El Columbo de la comunidad judía Como en otros documentales argentinos, el realizador asume el papel de investigador, que sin apuro va desovillando la trama de una pupila de la temible organización Zwi Migdal, que logró escapar de esa red de trata para terminar asesinada. Ante un misterio irresuelto, algunos documentales buscan resolver aquello que la realidad no quiso, no pudo o no supo. Es el caso de Yo no sé qué me han hecho tus ojos (2002), donde los realizadores daban con el paradero de la mítica cantante de tangos Ada Falcón, cuya figura parecía haber desaparecido entre las nieves del tiempo. En Malka, Walter Tejblum emprende un viaje buscando dilucidar qué sucedió con una figura igualmente sinuosa. Pero en esta ocasión el realizador prefiere no ir más allá de lo que el medio que la rodeaba y la investigación policial eligieron no hollar. Con lo cual denuncia, en la propia puesta en escena, una pieza o varias que la realidad prefirió no armar, por motivos que el documental se ocupa de abrir a la conjetura del espectador. El caso es el de una de aquellas “polaquitas” que la red de trata de personas conocida como Zwi Migdal trajo bajo engaños a la Argentina, en las primeras décadas del siglo pasado, para explotarlas sexualmente. Las cifras son espeluznantes, con un aproximado de veinte mil chicas repartidas en tres mil prostíbulos, con reconocida connivencia policial y gubernamental. En determinado momento, Malka (o Malke) Abraham habría logrado zafar de la temible organización, estableciéndose en la lejana Tucumán en los años ’30. Allí habría regenteado ella misma un prostíbulo, amasando una enorme fortuna y muriendo asesinada, a fines de los ’50, sin dejar descendencia. La incalculable herencia habría ido a parar a las instituciones rectoras de la comunidad judía de la zona, entre ellas una escuela, para lo cual previamente hubo de vencerse la condena ancestral que la ortodoxia religiosa tuvo tradicionalmente para con las trabajadoras del sexo. Malka es un documental en primera persona, con el propio Tejblum ocupando el lugar de investigador que Sergio Wolf adoptó en Yo no sé qué me han hecho..., Nicolás Prividera en M (2007) y Sebastián Schindel en El rascacielos latino (2012). Es también un film de viaje, en el que Tejblum se traslada de Buenos Aires a Tucumán para indagar, en archivos y con entrevistas a gente indirectamente vinculada, quién era la tal Malka (a quien en la zona algunos llaman “santa”) y cómo fue que rabinos y autoridades civiles aceptaron recibir la suculenta herencia. En verdad, los datos parecen estar más a la vista de lo que podría suponerse, haciendo pensar que si nadie los vio hasta entonces fue porque no quiso. Un pequeño suelto, en la sección Policiales del diario La Gaceta de octubre de 1957, informa con pelos y señales que la señora apareció en su cama con el cráneo hundido, en medio de un charco de sangre y sosteniendo en la mano un título de propiedad. Lo cual debería llevar de cabeza a una investigación de rutina, que nadie parece haber emprendido. De aspecto cualunque y un aire como de desinterés, que sus empeños sin embargo desmienten, Tejblum se comporta como una suerte de Columbo de “la cole”. Así se lo ve frente a un prestigioso ginecólogo, asombrado de lo que La Gaceta informaba medio siglo atrás, o la hija de quien, en su carácter de presidente de la equivalente local a la AMIA, concretó en su momento el traspaso de los bienes y levantó con ellos la nueva sede de la entidad. Siempre como quien no quiere la cosa, Tejblum visita el cementerio judío de la capital tucumana, cuyo administrador le señala la tumba de la “santa”, separada del resto, en un terruño que incluso no se considera parte del camposanto. La placa que la menciona es la única que no ostenta símbolo religioso alguno. “Qué curioso que la misma comunidad que la condenó no haya tenido problema en aceptar su donación”, comenta Tejblum en un momento, como quien piensa sin mucha convicción en voz alta. Durante el diálogo con la hija de aquella autoridad da un paso más, recordándole a la señora que hay quienes piensan que el papá guardaba contactos con la Zwi Migdal. El comentario queda algo tapado por la interlocutora, que parecería no registrarlo y por lo tanto ni se molesta en contestar. Así como halla sin demasiados problemas la necrológica, a Tejblum tampoco le cuesta mucho dar con el testamento de la señora. Llamativamente, sus interlocutores abren los ojos cuando comenta que lo tiene, como si el escrito fuera una suerte de Santo Grial judío, súbitamente hallado. Un escribano enumera las muchas propiedades de la mujer, ubicadas en los mejores barrios de la ciudad, y otro interlocutor estima en cientos de miles de dólares de la época el monto de la herencia. Suma que fue a parar a aquella sede y a la escuela Barón Hirsch, la más exclusiva de la comunidad. Nadie se preocupó nunca por investigar quién, cómo, por qué y eventualmente por encargo de quiénes habría martillado insistentemente la cabeza de la “santa”. Tejblum esparce esos puntos ciegos, como Hansel y Gretel las miguitas, dejando picando el tema, por si a alguien le interesa y decide investigar.
