Razones del monstruo Dos hermanas huérfanas dan con una madre adoptiva que las ama y las sobreprotege; el problema es que está muerta hace más de cien años. Buen ejercicio de “terror sobrenatural-psicológico”. Salvo por tres o cuatro shocks a todo volumen, puede considerarse a Mamá –junto a La maldición de las hermanas y La huérfana, ambas de 2009– una de las recientes películas de terror que apuestan menos al efecto (dramático o especial, lo mismo da) que a la eficacia y homogeneidad del relato en su conjunto. Relato manejado con la mayor sobriedad posible, lógica interna, sustrato psicológico y un claro cuidado por no ceder al ridículo. Producida por una major (la Universal), hablada en inglés, a todos los efectos “una de Hollywood” (aunque se trate de una coproducción hispano-canadiense, apadrinada por el mexicano Guillermo del Toro), la curiosidad de Mamá es haber sido dirigida por un argentino. Se trata de Andrés Muschietti, graduado de la Universidad del Cine, que hasta ahora tenía sólo dos cortos en su haber. El primero de esos cortos, Nostalgia en la mesa 8, dio vueltas por un montón de festivales, a fines del siglo pasado. Filmado en España, donde Muschietti está radicado desde hace más de diez años, el segundo se llamaba Mamá y era, claro, una primera versión, de sólo tres minutos, de esta misma historia. Del Toro la vio, le encantó, le propuso desarrollarla como largo y el resultado es una película que a mediados de enero fue la más vista en Estados Unidos en el fin de semana de estreno, recaudando en tres días el doble del costo. Con un elenco encabezado por Jessica Chastain –que viene de su segunda nominación al Oscar, por La noche más oscura–, Mamá adhiere a lo que podría llamarse “terror sobrenatural-psicológico”. Narrado en dos tiempos y con referencias a un pasado lejano, el relato tiene el foco puesto sobre dos hermanas que, tras perder a sus padres –la conexión con La maldición de las hermanas y La huérfana no es sólo de registro, sino también temática–, dan con una mamá adoptiva, que por alguna razón que ya se verá, las ama y sobreprotege. Claro que Mamá tiene un pequeño defecto: está muerta desde hace más de cien años. Frente a esa entidad está su polo opuesto del mundo de los vivos, Annabel, rocker morocha (sí, la pelirrojísima y treintañera Chastain luce aquí un look Joan Jett), que si algo no quiere es tener hijos. Obviamente terminará cuidando de las huerfanitas, junto a su pareja y tío de aquellas (el danés Nikolaj Coster-Waldau). Cuando éste quede temporalmente fuera de escena, la que no quería ser mamá deberá convertirse en madraza-guerrera, disputándole a su horrífica contracara fantasmal la posesión de las niñas. El propio Muschietti reconoce el corto original como ejercicio de estilo. En algún punto, el largo también lo es. Estilo no sólo visual, sino sobre todo dramático y narrativo: véase la intensidad trágica de toda la secuencia introductoria. Las apariciones de la mamá fantasma son mejores cuanto más en segundo plano y en sombras quedan, equiparando su larga cabellera rizada con la de la Gorgona. Mención especial merece el responsable de los movimientos de la criatura, capaz de estirarse casi como la Elastigirl de Los Increíbles, arrastrarse como el Gollum y retorcer su cuerpo como Linda Blair en El exorcista. Es su rostro el que en términos de miedo deja algo que desear, por lo cual cuanto más cerca de cámara está, menos asusta. Aun así, Mamá pega un salto de tensión en la última parte, cuando la señora adopta un rol más protagónico. De su huesuda mano, la película entera pasa del mero naturalismo visual a la sugestión y el lirismo de la escena culminante. Escena que honra, por otra parte, una de las mayores noblezas del género: la de darle razones al monstruo, poniendo en cuestión la idea de que el bien está siempre de nuestro lado.
