos meses atrás, La jugada del peón bajó a la realidad argentina el mismo tema que documentales como El mundo según Monsanto (2008) trataron en el exterior: el de la contaminación por agroquímicos, verdadero genocidio lento que enferma, envenena y mata gente, aquí y en todas partes. Ahora, Mariposas negras pone sobre la mesa un tema menos conocido y tan silenciado como aquél: el de la enfermedad y muerte ocasionadas por radiaciones electromagnéticas, producidas por instalaciones de tensión alta y media que no cuentan con las debidas medidas de seguridad. No hace falta irse muy lejos para verificarlo: la Subestación Eléctrica Agronomía, ubicada en las esquinas de Nazca y Francisco Beiró, en plena capital, emite –como muestra una escena de este documental dirigido por Lorena Riposati– una radiación tal que ni los testers están en condiciones de medirla.El problema se agrava, como de costumbre, cruzando los límites de Capital. Mariposas negras trata sobre la lucha que vecinos de Berazategui vienen llevando adelante desde hace décadas, con el objetivo de impedir la instalación de una subestación eléctrica, en inmediaciones de la antigua fábrica Rigolleau. No lo hacen de gusto. En las manzanas que rodean a una subestación semejante, instalada en 1980 en el barrio Sobral, de Ezpeleta, se llevan registradas 170 muertes por diversos cánceres, así como más de un centenar de enfermos graves. Las instancias de esa lucha son las habituales en estos casos: indiferencia de las autoridades, avance de las obras, resistencia vecinal, represión policial (además de seguimientos y teléfonos intervenidos, según se denuncia), ampliación del campo de batalla. Tras casi una década en la que lograron frenar las obras, en fecha reciente la resistencia vecinal fue quebrada y los cables se tendieron. Pero los vecinos concretaron, en Córdoba, un Encuentro de Barrios Irradiados, produciendo un documento que aspira a una regulación sanitaria como la que se requiere. La lucha continúa.El documental de Riposati logra hallar una forma acorde con el asunto tratado, utilizando algunas grabaciones con celular de los propios vecinos (un enfrentamiento con la policía, en 2011) y dando cuenta, con sencillez y planos cortos (adecuados para tratar temas “micro”, como éste), de las acciones de éstos. En una vecina de la zona con condiciones de líder, Mariposas negras halla su propia Pasionaria, pero no se cierra al resto de los vecinos. Un mapa casero en el que se marcan con cruces y puntos los muertos y enfermos en cada manzana, al que ellos mismos llaman “el mapa de la muerte”, vale, en su gráfica contundencia, por el documental todo. Lamentablemente a la realizadora parece no bastarle con el registro crudo, viéndose en la necesidad de echar mano de una alegoría visual, la de las mariposas del título, estrictamente digitales, que desde los cables de alta tensión desparraman negras radiaciones, en planos aéreos que parecen de Google View. El otro lastre es una omnipresente musiquita de flauta y guitarra, que parece querer embellecer lo que no tiene nada de bello. La enfermedad, la muerte y la desprotección de los menos poderosos no suelen llevarse bien con los acompañamientos musicales de ocasión.