El sofisticado arte de la manipulación Film absolutamente clásico, con una novela ejemplar de John Le Carré y un conciso guión por sólida base, la película del director de Control arma con paciencia de araña el rompecabezas que define a toda buena intriga de espías. Cambian las circunstancias, los tiempos, el “enemigo”, palabra que toda buena historia de espías obliga a poner siempre entre comillas. Sin embargo, la sensación de derrota, de traición, de superioridad del mal que impregnaba El espía que volvió del frío (1965), primera novela de John Le Carré adaptada al cine, difiere poco y nada de la que transpira El hombre más buscado, última hasta el momento (las dos posteriores del autor de La casa Rusia están en preproducción). Hace rato que la Guerra Fría no existe más. Otras guerras se libran ahora, más dispersas, con escenarios vecinos por decorados eventuales. El espía que volvió del frío transcurría en la Berlín del Muro; ésta, en la misma Hamburgo de la que emergió Mohamed Atta, cerebro del ataque a las Torres Gemelas. Una Hamburgo en la que, como dice el protagonista, “todo hombre de piel oscura es visto como un posible terrorista... y a veces lo es”. La geopolítica que se desprende de El hombre más buscado está abierta a discusiones. Lo que parece menos discutible es que, una vez más, la obra de Le Carré da lugar a un magnífico film de espionaje. Uno del que pende, de punta a punta y como corresponde, el denso pathos de la pérdida. Que Philip Seymour Hoffman, abrumado antihéroe del opus 23 (contando sólo las novelas) de Le Carré, haya muerto por sobredosis poco después de terminado el rodaje, materializa ese clima del modo más físico, mórbido y tocante. Jefe de una unidad antiterrorista hamburguesa, Günther Bachmann parece cargar literalmente sobre sus espaldas la catástrofe que el equipo dirigido por él sufrió tiempo atrás en Beirut. Mal afeitado, con una panza que le hace brotar la camisa por fuera del pantalón, fumando más que todos los Mad Men juntos y con un vaso de whisky o un café triple permanentemente en la mano, Hoffman parece “tomado” por su personaje. Tal vez haya que buscar en esa disposición a la autovampirización uno de los motivos del jeringazo postrero. Como modo de olvidar tal vez ese fracaso y esas muertes de las que se siente responsable, Bachmann se concentra ahora, con germana aplicación, no en un caso sino en dos, que él mismo terminará por fusionar. Por un lado, está el seguimiento a una intachable autoridad espiritual del Islam en Alemania, a quien encarna el recordado protagonista de El sabor de la cereza (el iraní Homayoun Ershadi) y del que el viejo lobo de tierra sospecha posibles conexiones con Al Qaida. Pero un segundo asunto viene a llamar a la puerta, y es bastante más complejo. Un refugiado checheno, posible ex terrorista torturado por los rusos, llega a Hamburgo, escapado de una cárcel turca. ¿Quién es, qué busca? Sacándose de encima a un funcionario de seguridad que visiblemente le quiere poner el pie, Bachmann pone a los miembros de su equipo (entre ellos, los conocidos actores alemanes Nina Hoss y Daniel Brühl) a investigar al checheno. Y con él a una abogada de izquierda, especializada en la defensa de inmigrantes ilegales (la siempre magnética Rachel McAdams) y un banquero “lavador” (el atemorizado Willem Dafoe), a quien el misterioso exiliado por algún motivo viene a contactar. Al mismo tiempo desembarca una “representante de la embajada estadounidense” (eufemismo por autoridad de la CIA, encarnada por una Robin Wright inauditamente morocha), cuyo gobierno muestra interés en el asunto. Bachmann tiembla. Sabe, por experiencia propia, que más vale tener lejos a sus pares del otro lado del Atlántico. Film absolutamente clásico, con una novela ejemplar y un conciso guión por sólida base, en El hombre más buscado el holandés Anton Corbijn (de la seca Control y la autoinflada El ocaso de un asesino) arma con paciencia de araña el complicado rompecabezas que define a toda buena película de espías. Rompecabezas que, como en El hombre que vino del frío, tiene titiriteros y muñecos. Unos, obligados a bailar por no tener opción (incluyendo un caso particularmente perverso, que se revela recién sobre el final); los otros padeciendo en su conciencia la condición de puppetmasters. Sofisticado arte de la manipulación, se trata de “pescar” a un inocente con un anzuelo al que le asquea serlo, usando al pececito como carnada para atrapar a un predador más grande... que no es siquiera el que está en la parte superior de la cadena alimentaria. “Todo sea por hacer un mundo más seguro”, es el presunto fin por el que tanto Bachmann como su par de la CIA se dicen dispuestos a recurrir a cualquier medio. En labios de ambos, la frase suena amarga, cínica, autoconsciente de que en el camino todo (la dignidad, la piedad, la lealtad, la propia identidad) va a perderse.
Voces de una confiscación revolucionaria Con un tono casi picaresco, el documental de Omar Neri, Fernando Kirchmar y Mónica Simone se destaca por el relato de los protagonistas, los mismísimos “entregadores” del banco, Oscar “El Gordo” Serrano y Angel “El Turco” Abús, que trabajaban allí como serenos. En la historia de la guerrilla en la Argentina hubo dos “golpes” dados con propósitos recaudatorios, que los diarios no supieron bien si cubrir en las páginas de policiales o en las de política. Uno fue el asalto al Policlínico Bancario, dado por el Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara en 1963. El otro, el robo (confiscación, si se quiere) del tesoro del Banco Nacional de De-sarrollo, concretado por el PRT/ERP en enero de 1972. Mientras que el MNRT nunca se atribuyó el operativo de forma oficial, el ERP pintó consignas en las paredes del banco y lo reivindicó mediante un comunicado. Poniendo en números las diferencias organizativas, operativas y de ambición entre una y otra organización, mientras que el MNRT se llevó del Policlínico cien mil dólares, los miembros del ERP “levantaron” del Banade cien veces más. Diez millones de verdes. De allí (pero no sólo de allí) el título de esta película que reconstruye el episodio, considerado “el golpe del siglo” en Argentina. Hasta dos años más tarde, al menos, cuando la organización Montoneros cobró, en concepto de rescate por el secuestro de los hermanos Born, la friolera de 60 millones de dólares. “Volverá y será millones”, dice Kirk Douglas en un fragmento de Espartaco (1960), que se reproduce en Seré millones. Se refiere al personaje de Antonino, su segundo, a quien él mismo se ve obligado a dar muerte. ¿Alguien recordaba la frase? De la película, queremos decir. Kubrick o el guionista, Dalton Trumbo, “se la afanaron” a Evita, se supondrá, teniendo en cuenta que la Jefa Espiritual de la Nación la pronunció poco antes de su muerte, ocho años anterior a la película. Bueno, no: la frase la escribió Howard Fast, en la novela en la que la película de Stanley Kubrick se basa. Y la novela es de... 1951. Así que ahí la tenemos a Evita, usando a Howard Fast de inspiración para