Consagración de los poderes del cine Homenaje a un film que es parte de la memoria colectiva, el de Raimi es un desprendimiento del clásico de Hollywood y una reflexión sobre las artes de la representación y el propio cine. Todo eso sin perder el entusiasmo y el deseo de diversión. El cine, espectáculo de feria. A eso creían los propios hermanos Lumière, sin duda de modo peyorativo, que estaba fatalmente destinado el invento que habían perfeccionado. A eso puede parecerse buena parte del cine contemporáneo, por su vacuo desfile de efectos presuntamente “maravillosos”, su búsqueda de sensaciones rápidas, su apelación a lo fácil y pasajero. Pero hay otra clase de espectáculo de feria, infrecuente pero posible: aquél que, consciente de su propia condición, hace de ella no una debilidad, sino un valor. En esa instancia, el entretenimiento barato se vuelve arte de la ilusión, encantamiento, ritual compartido de risas, emociones y aventura, dándose encima el lujo (o el gusto) de pensarse a sí mismo. Eso logran pocas superproducciones. Eso había logrado Sam Raimi en las dos primeras El Hombre Araña y vuelve a lograr en Oz, el poderoso, homenaje a un film que es parte de la memoria colectiva, desprendimiento contemporáneo de él y autorreflexión sobre las artes de la representación y el propio cine. Todo eso sin perder la sonrisa, el entusiasmo, el deseo de diversión. Que Oz, el poderoso se piensa a sí misma se hace evidente desde la mismísima secuencia de créditos. No sólo por el modo en que se pone en relación con el film que la motiva (El mago de Oz, claro), sino por las referencias al propio hecho de la representación. Raimi copia uno de los aspectos más notorios de El mago de Oz, el comienzo en blanco y negro hasta la escena del tornado, el tornado como vórtice que trastrueca la realidad en fantasía, el pasaje al color como expresión material de ese traspaso. El carácter de homenaje que el realizador quiere darle al film está presente en el gesto retro de la tipografía de títulos, que remeda la de un programa de circo de comienzos de siglo pasado. Lo cual no tiene nada de gratuito, en tanto el film entero transcurre, como su precedente, en Kansas en 1910 y comienza en un circo o feria ambulante. Pero hay a la vez en esa secuencia de títulos un juego de telones que se abren como cajas chinas, clásico modo de aludir al carácter de representación del cine. Telones o cajas chinas de tela, que hallarán su simetría a todo color en los créditos de cierre. Como se sabe, Oz, el poderoso es una precuela que narra, a partir de los propios escritos de L. Frank Baum, la vida anterior del mago y su conversión en Mago de Oz. Oscar Diggs (James Franco, elección acertadísima, por tratarse de una perfecta encarnación de la falsedad) es el clásico ilusionista de feria del siglo pasado, en tiempos en que la ingenuidad todavía era posible. Era posible, por lo tanto, aprovecharse de ella. Eso hace Diggs, dentro y fuera de escena. En escena, con los típicos trucos de un mago de tablas: cables, falsas levitaciones, voluntarios cómplices. Fuera de ella, con los típicos trucos del predador sexual: regalitos baratos que se hacen pasar por caros, labia, halagos. Nada grave. Diggs es un chanta simpático, que ni siquiera puede hacerse rico con sus engaños: es un rasca, que gana moneditas. Pero tiene, eso sí, ambiciones de grandeza. Con gran lucidez, Raimi sostiene, en entrevistas, que esa ambición hace de él un auténtico héroe americano. Las ambiciones de Oscar se concretarán cuando no se lo proponga: arrastrado por el tornado y aterrizado en Oz –donde todo es una suerte de technicolor al cubo, las montañas nevadas conviven con la selva y hay monos alados, caballos tornasolados, muñecas de porcelana vivientes y flores del tamaño de una persona–, será tomado como el Mago que cierta profecía había anunciado y coronado rey. Pero recién allí empiezan sus problemas, llenos de inversiones, desplazamientos y conversiones. Como en un sueño. Como un sistema de máscaras y apariencias, si se prefiere. En la Ciudad Oscura no vive la bruja mala, sino la Reina destronada; la Reina resultará ser la bruja mala y la bruja buena terminará siendo, por pura envidia y despecho, la más mala de todas. Aquella color verde de El mago de Oz, sin ir más lejos. Aunque alguna referencia a la redención de Diggs no falta, es sumamente interesante que, para poder defender a la buena gente de Oz (hay en la historia toda una línea populista que, llevando la interpretación al delirio, permitiría ver en el Mago una suerte de Obama-en-Oz), el farsante no renegará de sus trucos, sino que, al contrario, los extremará. En otras palabras, los volverá cine, gracias a la conversión de un zootropo (uno de los precedentes primitivos del cine) en proyector de imágenes. Sin perder un solo grado de dinamismo durante sus dos horas diez, manteniendo vivo el entusiasmo y en tono absolutamente menor (algo que Raimi había logrado ya en las dos primeras El Hombre Araña, extrañas superproducciones clase-B), Oz, el poderoso resulta así no un pesado y académico “homenaje” al cine –como la autoimportante y recontrasobrevalorada La invención de Hugo, de Martin Ex Corsese–, sino una consagración en los hechos de los poderes del cine. Por sí misma y también por su puesta en abismo, planteada como simple juego infantil.