Un ratero fuera de lo común El codirector de El ambulante vuelve a encontrar un personaje curioso, en este caso un experto en “control de plagas” que tiene múltiples adversarios, pero un único enemigo formidable, al que le dedica sus mejores esfuerzos: las ratas. Mientras apura un asadito con unos amigos suena el teléfono. “Debe ser una de sus ‘chicas’...”, comenta una invitada, socarrona. El llamado es perentorio, hay que salir urgente. Carlos mete su instrumental en un bolso, se coloca la gorra, el uniforme azabache, las botas, y sale disparado hacia su misión, en el mayor de los silencios. Es tanto el secreto, tanta la seriedad del hombre robustón, tan estricto su apronte, que uno no puede menos que suponerlo un cazafantasmas criollo. En medio de la noche y entre calles vacías, Carlos llega a un depósito. Toca sigilosamente la cortina metálica, le abren en silencio, lo hacen pasar. Todo está a oscuras. Carlos indica, con envarada autoridad de experto, que no debe prenderse la luz. Linterna en mano se dirige a un rincón y busca, entre unas cajas con chocolates, signos de la presencia tan temida, ante la mirada algo estupefacta del sereno de noche. Apunta una camarita hacia allí, la apoya sobre el piso, aprieta Play y avisa que habrá que dejarla toda la noche, para captar cualquier movimiento extraño. ¿Movimientos de espectros? No, qué va. Carlos Borghi trabaja, como él dice, de “ratero”. ¿Es chorro? No, cazador de ratas.Así como los peluqueros pasaron a llamarse estilistas, y los vestuaristas diseñadores, a lo que hace Borghi desde hace un tiempo se le dice “control de plagas”. Pero el control consiste en atrapar vivos a los roedores, en jaulas, y hundirlas dulcemente en un tanque de agua, por ejemplo. “Yo combato toda clase de plagas”, piensa Borghi en off, lanzado hacia su próxima misión en la General Paz. “Atrapo culebras, murciélagos, escorpiones, lo que sea. Pero las que me insumen más tiempo, las que me demandan más, son las ratas. La rata es, sin duda, mi enemigo formidable”. Con esa sola palabra, las exterminaciones de Carlos adquieren un relieve casi mítico. No es que el hombre venda humo, realmente lo vive como una causa. Trabajólico y tecno, su hija psicóloga (“Para mí que eligió esa carrera para ocuparse de vos”, le dice un amigo) le recuerda que cada tanto le vendría bien tomarse vacaciones.“Estoy atendiendo lo tuyo”, le anuncia Carlos a un cliente que llama en medio de la noche, mientras él estudia la actividad de las ratas en una compu. “Ya di con la estrategia a seguir”, avisa al día siguiente, con toda solemnidad, tras descubrir que comer mucho chocolate da sed. Para ello se la pasó comiendo chocolates, un poco porque “trato de ponerme en lugar de ellas, de pensar como ellas” y otro poco porque no le disgusta nada hacerlo. El físico rotundo, el andar pesadón, el rostro macizo, hasta la voz seca y pastosa de Borghi recuerdan a Luis Tasca, veterano del cine argentino de fines de los 50 y 60. A Borghi le gustan las frases resonantes. “Me llevó mucho tiempo que me lleve poco tiempo”, les recuerda, en referencia a sus estudios, a las clientas que protestan por tener que pagar tanto por tan poco trabajo. “Esa frase es buena”, le dice un colega. “Te la doy gratis porque sos un amigo”, remata Borghi, magnánimo.Que al realizador, guionista y productor Lucas Marchegiano le gusta el documental de personajes curiosos ya se advertía en El ambulante (2010), por más que se tratara de un film dirigido de a tres. Como en aquélla, Un enemigo formidable no sólo construye una criatura que parece más de ficción que real (allí era, recuérdese, un veterano proyeccionista de cine ambulante, que viajaba de pueblo en pueblo como artista de la legua) sino que el modo en que lo hace, su fluidez narrativa, la técnica impecable, parecen también más propios del cine “de argumento” que de un documental. Puede ser, eso sí, que si a Borghi se le quita la perspectiva que el adjetivo “formidable” le da, devolviéndolo a su crasa realidad plaguicida, el personaje pierda buena parte de su encanto. Pero bueno, para qué hacerlo.
