Una buena razón para no tocar bocina Un taxista engañado por su mujer quiere irse de este mundo con un estallido, que también se lleve a la traidora y a su amante. Pero en el camino se le cruza un pasajero. La película más clásica y prolija del director de Animalada. “A ver si sabés qué es esto, pibe”, le dice el taxista al pasajero, con esa proclividad que tienen los tacheros a lo magisterial. Sin embargo, en lugar de poner a D’Arienzo o Julio Sosa, como haría la mayoría de sus colegas, pone a Color Humano. Y el pibe lo reconoce. No es el único punto de encuentro entre uno y otro. Aunque la forma en que se conocen no parece la más indicada para hacer amigos. Apuradísimo porque llega tarde a un evento muy importante, en cuanto Walter sube al taxi ve el manojo de explosivos, al que sólo le falta la marca Acme para ser igualito a los del Coyote. Los explosivos (los del asiento de atrás, los del de adelante y los escondidos en el baúl) están conectados al dispositivo de la bocina. Y el dueño del auto piensa tocarla en cualquier momento. Por más que Marrale se angustie, la cámara siempre guarda una distancia justa, casi imperturbable. ¿Un jihadista en Buenos Aires? No, un tipo al que engañó su mujer y quiere irse de este mundo con un estallido, llevándose puestos a la traidora y su amante. Salvo la introducción, dos o tres flashbacks y el remate, los 75 minutos de Bomba transcurren, en tiempo real, dentro del “tacho” a cuyo dueño no se le da nombre (Jorge Marrale). Si Walter (el debutante Alan Daicz) intenta bajar del auto o avisarle a alguien por celular, el otro tocará la bocina. Chofer y pasajero están igualmente desesperados. El chofer, porque nadie llega a esa situación sin estarlo. El pasajero, porque nadie puede estar en esa situación sin transpirar a chorros. Pero como el que maneja estira la definición, dejando traslucir un grado de duda, Walter aprovecha para intentar que el loco entre en razón. ¿Lo logrará? Curiosamente, ésa no es una pregunta que angustie al espectador. Con una prolijidad ausente en los films previos del reconocido novelista, poeta y guionista Sergio Bizzio (Animalada, 2001, No fumar es un vicio como cualquier otro, 2007/2011), el director de fotografía Nicolás Puenzo mantiene siempre el encuadre apretado, generalmente de frente a los personajes, con el chofer en primer plano y a derecha de cuadro, el pasajero en segundo plano y a la izquierda. La progresión narrativa es clásica y fluida, con la relación víctima/victimario dando paso gradualmente a la de socios espirituales: uno es un adolescente y el otro adolece de los afectos que supo tener; ambos guardan en el pasado experiencias traumáticas. Los actores están precisos, sin margen para sobreactuaciones, y los escasos y breves flashbacks aportan la información necesaria sin que se sientan “puestos”. Las evocaciones que el potencial suicida hace de su esposa (Romina Gaetani) se imponen, y las de su pasajero también. Walter lleva consigo su primera novela gráfica, recién publicada, y en algún momento el otro querrá darle un vistazo. Como el comic es autobiográfico, los cuadritos conducen con naturalidad al pasado al que se refieren. Además de algún que otro desafío a la verosimilitud, para “entrar” en Bomba se requiere, sobre todo, aceptar que un tipo al que la mujer le metió los cuernos se convierta en hombre-bomba, en lugar de agarrar un fierro y armar un desastre, como hace el resto de sus congéneres. Aun así es difícil entrar del todo, ya que el propio Bizzio no lo hace. Por más que Marrale se angustie y el prometedor Daicz transpire, la cámara siempre guarda una distancia justa, casi imperturbable, más de teatro breve que de cine. Como resultado de esa distancia, el miniapocalipsis inminente nunca se vive como tal. Dándole una vuelta de tuerca a T. S. Eliot, en Bomba el mundo no termina con un estallido ni con un quejido, sino con un descuido.
