Deudas en el Delta del Paraná Después de Sudeste, La León, El sueño del perro, La orilla que se abisma y El rostro (actualmente en cartel), el cine argentino vuelve a internarse en la zona del delta del Paraná, cuyos densos juncales y escondidos arroyuelos parecen siempre propicios a ocultar misterios, mundos al margen, una salvaje vecindad de la civilización. Todo ello vuelve a darse cita, de modo literal incluso, en Marea baja, opus 2 en el largometraje de Paulo Pécora, uno de los nombres más activos del cortometrajismo local, que ya se había aventurado en la zona en su ópera prima, la mencionada El sueño del perro. A diferencia de aquélla, tan elusiva como su título, en Marea baja Pécora aborda el género, sin perder las marcas del cine de autor. El resultado es dispar. Marea baja es tan seca y callada como su protagonista, un tal Pascual (Germán de Silva, a criterio del que escribe el mejor actor argentino en actividad). El hombre se abre paso entre los juncos para llegar a una casa, donde rentará un cuarto. Gestos breves y grandes elipsis definen el modo narrativo de Pécora, construyendo un relato sobre la base de escasas puntuaciones narrativas. Pascual, cuyo nombre demora casi una hora en oírse (la película dura una hora doce), encuentra un machete y lo guarda, a hurtadillas. En el bolso carga un revólver y varios atados de billetes, que se ocupa de esconder detrás de unas tablas. De día cava, en busca de algo que se supone será un botín. Sueños pesados lo hacen despertarse jadeando en la noche, echando mano del revólver, la mirada alerta. Teme, es evidente, la llegada de alguien que venga a cobrarse alguna deuda. Mientras se mantiene en esa insinuación de tan elíptica casi abstracta, Marea baja (título discutible, teniendo en cuenta que esas orillas no son de mar, sino de río) tiene personalidad, acierta un pleno con una puesta en escena económica y exacta, sabe lo que quiere y cómo lo quiere. El tempo narrativo es justo, y Pécora hace tan buen uso del sonido (el viento, el río, los pájaros, el silencio sobre todo) como de planos-detalle que muestran el trabajo de la naturaleza: hormigas, abejas, babosas, unas preocupantes cabezas de caballos muertos. Magnífico es el modo en que la narración se balancea entre la realidad y el sueño, sin que pueda determinarse del todo cuándo se está de un lado y cuándo del otro. Una de las herramientas más preciosas y olvidadas de la lengua cinematográfica, el fundido encadenado, permite crear un clima de enrarecida ensoñación, que la presencia de unas cartas de tarot no hace más que potenciar. Las dos mujeres que alquilan la pieza a Pascual (Susana Varela y Mónica Lairana) enrarecen más la cosa, con peleas, rivalidades y envidias. El problema surge cuando Pécora aborda resueltamente el género, con la llegada de los que vienen a cobrar la deuda. Las propias armas parecen portarse de modo forzado, la narración se vuelve plana y conocida, la influencia de El tesoro de la Sierra Madre se hace, en el final, demasiado evidente.
Una franquicia pensada para durar Disney y Marvel Comics iniciaron una nueva saga con esta película, basada en un comic de fines de los ’60. El film respeta el abecé del género “aventuras espaciales”, con un tono que lo ubica en una suerte de clase B expandida por el presupuesto. “Los guardianes de la galaxia volverán” anuncia un cartel en cuanto la nave de los héroes se pierde por el fondo de cuadro. Debe ser el anuncio cinematográfico más innecesario en mucho tiempo: es obvio que lo que lanzan Disney y Marvel Comics con esta película, basada en un comic de fines de los ’60, no es una película sino una franquicia. Una franquicia pensada para durar, que tiene lo necesario para gustar. Para gustarles, sobre todo, a los chicos de menos de doce años. Si bien no carece de citas y referencias que sólo los papis entenderán, Guardianes de la galaxia se destaca del resto de los productos Marvel por estar prioritariamente apuntada al público infantil. De hecho, más de un elemento hace recordar que no por nada Disney está detrás de todo esto. ¿Es buena Guardianes de la galaxia? Es simpática, llevadera, tiene algunos buenos chistes, algunos buenos personajes y alguna buena escena. Para los chicos está 10 puntos. Para los grandes, no tanto. Basada más precisamente en una reescritura del comic original publicada en 2008, la película coescrita y dirigida por el británico James Gunn (realizador de la muy buena clase B de terror Slither y la sobrevalorada y bastante miserabilista Super, paráfrasis de las películas de superhéroes), Guardianes de la galaxia se abre con un prólogo sorprendentemente trágico, para pegar enseguida un salto en el tiempo, viniendo a parar al presente. Pero qué presente. Un muchacho de jeans y campera de cuero bordó bailotea despreocupadamente entre las grutas de un planeta deshabitado, oyendo un walkman y pateando a su paso pequeños monstruitos. Hasta juega con uno de ellos, especie de rata en cueros, como si fuera un micrófono. Lo del walkman tiene que ver con que el flaco era chico en los ’80, cuando falleció su madre (¡Disney!), y heredó de ella un casete casero, con el simple título de “Música buenísima”. La escena que establece el tono y registro predominantes de Guardianes... no es la del prólogo, sino la otra. Algo así como una Star Wars en modo Indiana Jones (pero no realizada por Spielberg ni escrita por Lawrence Kasdan, sino por suplentes del banco), las referencias a los ’80 –que la banda de sonido refuerza con el peor pop y el mejor soul de la época– no