una de sus frases más famosas. Omar Neri y Mónica Simone –autores, directores y montajistas de Seré millones, junto a Fernando Krichmar– habían participado, junto a otros cuatro colegas, de la realización del tríptico Gaviotas blindadas (2006/2008), que contaba la historia entera del PRT/ERP. Seré millones es algo así como su derivación picaresca. Picaresca por el tono que la película decide adoptar, a partir del que le imprimen los protagonistas. Estos son nada menos que los mismísimos “entregadores” del Banade, Oscar “El Gordo” Serrano y Angel “El Turco” Abús, que trabajaban allí como serenos. Y que están vivos. Algo que Neri, Kirchmar y Simone aprovechan, con astucia, para hacer de ellos el centro y el alma de la película. Pero los realizadores eluden el modelo talking head para darle al relato de los hechos, por parte de Alegre y Abús, una puesta en escena más moderna, más dinámica, más pícara. Por un lado, el episodio y la historia misma de ambos protagonistas se reconstruyen mediante diálogos, entre ellos o con terceros. Notoriamente, durante un asadito al sol, con otros ex miembros del ERP. Ah, sí, porque además de trabajar en el Banade (fundado por Perón en 1951, cerrado por Menem en 1993), El Gordo y El Turco eran miembros de esa organización armada. Y ningunos “idiotas útiles”, por cierto: ambos la tienen clarísima, conservan libros, revistas y banderas y transmiten a quien quiera oírlos su confianza en que algún día el socialismo triunfará. La otra instancia a la que Neri, Kirchmar y Simone recurren es la de la ficcionalización. Pero no al estilo de documentales más tradicionales (televisivos, sobre todo), que traspasan el hecho documental a la ficción convencional, sino dejando ver (un poco a la manera de Los rubios) la construcción de la ficción. Seré millones (título que revela de por sí la condición picaresca, provocativa de la película) muestra el proceso de conformación del casting que representará el robo, la interrelación entre actores y verdaderos protagonistas y, finalmente, la representación misma, con el Gallego Fernández Palmeiro, Raymundo Gleyzer y el mismísimo Mario Roberto Santucho como “invitados especiales”. Pero la representación es, deliberadamente, tan zaparrastrosa como en un circo de barrio, con un taxi que consiste en una banderita, un volante, un par de asientos y un esqueleto metálico como emblema de esa voluntad de exhibición del artificio. Es verdad que el resultado no es del todo redondo. Ciertas repeticiones, emocionalismo y falta de distancia con respecto a los protagonistas parecen apuntar a una identificación algo facilista por parte del espectador. Pero Serrano y Abús son dos verdaderos personajes y sobrevivientes, el episodio que protagonizaron está bien transmitido y por detrás de él asoman los ‘70, con mirada pícara y política.
Una farsa italiana de ánimo consensual El protagonista de La grande belleza encarna aquí no a uno sino a dos personajes: a un político de izquierda descreído que desaparece de escena y a su hermano mellizo, un “loco lindo” y filósofo ítalo-zen que toma alegremente su lugar. Gran ganadora de la última entrega de los David di Donatello (los Oscar italianos), Viva la libertà empieza como Habemus Papa y sigue como Desde el jardín. Estrenada en su país en enero de 2013, la película coescrita y dirigida por el siciliano Roberto Andò, en base a una novela propia, tiene por protagonista al actor del que todo el mundo habla, dentro y fuera de Italia. En Argentina, Toni Servillo es conocido sobre todo por el protagónico de La grande belleza (también pudo vérselo en Gomorra y Bella adormentata). La que no se vio es Il divo, su papel consagratorio, donde hacía del ex primer ministro Giulio Andreotti. Aquí, el napolitano Servillo cumple dos papeles, como los hermanos mellizos Enrico y Giovanni. Uno es el líder del partido opositor de centroizquierda; al otro, filósofo loco, acaban de darle de alta en un centro de salud mental. A la manera de una comedia clásica pero sin terminar de asumirse como tal, de la confusión de roles surge la fábula política, condición a la que el film de Andò aspira. Estar levemente “ido” parecería ser la marca de fábrica de Servillo. Como quien ya no soporta el entorno o perdió contacto con su papel, refugiándose en la fuga. Fuga mental, en La grande belleza e Il divo, o lisa y llana, como sucede aquí. Como el pontífice electo de la película de Moretti, Enrico Oliveri, líder de lo que queda de la izquierda italiana, un día no tolera más las acusaciones de haber llevado el partido a su cuasi extinción, percibe tal vez que no está a la altura de las circunstancias, y lisa y llanamente desaparece de escena. El desaparecido voluntario, el renunciante, el que no quiere seguir: figura emblemática de la contemporaneidad. Tanto en términos ficcionales como reales: ver los retiros de Philip Roth o Steven Soderbergh. Desesperados por la toccata & fuga de su líder, los dirigentes de segunda línea del partido dan con la solución providencial. Enrico tenía un hermano de cuya existencia no había hablado a nadie, avergonzado tal vez de su inestable psiquis. Hermano mellizo, para más datos. Bastaría un par de retoques para que Giovanni pase limpiamente por Enrico. Dueño de todo el entusiasmo que al abrumado mellizo le falta o perdió, a Giovanni (¿rivalidad fraterna?) le encanta la loca idea del reemplazo. Tal como el Chance de Desde el jardín, Giovanni es como un chico. Apelando al sentido común subvertirá la política de su país, renovará la fe de los votantes, dará nuevos bríos a la alicaída sinistra. Hay que recuperar los ideales, debe volverse a las fuentes, las utopías derrumbadas con el Muro de Berlín pueden ponerse otra vez en pie... Al mismo tiempo y de incógnito en París, Enrico se reconstruirá –como podría suceder con Italia toda– desde los cimientos. A ello tal vez lo ayude su viejo amor de juventud, una Valeria Bruni Tedeschi ya no tan fresca como diez o veinte años atrás. No sólo en Habemus Papa sino también en Palombella rosa –en los papeles una fábula igualmente evidente, en la que el ex militante comunista perdía literalmente la memoria–, Moretti dejaba en claro que atrás no se puede volver. La inocencia que se perdió, se perdió. Para el waterpolista rosso de Palombella, para el cardenal borrón de Habemus Papa, sólo queda la incerteza. Lo de Andò es más simple, más elemental, más fiel a los lugares comunes. Sobre todo el que imagina –sin complicarse demasiado la vida con incómodos matices– que niños y locos siempre tienen razón. Los borrachos, acá, al menos, no: demasiado incómodos para un film de ánimo tan consensual. Cómo no simpatizar con Giovanni –que camina de manera tan rara como John Cleese en los Monty Python y saca a bailar el tango a una gran dama de la política– si reúne todos los ideales del adulto pueril. Giovanni es el niño prefreudiano, el “loco lindo”, el filósofo ítalo-zen. Desde el propio título, Viva la libertà está más cerca del simplismo hippón de Rey por inconveniencia que del a veces algo más oscuro Frank Capra.