Pasado y presente de un anarquista La línea que liga al muchacho que un siglo atrás vengó uno de los más notorios casos de represión policial con chicos de hoy es el eje de este documental inspirado en los estudios que sobre Simón Radowitzky realizó Osvaldo Bayer. “¡Uy, mirá!”, les dice una chica de colegio a sus compañeros, señalando la pintada sobre el monumento, en plena Recoleta. “Simón vive”, se lee allí, y abajo la estrella y el círculo que distinguen al anarquismo. Esa línea, que liga al hombre que un siglo atrás vengó uno de los más notorios casos de represión policial con chicos de acá y ahora, es el eje sobre el que se construye Simón, hijo del pueblo. Inspirado en los estudios que sobre Simón Radowitzky realizó Osvaldo Bayer, el documental escrito y dirigido por los debutantes Rolando Goldman y Julián Troksberg cuenta con participación del propio Bayer, que además colaboró en la escritura del guión. Venido de Ucrania como parte del denso flujo poblacional de comienzos del siglo XX, en noviembre de 1909 Radowitzky puso una bomba en el carruaje que llevaba al coronel Ramón Falcón, jefe de la Policía Federal. Meses antes, el 1º de mayo, el coronel había comandado la carga a caballo que finalizó, en plena Avenida de Mayo, con cuatro manifestantes muertos y cuarenta y cinco heridos. ¿Qué reclamaban los manifestantes ese 1º de mayo? ¿La caída del Estado burgués, la revolución social en armas, el fin de la sociedad de clases? No, la jornada laboral de ocho horas. “Agitaban banderas rojas”, dijo el coronel Falcón –cuyo nombre lleva, hasta el día de hoy, no sólo la calle más larga de la ciudad después de la avenida Rivadavia, sino la mismísima escuela de la Policía Federal– para explicar por qué ordenó a policías armados cargar sobre militantes desarmados, a la altura de Avenida de Mayo y Salta. Nomás trasponer lo que sucedió días atrás en terrenos del Hospital Borda, entre la Policía Metropolitana y manifestantes igualmente desarmados, para tener patentizada otra continuidad histórica, que da al film un segundo relieve. La primera ligazón la proporciona, en el documental de Goldman y Troksberg, un personaje ficcional, un chico de secundaria que lleva el apellido Radowitzky. Trama ficcional prolijamente urdida, que hace que, al terminar un picadito en el Parque Centenario, el chico encuentre, en uno de los puestos de la feria de libros contigua, un número de la revista Sudestada que presenta en tapa una nota sobre Simón Radowitzky. Allí inicia Julián (encarnado por Julián Goldman, hijo de uno de los directores) una investigación que combina lo familiar con lo histórico y político, y que lo lleva a encontrarse con una tía (descendiente verdadera de Radowitzky), así como a consultar microfilms en el Archivo General de la Nación y originales de la época, prolijamente conservados y archivados en la Biblioteca Popular José Ingenieros, especializada en bibliografía anarquista. Parte de esa documentación son, claro, los estudios publicados en distintos medios por Osvaldo Bayer. Buen motivo para que el autor de Los anarquistas expropiadores haga su aparición, no sólo como una suerte de “conductor” histórico y político –va bajando toda la información concerniente a Radowitzky, la planificación del atentado y los primeros tiempos del anarquismo en Argentina–, sino también como viajero a la ex cárcel de Ushuaia, actual Museo Marítimo. En esa suerte de Alcatraz nacional purgó prisión Radowitzky durante nueve años... hasta que huyó, con ayuda de un compañero de militancia, llegado desde Buenos Aires para rescatarlo. ¿Una aventura? Eso es también Simón, hijo del pueblo. Doble aventura, en tal caso. Por un lado, la de Radowitzky, que tiene 18 años cuando tira el paquete dentro del carruaje de Falcón, que fuga de prisión, es atrapado y mucho más tarde puesto en libertad (gracias a la presión ejercida sobre las autoridades), viajando a España en 1936 para sumarse a las filas republicanas y terminando sus días como empleado de juguetería en México, donde fallece a mediados de los años ’50. Por otro, la aventura intelectual del chico que investiga el secreto escondido en su familia, remontando hacia atrás la corriente de la sangre y la memoria. Continuidades: Julián tiene más o menos la misma edad que Simón en aquel momento. Más continuidades, aportadas ahora no por la ficción, sino por la más estricta realidad: en un acto en homenaje a los Mártires de Chicago, Bayer habla en Plaza Lorea desde una tarima, con su pelo blanco, su saco y su bufanda. Entre el público, un chico punk, con corte estilo mohicano, lo escucha con reverencia. Una continuidad más, fruto del adecuado sentido de la oportunidad, es que Simón, hijo del pueblo se estrene un 2 de mayo: un día después de que todo empezó.
Road movie de una familia en disolución Uno de los mayores aciertos del film es contar su historia desde los ojos de una niña de diez años espléndidamente interpretada por Santi Ahumada. Así se irá construyendo el último viaje de un matrimonio que ni siquiera se reprocha las razones de su separación. “¿No será el cabro que nos cruzamos en el río?”, le pregunta Ana a su marido Fernando, cuando escuchan por la radio que un motociclista murió en un accidente rutero. La muerte parece estar muy presente para ambos y sus hijos: en algún momento bajan del auto, para visitar el altar levantado en memoria de un chico atropellado. Más tarde, la pequeña Lucía se pega flor de susto cuando papá se roba unas frutas de un árbol y el propietario tira unos tiros al aire. No es que Fernando, Ana, Lucía y Manuel vivan en el terror, ni tampoco que algún miembro de la familia tenga alguna enfermedad grave. La muerte que roza sus fantasías parecería ser más metafórica: la de los cuatro tal como funcionaron hasta ahora, como grupo homogéneo que vive bajo el mismo techo. Aunque todavía no lo hayan hablado con los chicos, Ana y Fernando tienen decidida su separación, este viaje es el último que hacen juntos. Y Lucía, perceptiva como toda niña, ha sabido advertirlo, mientras el pequeño Manuel, varón al fin, juega sin enterarse de nada. Desde los ojos de Lucía (extraordinaria Santi Ahumada, una de esas chicas que no necesitan forzar la expresividad para expresar todo con gracia y