son al tuntún. Guardianes... es, como sus referentes, una suerte de clase B expandida. Expandida por el presupuesto, pero por todo lo demás, bien clase B. Una historia que oscila entre la mera excusa y la reproducción perezosa de clichés del género, guión y puesta en escena funcionales y punto, diseño de producción tirando a deliberadamente berreta, actores desconocidos o casi (al menos los protagonistas; entre los secundarios debe mencionarse la aparición de Glenn Close como reina del planeta, y hay más famosos poniendo la voz que actuando). Ningún problema con todo lo mencionado, soporte adecuado para establecer un tono tan juguetón y despreocupado como el héroe que bailotea mientras patea monstruos. Ningún problema tampoco, sino todo lo contrario, con el hecho de que los héroes (los guardianes del título) sean una banda de descastados. Peter Quill, el “muchachito”, integra una organización dedicada al robo de objetos valiosos (adecuadísimo Chris Pratt, cuyo look recuerda un poco la naiveté del gran Brendan Fraser). Se hace llamar Space Lord, pero todos se le ríen en la cara. Al joven Peter se le van sumando laderos (Guardianes... es una fábula de orígenes, como se estila últimamente). A saber, Gamora, hija de un villano (Zoe Saldanha, que pasó del azul de Avatar al verde Hulk), un urso gigantesco, un mapache parlante y guerrero (claro sustituto del Chewbacca de Star Wars) y un árbol viviente. La mejor creación en términos de diseño, de posibilidades visuales y hasta dramáticas, el árbol Groot, que lo único que sabe decir es “soy Groot”, viene a ocupar el lugar del robot R2D2. El problema es que la película no se juega del todo por ninguno de sus elementos más interesantes. El tono (y nivel) humorístico coexiste con el más básico abecé del género “aventuras espaciales”: rey malo vs. reina buena, un valiosísimo talismán por el que todos pelean, fauna fantástica variada, armas láser, largas batallas de naves espaciales. Al mismo tiempo, la condición marginalosa de los héroes se va diluyendo a medida que la acción avanza. No sea cosa de que Disney avale el triunfo de seres de dudosa moral. La fórmula de conciliación queda dicha al final (el decir lo que se ve es uno de los vicios más molestos de Guardianes...), cuando los héroes convienen en seguir portándose “un poco bien y un poco mal”. Muy bien y muy poco mal, en realidad.
Una inexplicable “dramedia” al estilo danés Al cronista le había gustado Corazones abiertos, hecha una década atrás bajo las reglas y “aprobación” del Dogma 2000, movimiento al que algunos llamaban “Dogmarketing”. Tenían razón. Pero más allá de las astucias propagandísticas de su creador, el inefable Lars Von Trier, el Dogma permitió la emergencia de un puñado de películas tan estimulantes como anómalas. Como varios de sus compañeros de ruta, pero más, después de aquélla de 2002, su realizadora y coguionista, Susanne Bier, no volvió a hacer nada que valiera la pena. O tal vez aquélla tampoco valía la pena y el cronista supuso que sí. Trátese de dramas o dramones (Hermanos, 2004; Después del casamiento, 2006; En un mundo mejor, 2010), lo de Bier fue, de allí en más, un cine empaquetado, de cálculo y “temas” presuntamente importantes. Con Todo lo que necesitas es amor, la señora tira la chancleta y se arroja de lleno a la dramedia (mezcla de drama y comedia) romántica “para matrimonios”, con Pierce Brosnan como principal argumento de venta. Pudiendo llamarse All You Need is Love, Todo lo que necesitas... se llama, en el original (Bier filma en inglés, obvio), Love is All You Need. Desperdicia así, aunque más no sea, un bello eco lejano. La comedia romántica (o dramedia, como en este caso) es, como se sabe, el género en que dos personas empiezan odiándose y terminan, hora y media más tarde (o interminables dos, como en este caso) amándose para siempre. Como para no olvidar que la cerveza de Bier fermenta en el drama, Ida, la heroína, viene de hacerse una mastectomía y lleva peluca: la quimio la dejó más calva que la cantante de Ionesco. Como Todo... no es un drama, sino una dramedia, la mujer calva es... peluquera. Chiste danés. En realidad, el mayor problema de Ida no es la calvicie, sino uno más clásico: el marido ni se enteró de que desde hace un tiempo su mujer no tiene dos pechos, sino uno. La hija de Ida está por casarse, en ese paraíso llamado Capri. ¿Con quién? Con el hijo del hombre cuyo auto Ida acaba de chocar, en el estacionamiento del aeropuerto, poco antes de abordar ambos el vuelo. El señor es, claro, Mr. Brosnan, el típico viudo que no quiere saber nada con enamorarse. El destino de este vuelo de Ida y Pierce cualquiera lo adivina. Escribiendo siempre los guiones junto a Anders Thomas Jensen, adentro de Todo... Bier mete, como es su costumbre, todo. Un joven soldado que va a la guerra y vuelve, por ejemplo. Hijo de Ida. Imposible de saber qué tiene que ver la guerra (y de qué guerra se trata, ya que estamos) con el mundo de hipermillonario europeo en vera-no, con su azul Mediterráneo, verdes acantilados, vecchia villa, “be-emes” negros, casamiento en el parque y compras en Prada. El muchacho de campera militar habrá salido de Hermanos, donde había uno con la misma parka. A qué viene cierto deus ex macchina gay del final, se entiende menos todavía. Cómo es que el viudo hermético y hosco hombre de empresa se convierte en veterano príncipe azul, será porque es Pierce Brosnan y Pierce Brosnan no puede hacer otro papel que no sea ése. Expresiva, como suelen serlo sus compatriotas, la danesa Trine Dyrholm.