La odisea kafkiana de una mujer israelí El film es el final de una trilogía que los hermanos cineastas dedicaron al lugar de la mujer en Israel: Vivian quiere divorciarse, pero la ley religiosa marca que sólo puede hacerlo si su marido está de acuerdo. Y él quiere seguir siendo el dueño de ella. “¿Qué importa que sean compatibles?”, pregunta y se pregunta un testigo, llamado a comparecer ante el tribunal que juzga la solicitud de divorcio de Viviane Ansalem. A los 45 años, Viviane lleva treinta de casada y casi tantos de cansada de su marido. “¿Alguna vez le pegó, la maltrató, le faltó el respeto, le hizo faltar algo, le fue infiel?”, preguntan los jueces, y la respuesta es en todos los casos negativa. “Es un marido perfecto”, llega a afirmar algún otro testigo. Perfecto, tal vez, para la ley, para la que deseos y subjetividad no cuentan. Perfecto, siempre y cuando su esposa siga siendo suya. Elisha Ansalem está tan dispuesto a conceder el divorcio como su esposa Viviane a renunciar al reclamo. Una encerrona que la ley –peor aún, la ley religiosa, que es la que en Israel rige casamientos y divorcios– no hace más que completar: allí sólo se concede la separación a la mujer con previo acuerdo del marido.Es por esa encerrona que la odisea de la mujer, que se estira en el tiempo hasta la irritación, se vuelve kafkiana. No por nada Gett: El divorcio de Vivian Ansalem –protagonizada por Ronit Elkabetz, y escrita y dirigida por ella misma, junto a su hermano Shlomi– transcurre en un tribunal, ámbito por excelencia de la literatura de Franz. Para que sea psíquico, política y moral, el encierro tiene que empezar por ser físico. En un acierto mayor de puesta en escena, Gett no sale de los límites del tribunal, ni en un solo minuto de los 115 que dura. Algunos de esos minutos transcurren en la sala de espera. El resto, entre las cuatro paredes desoladamente blancas de la reducida sala del tribunal, decorada con rigor judicial. Nada en las paredes. Ningún mueble que no sea una mesita para los demandantes, otra para los demandados, la del asistente y, dominando el escenario, el estrado en el que se asientan los tres jueces rabínicos, con un Presidente casi tan temible como el Jehová del Antiguo Testamento.La reducción al hueso signa la concepción escénica y dramática de Gett (divorcio en yiddish; el idioma hebreo no cuenta ni con una palabra que designe ese hecho). Reducción que se corresponde con la situación: ella quiere el divorcio, él no y eso es todo. No hay salida al exterior, no hay “aireamientos” dramáticos para que el público no se aburra, a la manera de Hollywood. No hay otras backstories que las que pueden aportar los testigos: el hermano de ella, su esposa, su cuñada, un matrimonio de vecinos que conoce bien a los Ansalem. El desfile de testigos es, dicho sea de paso, el fragmento más flojo de Gett. Por dos razones. Hace demasiado explícito, por un mecanismo de espejos, el verdadero tema de la película (la sumisión de la mujer en la sociedad israelí) y es el único momento en que la película tributa a lo teatral, en el peor sentido: el de la actuación concebida como show, como despliegue gestual, como ocasión de lucimiento.Con esa salvedad y más allá de algún brotecito de histrionismo sofocado a tiempo, las actuaciones de Gett son tan contenidas, tan básicas como lo es la puesta en escena en su totalidad. ¿Es Gett una película teatral? Sólo en los casos mencionados y más como epifenómeno que como concepción. Cuando están pensados cinematográficamente, un único decorado, eventualmente dos, como en este caso –la sala y el pasillo colindante– no son en lo más mínimo sinónimo de teatro. Cuando guardan relación con la cámara. Una cámara que no busca lucirse, sino narrar desde los distintos puntos de vista: el espectador recibe el pedido y los reclamos de la demandante desde el estrado de los jueces rabínicos, y la severidad de estos desde el contracampo de ella. Así como las miradas flamígeras que se intercambian, de una mesa a la otra, Viviane y su cancerbero.Además de ser hombre, Elisha Ansalem (el excelente Simon Abkarian) cuenta, a ojos del jurado, con otra ventaja sobre su esposa agnóstica: es tan religioso que no aprendió a manejar “para que ella no lo obligue a hacerlo en shabat”. Duplicando a los defendidos, su abogado, que es su hermano, es rabino. El de Viviane no usa ni kipá. A Ronit y Shlomit Elkabetz, el tan simple como despojado dispositivo de puesta en escena les es suficiente para poner a la protagonista en una triple posición de inferioridad. Inferioridad religiosa (basta que se arregle la abundante cabellera oscura para que desde el estrado lo vivan como una herejía mayor), sexual y hasta étnica: tanto ella como su marido son mizrahim, designación que se da en Israel a los judíos del norte de Africa. Mientras que dos de sus jueces son esquenazis, descendientes de europeos. Por eso los Ansalem mezclan el hebreo con el francés que aprendieron en Marruecos.Convendrá saber que Gett es la última parte de una trilogía que los hermanos Elkabetz dedicaron al lugar de la mujer en Israel. Las entregas previas fueron las por aquí inéditas Tomar a una mujer (2004) y Shiva o Los siete días (2008). Las tres desarrollan la relación entre Viviane y su marido y no vale la pena buscarlas en Internet: no están.
