Un (melo)drama hollywoodense más Todo indica que en la próxima ceremonia del Oscar El vuelo –dirigida por el cada vez menos confiable Robert Zemeckis, que pasó de Volver al futuro a Beowulf– deberá conformarse con su par de nominaciones e irse silbando bajito. En la categoría Mejor Actor Protagónico, Denzel Washington terminará aplaudiendo a Daniel Day-Lewis, mientras que en Mejor Guión Original, John Gatins saludará desde su butaca a Michael Haneke, Quentin Tarantino o Mark Boal, autores de los guiones de Amour, Django sin cadenas y La noche más oscura. Esta inminente doble derrota no es de lamentar: de la actual cosecha de nominadas, El vuelo es una de las más chorreantemente hollywoodenses, en el peor sentido de esa mala palabra. La nominación de Washington es de esas que “van de cabeza” al Oscar: su personaje es un adicto a toda clase de excesos –sexo, droga y música soul–, sospechado de responsabilidad criminal, abrumado por la culpa, arrepentido y, claro está, en resuelto camino a la regeneración. La postulación para Mejor Guión es casi escandalosa. El de John Gatins (cuyo mayor antecedente se reduce al film de pugilismo robótico Gigantes de acero) tiene, gracias a su extenuante despliegue de burdas oposiciones entre la idea de condena moral y la de salvación (explícitamente religiosa, incluso), el grosor de una Biblia. Washington es Whip Whitaker, piloto aeronáutico veterano, muy talentoso pero muy pagado de sí mismo. Whitaker se sube a un avión después de haber pasado la noche en vela, curtiendo con una azafata latina que no cualquiera, y de haberse tomado de todo, rematando con una raya de cocaína en el hotel y un shot de oxígeno en la cabina. Al subir al avión, otra azafata intenta convencerlo de asistir a la iglesia evangélica. El copiloto, que resulta ser todavía más chupacirios que ella –la película parece escrita por el Ned Flanders de Los Simpson–, lo mira con horror. Y cuando ocurre el accidente –debido a fallas mecánicas y no al estado del piloto, lo más parecido a un matiz dramático que el guión ofrece–, un ala de la pecaminosa nave, ya en caída, derrumba la torre de... una iglesia. En paralelo se asiste al via crucis de una chica adicta (la pelirroja Kelly Reilly), que se arrastra entre sets de films porno, nidos de traficantes y tugurios, rogando por unos gramos de heroína para inyectarse. Si alguien supone que el piloto y la chica cruzarán sus caminos, entre botellas e intentos de recuperación, es que vio demasiadas películas de Hollywood: acertó. Junto con el (melo)drama de conciencia y regeneración circula el drama judicial, a partir del momento en que se descubre que cuando subió al avión, Whitaker tenía en sangre todo lo que podía tener. Hay un abogado defensor, de esos que se saben todas las tramoyas (Don Cheadle, siempre un grande), un representante del sindicato de pilotos que intenta tapar la condición de adicto del protagonista (Bruce Greenwood, buenísimo también) y una investigadora con fama de implacable (otra grande, Melissa Leo). Unico detalle celebrable, la aparición del inmenso John Goodman, como dealer personal de Whitaker, con colita, camisas floreadas y dándoles órdenes a gritos a abogados, sindicalistas y hasta a los ursos de seguridad de la compañía aérea.