Algo huele muy mal en Nueva York “El cine negro es tan oscuro que en él no se ve casi nada”, parece decir el manual que habrán consultado los diseñadores de producción o el fotógrafo de Broken City, uno de esos policiales negros en los que el pescado se pudre desde la cabeza. Desde la cabeza política, se entiende. Lo cual a esta altura es tan común de ver en cine (“toda corrupción puede mostrarse, siempre que no sea la de nuestros sponsors”, reza otro manual, el de las grandes compañías cinematográficas) que da lo mismo: el espectador no va a salir dispuesto a tomar las calles porque el villano de una película sea un presidente, un ministro o, como en este caso, el mismísimo intendente de Nueva York. El pochoclo no se le atraviesa en la garganta a nadie por ver que un intendente manda a matar gente. Al contrario, ese elemento de perversidad puede funcionar como lubricante del tracto digestivo. Empastada de cocciones previas, en Broken City hay un ex policía llamado Billy Taggart, que carga con una culpa (Mark Wahlberg), un cliente llamado Nicholas Hostetler (Russell Crowe) que, ahora que el hombre trabaja de detective privado, lo manda a seguir a la esposa, que presuntamente le mete los cuernos (Catherine Zeta-Jones). Acá la cuestión empieza a embarrarse, porque el presunto amante de la señora (Kyle Chandler, que también aparece en Argo y La noche más oscura) resulta ser el jefe de campaña del principal opositor de Hostetler. Ah, sí, porque Hostetler es el intendente de Nueva York y todo tiene lugar durante la campaña eleccionaria. Hay también un jefe de policía al que Hostetler parece tener bajo su pulgar, aunque tal vez no resulte tan así (Jeffrey Wright, siempre agradable de ver), un gigantesco negociado inmobiliario –versión con ladrillos de la represa seca de Chinatown–, una relación gay entre políticos que no se sabe bien a cuento de qué viene y, lo más raro, una novia (la de Taggart) que además de latina (en una película de Hollywood tienen que estar representadas todas las razas y credos, ya se sabe) es actriz de cine indie. Profesión nueva si las hay, en el cine mainstream. La oscuridad fotográfica será excesiva (o excesivamente literal), pero no se puede negar que al menos le da una homogeneidad visual a Broken City. Homogeneidad ayudada por una narración sin altos ni bajos. Lo cual es una virtud o un defecto, según se lo mire: el espectador puede llegar a necesitar algún tiro, algún grito, alguna violencia que lo saquen un poco del sopor. Hasta el punto que se agradece el inusitado flequillo que luce el intendente Crowe, que le da a la película un toque de disparate, de locura, de bizarría. Griffin Dunne hace de millonario con mucho para ocultar y el director es Allen Hughes que, acompañado de su hermano Albert, estuvo al frente de una buena cantidad de películas sobrevaloradas, como Menace II Society, Dead Presidents y From Hell.
Un cruce de rutas interiores Dos primos viajan a la ciudad de Villegas, donde los espera el velorio de un abuelo. Con esos elementos, el director traza un fresco en diferentes planos, que permite observar un medio, una clase y unos personajes, sin el menor subrayado. Después de Tan de repente, la Chacabuco de Otra vuelta, los pueblos desolados de Balnearios e Historias extraordinarias y la San Pedro de La vida nueva, el cine argentino vuelve a ponerle no sólo nombre, sino cuerpo y espíritu a las ciudades de la provincia de Buenos Aires. A General Villegas –de tan sobria, tan segura de lo que quiere, la película no menciona ni una sola vez a Manuel Puig o su obra– viajan los primos treintañeros Ernesto y Pipa, tras varios años de residencia en Buenos Aires, llamados por la muerte del abuelo. En Villegas estarán tres días. Tres días tras los cuales, como piden los manuales de guión, tal vez no sean los mismos. Pero sólo tal vez: la diferencia entre esa convención dramática y la ópera prima del graduado de la FUC Gonzalo Tobal (Buenos Aires, 1981) es que en Villegas todo lo que pasa pasa por dentro. Por lo cual tampoco es posible tener del todo claro qué y cuánto les pasa a los personajes en esos tres días. Ni por cuánto tiempo: ni el propio Tobal parecería saber –o interesarle– qué pasó antes o qué pasará después con ellos. Parece casi una broma que “los estébanes” Lamothe y Bigliardi sean primos: cinematográficamente, es como si vinieran siéndolo desde siempre. Desde las simultáneas Todos mienten y Castro (2009), sobre todo. Con sólo ver el interior de los departamentos de Esteban (Lamothe) y Pipa (Bigliardi) quedan a la vista las diferencias entre ambos. El de Esteban es amplio, impecable, lleno de mueblería nueva y líneas rectas: la vivienda de quien hizo todo lo necesario para consolidarse en su estatus de clase media-tirando a alta. El de Pipa es un kilombo. Casi como si su personaje fuera la continuidad del de Un mundo misterioso (2011), donde de un día para otro era expulsado del paraíso y no sabía para dónde disparar. Tampoco aquí, como se irá viendo tan de a poco como se muestra todo en Villegas. Escrita por Tobal, la película es todo un modelo en el uso de las elipsis y la dosificación de la información. Hasta que llegan a Villegas y se encuentran con el velorio –pasó un tercio de película a esa altura– no termina de saberse del todo qué clase de compromiso familiar llama a Esteban y Pipa, más allá de alguna referencia al paso, que puede hacer pensar que algo pasó con el abuelo. Algo más de manual de guión es esa correspondencia tan perfecta entre personalidad, look personal y estilo decorativo. “¡Dejate de joder, parecés mi viejo!”, le chumba Pipa a Esteban, luego de una primera pelea. Se refiere al pelito corto, la chomba Lacoste, el pantalón de vestir, el gesto ceñudo, la rigidez: Esteban es como su departamento. Desde ya que Pipa lleva el pelo revuelto, la barba crecida, está vestido de cualquier manera, carga con varios bultos y fuma porro. Más interesante, menos visible, es el modo en que encaran el viaje, como una reducción a escala de aquél con que parecen haber conducido sus vidas hasta allí. Esteban, que es el que maneja (tiene un buen auto, claro), quiere ir