hondura) está enteramente narrada De jueves a domingo, road movie familiar que representa el debut cinematográfico de la menos que treintañera realizadora chilena Dominga Sotomayor. Ganadora de premios en Rotterdam y otros festivales, exhibida en el Bafici 2012, De jueves a domingo hace de la concentración y la elipsis sus herramientas cinematográficas. Concentración temporal, señalada ya desde el título, y espacial: la mayor parte de la película transcurre dentro del auto de la familia. La elipsis es producto de la consecuencia de la realizadora para con el punto de vista adoptado. Que es el de Lucía: todo lo que sabe el espectador es lo que sabe ella. Y ella, más que saber, arma un pequeño rompecabezas con lo que oye, lo que ve y lo que, en sentido figurado, “huele”. Una realizadora, una pequeña protagonista: en la entrevista concedida el martes pasado a Página/12, Sotomayor, que acaba de ser jurado en el Bafici, reconoce que la primera idea para su película provino de una vieja foto, en la que se ve a ella y su primo sobre el portaequipajes de un auto. Es lo que sucede, en un momento, con Lucía, que tiene diez años, y Manuel, que tiene tres menos. Aunque en términos de maduración la diferencia parecería mucho mayor. Papá los ata con sogas, como a equipajes, y allá van ambos, contra el viento, demostrando que Ana y Fernando no son de esos padres que tienen miedo de que a los hijos les pase de todo. Tampoco son de los que no tienen problemas en ventilar los suyos delante de los hijos, como si éstos fueran capaces de asimilar cualquier cosa. Por eso, cuando Ana le comenta a Fernando que parece que la doméstica es chorra, lo hace en voz baja y en inglés. Lo cual para lo único que sirve es para que Lucía pare la oreja, claro. Ni qué hablar de cuando Ana y Fernando hacen alguna mención a un departamento que le prestarían a él por un tiempo, hasta que logre construir una casa en un lote que perteneció a sus padres y que queda al norte de Chile. Hacia ese lote vacío viaja toda la familia, ese fin de semana largo. La muerte, el vacío: falta una tercera metáfora de las fantasías familiares, el desierto. Es notable el modo en que el relato se desplaza hacia allí, tras atravesar el fértil, bello paisaje del centro de Chile, lleno de pasturas, bosques y arroyos y con los imponentes Andes al fondo. Todo ello magníficamente fotografiado y encuadrado por la uruguaya Bárbara Alvarez, cuya foja de servicios va de 25 watts a La mujer sin cabeza, pasando por Whisky y El custodio. Lo notable de ese pasaje de escenarios es que no cede un ápice al subrayado metafórico. Sólo está, para quien quiera o pueda verlo: De jueves a domingo pide un espectador atento a todo lo que sucede, a todo lo que se ve. Tan atento como Lucía. El rigor de Sotomayor no es sinónimo de rigorismo moral: si la familia se está disolviendo, no es culpa de nadie, sino algo que sucede, nomás. Ni siquiera se sabe cuál es el motivo de la separación. Que Ana y Fernando no se hagan reproches envenenados, que no se echen nada en cara, hace pensar que no hay un motivo puntual, sino que simplemente la cosa dejó de funcionar entre ellos. Si todo está tan bien en De jueves a domingo, ¿por qué calificarla entonces con un 7, en lugar de un 8? Porque Sotomayor impone, en relación con los personajes, una distancia que no facilita el paso a lo emocional. Esa es tal vez la mayor diferencia con el film uruguayo Tanta agua, visto en el último Bafici, que trabajando sobre una situación semejante, y eligiendo el mismo punto de vista, permite que el espectador se sienta ahí, compartiendo el viaje de los protagonistas.
Un italiano suelto en Hollywood En sus primeras películas, de fines de los ’90 –Ecco fatto, que no se vio por aquí, Ahora o nunca, que sí se vio–, el romano Gabriele Muccino supo convertir el entusiasmo y urgencia de sus jóvenes protagonistas en pura energía cinética. Y lo cinético es, como se sabe, pariente directo de lo cinematográfico. El último beso conservaba el gusto por la velocidad. Pero una velocidad que mostraba ya una tendencia a girar en el vacío. Vacío temático que la siguiente Ricordati di me (2003) dejaba más en evidencia. Con su traslado a Hollywood (definitivo, por lo que puede verse), Muccino extendió el vacío a lo estilístico. Como quien retira su firma. Como quien se retira. Del cine, al menos, para mantenerse sólo como escruchante, lunfardismo de origen italiano. Las lacrimógenas En busca de la felicidad y Siete almas reunieron el Hollywood más redentorista y golpebajero con el mar de lágrimas all’italiana, mientras que Jugando por amor muestra ahora un apurado rejunte de fórmulas varias, rellenado con un elenco de rostros conocidos. ¿Alguien conoce a alguna estrella de fútbol europeo, ex del Milan, la liga francesa y la selección de su país, que, tras retirarse en edad jubilatoria, sea un muerto de hambre? Si no lo conocían, aquí lo tienen. Siguiendo a un amor, el escocés George Dryer (interpretado por el escocés Gerard Butler) fue a parar a la lejana Virginia, donde tras tener un hijo terminó separándose. El típico caso del tipo al que la mujer echa de casa, por no ocuparse del chico. ¿Alcohol, drogas? No, la única sustancia que Jugando por amor distribuye es la sacarina. George anda sin laburo y encuentra uno, el día que acompaña al pequeño Lewis a una práctica de fútbol. El presunto entrenador es un chanta que les enseña a patear “con los dedos” (¿?), por lo cual el bueno de George se convierte en nuevo coach de los Ciclones, preparándolos de allí en más para la conquista del campeonato. Original, ¿verdad? Junto con esa película “deportiva” convive el drama familiar en el que el padre desaprensivo deberá reconquistar al hijo y, de taquito (de fútbol se trata), a la mamá (la bella Jessica Biel, aquí revelando insospechados progresos actorales). Con todo esto se entrelaza un asomo interruptus a la picaresca sexual (sin sexo: ésta está pensada para toda la familia), con las mamás Catherine Zeta-Jones, Uma Thurman y Judy Greer echándole los galgos al churro del nuevo entrenador. Se pega todo eso con la elegancia de un Funes Mori tirando paredes y se obtiene una película que confirma que lo del signore Muccino comenzó siendo ahora y terminó siendo nunca.