Una historia de amor y militancia Basada en episodios reales que vivió una pareja de militantes de las Ligas Agrarias, en plena dictadura militar, la película de Baldana se interna en la espesura del monte chaqueño y resiste a pie firme la tentación de caer en cualquier forma de cliché. Irmina Kleimer y Remo Vénica fueron parte, en los años 70, de las Ligas Agrarias, movimiento en defensa de los trabajadores del campo que tuvo particular desarrollo en la zona del Litoral y Noreste argentino. Los del suelo transcribe un período específico de la vida de ambos, aquel en que se refugiaron en el monte chaqueño intentando huir de las fuerzas de represión y paramilitares de la última dictadura militar, con una coda en tiempo presente. Sufrida, angustiosa, vivida con el corazón en la boca en una instancia de sobrevivencia sin garantías –la espesura, el aislamiento, la falta de provisiones, el acoso de los grupos de tareas–, la historia de Irmina Kleimer y Remo Vénica terminó resultando más afortunada que la de tantos otros. Con antecedentes en el documental, el realizador y guionista Juan Baldana narra esa encerrona resistiendo a pie firme la tentación de caer en cualquier forma de cliché, aunque el concentrarse en evitarlo parece mantenerlo excesivamente a raya de la tensión narrativa que la historia requería.Los del suelo se inicia en agosto de 1977, con Irmina (María Canale, recordada sobre todo por su papel de hermana mayor en Abrir puertas y ventanas) embarazada y Remo (Lautaro Delgado) a su lado, intentando seguir vivos en medio del monte. Habrá tiros y se verán obligados a separarse, manteniendo de allí en más una comunicación digna de náufragos en tierra, con mensajes en una botella escondida entre el follaje. Intenta darles caza un grupo entre quienes se adivina la presencia de un par de soldados, y que tiene como jefe a un paramilitar mesiánico, de cruz en el cuello y voluntad de decidir sobre la vida y la muerte de sus presas (Juan Palomino) y como segundo a un transpirado nativo de la zona (Luis Ziembrowski). Imposibilitados de dar con quienes buscan, logran hacerlo con la bebé que Irmina y Remo dejaron al cuidado de un asustado matrimonio del lugar (Jorge Román y Mónica Lairana). A quienes de paso torturan, mientras intentan cerrar el círculo sobre un compañero de militancia de los protagonistas (el siempre certero Germán De Silva, protagonista de Las acacias).Con encuadres tan cerrados como la situación, usando en ocasiones alguna abertura como forma de reencuadre y con una notable fotografía en clave baja del talentoso Iván Gierasinchuk, Baldana pone todo el cuidado en no melodramatizar una situación que se prestaba a ello, tanto como en elidir cualquier énfasis, subrayado o caricaturización de los represores. Ese esfuerzo de contención resulta particularmente evidente en las escenas de violencia, que muestran sólo lo necesario, y a veces un poco menos. Todo ello es loable, tanto como el tiempo real en que las escenas tienden a desarrollarse, opción aconsejable cuando lo que se quiere es concentrarse en la situación y los personajes.Contar en tiempo real y plano secuencia suele dar por resultado narraciones secas, fácticas, de dientes apretados. En el caso de Los del suelo son verificables los dos primeros aspectos. No tanto lo que hace al sostenimiento de la tensión. A veces, y este es el caso, por no querer dar golpes bajos terminan dándose menos golpes de lo que la pelea pide. Con lo cual, por cuidarse del exceso se pierde punch.