directo a Villegas, llegar a tiempo y sin escalas. Pipa divaga: quiere parar en el restorán de Junín donde lo hacían de chicos, con el abuelo. Se levanta a la empleada de un 48 horas, propone un camino alternativo en el que tal como parece haberlo hecho él, se pierden; en algún momento dudará si seguir o volverse a Buenos Aires. Si la idea misma del tiempo atraviesa Villegas, tanto como la de las dispares opciones de vida (el tiempo del viaje, el de la infancia, el tiempo transcurrido, el que vendrá), el tiempo histórico aparece en dos planos (dicho tanto en sentido cinematográfico como en el geométrico). Un tiempo histórico cercano, en la que tal vez sea la mejor escena de la película: aquélla en la que Pipa y Clara (hermana de Esteban, con la que en el pasado tuvo algo) visitan la casa vacía del abuelo. Una casa que a través de sus cuadros, atrezzo y long-plays parece desparramar bloques de historia. El otro tiempo histórico, lejano, surge cuando Pipa y Clara van a parar, en aquella misma secuencia, a la plaza del pueblo, presidida por la estatua del héroe del lugar. No otro que el general Villegas, obviamente. Buena ocasión para que Pipa le cuente a Clara quién era el hombre: el último líder de la Campaña al Desierto. Alguien podrá argüir que la escena está forzada, para poder “meter” esa referencia: suele ocurrir con los hechos históricos muy distantes, no hay otro modo de conjurarlos. Lo interesante es que ese cruce de segmentos dispersos (la intimidad de los protagonistas, el clima familiar, las calles de la ciudad a la noche, la propiedad agrícola del padre de Pipa, agricultor próspero) va armando una suerte de fresco en pedazos, que permite observar un medio, una clase y unas personas, sin el menor subrayado y con una fotografía (gentileza del DF Lucas Gaynor y de Fernando Lockett, aquí camarógrafo) que, en su reiterado uso de las líneas horizontales, también parece hablar de caminos en línea recta, que pueden seguirse o no.
Llega el crepúsculo a una granja litoraleña Es curioso que Germania, ópera prima del realizador argentino Maximiliano Schonfeld, se estrene el mismo día que Amour, de Michael Haneke. Si algo trabaja el film de Schonfeld (Crespo, Entre Ríos, 1982) es la idea de latencia, que sostiene en buena medida la obra entera del realizador austríaco-alemán, hallando su máxima y más elíptica expresión en La cinta blanca. La diferencia es, en tal caso, que en Haneke lo que late es el mal, lo siniestro, lo perverso. Mientras que en Germania –si bien cierta forma de perversión no deja de estar muy presente– hay una mirada más dirigida a lo contemplativo, al puro registro de una situación, que a lo acusatorio o admonitorio, como en el realizador de Caché. La otra coincidencia, claro, es que tal como su nombre lo indica, la comunidad litoraleña en que transcurre Germania es de origen alemán. Que tal vez sea lo que en buena medida explica la latencia, tanto en Schonfeld como en Haneke: lo que late es siempre lo reprimido. Y a la hora de las represiones, el protestantismo –religión predominante en el país de Martín Lutero– suele ir a la cabeza. Están instalados en el país desde hace más de un siglo, pero los vecinos de Santa Rosa siguen hablando en alemán. Más precisamente en un dialecto proveniente de la zona del Volga, que es de donde emigraron. “¿Por qué estamos hablando en dialecto?”, le pregunta la adolescente Brenda (Brenda Krütli) a su hermano Lucas (Lucas Schell), y luego siguen la conversación en castellano. Cosa que su madre viuda (Margarita Greifenstein) no hace jamás. La relación con el idioma de procedencia –y por lo tanto con las tradiciones, los antepasados, y, del otro lado, con el presente, la comunidad de adopción– señala un primer corte generacional al interior de la familia protagónica. Otro corte parece indicarlo el escaso apego que por las tareas de la granja (se trata de una comunidad campesina) muestran Brenda y Lucas, a quienes es difícil imaginar sucediendo a sus mayores. Los adultos se reúnen a bailar polcas en el club de la zona, los jóvenes interactúan con los cogeneracionales del lugar. Los varones, jugando al fútbol en los alrededores. Brenda, compartiendo el partido de truco que juega el peón al que sigue a todas partes, por razones que ya se develarán. Los criollos la ignoran, por mujer, por “gringa” o ambas cosas. Es un día especial en la vida de Margarita, Brenda y Lucas: la muerte de sus gallinas, aparentemente por consecuencia de una peste indefinida, y la promesa de la soja, del otro lado de la frontera, hacen que ése sea su último día en Santa Rosa. Esa peste, el desconcierto de los aldeanos y la ausencia de veterinarios parecen hablar de una forma de decadencia. Decadencia concreta o metafórica: Schonfeld trabaja, con pericia, sobre ambos planos a la vez. Que Brenda y Lucas se celen (“¿así que saliste con una puta anoche?”, pregunta ella, envenenada como una novia) y en algún momento se rocen más que cariñosamente, habla de otra forma de decadencia, la endogamia. Endogamia que su madre parece presta a replicar, peinando amorosamente a su cuñado y bailando con él. Esa es la zona “más Haneke” de Germania, que tras su participación en Competencia Internacional del último Bafici ganó dos premios, incluido el Especial del Jurado. A diferencia de Haneke, Maximilano Schonfeld –cuyo padre se crió en un pueblo muy semejante a Santa Rosa– parece más interesado en el instante presente que en lo que vendrá. De allí que no haya aquí suspenso o sensación de amenaza, como en el realizador de Funny Games, sino contemplación y elipsis. Las escenas son extendidas, filmadas en planos largos y protagonizadas por actores que hacen del hieratismo una forma de opacidad. Actores de la zona: de allí que sus personajes se llamen como ellos. En lugar de opacidad, cierto tono ambarino destaca la notable fotografía de Soledad Rodríguez. Predominan sombras, amaneceres, atardeceres. No simplemente por los ritmos de la vida agraria, daría la impresión, sino como modo de comunicar los inicios y finales que marcan ese día. Las sombras tal vez sean las de aquello de lo que los protagonistas no hablan.