En los dominios de la narración clásica La película con la que el realizador de Tiempo de valientes vuelve recargado al cine es un film en episodios. Y todos tienen un urticante tema en común: la violencia social. Por una enorme variedad de razones, Relatos salvajes es una de esas raras películas argentinas que llegan al estreno convertidas en acontecimientos. Esas razones residen en su ambición, sus altos valores de producción, sus tocantes apelaciones a lo real, su impresionante elenco, su alto presupuesto, el hecho de representar el regreso al cine de un creador tan popular y masivamente valorado como es el director de Los simuladores. Así como su participación en la competencia oficial de Cannes, cuyo director artístico, Thierry Frémaux, la ensalzó antes incluso del comienzo del festival. A todo ello hay que sumarle la alta apuesta de su distribuidora, la major estadounidense Warner Bros., reflejada no sólo en una campaña publicitaria nunca vista, sino también en una lluvia de copias, record para una película argentina. El opus 3 de Damián Szifron se estrena nada menos que en 228 salas: más que Metegol y El secreto de sus ojos, que hasta ahora tenían el podio. Toda esta carga previa produjo un fenómeno sin precedentes: el retiro de todos los estrenos restantes previstos para esta semana, dejando a Relatos salvajes como único estreno en todas las salas comerciales. Algo que no sucede ni con los más grandes tanques hollywoodenses. ¿Está la película a la altura de semejante aparato de lanzamiento? Sí, lo está. Relatos salvajes no es indiscutible. Su discutibilidad contribuyó, de hecho, gracias a un fallido intento de censura legislativa, a su aplastante desembarco en salas. No es perfecta. No es del todo pareja, aunque sí más que nueve de cada diez films en episodios. No es la mejor película argentina en mucho tiempo e incluso está abierto a polémica que sea la mejor del año. Pero sí es una película en serio, hecha por un cineasta en serio, que puso toda la carne al asador y tuvo (con una única excepción mayor y un par algo menores) el suficiente talento, cintura y muñeca para sacarla bien a punto. Ya se sabe que la película con la que el realizador de El fondo del mar (2003) y Tiempo de valientes (2005) vuelve recargado al cine –después de una suerte de “retiro espiritual” de nueve años– es un film en episodios. Se sabe también que todos ellos tienen un tema en común: la violencia. No cualquier violencia, sino la social. O distintas formas de violencia social, para ser más justo. También se sabe que alguna relación con el presente argentino tiene la película, y los más desaforados pueden llegar a acusar lisamente al gobierno actual de tener “la culpa” por “el estado de cosas” que el film presuntamente “denunciaría”. Al borde mismo del estado de recalentamiento que el propio film toma como tema, conviene hacer la gran Mascherano: cabeza fría, retención segura y distribución al pie de temas, motivos y tratamiento que Szifron, en su doble carácter de director y guionista, imprime al film. Lo primero es lo primero: se impone contar brevemente cuáles son los seis relatos que dan título a la película. Hay un episodio de apertura, breve y previo a los créditos, que es casi un chiste largo y eficaz, protagonizado por María Marull y Darío Grandinetti, a bordo de un avión que resulta no estar en manos amigas. El segundo, algo más extenso, presenta a Julieta Zylberberg como camarera y la siempre imponente Rita Cortese como cocinera de un bar rutero, atendiendo a un cliente indeseado (notable casting de César Bordón, en un personaje repulsivo). De allí en más, lo que puede considerarse el “núcleo duro” del largo film (para el canon argentino, dos horas lo son), integrado por los tres “cuentos” (eso es lo que son) protagonizados por las cabezas del elenco: Leonardo Sbaraglia, Ricardo Darín y Oscar Martínez. Suerte del Coyote y el Correcaminos en versión gore, el de Sbaraglia y el notable “Oso” (Oscar Bertea) de Bolivia, de Adrián Caetano (2001), narra un proceso de aniquilación mutua a cargo de dos choferes, en medio de una desolada (y soleada) ruta secundaria salteña. El episodio Darín –en el que éste, “ciudadano común” sometido al entre kafkiano y dictatorial régimen público, termina haciendo justicia por mano propia– es sin duda el más abierto a la polémica, del que más se va a hablar y al que más leche van a querer extraerle los tamberos mediáticos al acecho. Si Szifron no lo hubiera pensado antes, podría tomarse el de Oscar Martínez como reescritura del reciente film rumano La mirada del hijo: el hijo de un poderoso atropella por descuido a una mujer embarazada, y su familia recurrirá a lo que más domina (el dinero) para salvarlo de prisión. Finalmente, el de Erica Rivas, novia rica, que, al enterarse de lo que no debería en plena boda, patea el tablero y convierte en grotesco infierno ese paraíso burgués. Como sucedía más en sus series de televisión (incluyendo la magnífica Hermanos y detectives, 2007) que en sus películas, Szifron da la sensación de saber exactamente qué quiere y cómo lo quiere. Con la única excepción del último episodio (en el que el tono