Cóctel de relaciones peligrosas En su primera película para Hollywood, el cineasta surcoreano no deja nada de su particular estilo en el camino. El resultado es un thriller inquietante, en el que el estilo barroco de Park Chan-wook está al servicio de una historia familiar sin concesiones. Para un cineasta-autor proveniente del extranjero, pretender que su primera película en Hollywood sea un film personal es como querer meter el elefante por el ojo de la cerradura. En ese trance hociqueó más de un bravo y, para no tener que pasarlo, otros (Almodóvar es el caso más notorio) prefieren ni aceptar el convite. Pues bien: con Lazos perversos, el surcoreano Park Chan-wook, conocido sobre todo por la magistral Oldboy (2003), logró meter el elefante. Tal vez tenga que ver con que Stoker no fue producida en forma directa por una major, sino por la pequeña compañía dirigida por dos cineastas, los hermanos Ridley y Tony Scott, quien falleció luego del rodaje. Quizás ellos, que en su momento pasaron por eso, hayan sostenido frente al sistema el grado de independencia que permitió a Park no sólo no ceder un ápice de su estilo bien barroco, sino darse el lujo de derribar uno de los bastiones más intocables de Hollywood, el del happy end. En lugar de cumplir el mandato conservador de restituir el orden, dejando tranquilo al espectador, el de Lazos perversos produce exactamente el efecto contrario, haciendo de ella un film casi inconcebiblemente subversivo para los cánones hollywoodenses. Hay mil thrillers con historias parecidas. A la muerte de su padre, una adolescente –que de por sí no se lleva lo que se dice bien con una madre egoísta, fría y distante– no se siente precisamente cómoda con la llegada de un tío que ni sabía que tenía. Y en quien sospecha un mar de cosas para ocultar. En los otros 999 casos, una historia así da por resultado el más mecánico de los thrillers, previsibles variantes aggiornadas de Caperucita y el lobo. Este es el caso entre mil en que a Caperucita le salen pelos. Es que aquí el eje se desplaza (imposible saber si es obra del guión o del propio Park), haciendo del tío (el británico Matthew Goode, ideal para el papel) el catalizador de tensiones familiares y psicológicas preexistentes. Hija única, India Stoker (Mia Wasikowska, morocha, a diferencia de Alicia en el país de las maravillas) tuvo mejor relación con su padre (Dermot Mulroney, que aparece en una foto y varios flashbacks) que, notoriamente, con su madre (Nicole Kidman, con las cejas más amenazantes que nunca). India acaba de cumplir 15: está en el momento justo en que se pasa de niña a mujer. Y será el guapo y seductor tío Charlie el que la ayude a dar ese paso, mientras mamá sigue viendo en ella a una niña. Ese carácter doble del tío, que al papel de oscuro usurpador del trono paterno (una de las posibles lecturas de Stoker es como versión femenina de Hamlet) le suma el de padrino sexual, es el que le da a la película su complejidad. Recordarán los cinéfilos más memoriosos que Uncle Charly se llamaba el personaje de Joseph Cotten en La sombra de una duda, obra maestra de Alfred Hitchcock, que giraba alrededor de una relación muy semejante entre tío y sobrina. La de remake no acreditada de La sombra de una duda es otro posible enfoque para Lazos perversos. Pero Park se atreve a lo que Hitchcock no podía, convirtiendo una ejecución al piano a cuatro manos entre tío y sobrina en una escena casi porno (entendiendo el término en sentido hitchcockiano; “ésa es mi escena porno”, decía Hitchcock sobre la última de Intriga internacional, en la que un tren ingresa en un túnel), haciendo que después la virginal muchachita se masturbe bajo la ducha y –colmo de la perversión– narrando un crimen de lo más retorcido como un acto sexual, en el que el golpe de gracia conduce al clímax. Escenas semejantes podían verse hace años en una película como Carretera salvaje, de David Lynch. En un mainstream hollywoodense, como este caso, es poco menos que imposible. Sobre todo cuando es a la heroína a la que le pasan esas cosas... El de Park Chan-wook siempre fue, esencialmente, un arte del montaje. Ese arte alcanzó su mayor creatividad, belleza y funcionalidad en Sympathy for Mr. Vengeance y Oldboy, propulsando la historia con una verdadera coreografía de cortes. Pero en las posteriores Sympathy for Lady Vengeance y Thirst asomaban con fuerza los demonios del exceso autodindulgente. Allí los cortes eran tantos, y tan calculados, que terminaban haciendo de ellas gélidos laboratorios de fotografía y edición. Lazos perversos va de una a otra en este sentido. En la primera parte Park parece más interesado en cada corte, cada transición y cada metáfora visual, que en la historia y los personajes en su conjunto. En la medida en que las cosas tienden a enturbiarse, todas esas herramientas pasan a convertirse en las mejores palancas expresivas, asociando sexo y crimen por montaje paralelo y permitiendo que un muerto le señale a una persona viva, por puro ejercicio de montaje, cómo y cuándo darle el disparo definitivo a un letal predador.