Escuchar para ser testigos El ejercicio de la palabra, como forma de memoria y como acceso a la verdad, tal como lo consagran las tradiciones judías, es la base de este film en el que Jack Fuchs, que estuvo en el campo de exterminio de Dachau, entrega sus recuerdos como un legado. “Primero vino la palabra”, es lo primero que dice Jack Fuchs a cámara, citando a la Biblia, aunque más tarde no tendrá ningún empacho en aclarar que jamás creyó en Dios. “En el caso de la Shoá, primero fue el hecho. Por eso, después de la guerra nosotros no podíamos hablar de la Shoáh, porque no sabíamos qué nombre darle.” En verdad, y tal como él mismo reconoce, le llevó bastante más que “después de la guerra” a Jack Fuchs hablar de su condición de sobreviviente de los campos de exterminio nazis. Le llevó cuarenta años. Después de eso no dejó de hacerlo, como testimonian no sólo sus contratapas en Página/12, sino sus libros Tiempo de recordar (2006) y Dilemas de la memoria (2006). El ejercicio de la palabra, como forma de memoria y como acceso a la verdad, tal como lo consagran las más ancestrales tradiciones judías. Basado en parte en el libro de conversaciones homónimo, entre Fuchs y la psicoanalista Eva Puente, El árbol de la muralla no podía ser sino un film hablado. Pero se trata de un film hablado por alguien que no es, por suerte, una reproductora de casetes, sino una persona. El brillo pícaro en los ojos, el sentido del humor (“no es la primera que estoy en Auschwitz, es la segunda”, dice en su regreso al campo de exterminio, “la diferencia es que la vez anterior no tuve que pagar para entrar”), la calidez (“¿quieren tomar algo, un tecito?”, les pregunta a los miembros del equipo de filmación), algo de idische tatele incluso (“¿seguro que no quieren comer nada?”). Un film hablado por alguien a quien, con cuarenta años de residencia en la Argentina, el castellano todavía le cuesta. Con un acento y una gramática que parecen como si hubiera llegado ayer, o anteayer, a Fuchs cada tanto se le olvida alguna palabra y tiene que decirla en polaco. O prefiere, en una ocasión formal –como cuando lo nombran Personalidad Destacada en Derechos Humanos– que sea otro quien lea su texto. Otra, más precisamente, su nieta Florencia, que le hace a veces de lazarilla idiomática, otras de entrevistadora informal. “Se me mezclan todos los idiomas”, dice Fuchs, durante una visita a Polonia. Se entiende: al polaco y el yiddish de cuna, este nativo de Lodz le sumó el inglés (terminada la guerra emigró a Estados Unidos, y allí permaneció casi veinte años) y el castellano, desde que llegó a Buenos Aires, en 1963. Se entiende que los idiomas se le mezclen en ese momento y no en otro: está de regreso en su ciudad, allí donde alguna vez estuvo el gueto. Pero a este sobreviviente sonriente no lo van a correr con aquello de que la infancia es la patria del hombre. “No tengo ningún sentimiento, porque nada de lo que veo se parece a mi pasado”, frena a alguien que parece estar pidiéndole lágrimas. “Me gusta hablar con vos, porque como hija de sobreviviente, yo tengo un poco la idea de que en el principio fue la Shoá, como si antes de eso no hubiera habido nada”, le dice su amiga Diana Wang (otra de sus amigas es Elsa Oesterheld). “Pura tragedia, muerte, exterminio. Pero vos me traés una imagen viva, pujante, vibrante, de cómo era la vida en Polonia.” Fuchs es lo suficientemente generoso como para no querer ser propietario exclusivo de la verdad (en lugar de afirmar, suele pensar en voz alta) ni de la tragedia. “Asociar el nazismo exclusivamente con la destrucción de los judíos es cometer dramáticas omisiones, que nos perjudican a todos”, recuerda en un texto. “Entre las víctimas del nazismo estuvieron los opositores políticos, las personas con discapacidad, los testigos de Jehová, los homosexuales, los ciudadanos polacos, los gitanos...” Tan generoso, que reconoce que se sigue “autocensurando”, filtrando los recuerdos (estuvo en Dachau, perdió al resto de la familia en Auschwitz), para que al interlocutor el relato no se le vuelva intolerable. No se esperen de El árbol de la muralla cadáveres apilados, hombres-esqueleto, kapos sádicos, ejecuciones sumarias. Basta con una sola afirmación, más poderosa que mil descripciones: “Si la guerra duraba dos días más, yo no sobrevivía”. Fuchs sobrevivió, ya cumplió 88, no ignora que la naturaleza humana no se parece a las películas de Disney (“Por algo el primer mandamiento dice ‘No matarás’, ¿no? Quiere decir que la gente se mata”), no olvida nada y, sin embargo, sonríe. “Mataron a millones, pero no nos pudieron deshumanizar”, dice. “Mi abuelo me decía que el que escucha se convierte en testigo”, le recuerda a la nieta. Como quien entrega un legado, de modo muy alusivo y sin hacer sentir el peso del legado. El espectador escucha, y se convierte en testigo.