Un tanque que puede pensar La nueva versión de la fábula escrita en los años 60 por el francés Pierre Boulle reflexiona, ahora en 3D, sobre la posibilidad de convivencia entre distintos. Juegos de espejos que funcionan también en relación con el mundo “real”. ¿Puede pensar un “tanque” de Hollywood? Tiende a creerse que no y cientos de tanques descerebrados parecen confirmarlo. Pero, para nombrar casos no tan lejanos, ¿no pensaban acaso las tres primeras Alien o, en líneas generales, la serie X-Men? ¿No lo hacen las Hombre Araña? ¿Las Batman de Tim Burton y Christopher Nolan? Tres años atrás, El planeta de los simios: (R)Evolución apretó el botón de reinicio a la fábula escrita en los años ‘60 por el francés Pierre Boulle, filmada por primera vez a fines de esa década. Era, a diferencia del sinsentido filmado por Tim Burton a comienzos de este siglo, un tanque pensante. Escrita por los mismos guionistas (Rick Jaffa y Amanda Silver, a quienes ahora se les suma Mark Bomback) y dirigida por Matt Reeves (el muy confiable realizador de Cloverfield), su secuela, El planeta de los simios: Confrontación, sigue pensando, ahora en 3D. ¿En qué piensa Confrontación? En la oposición entre lo civilizado y lo bárbaro, en la posibilidad de convivencia entre distintos, con los simios funcionando como espejo y como otro a la vez. En (R)Evolución, Caesar, el más inteligente de los monos de laboratorio, liberaba a sus congéneres, usados por los humanos como cobayos o raza esclava. En el hiato de diez años que lleva de aquélla a ésta, la especie humana se contagió de un virus proveniente del contacto con los simios. De resultas de lo cual una pandemia universal, la “gripe de los monos”, prácticamente acabó con ella, al tiempo que se producía un apagón general. Para reestablecer la energía, los miembros de una colonia de sobrevivientes, radicados en los restos de lo que alguna vez fue la ciudad de San Francisco, necesitan volver a hacer funcionar una represa abandonada. El problema es que la represa está en medio de la selva y en la selva están los simios. En el momento en que unos y otros se encuentran se produce una simetría absoluta, que pone en escena el juego de espejos que anima la película. Por unos segundos, todos, los monos y el hombre, quedan paralizados por la sorpresa: ninguno sabía que el otro era su vecino. Hay dos posibilidades: dejarse ganar por el miedo e intentar exterminar al otro o reconocer que el otro existe y ver qué chance hay de ponerse de acuerdo. Aunque no casualmente se le parezca muchísimo, no se trata del conflicto entre israelíes y palestinos sino de lo que ocurre en Confrontación, cuyos juegos de espejos funcionan también en relación con el mundo “real”. Como en muchos westerns (Más corazón que odio, notoriamente), en ambos bandos surgen ambas posiciones encontradas, con casos extremos de blancos “racistas”, que tratan a los monos como a... ¿negros? Algunos tienen razones para la desconfianza. Koba, el mono que en (R)Evolución se llevaba la peor parte, se convertirá en líder guerrero. Caesar, capaz de reflexionar (actuado, una vez más y por medio de la técnica de captura de movimiento, por ese increíble especialista en simios y otros seres que es Andy Serkis), y el orangután Maurice, algo así como el viejo sabio del clan, estarán más dispuestos a creer en sus vecinos. La palabra Trust (confianza) se convierte en todo un código ético entre ellos y la pareja integrada por el ingeniero hidráulico Malcolm (Jason Clarke, coprotagonista de La noche más oscura) y su esposa, la bióloga Ellie (Keri Russell). Mientras se relacionan con sus anfitriones, éstos se ocupan de aplacar a sus congéneres más belicosos. Sólo por un tiempo, claro: si no, no habría película. La comunicación, el lugar del otro, la necesidad de tender puentes y la tentación de hacerlos volar, son temas concretos, materiales en Confrontación. Si los simios hablan, es consecuencia de su contacto previo con el hombre. Si algunos hombres actúan como en la selva es porque en algún tiempo habitaron en ella. No son las únicas cosas que ambas especies tienen en común: como en Jurassic Park –otra gran película de aventuras sobre relaciones entre el hombre y el otro–, el atavismo de los lazos familiares tiene peso específico en esta secuela. Lo tiene porque ambas especies son gregarias y el rol dramático que ocupan las crías es capital aquí. Puestos en escena con notable precisión, economía y rigor, todos estos temas están desplegados en Confrontación siempre en forma de preguntas y del modo que corresponde a un drama de aventuras. Esto es: sin dejar de inyectar, a lo largo de dos horas diez a las que no les sobra un minuto, la tensión, la angustia y la fiereza que hacen de un tanque un tanque.