La sociedad de los docentes muertos La mayor virtud de este film canadiense consiste en atreverse a poner en cuestión las bases mismas de la educación y de la corrección política, mostrando hasta qué punto ese sistema de normas se basa en el disimulo y el barrer debajo de la alfombra. “Los pronombres personales no existen más, así se los llamaba antes”, corrige de modo terminante una de sus alumnas al profesor Lazhar. Tras quedar algo atónito por la noticia, y advirtiéndose en terreno fangoso, el docente opta por cambiar de tema. Un poco como surgido de la nada, este hombre gentil, algo atribulado y lunar, acaba de tomar a su cargo un curso que era como un hierro caliente. Es muy sencilla la razón de la falta de candidatos al puesto: la docente titular se suicidó. Y no precisamente de un modo delicado. Se colgó de una viga, en la propia aula. Emigrante argelino que esconde bien hondo un secreto íntimo y político, Bachir Lazhar parece demasiado necesitado de empleo como para andar con esa clase de miramientos. Ya se ocupará la institución educativa de Montreal a la que ha venido a prestar servicio de hacerle sentir su condición de extranjero. Eso, dicho en más de un sentido. Por más que la Srta. Martine se haya suicidado a la vista de todos, nadie parece querer hablar de ello. No los docentes ni las autoridades, al menos. En los alumnos la necesidad de elaborar el duelo parecería surgir, no tan paradójicamente, de modo más natural. Uno de los chicos le pinta a la seño, en una foto, unas alas de ángel. Otro habla del suicidio de su abuelo chileno, en tiempos del golpe de Pinochet. La de más allá se pregunta, en una “composición-tema: la violencia”, si eso de colgarse en el aula no habrá sido una forma encubierta de violencia escolar. Lazhar piensa lo mismo, lo obvio. Cuando lo hace en voz alta, en un par de reuniones de docentes, los demás se quedan mirando sin entender, como si hablara en árabe. Incluida la rectora, de política bastante clara: “No quiero problemas”, es su lema. Por lo visto, elaborar en clase lo que pasó con la seño sería un problema. Para ese problema específico, el muy regimentado sistema escolar canadiense dispone de una solución específica: la psicóloga institucional. A clase se va a estudiar, y punto, parecería el principio rector de este colegio, en el que las normas de la corrección política se cumplen a rajatabla. Tan a rajatabla como en una dictadura. Que es a lo que en el fondo se parece –como toda norma hecha para cumplirse sin cuestionamientos– ese dogma político y cultural. Basada en una obra de teatro, un primer mérito del film escrito y dirigido por Philippe Falardeau es, sin duda, el de una puesta en escena que fluye sin rastros de tablas, sin oposiciones esquemáticas, sin escenas “de bravura”. Un segundo mérito, nada menor por cierto: darles a todos sus razones. Incluso a quienes pueden estar equivocándose y hasta a los que abrieron una herida difícil de cicatrizar, como la Srta. Martine. Pero la mayor virtud de este film canadiense consiste en atreverse a lo que los representantes del sistema educativo no: a poner en cuestión. Poner en cuestión las bases mismas de la corrección política, mostrando hasta qué punto ese sistema de normas de etiqueta política y cultural se basa en la evitación, el disimulo, el barrer debajo de la alfombra. Poner en cuestión, también, en qué consiste educar. De formación algo más que heterodoxa, Lazhar, ese distinto, se quedó en los ’50 o ’60. No sólo por estar en contra de una disposición grupal, menos vertical, del espacio educativo. También por pretender que estos chicos de doce años entiendan la lengua de Balzac y, peor aún, por aplicar algún que otro chirlo, seguramente más admisible en su cultura de origen. Sin embargo, Lazhar da todo de sí. Está convencido de que hay que cuidar la lengua y, mejor aún, pone en el centro del sistema educativo las necesidades de los alumnos. Y no las del propio sistema educativo, como prefieren hacer la mayor parte de sus pares y superiores. Interpretado de modo casi chapliniano por el argelino Mohamed Fellag, este refugiado político secreto terminará comprobando en carne propia que, frente a lo distinto, lo que se sale de la norma, un sistema “democrático” puede comportarse como la versión educada de una dictadura sangrienta. Algo que Profesor Lazhar tiene el buen gusto de no explicitar sino apenas sugerir, en medio del mar de preguntas que plantea al espectador.