Cubierta de males, anclada en París En una Ciudad Luz menos luminosa que nunca, el director de Gallero encuentra a una chica argentina sola y con problemas. “Está todo bien por acá”, le miente María a la mamá, desde un teléfono público ubicado en algún rincón poco glamoroso de París. “Sí, el trabajo bien”, le miente más. Como parte de su errancia tristona, meses atrás María fue a parar a la Ciudad Luz –aquí menos luminosa que nunca– y el Ministerio de Trabajo tiene frenados sus papeles. ¿De qué viene huyendo María, que la llevó a viajar a París sin dinero, oficio ni trabajo? De una pérdida grande, daría la impresión por su expresión, por sus solitarios paseos hasta el Sena, por sus noches mirando el techo. Y así es, pero no conviene develar cuál es esa pérdida, porque la película no lo hace hasta pasada su primera mitad. En cualquier caso, la de María es la situación del inmigrante ilegal, del sudaca, pura tristeza en una ciudad que el mito quiere feliz. Melancolía y soledad había también en los films anteriores de Sergio Mazza (Buenos Aires, 1976), El amarillo (2006) y Gallero (2008), que este ex artista plástico produjo por su entera cuenta y riesgo, con presupuestos tan estrechos como esa cabina desde la cual María tranquiliza a la mamá. Estrenadas ambas en el Festival de Mar del Plata (como Graba, que lo hizo un par de ediciones atrás), El amarillo y Gallero se vieron más tarde, conjuntamente, en el Malba. La primera era contemplativa y enigmática, recorrida por una imprecisa pero densa corriente subterránea, ubicada mayormente en una suerte de pulpería litoraleña. La dominaba una figura imponente: Gabriela Moyano, actriz, cantante, compositora y letrista que Mazza tuvo el enorme tino de descubrir, y que luego volvió a desaparecer, en la misma oscuridad de donde vino. Suerte de paráfrasis de El romance del Aniceto y la Francisca, las de Gallero eran imágenes menos “sucias”, ligeramente más esteticistas que la primera, con tiempos más estirados también. Filmando siempre en digital, en Graba (título absolutamente insondable) reaparecen esos personajes solitarios de las películas anteriores y el peso que el entorno tiene sobre ellos. Del Litoral oscuro, húmedo tal vez como el sexo de la Amanda de El amarillo, a la sequedad catamarqueña de Gallero y, ahora, la París nocturna y ajena de Graba. Un París de invierno, que obliga a la protagonista a arroparse con gorro y bufanda de lana. Y a buscar refugio en casa de un fotógrafo llamado Jérome, que por 500 euros está dispuesto a alquilarle la que fue la piecita de su hijo: el hombre acaba de separarse, y en el cuarto subsisten algunos chiches. María trabaja como operaria en una fábrica, necesita techo y acepta el trato, aunque su situación legal está en una cuerda floja. Si en El amarillo el sexo era una presencia presente por ausencia (si se permite el desfile de cacofonías) y en Gallero parecía responder a una suerte de pacto tácito entre un trabajador golondrina y una mujer mayor, aquí asume la forma de un puro desahogo mecánico entre locador y locataria. Aunque tal vez de parte de ella se trate de otra cosa. Con experiencia previa en teatro y dirección de actores, la protagonista femenina vuelve a ser un punto fuerte aquí. Con una trompa más pronunciada que nunca, en estado de permanente abatimiento y unos mechones rubio-descoloridos, Belén Blanco transmite más soledad que un solo de Chet Baker. Que también anduvo por París, y no terminó bien. A no asustarse, porque Mazza deja a María en una situación de transición, sin haber resuelto mucho pero con algunas chances de hacerlo, aunque parecería que hay un tema que le cuesta más. Siempre ultraelíptico y minimalista, Mazza –que la semana próxima estrena un documental, llamado Natal– no da datos que permitan entender a sus personajes, más allá de aquello que la cámara registra. Es la famosa ficción de observación, que a veces deja con ganas de un poco más.