La circulación más intensa El film paraguayo apunta al género, la comedia, a la dinámica física y de cámara y sale por demás airoso: la agitada historia del adolescente Víctor encuentra un contexto ideal en ese abigarrado conjunto de pasillos, transitados por un elenco homogéneo. De intenso tráfico por festivales internacionales desde el momento de su lanzamiento (agosto de 2012), 7 cajas es el segundo film paraguayo en estrenarse en Argentina, después de la magnífica Hamaca paraguaya (2006). La película de Paz Encina se caracterizaba por su absoluto rigor y despojamiento, expresados en una serie de planos contados, fijos y distantes, sobre un contemplativo matrimonio que charlaba escuetamente. Ganadora del Premio del Jurado Joven en San Sebastián 2012, la ópera prima de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori apuesta, muy por el contrario, al género, a la comedia, a la dinámica física y de cámara, apelando incluso a algún breve fragmento clipero. En algo coincide, sin embargo, con el film de Encina. Coincide en su rigor, no sólo técnico, sino también narrativo, nacido de un planteamiento específico respecto del tratamiento de las tres unidades cinematográficas básicas: tiempo, espacio, movimiento. Un rigor que, a diferencia del opus uno de Encina, tiene en cuenta el gusto de un público más o menos masivo e internacional. Aunque parezcan de imposible convivencia, podrían detectarse en 7 cajas huellas tan disímiles como las del neorrealismo, el costumbrismo, el tarantinismo. Y hasta, forzando un poco las cosas, las del documental argentino Hacerme feriante (2010). En el sentido de que éste transcurría íntegramente dentro de la laberíntica y abigarrada inmensidad de la feria de La Salada, y 7 cajas tampoco sale jamás de los límites de una feria de ocho manzanas de extensión, el Mercado 4 de Asunción. Es un viernes de abril de 2005 y hace un calor paraguayo allí en el mercado, donde transpirados carretilleros en musculosa compiten a brazo partido por el transporte de embalajes. Fascinado con el mundo de la tele y el cine, el adolescente Víctor (Celso Franco) queda alucinado cuando ve el celular que una amiga le prestó a su hermana para que lo vendiera. La cifra es astronómica para Víctor, pero las vueltas del azar terminan poniéndolo frente a las cajas del título, por cuyo transporte le prometen 100 dólares. Si llega a destino, claro. Esa es la cuestión, cuando la carga es más escabrosa que legal y por ella disputan feriantes, malandras, intermediarios y la policía. Los méritos de 7 cajas están a la vista. No sólo un elenco de total homogeneidad –sometido seguramente a largos y exigentes ensayos por parte del dúo de realizadores– y una excelencia técnica que va de una fotografía de colores saturados a unos travellings de vértigo, sino, sobre todo, la estricta apuesta al tiempo real y el decorado único, hecho de kilómetros de pasillos tan superpoblados y ensortijados como los de Chungking, en Hong Kong. A propósito: ¿no habrá que sumar Chungking Express, de Wong Kar Wai, a las posibles influencias de 7 cajas? Vaya a saber. Tiempo real, corridas desesperadas (con carretillas o sin ellas) y gran cantidad de personajes cruzándose sin parar aseguran una dinámica vertiginosa. Maneglia & Schémbori apuestan a ella y ganan. Sobre todo porque la circulación no es sólo de gente y carretillas, sino de objetos, deseos e intereses. Tanta circulación como en Los guantes mágicos o cualquier película de Martín Rejtman. (¿Otro antecedente? Más vale parar con las especulaciones, antes de que se tornen infinitas.) Circulación de cajas, dinero y celulares. Es 2005, y por el solo hecho de poseer cámara, modelos móviles que hoy parecen paleozoicos son cortejados con asombro casi infantil no sólo por Víctor y su amiga Liz (la eléctrica Lali González), sino por policías que recuerdan un poco al sargento García. Hablando de cortejo, cualquiera se da cuenta de que el constante salir al paso de Víctor por parte de Liz –por más que ésta quiera disimularlo con dureza ligeramente sobreactuada– no es casual. Cualquiera, menos el muy ingenuo Víctor. Pero, vamos, 7 cajas no es la clase de película que no le dé a la larga al espectador lo que el espectador desea. ¿Puntos falsos? Los hay. Por un lado, al no espiralarse, a la deliberada circularidad parecería faltarle una quinta marcha. Un poco como el “toquecito” lateralizado de algunos partidos del Mundial. Por otro, uno de los mayores méritos de la película, el de poner a los protagonistas en el mismo plano de sobrevivientes, que no pueden darse el lujo de lo legal o lo moral (pero no por ello dejan de ser unos tipos cualesquiera) se ve traicionado cuando al final algunos de ellos se ponen a disparar como en un thriller yanqui. Y 7 cajas no es, y se nota que no quiere ser, un thriller yanqui. No por nada se habla tanto o más en guaraní que en castellano, con subtítulos ad hoc. Finalmente, los sueños de Víctor por el mundo de la tele, la fama y la celebridad no sólo son trillados, sino que suenan absolutamente “puestos”, lejos de la mecánica inevitable que anima el resto de la película.