Las razones de un regreso Este documental de investigación del pasado familiar acompaña a una argentina en busca de sus raíces en el Líbano, pero esa necesidad no llega a trasladarse cabalmente al espectador por las vacilaciones del film en enfocar su tema. A veces la producción cinematográfica funciona como por contagio. Uno de esos contagios generó, desde fines del siglo pasado, una verdadera eclosión de documentales cuyo tema es la propia familia del realizador. Una vertiente particular de ese rubro, que inevitablemente linda con el thriller o el policial, es la de la investigación del pasado familiar a cargo de uno de sus descendientes. La vertiente, que reconoce en Los rubios (2003) y en M (2007) una variante política, tuvo altos exponentes en films como Familia tipo (C. Priego, 2009), la paraguaya Cuchillo de palo (R. Costa, 2010) y la española Pepe, el andaluz (que acaba de exhibirse en la sala Lugones). Así como la notable Huellas, del argentino Miguel Colombo, de próximo estreno. En el caso de Beirut-Buenos Aires-Beirut, la investigación la emprende una argentina de origen libanés, que viaja a tierra de sus mayores para desentrañar las razones del regreso definitivo de su bi-sabuelo materno a su país de origen, medio siglo atrás, abandonando aquí a toda su familia. Dividida en dos mitades –una primera investigación, sobre todo de cartas selladas, de la bisnieta en Buenos Aires; el traslado posterior al recóndito pueblito de Kfar Kela, junto a la frontera israelí–, la película está protagonizada, coescrita y coproducida por Grace Spinelli, que dejó la dirección en manos de Hernán Belón (realizador del documental Sofía cumple 100 años y el muy logrado film de ficción El campo). Dos elementos traccionan esta clase de películas: el deseo del protagonista por echar luz sobre el secreto familiar y la transmisión de ese deseo al espectador, de modo que éste pueda sentirse involucrado. Se siente la ausencia de ambos motores en Beirut-Buenos Aires-Beirut. Que el bisabuelo haya abandonado a su esposa y cuatro hijos, de un día para otro y sin dar razones, es sin duda un secreto digno de investigarse. Pero –un poco por un problema “de actuación” de la protagonista, otro poco por indecisiones narrativas y de puesta en escena– esa necesidad no llega a transmitirse de modo cabal al espectador. La película de Belón tiende a hacer primar la emotividad (sobre todo en los encuentros con la abuela, última hija sobreviviente del que partió) por sobre el sentido de lo siniestro, que no aparece ni elípticamente. Es una cuestión de verosimilitud: si bien hay razones para hacerlo, la necesidad de la nieta no llega a percibirse, poniendo el viaje al borde del turismo étnico-familiar (ni qué hablar de la presencia de Hezbolá en la zona, aludida como si fuera un tema más). Al encontrar en Kfar Kela a quienes conocieron al bisabuelo o a descendientes de la mujer junto a la que aquél terminó sus días (su primera novia: hay toda una love story allí en la que tampoco se profundiza), la protagonista se deja ganar por la emoción. Pero al espectador ese llanto puede llegar a resultarle ajeno (obsceno, por lo tanto), por las vacilaciones del film en focalizar sobre su tema y comunicarlo con precisión.
Un espacio modelado por lo siniestro Primer film argentino de terror plenamente logrado en añares, el de Diment tiene claro lo que quiere y cómo lo quiere, sabe cómo hacerlo y lo hace muy bien. Es ejemplar la decisión con que se tira de cabeza a la pileta del “gore” y el fantástico. Para el cine argentino nunca hubo género más problemático que el de terror. Aproximaciones hubo, loables incluso, como Una luz en la ventana (M. Romero, 1942), El extraño caso del hombre y la bestia (M. Soffici, 1951) o El vampiro negro (R. Viñoly Barreto, 1953). Pero se trató de casos aislados que, además de no tener descendencia, se mostraron algo tímidos a la hora de asumirse como cine de terror, como si el género no fuera del todo honroso. Tras una sequía de décadas, interrumpida apenas por subproductos esporádicos (ésos sí, poco honrosos), de un tiempo a esta parte el prejuicio se perdió y el volumen de producción se acrecentó. Pero salvo alguna alentadora excepción (Penumbra, de A. y H. García Bogliano, 2011), las propias películas todavía no parecen muy convencidas de sí mismas o de contar con lo que se requiere. No es el caso de La memoria del muerto. Primer film argentino de terror plenamente logrado en añares, la película de Valentín Javier Diment tiene claro lo que quiere y cómo lo quiere, sabe cómo hacerlo y lo hace muy bien. Pero si algo hace de ella una película ejemplar es la decisión y consecuencia con que se tira de cabeza a la pileta del terror y el fantástico. Pileta llena de sangre, como corresponde. La memoria del muerto forma parte de una movida que algunos denominan “cine independiente fantástico argentino”. Movida que integrarían desde la adolescentosa Plaga zombie y secuelas (1997, 2001, 2011) hasta Hermanos de sangre (Daniel de la Vega, 2012), pasando por ¡Malditos sean! (F. Forte y D. Rugna, 2010), Fase 7 (N. Goldbart, 2011), Diablo (N. Loreti, 2011) y la mencionada Penumbra y otros films de los hermanos Bogliano. Como si formaran parte de un club del horror, en varias de ellas se cruzan nombres de técnicos, guionistas, actores y realizadores. Valentín Javier Diment, por ejemplo, participó del guión de Diablo, junto con Martín Blousson y Nicanor Loreti. Estos dos, a su vez, hicieron lo propio en Hermanos de sangre y ahora también en La memoria del muerto. Luis Ziembrowski, Jimena Anganuzzi, Sergio Boris y el menos conocido (pero inolvidable) Luis Aranosky tienden a reaparecer, tanto en los films mencionados como en el telefilm El propietario, codirigido