Ruinas de una Argentina faraónica Documental de observación, se limita a mostrar la actualidad que circunda a dos predios marcados por una frustrada manía de grandeza: la Ciudad Deportiva de La Boca e Interama. Lo hace de manera cruda, sin excesos visuales ni narrativos. Hay dos clases de documentales de observación: están los que parecen producto de la fiaca (“aprieto play y dejo la cámara, a ver si pasa algo”) y los que mueven a observar, a partir de una observación previa. El realizador encuentra algo que le llama la atención, lo investiga durante un tiempo y luego pone al espectador en la misma situación en la que él estuvo antes. En situación de campo, frente al hecho en crudo y sin proveer los datos que la propia situación no provee. Si quiere tener el cuadro completo, el espectador deberá hacer lo que el realizador hizo antes: investigar, por otros medios, las razones, condiciones y contexto de ese hecho, usando el documental como disparador, como choque con lo real que despierta interrogantes. En el estricto rigor con que aplica estos principios (a veces excesivo, quizás), La multitud puede ser tomada como ejemplo modélico de esta clase de documentales. Documentales como éste hallan su forma a partir de la exclusión. Exclusión de toda clase de intervención que no se reduzca a la gramática cinematográfica básica: encuadres mudos, duración y sentido del plano, fotografía encarada en términos dramáticos, montaje que apunte a un sentido. Todo hiperconcentrado: La multitud dura sólo una hora. Su objeto son dos construcciones abandonadas, dos espacios distantes que el film vincula. Uno, la Ciudad Deportiva de La Boca, que nunca estuvo en La Boca, sino en la Costanera Sur. El crítico tiene la edad suficiente para recordar cuando, allá por mediados de los años ’60, el mítico Alberto J. Armando, el presidente más famoso en la historia entera de Boca Juniors, anunciaba, con bombos y platillos, la construcción de un centro deportivo llamado a eclipsar todos los centros deportivos. La Ciudad Deportiva, que debía inaugurarse el 25 de mayo de 1975, comenzó a construirse diez años antes de esa fecha y quedó inconclusa años después, consecuencia de manejos y negociados que, por supuesto, jamás se investigaron como correspondía. Otro monumento nacional a la inconclusión, el incumplimiento y el abandono es el Parque de la Ciudad, ubicado en Villa Soldati, inaugurado en 1982 bajo el nombre de Interama y cerrado, clausurado y reabierto varias veces desde entonces. La gestión Macri lo cerró alegando fallas de seguridad que no se comprobaron, y actualmente rige una intimación de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad para su reapertura. Intimación que la gestión actual ignora olímpicamente. Toda esta información es la que La multitud no da. Con formación en artes visuales, Martín Oesterheld, nieto de Héctor, se limita a mostrar esos espacios, sus aledaños y algunos de sus habitantes o vecinos, tal como se hallan en el presente. Esto es: ruinas, restos, arbustos, pajonales, pero también barrios vecinos en plena eclosión constructiva (el Rodrigo Bueno y la Villa 20), la Reserva Ecológica de la Costanera y, al fondo del cuadro, dos clases de torres bien distintas. Las de vidrio y acero que la riqueza levanta en Puerto Madero y la llamada Torre Espacial del Parque de la Ciudad, cuyas tenues lucecitas se encienden a la noche, por más que la torre esté cerrada al público. Con una fotografía exquisita –gentileza del DF Guillermo Saposnik–, no es caprichoso que abunden atardeceres y sombras en La multitud: el documental de Oesterheld muestra el interminable crepúsculo de una Argentina faraónica. No es del todo cierto, como dice la gacetilla, que ambos sean proyectos de dictaduras. Interama sí: se inauguró en septiembre de 1982. Pero no la Ciudad Deportiva, que empezó a levantarse en 1965, un año antes del golpe de Onganía y en pleno gobierno de Illia. Por otra parte, la pregunta que el documental deja flotando es qué se hizo después con ellos, qué se hace ahora. Los restos que muestra La multitud son los de la manía de grandezas, la venta de humo, los sueños truchos, el operismo de opereta, las ruinas que tienden a pervivir. Espacios urbanos en los que la torre futurista convive con el pajonal, un ingeniero revisa viejos planos en una gigantesca oficina semiabandonada y un inexpresivo gigante de piedra, que vaya a saber qué clase de ídolo habrá querido representar, toma sol para siempre sobre el cemento cuarteado.