y registro de farsa sangrienta patinan tanto como los protagonistas bailando tijeras), Szifron domina todos los resortes de la narración clásica. La sorpresa (ver el primer episodio), el humor (el primero y, en un plan más negro, el de Sbaraglia), la identificación (en el segundo y cuarto todo el malestar moral que se transmite al espectador está sostenido, como en Hitchcock, en la empatía con los protagonistas), la progresión (una vez que se desata, la guerra entre Sbaraglia y su némesis rutero no para hasta la calcinación), el manejo del punto de vista (el personaje de Oscar Martínez pasa de victimario a víctima, y de patrón considerado a manipulador despiadado), la economía (a la película entera no le sobra ni le falta un plano), la dosificación, la consistencia, la ajustadísima dirección de actores (salvo, otra vez, el último episodio, donde todo el mundo parecería perder el control, tanto como los personajes). A todas esas virtudes clásicas, Szifron suma algunas bien modernas: el humor negro, el exceso (ambos expresados sobre todo en el “cuento” de Sbaraglia), la escatología (en el mismo episodio), el nihilismo (ver los finales del tercero y quinto episodio), la propia cinefilia. Hay fuertes ecos de Hitchcock (el episodio del bar parece salido de la serie Alfred Hitchcock presenta), Spielberg (la primera parte del de Sbaraglia es Reto a muerte; la segunda, Tom y Jerry), Scorsese (el de Darín se desarrolla como Después de hora y se cierra como Taxi Driver) y, por el lado gore, una posible tríada Tarantino-Robert Rodríguez-Alex de la Iglesia, circunscripta en exclusividad a la sangrienta guerra de la ruta. En términos políticos y sociales, Relatos salvajes parece narrada justo en el lugar o tiempo en que la grieta de clase se ensancha y ahonda. El ciudadano tipo se vuelve loco. El parroquiano del bar es una rata mafiosita de provincia (candidato a intendente, para más datos). El nuevo rico de Sbaraglia entra al infierno en Audi, en el momento mismo en que le grita “negro de mierda” al chatarrero al que pasa en la ruta. La gente de plata compra y vende crímenes y pecados. Hablando de estos últimos, no puede dejar de señalarse, en el haber de Relatos salvajes, un pecadillo que los clásicos jamás cometerían: la explicitación verbal del tema que se aspira a tratar. Lo cual, por suerte, sucede en apenas un par de ocasiones. Pero no por ello deja de provocar un ruido molesto, en medio de tan alta condensación narrativa.
Saga idiotizante con el peor reinicio Con las Tortugas Ninja –una de las sagas más idiotizantes en la historia de la humanidad– hay un problema grave: a la gente parece encantarle, tal como lo confirma que haya sido la película de mayor recaudación el fin de semana de estreno de esta nueva en Estados Unidos. Todo empezó con un comic de los ’80 (¡malditos comics de los ’80!), siguió con varias series animadas de tevé (¡malditas series animadas de tevé!) y pasó al cine en 1990. La primera película fue... ¡uno de los films independientes más exitosos de la historia! Nada de Simplemente sangre, ni Pulp Fiction, ni Haz lo correcto, ni ninguna otra: Tortugas Ninja. Esta que se padece ahora es la quinta, que para rebootear la serie recurre al originalísimo truco de la vuelta al origen, que en los últimos años no se le ocurrió a nadie. Premio a la Creatividad para sus responsables. Para quien haya logrado mantenerse al margen del asunto, habrá que recordar que los seres del título son tortugas antropomórficas, son cuatro hermanos, por algún motivo (¿cuál?) todos tienen nombre de maestros de la pintura renacentista (Leonardo, Donatello, Rafael y Miguel Angel) y dominan el arte de las artes marciales ninja, teniendo por maestro a una rata de alcantarilla. Como son yanquis, son guerreras, utilizan trajes de mercenario y vinchita tipo Rambo y luchando contra toda clase de malvados. Como tiene que haber una chica, hay una chica. Se llama April y es periodista. ¿No había ya en la historia de la historieta una famosa periodista? Quizá los “creadores” de las Tortugas no se dieron por enterados. Todas las novedades de esta quinta –que es la primera– son para peor. Eso tiene que ver con que ahora tomó las riendas de la producción Michael Bay, el de Transformers, que hace películas de dos horas y media donde patovicas de metal se dan, se dan y se dan. Acá, en cambio, son tortugas-Rambo, pero la película está tan sobreproducida como todas las de Bay, apuesta con el mismo ahínco a efectos digitales de nuevo rico y no se entiende nada de lo que pasa cuando los quelonioides se trenzan con algún enemigo, la fotografía es oscurísima. Y está, claro, Megan Fox, el objeto con el que el director apuntaba a mantener firme a la platea masculina en la primera Transformers. Si Tortugas Ninja es para chicos, debería haber menos violencia y sexo. Con suerte, que el malo (el genial Will Arnett, obviamente desaprovechado) mande a sus esbirros a “drenar hasta la última gota de sangre, matándolos si es necesario” puede llegar a instruir a estos parvulines para que de acá a unos añitos se compren una Uzi y entren al colegio de sus amores, no precisamente para rendir Merceología.