por Diment y Ziembrowski y jamás exhibido (por su carga de sexo y violencia, dicen) por la Televisión Pública. Diment, por su parte, participó de los guiones de Adiós querida luna (2004) y Aballay (2010), ambas de Fernando Spiner, dirigió la miniserie Beinase (2006) y la inédita El sentido del miedo (1967, ambas de terror), así como la docuficción Parapolicial negro: apuntes para una historia de la Triple A, estrenada el año pasado. Hechas las presentaciones, la película. Como en House on Haunted Hill, donde el millonario Vincent Price citaba a su castillo alejado de todo a un grupo de personas, Alicia, viuda reciente (Lola Berthet), hace lo propio con amigos y ex parejas de Jorge, su marido recientemente muerto (Gabriel Goity). Secundada por el algo sospechoso Hugo (Luis Ziembrowski), se supone que la convocatoria es para recordar al finado y rendirle homenaje. Pero tanto el hecho de que la viuda esté disfrazada de viuda (vestido negro, toca y velo) como la teatralidad de toda la situación –demasiados actores juntos, en un interior cerrado– le dan al asunto un aire de artificialidad que los encuadres angulados, los espesos filtros de color (gentileza del notable DF Martín Beiza) y algún que otro telón se ocupan de acentuar. De pronto, en el columpio del turbio jardín se hamaca la hija de una de las presentes. Hay un problema: la chica murió hace años. De ahí en más, como en la serie American Horror Story, cada uno de los invitados recibirá puntualmente la visita de sus difuntos más amados. U odiados: un padre abusador, una madre terrible, una hermana muerta, una ex amante que empieza a chorrear sangre. Sangre hay a chorros, baldazos, una fuente entera incluso, atrio de un ritual que se libra a degüello limpio. Hacía tiempo que no se veía –no sólo en el cine argentino– tanto gore, tan bien dosificado. No se trata de épater l’espectateur impressionable con una sucesión de golpes de efecto. Tampoco de asustarlo por asustarlo ni convocarlo al jueguito sadomaso del porno-horror. Se trata de dar forma a un espacio modelado por lo siniestro, lo pesadillesco, lo más temido. Lo fantástico, en una palabra. En medio de eso, la disrupción del detalle porteñísimo (un termo de mate), la guarangada desubicada (“hace seis horas que me estoy meando”), el chiste que desarma (el del final es buenísimo). Lo que La memoria del muerto no se permite nunca es el derrape a la sátira, tan propio de bizarrías adolescentonas. Notables efectos especiales, utilizados con criterio y funcionalidad (chapeau para las desmaterializaciones, sobre todo) y dos altos momentos de gore a lo bestia –una madre que se cose y se descose, una hermana que arma su cara sin rasgos con escasa habilidad– coronan un film que en una cinematografía normal debería ser un hito del género.
Cuando la crisis tiene muchos puntos de vista No da la impresión de que haya que recurrir al Ulises de Joyce para narrar 24 horas en la vida de un marido y su mujer en crisis. Sin embargo, así lo han creído el realizador Carlos M. Jaureguialzo y su guionista y coproductora, Marcela Silva y Nasute, en este film que más que a aquel hito de la novela moderna recuerda a los psicodramas de la Recoleta que en los años ’70 filmaba Raúl de la Torre. No es la trama lo que da singularidad al Ulises sino su carácter de parodia de La Odisea, su ruptura de la linealidad y la peripecia, la revulsiva puesta en relación de mito clásico y crasitud cotidiana, la imposición, como modo narrativo de algunos de sus fragmentos más famosos, de lo que dio en llamarse “fluir de la conciencia”. De todo ello, en Matrimonio sobreviven apenas, como restos de un naufragio, dos o tres nombres, un funeral sin mayores resonancias, un par de simultaneidades y un par de monólogos internos, parecería que más por compromiso que por alguna clase de necesidad interna. “Me voy, Molly”, anuncia a primera hora de la mañana Esteban (Darío Grandinetti) a su esposa (Cecilia Roth), a quien deja en la cama matrimonial, cubierta de sábanas hasta la cabeza. Molly atraviesa una seria depresión, desde hace días que prácticamente no se levanta y ni hablar de componer. Desplazamientos, variaciones: aunque se llame Esteban, como Stephen Dedalus, el personaje de Grandinetti trabaja de publicista y tiene una esposa llamada Molly y una hija Milly, como Leopold Bloom en la novela. La depresión de Molly tiene preocupado a Esteban que, aunque quiere dar con el jingle para un perfume, no lo logra. Qué motiva esa depresión, por dónde pasa la crisis matrimonial, qué les pasa a ambos: poco se sabrá de ello. La primera parte está contada desde el punto de vista de Esteban; la segunda narra el mismo lapso, y en ocasiones los mismos hechos, desde el de Molly. Simultaneidad que, desde Tarantino, González Iñárritu y otros en adelante, forma parte del equipamiento narrativo del cine contemporáneo. Como todo relato de viajes –aunque sean interiores, como en la obra de Joyce–, Matrimonio está organizada de forma episódica. Pero lo que en Joyce daba lugar a la eventual epifanía, aquí es un simple desfile de personajes –todos ellos reflejos o refracciones de sus antecesores narrativos–, que pasan como máscaras vacías. Trátese de la madre algo reprochona y la hermana embarazada de Esteban, su socio (Manuel Vicente), su psicoanalista (Rafael Spregelburd), una amiga médica que viene a calmar a la hipocondríaca Molly (Andrea Garrote); Milly, hija de ambos, y hasta los mismos protagonistas. Como Graciela Borges en Crónica de una señora (1971) o Heroína (1972), Roth y Grandinetti accionan sus presuntas angustias sin que la cámara, pendiente de encuadrar los señoriales interiores del piso o semipiso matrimonial, pueda ver más allá de la superficie de sus rostros.