Artificio y ocultamiento Un solterón coleccionista de retratos de mujeres se obsesiona con una dama agorafóbica y misteriosa, en un film que resulta agradable porque mantiene las pretensiones por debajo de toda grandilocuencia. Meses atrás, el colega Luciano Monteagudo advertía sobre la propagación del llamado “síndrome de Rush”, trastorno cinematográfico generado por la presencia del actor australiano Geoffrey Rush, cuyas manifestaciones pueden percibirse en películas intolerables (Claroscuro, Ladrona de libros) o no tanto, pero siempre aureoladas de presunto “prestigio artístico” (Elizabeth, El discurso del rey). Pero el síndrome de Rush tiene también su contracara saludable, que se manifiesta cuando esta celebrity se baja del pedestal y se entrega a la más desvergonzada payasada. Es lo que sucede no sólo en la saga Piratas del Caribe, sino también en The Life and Death of Peter Sellers, editada aquí en DVD y donde hacía del hombre que dio vida a Clouseau. En La mejor oferta, Giuseppe Tornatore utiliza el síndrome de Rush en beneficio de la película, redecorando el pedestal para terminar ridiculizándolo. El propio Tornatore tiene no dos sino incontables caras: el desaforado arrancalágrimas de Cinema Paradiso, el sensiblero moderado de Stanno tutti bene, el resucitador del cinema erotico italiano de Malena, el grandilocuente alla Rush de El pianista sobre el océano, el desfachatado clase-B con pretensiones de La desconocida y así al infinito. Siempre escribiendo el guión de sus películas, el nativo de Sicilia da un paso más en su proyecto de internacionalización filmando en su país, pero en inglés y con elenco enteramente anglo. Rush es Virgil Oldman, un rematador diferente de cualquier otro. Todo un exquisito que frecuenta los mejores restoranes y no se saca los guantes ni para probar un cosecha 1984, Oldman es un connaisseur de las bellas artes, limitado a ese rubro y capaz de reconocer un original de una copia casi con un golpe de ojo. Lo cual no quiere decir que sea trigo del todo limpio. Un amigo (Donald Sutherland, con largo pelo blanco) le hace de cómplice, presentándose en las subastas y comprando, a bajo precio, obras que luego pasan a sus manos. Ese centenar de invalorables masterpieces, que Oldman guarda en un cuarto-caja fuerte de su tremebunda mansión, tiene un punto en común: son todos retratos de mujeres. Como es de suponer, cuando el majestuoso solterón reciba la convocatoria de una joven de alcurnia, deseosa de desprenderse de los tesoros familiares, terminará arrastrándose ante ella. Mezcla de heroína de novelón romántico del siglo XVIII con histericona de cuidado, Claire Ibbetson (la bonita e impávida Sylvia Hoeks, compatriota de Arjen Robben y Robin Van Persie) padece de una agorafobia machaza, que la lleva a mantenerse encerrada tras una puerta-trampa de su impresionante palazzo medieval. Obviamente, cuanto menos la ve, más se obsesiona el obsesivo con la inalcanzable damisela, derivando la cuestión progresivamente hacia terrenos propios de Vértigo, que incluirán una caída (en la locura y la pérdida). Tornatore es, desde ya, un Hitchcock de la epidermis, por lo cual se aconseja mantener la película a distancia de aquella súper obra maestra. La gran oferta es previsible en su armado (Claire es demasiado peculiar para ser real), obvia en sus subrayados de sentido (el solterón que sublima su sexualidad en el coleccionismo, la construcción de un autómata como subtexto de pretensiones metafóricas), dispersa (toda la subtrama de estafas de guante blanco) y con el aire infatuado propio del síndrome aludido. Pero por algún motivo logra que sus más de dos horas se hagan agradables y llevaderas, manteniendo siempre las pretensiones por debajo de toda grandilocuencia. Tal vez la clave de su éxito se parezca a la de su heroína, cuyo interés se basa en su evidente y ostentosa combinación de artificio con ocultamiento.