Temible operario del recontraespionaje El documental de los mismos cineastas del alucinado Castores, la invasión del fin del mundo, cuenta la historia de Guillermo “Bill” Gaede, un nativo de Lanús Oeste que viajó más que James Bond, operó para el gobierno cubano y luego habría sido agente de la CIA. Guillermo “Bill” Gaede, que habla inglés como un yanqui de película, dice haberse hecho “comunista” en los primeros 70, cuando un compañero de ENTel, que era del PC, lo “meloneó” sobre la revolución cubana. Desertó del comunismo el 31-12-89, cuando por primera vez en Cuba, se encontró con una Habana oscura y silenciosa, que no festejaba con rumbas o fusiles el fin de año y el aniversario de la caída de Batista. Motivo más que suficiente para pasarse del otro lado. Como es –o dice ser, o haber sido– alguien que va “a los bifes”, en la última década de la Guerra Fría este rubio de Lanús Oeste expresó su “comunismo” pasándole información sobre secretos de microlectrónica al gobierno cubano. Y su desilusión del régimen de Fidel, entregando a veinte de sus agentes a la CIA. Este ¿colorido? personaje, que al día de hoy, con 63 años, vive en Austria, es el Crazy Che del título del documental dirigido por los argentinos Pablo Chehebar y Nicolás Iacuzzi. Un personaje de esos a los que conviene tomar con pinzas, porque es imposible saber a qué juegan, con quiénes y para qué.¿Es real Guillermo “Bill” Gaede? Wikipedia dice que sí. ¿Dice la verdad Guillermo “Bill” Gaede? Eso sería pensar que el mundo del espionaje es la región más transparente. En algún momento Chehebar & Iacuzzi –que en su documental Castores, la invasión del fin del mundo, estrenado unos meses atrás, lograban convertir la realidad en delirio– habrán dado con él, le habrán visto la punta como personaje y lo hicieron hablar. A él y a quienes lo conocen o conocieron. A partir de determinado momento, también las tapas de los diarios y los noticieros de televisión. Todo empieza el día de los años ‘90 en que Gaede, circunstancialmente en Argentina (el tipo viajó tanto como James Bond, aunque a destinos no tan exóticos) le pide a un amigo que lo lleve a los bosques de Ezeiza, para enterrar ciertas pertenencias comprometedoras. Un patrullero raramente inquisitivo lo detiene y terminan condenándolo a tres años de prisión, por robo y posesión de material top secret. A partir de ese momento El Crazy Che reconstruye la historia de este señor cuyo aspecto (alto, rubio y con los zapatos bien lustrados) se corresponde exactamente con la idea que uno se hace si le dicen “agente de la CIA”. Eso no quiere decir que lo haya sido, claro. O sí, por supuesto.A grandes saltos, Gaede pasa de tocar violín y guitarra, de chico, a laburar en ENTel, de joven. De laburar en ENTel a viajar en 1977 a Estados Unidos, junto con su papá nazi, su mamá macartista y sus hermanos peronistas. En EE.UU., trabajando en AMD, una de las más grandes corporaciones internacionales de diseño y producción de microchips, se le prende la lamparita y se le ocurre pasarle esa información al gobierno cubano, “a cambio de nada, por ideología nada más”. “Guillermo es un loco...”, repite entre risas su esposa colombiana, que le rezongaba pero lo seguía. Decepcionado por la falta de festejos, unos años más tarde el loco de Guillermo decide saltar la cerca, poniéndose en contacto con dos contraespías cubanos que podrían ser –él supone– recontraespías al servicio de Fidel. Uno de ellos, Rolando Saraf Trujillo, sería el agente que el gobierno de Raúl Castro liberó en diciembre de 2014, como parte del acuerdo histórico con Estados Unidos. Al día de hoy, Gaede se dedica a exponer, en congresos científicos de primera línea, sobre su “hipótesis de la soga”, acompañándose de ese elemento para explicar... las leyes que rigen el universo.Como sucedía en la muy apreciable Castores, el tándem Chehebar-Iacuzzi vuelve a mostrar aquí sus virtudes narrativas, encadenando con la velocidad de un thriller hechos y relatos siempre al borde mismo de lo razonable. Historia de cómo esos roedores podrían llegar a tirar el mundo abajo, Castores resultaba más alucinante que ésta, aunque presuntamente debería ser al revés. Tal vez cierto tono lúdico y ligero –que aquélla también tenía– conspire contra la tensión narrativa de El Crazy Che, buscando la complicidad sonriente antes que la perplejidad del espectador. Abundantes fragmentos animados, llamados a suplir la necesaria falta de registro visual de buena parte de los hechos narrados, también conspiran, por su técnica demasiado elemental, contra la construcción de un verosímil que a este relato inverosímil le sentaría de maravillas.