Lazos familiares en riesgo constante La competencia, el deporte y el show marcan el tono –a priori nada novedoso– de esta película. Pero una primera clave de la verdad que transmite la historia está en sus personajes. Que no parecen personajes, sino gente con vida propia. Un héroe y una heroína con trastornos de conducta (pero atractivos), la reincorporación a la familia tras una larga internación, la lucha contra la enfermedad, la historia de amor entre los protagonistas, que se sabe que tiene que venir. Como frutilla en el postre, no uno sino dos grandes clímax, el mismo día y a la misma hora. Clímax no precisamente novedosos: un partido de rugby y una competencia de baile. La competencia, el deporte, el show: arenas en las que el cine de Hollywood y la cultura media estadounidense gustan medir “el verdadero valor de una persona”. El lado luminoso de la vida –encima este título, que parece querer convertir la película en manual de autoayuda– tenía todo lo que se necesita para resultar la película más falsa, calculada, consensual y complaciente del mundo. Puede ser que algo de las tres últimas cosas tenga: está claro que el film de David O. Russell no pretende ser subversivo, revulsivo o contestatario. Pero si algo transmite es pura verdad, cero falsedad. Eso es lo que lo hace grande. El nerviosismo de Dolores (Jacki Weaver, una Giulietta Massina australiana), la visible inquietud cuando va a retirar de la clínica a su hijo Pat (Bradley Cooper, por primera vez en rol dramático) indican que el muchacho, que tiene el aspecto más calmo y común que pueda imaginarse, debe ser, en verdad, una bomba de tiempo. Cuando por sendas nimiedades Pat rompa media sala de espera del psiquiatra, y luego haga lo propio en casa, agarrándose a trompadas con el padre (Robert De Niro, en un regreso a las ligas mayores), se entenderán los motivos del nerviosismo de mamá. Razones para su bipolaridad no le faltan a Pat. Recién despedido del empleo, papá Pat Sr. vive obsesionado con las Aguilas de Filadelfia, con las apuestas por dinero y con toda clase de cábalas y rituales (apretar bien fuerte un pañuelo, apuntar los controles remotos siempre para el mismo lado, hacer que cada uno se siente en el lugar “ganador” del sillón), cada vez que se sienta a ver un partido. Cuando el hermano mayor viene de visita, le enumera prolijamente a Pat las razones por las cuales él es un triunfador, y el otro, un loser. ¿Y mamá? Mamá está tan ocupada en mantener a la familia unita que, daría la impresión, no puede no ser un ángel. El día que su mejor amigo invita a Pat a cenar a su casa, con su joven cuñada Tiffany (Jennifer Lawrence, cada día más poderosa) por invitada, en cuestión de minutos ésta se pelea con su hermana mayor, se levanta para irse y se pelea también con Pat. Pero de inmediato lo obliga a acompañarla hasta su casa y en la puerta lo invita a coger. Invitación que él rechaza, por parecerle un poco loca. Se ha formado una pareja (aunque no se formará, como es de suponer, hasta la escena final). Una primera clave de la verdad que transmite El lado luminoso... está en sus personajes. Que no parecen personajes, sino gente con vida propia. Uno tarda en entender qué pasa con ellos y, por suerte, nunca termina de hacerlo. Son contradictorios, ligeramente salvajes, nunca definidos “del todo” (esa nefasta ilusión del mainstream hollywoodense). El personaje de De Niro, por ejemplo, no es un cuadro clínico sino un tipo con obsesiones, potencialmente violento y con problemas para entender a su hijo. Pero también un buen tipo, que llegado el caso puede funcionar como el padre que le dice al hijo lo que el hijo está necesitando oír. Tiffany es uno de los seres más bruscos e intempestivos que se hayan visto en mucho tiempo. Pero a la vez es una viuda demasiado joven, una chica quebrada, alguien que quiere encontrar cuál es la suya. Una segunda clave está en los ambientes. Como sucedía en la previa El ganador (clara hermana de ésta), El lado luminoso... transcurre en un barrio que en algún sentido parece “haberse quedado en los ‘70”. Algo de eso hay: en la entrevista que publicó ayer Página/12, Russell confiesa que sus mayores fuentes de inspiración fueron los clásicos de Coppola y Scorsese. La puesta en escena de Russell es tan rústica y primaria, tan poco florida como los propios ambientes y personajes. Que el realizador, basado en este caso en una novela, haga un voto por los lazos familiares, barriales y comunitarios no quiere decir que caiga en el esquematismo de ver en ello un paraíso: toda armonía parece en riesgo de quebrarse, todo el tiempo. A veces sucede. En medio de esa fiesta comunitaria que es ir en grupo a ver al equipo favorito, un sector de la hinchada recibe a otro con desagradables insultos racistas: odios que la aparente unidad fermenta. La escena del baile es, por su carga de sentido y su sentido del humor implícito (cuando Lawrence se lanza en grand jeté sobre Cooper, da la sensación de que va a aplastarlo), sencillamente extraordinaria. El número empieza con “My chérie amour”, que es el tema que a él lo pone en modo bipolar, y de allí en más se entrega a un pastiche nada académico, haciéndoles lugar tanto a The White Stripes como a Dave Brubeck. Al jurado no le gusta nada. Al espectador sí (a este espectador, al menos), por la gracia, coraje e intensidad con que ambos bailarines se tiran a la pileta. Lo mismo sucede con la película, joya bruta, académicamente reprobable.