Sobre la relación de sirvientes y patrones Premiada en el Festival de Sundance 2009 y programada poco más tarde en el Bafici, la película chilena exhibe precisión narrativa y actuaciones ajustadas, aunque en su búsqueda de agradar al público deja algunos flancos sin explorar. Lugar en el que el choque de clases se funde con el afecto y la familiaridad, la relación entre empleadas domésticas y patrones ha sido menos explorada de lo que merece, producto seguramente de la molestia que genera. El excelente documental Bajo un mismo techo (Marcelo Mosenson, 1996) les daba voz a las “muchachas”, mientras que Cama adentro jugaba con la inversión de roles. Uno de los films chilenos de mayor proyección internacional del último lustro, La nana –que se estrena en Buenos Aires con cuatro años de retraso–, va por otro lado. Premiada en el Festival de Sundance 2009 y programada poco más tarde en el Bafici, por el modo en que trata el malestar de la convivencia entre distintos, el opus 2 de Sebastián Silva (Santiago de Chile, 1979) se roza con el film de Mosenson, encaminándose luego hacia una zona vecina de The Nanny –donde la niñera Bette Davis generaba tanta inquietud como la familia a la que servía–, para revelarse finalmente como cuento de superación personal. Que fue seguramente lo que la convirtió en favorita de Sundance y del público medio internacional. “Ven, Raque, ven”, llaman desde el comedor los miembros de la familia a Raquel (Catalina Saavedra), que se hace la que no oye, mientras cena en la cocina. Es su cumpleaños, y la señora Pilar, su marido Mundo y los cuatro hijos la esperan con torta, regalos y el festejo listo. “Que la vaya a buscar Luquitas, que es su favorito.” Y Lucas va y efectivamente la convence. Esa escena inicial fija varias cuestiones básicas: el afecto cierto de sus patrones para con Raquel, que trabaja con ellos desde hace más de veinte años; el carácter hosco de ésta; la cercanía física y la distancia personal que une y separa el living, territorio familiar, y la cocina, coto de Raquel; los favoritismos y rechazos que ésta impone, con arbitrio de reina. De reina que tal vez reine, pero, desde ya, gobernar, no gobierna. Así como sólo sonríe en presencia de Lucas, que andará por los 15 años, si puede joderle la vida a Camila, que tiene unos más, se la jode. ¿Hay algo de atracción ahí, y algo de celos? Por el modo en que cada mañana Raquel olfatea las huellas de las poluciones nocturnas de Lucas, daría la impresión de que algo hay. Ese lugar de reina se verá sitiado cuando, producto de unas cefaleas que no le permiten cumplir a pleno con sus tareas, doña Pilar decida contratar una segunda mucama. Raquel no sólo no oculta su desagrado sino que les hará la vida imposible a una pobre chica limeña (“Acá no estamos en Perú”, le avisa) y a una sargentona que terminará agarrándola a trompadas. Hasta que llegue la entusiasta Lucy, que le enseñará que hay un mundo, fuera de los muros que protegen la imponente mansión de sus patrones. ¿Representa Lucy para Raquel algo más que un modelo a seguir? Tal vez, pero no llega a saberse del todo. Narrada con precisión por un realizador de mirada penetrante y estilo fluido (que incluye una certera utilización de fundidos a negro), manteniendo un tono homogéneo y con actuaciones parejas y un verdadero tour de force por parte de Saavedra –que pasa de comportarse como animalito acorralado a fiera empacada– hay, sin embargo, un par de cuestiones que echan ciertas sombras sobre el conjunto. Una es el punto de vista, que tiende a hacer aparecer a los patrones de Raquel como un encanto de gente (¿cómo habrán hecho la plata?, se pregunta el espectador desconfiado). La otra, más de fondo, es la calculada parábola ascendente que recorre la protagonista, que convierte a La nana en lo que se llama crowd pleaser: la película hecha a gusto del público masivo.