Cuando el miedo es un juego de niños Cuando ya todos lo daban por terminado (con abundantes razones para ello), el director indio se descuelga con una película que vuelve sobre la “película dentro de película”, pero con abundancia de ideas, un guión consistente y, sobre todo, con sentido del humor. Nacido en la India y radicado desde pequeño en Estados Unidos, M. Night Shyamalan es hombre de bruscos nacimientos, muertes y renacimientos. Y no en distintas vidas, como podría hacer pensar la concepción del karma que se cultiva en su tierra natal, sino en la suya propia. Saltó de la noche a la mañana a la consagración, el culto, el apellido convertido en garantía de alto cine de género, gracias a Sexto sentido (1999), uno de los films de mayor reputación de los últimos tres lustros. Una década más tarde, su tendencia a la solemnidad, la grandilocuencia y las bajadas de línea religiosas y pseudohumanistas lo habían hundido prácticamente en la ignominia, rematada por los dislates de La mujer de agua (2006), El último guerrero (2010) y Después de la Tierra (2013). Ahora, cuando todo el mundo lo daba por terminado, Shyamalan resurge con Los huéspedes, comedia de terror que no sólo está entre lo mejor de su filmografía, sino de lo que ambos géneros (la comedia y el terror) hayan dado a lo largo del último par de temporadas.¿Hay algo más gastado, en el cine de terror de la última década, que la idea de la película-dentro-de-la-película, grabada con una camarita casera? The Blair Witch Project primero, todas las actividades paranormales después, y la pila de paráfrasis de una y otra, abusaron del recurso hasta dar la impresión de haberlo vaciado. Y sin embargo resultó que no. Si se lo usa con sentido e inteligencia, sin esperar de él que supla la falta de ideas, puede seguir funcionando. Véase si no Los huéspedes. Una mamá (Kathryn Hahn, comediante en pleno ascenso) comenta a sus hijos que los abuelos, que viven en medio del campo, quieren conocerlos. Mamá, que mucho tiempo atrás se fue de casa peleada, no quiere verlos. Así que lo mejor es que Becca (Olivia De Jonge), adolescente que sueña con dirigir cine y Tyler (Ben Oxenbould), preadolescente que parecería querer suceder a Eminem en el trono de máximo rapper blanco, vayan por su cuenta. Becca aprovechará para filmar un documental sobre el viaje, y como en casa de los abuelos van a encontrar otra cámara, Tyler será su “director de segunda unidad”, cargo que la algo obsesiva estudiante de cine le asigna.Shyamalan, que supo arruinar varias de sus películas con unos guiones que tarde o temprano la embarraban, esta vez se mantiene preciso, ceñido, dejándose llevar por historia y personajes. ¿Dejándose llevar adónde? Uno de los rasgos más interesantes de Los huéspedes (The visit, en el original) es que hasta casi el final el espectador no lo sabe. Sabe que hay que tener miedo, porque así lo indican el decorado (una granja aislada en medio del campo), la existencia de un sótano vedado, algunas conductas raras de los abuelos (que igual podrían pasar por simples chocheras) y sobre todo la puesta en escena, con sus noches sin luz y su creación de expectativas, mediante la dilación, las zonas vacías del encuadre, los fuera-de-campo y, cada tanto, algún que otro susto. Lo que no se sabe es a qué tenerle miedo, ni por qué.¿A una viejita medio loca, que por las noches se pone a rasguñar las puertas (a falta de piedras) o que le pide a la nieta que se meta en el horno para limpiarlo? ¿O a su marido maniático, que guarda los pañales cagados (no controla esfínteres) en el granero, o corta leños con su hacha? Los huéspedes no es una película de miedo. Es sobre el miedo. Más heredera de Scream que de El exorcista. En Los huéspedes, el miedo es juego de niños. Literalmente. El primer susto, Becca y Tyler se lo dan (y se lo dan al espectador) cuando se ponen a jugar a las escondidas. En sincro con sus protagonistas, Shyamalan plantea Los huéspedes como una “escondida” de hora y media. De allí, también, el inédito sentido del humor (¡al fin, Mr. Night!). Que tanto es directo, provocado por el simpatiquísimo Tyler (“Esa idea rarísima de trocar puteadas por nombres de cantantes famosas”) como indirecto, gracias al juego de complicidades que representa que la abue le pida a Becca meterse otra vez en el horno (¡y Becca lo haga!). O que la viejecita juegue a hacerse el monstruo, asustando a la cámara.Juego infantil. Esto es: con una pizca de ingenuidad (por parte de Tyler, porque Becca ya está grande), otra de crueldad (la escena culminante) y algo de chanchada también: ver la gran escena del pañal del abuelo, que parece escapada de una Nueva Comedia Estadounidense. Referencias a clásicos del macabro pediátrico: el horno de Hansel & Gretel, la actriz que hace de la abue, igualita a la Lilian Gish de la genial La noche del cazador. Metatextualidad funcional, con dos cámaras en mano muy bien utilizadas, sin excesos de temblor y manteniendo tensión en los encuadres. Y con el personaje de Becca reflexionando cómo “poner en escena” su documental, cómo narrar y encuadrar. Resultado: retorno en gran forma de un director que parecía acabado hace rato y que se reinstala de un solo golpe, con una de las películas más divertidas del año.