La falsificación más auténtica El film de Hernán Rosselli revisita todos los códigos del cine negro desde un realismo seco y minucioso. Y transpira la misma clase de callado oficio, de orgullo artesanal, con que Mauro y su amigo fabrican billetes falsos. Si Mauro fue el film-sorpresa de la última edición del Bafici es porque Hernán Rosselli lo gestó en una suerte de mundo aparte del oficial-cinematográfico. Lo cual no hace más que confirmar que en las películas verdaderamente valiosas el modo de producción guarda estrecha relación con el universo que se pone en escena. Es tan vívido y convincente, tan detalladamente empático el retrato que Hernán Rosselli hace de su protagonista y el entorno, de sus mínimos gestos y grandes movimientos vitales, que no puede menos que adivinarse una identificación que llega al punto de la igualación. Mauro transpira la misma clase de callado oficio, de orgullo artesanal, con que Mauro y su amigo fabrican billetes falsos. El cine es también una falsificación que –como los Rosas de veinte pesos que Mauro y Luis producen con máxima paciencia y rigor– contiene altas dosis de verdad. Por inauténticos que sean en su valor legal, esos billetes son, por la consecuente artesanía de su producción, más verdaderos que los presuntamente “verdaderos”. Así como lo es Mauro, en relación con el sistema del cine argentino. Poniéndose en línea con los primeros films de Adrián Caetano y Pablo Trapero, tanto como con la obra entera del vecino de Berazategui José Celestino Campusano, Hernán Rosselli refunda, en su ópera prima, el realismo, la ética y estética del conurbano en el cine argentino de las últimas décadas. Un conurbano que, como en los casos citados, es zona fronteriza. Fronteriza entre lo legal e ilegal, entre lo oficial-cinematográfico y lo que no lo es. Ver Pizza, birra, faso, Carancho, Fango. Mauro y su amigo Luis no son “pesados”, son trabajadores de clase media-baja. Las primeras imágenes los muestran torneando una abertura metálica, en un taller de la zona de Bernal (el Oeste como territorio del Trapero pre-Elefante blanco; el Sur como patria chica de Campusano-Rosselli). Mauro tiene un “trabajo” paralelo: es “pasador” de los billetes falsos que le provee un tachero. Contacto de una organización que, como todo grupo clandestino, se estructura sobre la base de un sistema de células, con integrantes que no se conocen entre sí. El tachero sí que tiene pinta de pesado, detalle que a Mauro le convendría tener en cuenta. Clase media con deseos de independencia económica, Mauro y Luis deciden “ponerse por su cuenta”, instalando su propio taller de producción de billetes de veinte en la casa del segundo de ellos, donde Mauro, sin domicilio fijo, se instala provisoriamente. Una noche, en la disco en la que suele pasearse como perdido (el tipo es un solitario corto de palabras, que resuelve con pastillas y “saques” el evidente malestar que lo carcome), Mauro conoce a Paula. Esta lo pondrá en contacto con el dueño de un boliche (el escritor Pablo Ramos, de notable presencia cinematográfica), que quiere hacer una operación grande. Muy grande. Guionista de la película –además de productor, director de fotografía y coeditor, junto a la reputada Delfina Castagnino–, Rosselli revisita todos los códigos del cine negro (el antihéroe parco y solitario, el roce entre el mundo cotidiano y el submundo del delito, la amistad, la traición, una sugerida misoginia incluso) desde un realismo seco y minucioso. La descripción de ambientes es precisa; la de personajes, reducida al mínimo. La presentación de situaciones es directa, ya se trate del pollo al horno que se cena sin acompañamiento alguno como de un desnudo. Los planos son a veces crudamente frontales, como en el caso mencionado, y otras ponzoñosamente escorzados. Como uno en el que no llega a distinguirse quién le hace un cariño a la mujer de Luis: si su marido o el amigo. La película mejor montada que el cine argentino haya presentado en años, el manejo de las elipsis narrativas por parte de Rosselli es lisa y llanamente magistral: la narración avanza a grandes saltos y deja afuera tanto lo prescindible como información básica, que se retacea para hacer trabajar al espectador. Observar cierta desaparición final, extraordinaria, en tanto permite dejar cierta zona clave de sentido en una ambigüedad irresoluble. Las actuaciones, a cargo de un elenco profesional que no lo parece, son una lección perfecta de cómo hacerlo en cine. Los cortes son directos. Los planos, fijos. Pero sin exagerar su duración, de modo de no rozar jamás la abstracción. Si se requiere un detalle, se muestra en detalle y siguiendo la serie. Como todo el proceso de producción de billetes, tan instructivo como un documental institucional. Contrariamente, toda la escena de la visita a la madre está sostenida casi enteramente en un único plano, fijo y distante. Todo remite a Robert Bresson, cuyo cine Rosselli claramente ha mamado. En silencio y sin declamaciones, como corresponde. Todo es cuestión de economía, tanto en términos temáticos (la producción de billetes) como estéticos. Coherencia total: Mauro es la gran película de ficción que el cine argentino 2014 haya entregado hasta el momento. El de Rosselli, el debut más prometedor, desde el del mencionado José Celestino Campusano con Vil romance.