Emblemas sin vida El de la familia burguesa que esconde pilas de cadáveres en el ropero es un tópico tranquilizador y no revulsivo, como tiende a creerse, ya que le brinda al espectador de clase media el premio consuelo de “descubrir” que los ricos seguirán siendo ricos, pero al menos son malos. Tan tranquilizador, que es uno de los caballitos de batalla del más conservador de los géneros audiovisuales, la telenovela. Recordar Dallas o Dinastía, por ejemplo. O poner Canal 9 ahora mismo. En lo que el film uruguayo La culpa del cordero difiere radicalmente de las telenovelas es en el tono, el registro dramático. Que no apunta a la sobredramatización, la exageración y la catarsis, sino, por el contrario, a una contemplación tan calma, reposada y libre de accidentes como parecería estarlo la vida de la familia protagónica. En otras palabras, la película escrita y dirigida por Gabriel Drak luce una estética burguesa, en lugar de una populista. La situación central es la clásica de la reunión familiar, tras un tiempo sin verse. Papá Jorge y mamá Elena convocan a sus cuatro hijos a un almuerzo al aire libre en la quinta familiar, para darles una noticia. “Queríamos avisarles que nos separamos”, dice papá, a quien el resto de la familia le reprocha su afección a los chistes estúpidos. En realidad, lo que querían anunciar era que venden el departamento de Montevideo y se mudan allí, según mamá el sueño de toda su vida. Papá se ocupa del cordero a la parrilla. Y del whisky, que carga con demasiada frecuencia en el vaso. Será por eso que ya desde antes de sentarse a la mesa se le va soltando la lengua, con dosis crecientes de bilis irónica. La ternura por la nieta, los juegos y risas entre hermanos, alguna línea de merca, el manotazo de uno de los hermanos a una billetera ajena, una fellatio extramatrimonial y, de allí en más, lo más parecido al “juego de la verdad” que pueda imaginarse, con papá como maestro de ceremonias. La mecánica dramática se reduce, a partir de ese momento, a una lisa sucesión de destapamientos de ollas y facturas pendientes. Al proveer referencias históricas bien concretas sobre la política económica del país vecino durante los últimos veinte años, La culpa del cordero apunta a señalar a esta familia como emblema del Uruguay pre Mujica. El problema es que si no se los rellena, los emblemas no tienen vida: son puras entelequias.
El terror no escapa al cliché Un grupo de cineastas amigos decidió rodar media docena de episodios sin relación temática entre sí, con un vago hilo conductor. Todo filmado en formato video. Como si no hubiesen pasado catorce años desde The Blair Witch Project. ¿Existe algún contrato firmado con sangre, que obliga a los realizadores noveles de cine de terror a filmar sus primeras películas en formato video, con estilo de falso documental? De no ser así, no se entiende por qué se sigue apelando a un recurso que, después de tantos años de uso y películas filmadas (de The Blair Witch Project, 1999, a todas las Actividad paranormal, pasando por la serie española [REC] y varias más) hace rato que pasó de ser una novedad, eventualmente efectiva, a devenir reiteradísimo cliché. Iniciativa de un grupo de cineastas amigos –varios de los cuales vienen de firmar una serie de cortos en clave de comedia de superacción, actuados por ellos mismos–, Las crónicas del miedo insiste con el truquito, utilizando a un consumidor de videos presuntamente snuff (el género en el que, según cuenta la leyenda, se filman o filmaban crímenes reales) como modo de amalgamar media docena de episodios sin relación temática entre sí, cada uno de ellos dirigido por un realizador distinto. De allí el título original, V/H/S. El relato que sirve de hilo tiene por eje el encargo que alguien hace a un grupo de muchachos barderos (de esos a los que les divierte intrusar casas y eventualmente vandalizarlas), de entrar a un domicilio, para llevarse un viejo VHS. O tal vez entendieron mal, porque con lo que se encuentran es con un viejo y varios VHS. El viejo está tendido sobre un sillón, frente a un televisor encendido, y los muchachos, que no son gente muy detallista, dan por sentado que está muerto, por la simple razón de que no se mueve. Ya que están se ponen a ver los videos que el viejo tiene en el living, un poco porque no encuentran el que les mandaron llevarse y otro poco... ¿por qué? No se sabe muy bien. Tal vez por sufrir, como tantos chicos de su generación, de lo que Lacan llamaba “pulsión escópica” (la compulsión a mirar lo que sea) o, más simplemente, porque si no miran los videos no hay película. Más allá de lo forzado de la excusa argumental, Las crónicas del miedo es tan despareja como todo film en episodios. El mejor, tal vez el único verdaderamente bueno, es, seguramente, el primero, en el que una bandita de chicos con ganas de “divertirse” (otros chicos, no los del hilo narrativo central) van a un boliche, se levantan a un par de chicas, llevándolas, borrachas, a la minúscula habitación donde se alojan. Una de ellas es rarísima: casi no habla, se queda mirando fijo, abre los ojos como un animal asustado. Ya tendrán su castigo los muchachitos, dispuestos a fornicar a una chica desmayada o de hacerlo en serie, confundiendo mujeres con muñecas de goma. El castigo será bestial, con una muy pertinente y oportuna derivación al fantástico. Uno de los chicos graba todo con una cámara disimulada en unos anteojos, concesión a la obsesión de la nueva generación de cineastas por mirarse el ombligo. El director del episodio se llama David Bruckner y tiene un aprobado. No puede decirse lo mismo de los restantes episodios, todos ellos protagonizados por jóvenes. Tanto la historia de una “segunda luna de miel” que remata en una vuelta de tuerca irónica en términos de política sexual, como la visita grupal a un bosque que esconde un feo pasado o una muy forzada e hipersangrienta conspiración concretada vía Skype (este último dirigido por Joe Swanberg, todo un nombre de la corriente ultraindie conocida como mumblecore) coinciden en su tematización de la tecnología (la visual, sobre todo), su estética hipernaturalista (muy propia del mumblecore), su paranoia conspirativa, la desconfianza por el prójimo y un gore que parecería funcionar más que nada como manotazo de ahogado, para desperezar a un espectador al que tanto naturalismo atonal podría dejar en estado de somnolencia.