Poe, Lovecraft y “American Horror Story” Nacido en Salem, Massachussetts, tarde o temprano Mike Flanagan (1978) tenía que terminar en el cine de terror. Oculus es la tercera del género, tras dos films iniciales hechos a los veintipico. En Argentina pudo verse, el año pasado, Ausencia (2011) que, estrenada en pleno Bafici, cuando los cañones cinéfilos apuntan hacia otro lado, pasó por carteleras como el título lo indica. Multiderivativa, Oculus hojea, como se verá, un poco a Poe, otro poco a Lovecraft, toma ideas de la serie American Horror Story y de las películas de tortura (la fascinación por los dispositivos mecánico-ingeniosos, no la tortura en sí) y coquetea con un costado de familia disfuncional. Todo, alrededor del clásico motivo genérico del objeto maldito. Como la Selección Argentina frente a Suiza, le cuesta amalgamar, queda librada a la invención de sus individualidades y éstas no es que estén en un día particularmente malo, pero tampoco del todo bueno. Con eso tal vez le alcance para ganar por la mínima diferencia. Con guión coescrito por el propio Flanagan, la historia se narra en dos tiempos que, llegado un punto, comenzarán a confundirse y hasta fusionarse, el movimiento narrativo más audaz del film. Movimiento que está a un paso de volverse un círculo perfecto, pero Flanagan no llega a completar el dibujo. Acusado de un crimen familiar, un chico veinteañero, Tim, sale de una internación. Su hermana mayor, Kaylie (Karen Gillan, pelirroja y, por lo que puede verse, con obsesión por los bucles de peluquería), lo espera, con la intención de limpiar su pasado y, de paso, acabar de una vez con la maldición que trajo la tragedia a la familia. Tragedia que, según ella, reside en un antiguo espejo del siglo XVIII, que contendría a una entidad maligna, empeñada, en el curso de los siglos, en sembrar la locura en cuanta mansión lo instalen. Como de pequeños Kaylie y Tim intentaron romperlo a palazos sin lograrlo, ahora la obsesiva Kaylie ha instalado un sistema mecánico-electrónico, con un ancla colgada del techo que, en el momento indicado, deberá pendular (de allí el recuerdo de El pozo y el péndulo), haciendo trizas el maldito cristal. Como una proto científica loca (loca por lo tecno), Kaylie instala el espejo, el ancla, una cámara para filmar todo y todo un sistema de monitoreo en una de las habitaciones de la casa, a la que convierte en gabinete. ¿El gabinete de la doctora Kaylie? En la antigua casa familiar, los hermanos intentarán reconstruir la tragedia que los tuvo por protagonistas, siendo paulatinamente hechizados por sus recuerdos, hasta el punto de no poder distinguir (coté American Horror Story) entre lo que sucede y lo que imaginan que sucede. Allí, en el pasado, un hombre también fue progresivamente capturado por el horror, encerrado en su habitación en compañía de lo otro, como en cualquier relato de Lovecraft. Puntas que no terminan de desarrollarse: el paralelismo entre ambas formas de obsesión; la de Kaylie, que la pone al borde mismo de la locura (cuando se supone que es la heroína), esa circularidad temporal que queda en brochazos. Con actuaciones apenas funcionales, no le sobra clima a Oculus, que tiende a mantenerse dentro de una suerte de “naturalismo sobrenatural”. Algo desconcertante, que puede ser interesante o no, según el gusto de cada uno.
Tres personajes en un plan minimalista La economía narrativa y de situaciones no le quita atractivo a una película que retrata a una pareja gay y el tercero del título, una suerte de crónica de un levante gay en tres movimientos, relatada en un tono medido y sin excesivos subrayados. Otra muestra del fenómeno conocido como “nuevo cine cordobés”, que invadió el último Bafici, El tercero es la segunda película de Rodrigo Guerrero, de quien un par de años atrás se estrenó su ópera prima, El invierno de los raros. En términos estéticos, la película de ese origen de la cual El tercero parece más próxima es Salsipuedes (Mariano Luque, 2011), por la adhesión de ambas al minimalismo. Escasos actores (tres, aquí, y ni uno más), un único decorado (un camping, allí; un departamento urbano, aquí), cero música incidental y un número contado de planos fijos. La diferencia es que mientras en el film de Luque los encuadres reproducen, en su encierro y fragmentación, la situación en la que se halla la protagonista, en El tercero responden a una simple cuestión de economía narrativa: si un único encuadre muestra lo que se quiere mostrar, para qué cortar o mover la cámara. Todo transcurre en un único ambiente, con personajes de los que ni se revela su nombre. Es absolutamente coherente que el tema de cierre, que se escucha sobre los créditos finales, sea de Daniel Melero, él también un notorio minimalista pop. De pop tiene mucho el opus 2 de Rodrigo Guerrero, aunque más no sea por los colores del departamento de los innominados protagonistas, pareja gay de treinta y largos y con seis años de convivencia. La fotografía de Gustavo Tejeda, de tonos brillantes, se acopla al estilo de ese interior, por lo demás prolijísimo y de tonos tan cuidados, que hasta una colección de libros en la biblioteca presenta colores en degradé. ¿Será que los personajes de Carlos Echevarría (recordado por sus trabajos