Los inmigrantes como una obra de arte La propuesta del colectivo artístico Estrella del Oriente se traduce en un film que es una invitación a dejarse llevar por el juego y el delirio controlado: un grupo de artistas que busca saltar las fronteras construyendo una ballena-transatlántico. No hay forma de no ver, en La ballena va llena, la continuación de una saga iniciada con la extraordinaria Pulqui, un instante en la patria de la felicidad, que hace siete años tuvo menos repercusión de la que merecía. Allí, Daniel Santoro, maestro del arte argentino contemporáneo, se proponía reconstruir a escala el Pulqui, avión peronista de los ’50. Aquí Santoro no mira ya hacia atrás, pero vuelve a intentar fabricar un artefacto que materialice sueños. Sueños imposibles, claro, qué gracia tendrían si no. Santoro integra desde 2009 el colectivo artístico Estrella del Oriente, que completan el cineasta Marcelo Céspedes, los artistas plásticos Pedro Roth y Juan Carlos Capurro, un insospechado Tata Cedrón y, hasta su fallecimiento, el legendario musicólogo Nano Herrera. En lugar de avión hay ahora un barco, a construirse en escala 1 a 1, con la misión de “meter” en Europa y EE.UU. miles de inmigrantes. Inmigrantes que bajen a puerto convertidos en obra de arte. El razonamiento es sencillo y Capurro lo formula en cámara: los países ricos aceptan inmigrantes a regañadientes, pero no tienen reparos al auspiciar proyectos artísticos. La revista digital estrelladeloriente.com había desarrollado la idea de un barco que, dado el carácter mítico del más grande mamífero, tendrá forma de ballena. Con las dimensiones de un transatlántico, La Ballena llevará en su vientre millares de pasajeros en busca de una vida mejor, “levantados” desde las provincias argentinas hasta las zonas más pobres de Asia y Africa. Ingresan como personas, salen convertidos en obra de arte. ¿Cómo? Atravesando una “zona de pasaje” en la parte superior, entendiendo pasaje no en sentido turístico, sino mítico-hermético. Para poder “ser” arte, esa zona será una reproducción agigantada del Mingitorio de Duchamp. Primera ocasión en la historia en que lo meramente utilitario cobró dimensión artística. Allí se celebrará un ritual, del que los desheredados de la tierra saldrán hechos obra. Basta que aparezca una beca ofrecida por la fundación española Botín (créase o no, existe) para que estos quijotes levanten el teléfono y gestionen una subvención para el proyecto. ¿Costo estimado? Trescientos millones de euros. Trescientos millones se llamaba una obra de teatro de Roberto Arlt y hay algo o mucho de arltiano en estos conspiradores nacional-duchampianos, en busca de fabricar sus propias medias antirrasguido. Como en Pulqui, todo es un juego y de allí que, al tiempo que inventa un nuevo género (la performance fílmica-artística en forma de largometraje), La ballena sea la comedia más inteligente y desternillante que el cine argentino haya dado después del inmenso Carlos Schlieper (1902/1957). Inteligente, porque se sabe política. Desternillante, porque el juego secuestra en su delirio controlado al espectador, convirtiéndolo en séptimo a la mesa en las reuniones que un grupo de conjurados celebra en el Café Lorea. En esas reuniones lo disparatado se toma tan en serio que Céspedes, único capaz de filmarlas, “abandona” el proyecto en cámara, por considerar que sus compañeros de mesa vuelan en medio de una nube de... citas que van de Kafka a Sófocles y de Sófocles a Paolo Conte, Baruch Spinoza, Hegel y, cómo no, Marx, arman una red de sentidos cuyo tejido queda en manos del espectador. De allí el carácter de obra maestra, que jamás presume de tal y se entrega a un humor keatoniano, hierático y dadaísta. No por nada La ballena... se cierra con el Tata cantando una conmovedora, hondísima versión de “Lejos”, que lleva letra del extrañadísimo Federico Peralta Ramos, Gran Maestre de la Orden del Dadaísmo Criollo.
Tan falso y tan auténtico como la vida La premisa de la película suena a humorada: un director de fotografía que se quedó ciego y planea volver a la actividad. Pero lo del director radicado en España no es sólo un chiste, sino el libre ejercicio de un género que sigue dando nuevas facetas. ¿Una película sobre un director de fotografía ciego que tal vez vuelva a la actividad? ¿Una película dentro de otra? ¿Una película de viaje, sobre encuentros de distintos? ¿El relato de un director de cine al que le encargan un film imposible, un documental en primera persona, una de aventuras del otro lado del océano y a 4000 metros de altura? Desde hace rato que el documental es el lugar sin límites del cine. El lugar donde todo puede suceder, donde ya no hay fronteras. Fronteras genéricas, estéticas, tonales, de registro y –sobre todo, tal vez– de estatus de lo que es real, lo verdadero, lo que puede y no puede hacerse en un documental. En el cine en general, bah. Titulada en base a uno de sus elementos constitutivos, dirigida por un argentino residente en España, premiada en los festivales de Málaga y Documenta Madrid y presentada en la última edición del de Mar del Plata, Gabor no es una de las películas mencionadas más arriba, sino todas. Por inaudita que parezca más de una de todas esas películas que Gabor, ópera prima de Sebastián Alfie en el largometraje, es. “¿Qué hago aquí sentado, en la recepción de un hotel en Bolivia?”, pregunta retóricamente Sebastián Alfie en el primer plano de Gabor. Sentado y provisto de una máscara, conectada a un tubo de oxígeno. Una de las fronteras que el campo del documental saltó hace rato es la que prescribía que las técnicas narrativas, el tener en cuenta al espectador e intentar seducirlo, eran propiedad exclusiva del cine de ficción. Otra de esas fronteras es, claro, la de la presunta “objetividad”, la sacrosanta tercera persona: cada vez se hacen más documentales en primera, y Gabor es ejemplo de ello. Planteada la incógnita, tirado el gancho, los títulos de inicio. Después el cartel que indica que ahora estamos en Barcelona, un mes antes. Rotura de la cronología bien subrayada, propia también del cine de ficción. Y un personaje que sólo la ficción podría concebir. Que la ficción concibió, de hecho. En La mirada de los otros (2002), Woody Allen subió la apuesta del disparate, encarnando a un director de cine que de tan hipocondríaco “se queda” ciego. ¿Y si no