Viejos, gruñones y armados al por mayor Un trío de ex muchachos de avería vuelve a reunirse, con intereses encontrados. Tanto como que a uno le encargaron, por ejemplo, asesinar al otro. Nueva “comedia geriátrica”, esa bolsa de trabajo para viejas glorias de la actuación. Se la llama “comedia geriátrica” y tal vez se trate, más que de un género cinematográfico, de una bolsa de trabajo para grandes glorias de la actuación. Jack Lemmon y Walter Matthau, en Dos viejos gruñones (1993). Clint Eastwood, Tommy Lee Jones, Donald Sutherland y el gran James Garner, en Jinetes del espacio (2000). Jack Nicholson y Morgan Freeman, en Antes de partir (2007). Maggie Smith, Judi Dench, Tom Wilkinson y Bill Nighy en la reciente El exótico Hotel Marigold (2012). Ahora les toca el turno a Al Pacino, Christopher Walken y Alan Arkin. Cae de maduro (con perdón por la expresión) que, siendo la edad todo un tema, el motivo de la última misión y el del regreso y despedida tienen que preponderar en esta corriente de películas. Es lo que sucede en Tres tipos duros, donde un trío de ex muchachos de avería vuelve a reunirse, con intereses digamos que encontrados. Como que a uno le encargaron... eh... asesinar al otro. “No se te ve muy bien”, le dice Doc (Walken) a Val (Pacino), cuando lo va a buscar a la salida de la prisión. “Bueno, a vos parece como si se te hubiera caído la cara”, retruca el otro, no sin razón. Allá lejos y hace tiempo, Doc era el especialista en abrir cerraduras. Val, el hombre de acción. Falta el chofer, que ya va a aparecer, pasada la mitad del metraje. Se trata de Hirsch (Alan Arkin), a quien los otros dos van a rescatar literalmente del geriátrico, con intención de concretar el nunca bien ponderado “último plan”. Pero sucede que cierto temible mafioso llamado Claphands (el igualmente notable Mike Margolis, conocido sobre todo como sádico asesino de Scarface o gurú judío de Pi) lo tiene agarrado de... digamos que lo tiene bien agarrado a Doc, a quien le pidió uno de esos “favores que no pueden rechazarse”, para decirlo en términos Corleone. ¿O no fue acaso alguna vez Pacino Michael Corleone? Antes de pasar 28 años en prisión, Val dejó sin hijo a Claphands, y ahora Claphands quiere dejar sin Val a Val. Doc es el encargado de hacerlo. Vista con más amabilidad, la razón de ser de la comedia geriátrica tal vez sea, en verdad, el simple y bello placer de volver a ver en escena a esos tipos tan queridos. Así que es cuestión de arrellanarse en la butaca y disfrutar de las cargadas mutuas, el juego de oposiciones: la altura de Walken, el escaso metraje de Pacino; la explosividad de este último y la infinita tristeza del otro; el empilche cuasi menemista de Val y la sencillez de jubilado de Doc. Disfrutar, claro, de las largas conversaciones, que en manos de Tarantino hubieran sido perladas y aquí son... largas conversaciones. Sostenidas por dos tipos que desde hace siglos saben de memoria qué significa “estar en escena”. Tres tipos: falta Alan Arkin. Los tres hacen de sí mismos. Pacino gesticula mucho y habla fuerte y cascado. Walken parece un vampiro viejo (desde hace más de veinte años que parece un vampiro). Arkin luce jovial y tristón al mismo tiempo. Alrededor de esas tres presencias, el guión escande fórmulas (la tristeza de Doc por su larga separación de hija y nieta; la obvia inminencia de un reencuentro) y gruesas costuras (la enfermera que atiende a un Val que se pasó de Viagra resulta ser la hija del tercer compinche; la camarera que atiende a Val y Doc resulta ser... bueno, se supone que esto no debe revelarse, aunque cualquiera se dé cuenta). Secundario de esos que uno vio en un montón de películas y series (comedias, sobre todo) sin saber cómo se llama, en su segundo trabajo como realizador, Fisher Stevens hace básicamente eso: trabajar. Ponerse detrás de cámara como quien se pone el overall. Lo más divertido de Tres tipos duros son seguramente las tres visitas al burdel capitaneado por la muy simpática Lucy Punch (la call girl semianalfabeta de Conocerás al hombre de tus sueños), con Pacino bajándose un frasco de Viagra y Arkin revelando insospechadas dotes amatorias. Lo peor, el maldito amor de los yanquis por las armas, que hace que todo resulte chupado por una suerte de aspiradora argumental que lleva fatalmente a un final con sangre y fuego. Final destinado a convertir a los tres simpáticos viejitos en la clase de feroces justicieros en los que al público de allá le gusta reflejarse.