Demoliendo al Citizen Kane argentino “Como Kane, mi padre fue un huérfano devenido prócer, que construye su propio monumento”, señala Olivera hijo sobre esa Xanadú vernácula que fue la mansión familiar. Y munido de viejas películas caseras en Super8, va a la búsqueda de su propio Rosebud. No todos los días hay ocasión de filmar la demolición de la casa familiar. No cualquier vivienda proyecta la imponencia de la mansión que los Olivera poseyeron en las barrancas de San Isidro. Levantada por el patriarca en sus años de plenitud profesional y económica, y derribada años atrás para construir vaya a saber qué en el lugar en que estaba emplazada, no abundan moradas con el poder representativo de ésta. Tanto poder que, debiendo haberse llamado La casa, la película se llama La sombra. La sombra que el padre –el self-made man criollo Héctor Olivera– echó toda la vida sobre su hijo Javier, quien no tuvo mejor idea que dedicarse a la misma actividad que dio a aquél toda su fama, poder y dinero: el cine. Es mediante el cine que el hijo narra, ahora, la deconstrucción de esa sombra. O su demolición. El material con que cuenta Olivera (h) le permite narrar la historia de la familia, la de la casa y la del padre. Metros y metros de Super8 registrados por Fernando Ayala, amigo y socio de toda la vida de su padre, desde el momento mismo en que Héctor Olivera se pasea entre los bastidores de lo que será más tarde una mansión de magnate de Hollywood. Su Xanadú: desde el off, Javier Olivera no duda en ver en su padre una versión nativa del ciudadano Kane, antes que el equivalente de un John Ford, Howard Hawks o cualquier cineasta clásico. Dejando de lado La Patagonia rebelde y alguna otra, es posible que la figura de Héctor Olivera, que fundó tempranamente su propia compañía (la famosa Aries, que todavía existe) se haya correspondido más con la de un productor, un poderoso empresario cinematográfico, que con la de un director de cine. “Como Kane, mi padre fue un huérfano devenido prócer, que construye su propio monumento”, señala el hijo, y va a la búsqueda de su Rosebud. Olivera levanta su monumento precisamente en 1974, año de La Patagonia rebelde (haber trocado por rebeldía la tragedia del título de la novela habla de su olfato comercial). Antes de eso estuvieron la exitosa El jefe, la menos exitosa El candidato, y el hallazgo de la veta comercial con Hotel alojamiento, El profesor hippie y, sobre todo y desde el año anterior, las de Porcel y Olmedo, llaves del tesoro para Ayala y Olivera. El hijo narra el apogeo de la figura del padre mediante fragmentos de películas caseras, y su caída mostrando el vacío de la casa familiar primero, cuando todavía sobreviven muebles, cuadros, objetos artísticos y porcelanas, y su lisa y llana demolición seis años más tarde, cuando los albañiles arrasan con mazas, picos y grúas, hasta no dejar nada. La madre, gestora de esa decoración y sobreviviente durante veinte años a la partida del marido y los hijos, queda en un lugar colateral, desplazado. Así como en las grandes cenas Héctor ocupaba una cabecera, Ayala la otra y mamá se sentaba a un lado. La sombra es uno de esos documentales cuyo sentido no lo da el contenido, sino la forma. La voz en off del propio Javier Olivera, que narra en primera persona, es intermitente, está llena de pausas. Esas pausas ceden lugar a las imágenes, que hablan por sí solas: la casa llena de “famosos”, hacia fines de los 70, y vacía hoy. O cargada de escombros, vigas, listones de parquet recién levantados. Es particularmente notable el diseño sonoro, obra de quien firma Zypce, y que tanto puede dejar oír los fatales martillazos de fondo como remixarlos, armando con ellos un tema dance. O interrumpir bruscamente una canción de la serie de películas conocidas como “del amor”, que a fines de los 70 rellenaron las arcas del sello. “Destruye la imagen y quebrarás al enemigo”. La cita es de Operación Dragón y viene de la infancia. Javier Olivera la confronta con paredes familiares que caen y, junto a ellas, una imagen del padre. Antes, el hijo había dejado constancia de “la implacable sombra del monumento”, preguntándose cómo ser uno mismo frente a ella. Basta contraponer los fragmentos seleccionados de La Patagonia rebelde con la película que los contiene, para verificar que entre la modernidad estética de ésta y el clasicismo genérico de aquélla media el mismo vacío que deja una mansión demolida.