Botones para un clásico de otras infancias Desde hace más de 50 años, los “equipos” Newbery y Pampero se enfrentan todas las semanas sobre una mesa de living. Los protagonistas de este cálido documental son dos periodistas, Rómulo Berruti y Alfredo Serra, que recrean su pasión lúdica ante la cámara. “Bordenave es un crack”, afirma con irrefutable convicción Alfredo Serra. “Un goleador nato. Llegó a hacer más de mil goles. Fue transferido hace años de Newbery a Pampero, un error del que más tarde Newbery no dejaría de arrepentirse: hace décadas es el principal baluarte de Pampero.” ¿Newbery, Pampero? ¿Qué equipos son ésos? ¿Un jugador que hizo más de mil goles? Newbery es el equipo que dirige (y acciona) Rómulo Berruti; Pampero, el de Serra. Bordenave es chatito, agujereado y marrón: lo que Serra y Berruti practican es fútbol de botones. Un clásico de otras infancias, hoy arqueología pura. Desde hace más de cincuenta años, Newbery y Pampero se enfrentan todas las semanas, sobre la mesa del living de la casa de Serra. ¿Están locos Serra y Berruti? ¿Son grandulones, ludópatas o alguna otra clase no descripta de freaks inofensivos? Lo que muestra Cracks de nácar es a dos tipos tan entregados a una pasión que pueden recordar con precisión el día de 1958 (’57, tal vez) en que esa pasión se inició, para ya nunca más cesar. Tan obsesivos como para salir en busca de botones y después entalcarlos, lijarlos y encerarlos, cuestión de “mejorar su rendimiento”. Tan confiados en el simulacro como para ponerle nombre y apellido a cada “jugador” y reconocer en ellos una característica distintiva, un talento, un estilo de juego. ¿No se aburren de jugar siempre entre ellos? Por lo visto, no. ¿Son dos misóginos solitarios, agarrados a sus chiches de varón? La mujer de Serra, que parece observar la manía del marido con divertida resignación (“¿qué puede estar haciendo?”, le dice a alguien del otro lado de la línea telefónica, mientras Alfredo moja meticulosamente una lija extendida sobre la mesa) demuestra que no. Setentones, Berruti y Serra son periodistas muy conocidos, que siguen en la profesión. De Berruti se recordará su paso por la sección Espectáculos de Clarín, algún programa de radio más reciente o, sobre todo, aquel dúo televisivo junto a Carlos Morelli, en el clásico Función privada, cuando solían rematar la presentación de una película con alguna libación. Las libaciones siguen, ahora junto a Serra, que en su casa tiene instalado un minibar llamado, como el de Casablanca, Rick’s Café. Serra es dueño de una larga trayectoria, que lo llevó de las postrimerías de Crítica al diario Crónica y de allí a editorial Atlántida, donde desde hace años es, sí, redactor jefe de la revista Gente. Pero está claro, por más que recuerden sus años del Instituto Grafotécnico o repasen su vida profesional en fotos frente a cámara, que lo que de veras los apasiona son los botones. O lo que más les interesa de ellos a Daniel Casabé y Edgardo Dieleke, directores de este documental cálido, íntimo, lúdico, tal vez melancólico, que un par de años atrás se vio primero en el Festival de Mar del Plata, después en el Bafici. Directores y protagonistas parecen compartir algunas cosas. El sentido del humor, por ejemplo. Serra y Berruti recuerdan, tentados de risa, al faquir que a la vez hacía de bailarín de rock and roll en el viejo Parque Retiro. Casabé y Dieleke intercalan, a intervalos regulares, unos “micros” llamados “Glorias de ayer y de hoy”, dedicados a repasar las trayectorias de Nicasio Bordenave y sus colegas. Bien ritmado, bien filmado y bien montado (la visita al anticuario botonero es ejemplar), Cracks de nácar es la clase de documental que se alía con sus protagonistas, permitiendo al espectador hacer lo propio. Si algo no necesitaba Cracks de nácar era ficción, porque dos personajes como Serra y Berruti en buena medida lo son. Por eso hacen ruido, desentonan, tanto la escena en que uno de ellos entra a una habitación a robar botones como el presunto extravío de Bordenave, justo antes de un partido decisivo. Para no hablar de ese clásico Argentina-Brasil en versión botón, tan forzado que a la hora del clímax se disuelve y desaparece, justo cuando nos aprestábamos a disfrutar de él.