fuera histeria, sino pérdida definitiva de la visión? ¿Si en vez de un director fuera un director de fotografía? Pues entonces sería Gabor Bene, nacido en Budapest y emigrado tras la invasión soviética, quien durante un rodaje en el Amazonas empezó con pérdida de visión parcial, ocasionada por una infección, y terminó ciego. Desde ese momento, menos de una década atrás, Gabor, radicado en España, se dedica a la venta de elementos ópticos. Así lo conoce Alfie, que anda necesitando una cámara que en todo Madrid sólo él vende. ¿Para qué necesita Alfie esa Viper, que filma planos-detalle con una definición única? Para cumplir el encargo (pago, desde ya) que la Asociación Ojos del Mundo acaba de hacerle. Tiene que rodar un institucional de tres minutos sobre el combate contra la ceguera en Bolivia. Producto de su largo oficio, Gabor es capaz de “ver” sin ver. Hasta el punto de que en un momento se corre de lugar en el encuadre, porque puede imaginar cómo se distribuyen luces y sombras en el plano. Por otra parte, su memoria visual es tan asombrosa que es capaz de describir, plano a plano, el comienzo entero de Tierra en trance, de Glauber Rocha. ¿Y si Gabor hiciera la fotografía de ese cortito de tres minutitos? ¿Si Gabor se convirtiera, a partir de ese momento, en un documental herzoguiano, donde lo imposible puede hacerse posible, por pura locura y en un paisaje exótico? Con el director de fotografía ciego discutiendo con el director cómo iluminar un plano en plena montaña del Alto, entre pobladores aymaras vestidos a la usanza tradicional. A diferencia del muy germánico realizador de Tierra del silencio y la oscuridad, que en lo insólito busca una otredad de orden casi místico, Gabor es un documental lúdico. Casi tarantiniano si se quiere, por el modo en que Alfie juega con tiempos, geografías, personajes (su mamá, indicándole por teléfono cómo filmar la película, tiene casi la estatura ficcional del propio Gabor), montones de subtramas y subtramitas, recursos formales (pone en escena la historia de su protagonista mediante una “línea de tiempo” ilustrada, recurre a caricaturas), exposición de los mecanismos de producción del propio film, un yo narrativo omnipresente y una duda permanente sobre la idea de autenticidad y falsificación, tanto ética como estética. No por nada en un momento director y director de fotografía discuten el final ostentosamente falso, que, por razones de promoción institucional, Alfie quiere darle a su corto de encargo. Todo puede ser falso o auténtico en Gabor. Tal vez todo sea tan falso como auténtico. “Como en la vida”, remata ese autohumorista zen llamado Gabor, y el espectador se queda pensando.
Un armado elíptico y poco subrayado Aunque la sinopsis de este film daría como resultado un compilado de fórmulas –encuentro entre dos distintos, una paciente terminal de HIV–, la directora logra que eso esté protagonizado por personajes que están más allá del mero vehículo dramático. Una forma de zafar de las fórmulas de construcción dramática es dotarlas de verdad, “rellenando” esos moldes vacíos con algo que tenga cuerpo y volumen, que respire. Es lo que sucede con el reciente film indio Amor a la carta o, de modo espectacular, con Jersey Boys, donde Clint Eastwood reconvierte las fórmulas más remanidas en un film de singularidad total. Una sinopsis de Los insólitos peces-gato, ópera prima de la mexicana Claudia Sainte-Luce, que participó de la Competencia Latinoamericana en la última edición del Festival de Mar del Plata, daría por resultado un compilado de fórmulas. El encuentro entre distintos, que les cambia la vida a ambas partes. Que los dos (en este caso una chica y una familia entera) sean carentes y se completen mutuamente. Ni qué hablar de la presencia de una paciente terminal de HIV, peligro rojo de fórmula. Sin embargo, Saint-Luce logra, con ayuda de un ajustadísimo elenco, que todo eso esté protagonizado por personajes que están más allá del mero vehículo dramático. Claudia es una chica retraída y solitaria, que vive en una suerte de sucucho o guarida y trabaja como promotora en la sección salchichas de un supermercado. Un ataque de apendicitis oportunamente inducido por el guión la pone en contacto con la paciente de la cama de al lado, Martha, señora de menos de 60 años que padece HIV, contagiado por uno de sus tres maridos (caso poco frecuente, sin duda). De sus sucesivos matrimonios, Martha tiene tres hijas y un varón, cuyas edades oscilan entre la pubertad y esa orilla de los 30, en los que a una mujer empieza a pesarle la falta de una pareja estable. Es el caso de la hija mayor, la que con más recelo asiste al progresivo “ingreso” de Claudia a la familia. Es que Martha es una señora tan bien predispuesta a ayudar a extraños en problemas como a cumplir la función de madre sustituta. Y es evidente que Claudia anda necesitando algo de calor de hogar. Tanto como Martha de una ayuda que sus cuatro hijos no siempre están en condiciones o con la voluntad de darle: correspondencias estratégicas de guión. Con el lujo de una fotografía en manos de Agnès Godard, brazo derecho visual de la francesa Claire Denis, Saint-Luce (Veracruz, 1982) no fuerza conductas ni psicologías en sus personajes. Se limita a observarlos con atención, no yendo nunca más allá de lo que muestran. La más rotunda expresión de esto es Claudia, cuya extrema parquedad (tan frecuente en tantos protagonistas del cine latinoamericano) deja asomar poco más que lo visible. Hasta el punto de que recién en el último tercio de película se sabrá qué pasó con sus padres. Que tampoco es una revelación que le vaya a cambiar la vida a la película. Los insólitos peces-gato no busca el golpe dramático, el punto de torsión, los grandes cambios de rumbo. Sí cuida las dosificaciones, de un modo que habla del armado casi ajedrecístico del guión. El carácter indiscreto e intrusivo de una de las hijas de Martha se contrapone exactamente con el de la introvertidísima Claudia, así como su obesidad habla de unos problemas personales que contrastan con el entusiasta descubrimiento de la sexualidad por parte de sus hermanos menores. Ese descubrimiento funciona, a su vez, como contracara de los problemas con los hombres de la hermana mayor, y así sucesivamente. Por evidente que sea ese armado no deja de resultar, en tal caso, tan elíptico como poco subrayado.