en Garage Olimpo, Como un avión estrellado y, más recientemente, Ausente) y Nicolás Armengol (recordado por haber sido... pareja de Pampita en Bailando por un sueño 2008) compran libros por una cuestión estética, más que literaria? No se sabe, y está bien que así sea. Es que el minimalismo es una estética del rigor, y parte del rigor tiene que ver con no “meter” datos de afuera: ocurre lo que se ve, y lo que no se ve no entra. Una forma de materialismo, entonces, manifestada en el apego por los puros hechos. “Ya no me importan las cosas del sentido”, dice Melero en el tema del final, y la letra parece escrita por Guerrero. El tercero se desentiende por completo de metáforas, subtextos o indicaciones de sentido. Va “a los bifes”, tanto como lo hacen los tres protagonistas, al principio y al final de la película. “Crónica de un levante gay en tres movimientos”, podría subtitularse el film de Guerrero. El comienzo es allegro molto, con una escena de webcam en la que Fede se muestra ante al personaje de Armengol, hasta quedar en calzoncillos. Guerrero reproduce el chat entre ambos en tiempo real, característica de cada uno de los movimientos del film. Como en todo chateo de levante, el lenguaje no se caracteriza por lo alusivo. “Tocate un huevo”, le pide Armengol a Fede. “¿Te gusta la pija?”, indaga. Quedan en cenar en lo de Armengol y su pareja, el personaje de Echevarría. Allí la cosa se pone moderata, consecuencia de la timidez de Fede y cierta mala onda de parte del personaje de Echevarría (qué incómodo es esto de que los personajes no tengan nombre...), que el vino blanco ayuda a disipar. Los tres son burguesitos, aunque no se sepa a qué se dedican (sólo la coda mostrará que Fede estudia arquitectura). Guerrero incluye un diálogo que revela esa condición. Echevarría le reprocha a Armengol que haya cocinado remolacha, que nadie come, y el otro contesta que la tiran y listo. “No me vas a venir ahora con que en Somalia los chicos no tienen para comer.” “Hay chicos en Argentina que tampoco”, lo pone su novio en su lugar. La circulación etílica vuelve vivace el previsible final, con los protagonistas probando en la cama, durante más de quince minutos, todas las combinaciones posibles de tres en tres. Que haya varios orgasmos y terminen con un enérgico “trencito” no quiere decir que de la cintura para abajo se vea algo. ¿Autocensura? No, lógica de la puesta en escena, que en toda la película jamás corrige el encuadre y no incluye un solo insert. Happy end mañanero, promesas de reencuentro y la pregunta que algún espectador se hará: ¿qué cuenta El tercero, más allá de esos ratos escasos, esos diálogos sobre nimiedades, cuya única función es hacer tiempo hasta llegar a la cama? Responde Melero (o Guerrero): “No hay historia, apenas gestos”. Gestos y fugacidad. Se sabe lo que pasa en 65 minutos, el resto no.
La trascendencia intrascendente ¿Una de anticipación sobre el futuro de la inteligencia artificial? ¿Una reflexión sobre la identidad, la cibertecnología, las relaciones entre lo virtual y lo real? ¿Un thriller con investigador, revelaciones de falsas identidades y cambios de bando? ¿Una de acción, con resistentes analógicos combatiendo, armas en mano, contra el desarrollo de lo artificial? Transcendence, que para peor y de puro tilinga se estrena en la Argentina con su casi impronunciable título en inglés (“una para la de Johnny Depp”, dirá seguramente más de uno cuando vaya a comprar su entrada), quiere ser todo eso y no es nada. Casi ni es siquiera “la nueva de Johnny Depp”, teniendo en cuenta que el rompecorazones de Kentucky –en la función a la que asistió el cronista, ante cada una de sus apariciones las damas suspiraban, contenían el aliento, aullaban piropos, sudaban y aplaudían– aparece de cuerpo presente unos veinte minutos. Los restantes cien es un montón de bits en una pantalla. Primera película que dirige Wally Pfister, director de fotografía de cabecera de Christopher Nolan, Transcendence: Identidad virtual gira alrededor del doctor Will Caster (Depp, en modo apático). Todo un genio de su especialidad (en Hollywood, el que no es un genio no califica para protagónico), el Dr. Caster está convencido de que la mente humana es transferible. No en el sentido de un Manu Lanzini, sino en cuanto a que se pueden traspolar los códigos que la rigen a un semejante... o incluso a un no tan semejante, como pueden ser una computadora, Internet y una buena conexión. Bastará entonces con que el grupo de anti ciberterroristas acaudillados por Kate Mara (la periodista arribista de House of Cards) cometa un atentado, haya un disparo y alguien infectado de un virus mortal, para que Evelyn, esposa y socia de Caster (Rebecca Hall, pura peca y ojitos melancólicos) decida tirarse a la pileta y probar el invento de su marido, junto al compañero de aventuras de ambos, el doctor Waters (Paul Bettany). De ahí en más todo se despelota, siempre manteniendo el tono muy serio, como de ensayo de Sabato. Y eso que Morgan Freeman no está tan engolado como supo estar en otras ocasiones. Hay mucha pantalla líquida, mucho Depp en pantalla, efectos raros producidos por su mente, que revive cosas a distancia haciéndolas crecer de la nada, como una especie de musgo virtual.
Relaciones en permanente mutación La historia de un niño afroespañol, que parte solo en busca de su padre desconocido, está apuntada a derretir corazones, pero el realizador de Plata quemada sofoca todo asomo de sensiblería y golpe bajo. Además, abre el drama a la comedia, la picardía y la tensión erótica. Las dos películas previas de Marcelo Piñeyro, El método (2005) y Las viudas de los jueves (2008), eran máquinas. Máquinas que funcionaban al servicio de un texto previo una obra de teatro en el caso de la primera, una novela la segunda, con eficacia... maquinal. El realizador de Tango feroz y Plata quemada parece haber advertido esa deriva indeseada de su cine, que con Ismael vuelve a cobrar cuerpo. Un cuerpo que, en verdad, en su obra tiende a servir siempre a una arquitectura muy pensada, muy calibrada, muy planificada. Sin dejar de responder a esos patrones, un poco por riqueza del guión y otro poco gracias a un elenco que late, Ismael es, de los films del autor, seguramente el más cálido, el más relajado, el más comprometido con sus actores y personajes. El menos deshumanizado, por oposición exacta a sus dos films previos. No es que Ismael sea una película desprovista de cálculo, sino que logra dotar de vida y verdad a esa ingeniería previa, de modo de disolverla a ojos del espectador. ¿Puede concebirse algo más apuntado a derretir corazones que un niño afroespañol que parte solo en busca de su padre, a quien jamás conoció, recorriendo cientos de kilómetros hasta dar con él? El tema es qué se hace con eso. Y lo que hace Piñeyro (que contó con el argentino Marcelo Figueras y la española Verónica Fernández como coguionistas) es limar, atenuar, sofocar todo asomo de sensiblería y golpe bajo. Aquí aparece una virtud del realizador de casi toda su carrera (desde Plata quemada, al menos), que a veces (en El método y Las viudas de los jueves) le juega en contra: la contención emocional. También ayuda que el guión no apunte como un cañón sobre ese eje central, sino que por el contrario orqueste a su alrededor una polifonía de personajes y relaciones que hacen de Ismael un inesperado film coral. A diferencia de tantos films corales, Ismael no usa a sus personajes como fichas en un tablero. Por el contrario, se interesa en ellos, investiga, observa con atención sus lados más luminosos y los que no. Este sistema coral funciona como esos jueguitos de pelotitas de acero que se mantienen en movimiento incesante gracias al golpeteo de unas contra otras. El pequeño Ismael, de 8 años (el rizado Larsson do Amaral), se presenta en un piso de Barcelona, tras haber recorrido solo, en tren, la distancia que lo separa de Madrid. Lo atiende una señora que primero le cierra la puerta, antes de convencerse de que ese niño es hijo de su hijo. Nora (Belén Rueda, la “mala” de Séptimo) suspende por unas horas sus actividades (es dueña de un lujoso restorán) y acompaña al niño en busca del padre, que vive en Girona. Con bastón y renqueando como consecuencia de un accidente, Félix (Mario Casas, uno de los guapetones más hot del actual cine español) trabaja con chicos desfavorecidos, con quienes en ese momento lleva adelante un proyecto de “autofilmación”. A Félix lo sume en la melancolía reencontrar al hijo de una mujer a la que amó, pero de la que debió separarse. Y en el resentimiento, reencontrar a su madre, de la que está distanciado y a la que reprocha haberse ocupado siempre más del negocio familiar que de él. Mientras tanto, la mamá del niño, Alika (la top model Ella Kweku, excelente en su debut), ya se enteró del paradero de Ismael y parte en su busca junto a su pareja, Luis (Juan Diego Botto, único argentino del elenco). Y Jordi (Sergi López, nunca tan simpático), amigo de Félix y dueño de un hostal frente al mar, ofrece alojamiento a todos... particularmente interesado en tener de huésped a la atractiva Nora. La red de relaciones cruzadas ha terminado de anudarse. De ahí en más se multiplicarán las historias de a dos (Ismael y Félix, Alika y Luis, Nora y Jordi, Félix y Nora), todas las cuales implican por lo menos un tercero en discordia y repercuten sobre el resto, en lo que representa un caso ejemplar de construcción dramática. Ismael no se empantana en el drama: se abre a la comedia, la picardía y la tensión erótica, saltando eventualmente al melodrama (el amor perdido de Félix y Alika, del que quedan rescoldos). Las relaciones están en permanente estado de mutación: ver de qué modo Luis es llevado a cuestionarse su rol de padre o el coqueto balanceo emocional de Nora ante los avances de Jordi (notable, por su gracia, justeza y fluidez, toda la secuencia del intento de seducción nocturna). Este postre no se remata, por suerte, con baño de caramelo. Está, sí, el viejo truco de que cuando parece que se pudre todo surge una última oportunidad de salvar algo. Pero sólo algo. Félix y Alika no vuelven a vivir juntos, llevándose con ellos a Ismael. Nora no se queda en el hostel de Jordi ni se reconcilia a toda orquesta con Félix. Luis, finalmente, tampoco conoce a un joven y atractivo pescador de Girona, con el que entretejer redes que no serían, en ese caso, figuradas.