El inconsciente freudiano llega en musculosa Dueña de una carrera que se remonta a mediados de los años ’90, Anne Fontaine, nacida en Luxemburgo, supo integrar una franja de realizadores que en Francia abunda: aquéllos capaces de hacer un cine personal para un público selectivo, no necesariamente de elite. Buena prueba de ello son dos de sus películas estrenadas en Argentina, Cómo maté a mi padre (2001) y Nathalie X (2003), cuyo desenmascaramiento de la “normalidad” burguesa las tornaba algo programáticas tal vez, pero inquietantes. Parecería que la Sra. Fontaine se cansó de esa clase de películas, apuntando ahora a una mayor masividad. Así lo hacen pensar la previa Cocó antes de Chanel (2009), biopic convencional de esa institución de la moda gala, y ahora Mi peor pesadilla, una comedia que queriendo revertir esquematismos queda atrapada en ellos. La situación de arranque ofrece llamativas semejanzas con El hombre de al lado, de los argentinos Gastón Duprat y Mariano Cohn. Para tirar abajo una habitación y remodelarla, una pareja de muy buena posición contrata a un albañil que es como lo otro absoluto. Ellos (Isabelle Huppert y André Dussolier) son educadísimos, refinadísimos, discretísimos. El colmo de la civilización, en una palabra. El otro (el belga Benoit Poelvoorde) es un verdadero animal, que mientras le da al taladro y la maza usa metáforas como que “no hay que limpiarse el culo antes de cagar” (en una reunión de padres del colegio), invita al dueño de casa a irse de putas y amaga con mirarle la entrepierna a Huppert, para verificar “si la tiene pelirroja”. Ellos viven en un piso de 200 m2, él vive de prestado. Ellos no cogen desde que tuvieron a su hijo (unos diez años, más o menos), él es un macho cabrío que se voltea lo que se le cruce. Obviamente, la llegada de esta suerte de inconsciente freudiano en musculosa va a desacomodar el imperio del Yo que rige ese piso, derritiendo a golpes de picahielo el glaciar de sus anfitriones. La tipicidad echa por tierra todo el andamiaje de Mi peor pesadilla, haciendo de los personajes puras entelequias. Huppert –más gélida que nunca– y Dussolier –tan gentil como de costumbre– no son, representan cosas. Dueña de una galería de arte ella, editor literario él, Agathe y François son una versión particularmente adinerada, particularmente chic, del sector social al que en Francia llaman bobos, por bohémies bourgeoises. Patrick es el populacho, básico, bruto y carnal. Planteadas así las cosas, los guionistas (la propia Fontaine y un señor Nicolas Mercier, proveniente de la tele) se ven obligados a sortear sucesivas encerronas, intentando esquivar el fantasma racista y clasista con la caricatura burguesa como coartada, invirtiendo roles e intentando revertir luego la prototipia, sin evitar caer finalmente en la variante redencionista. Pero es el bruto el que necesita redimirse: eso quiere decir que es él el que estaba en falta. Típico de estos casos, por querer mostrarse desprejuiciado se termina mostrando la hilacha.
Confusiones múltiples en pantalla dividida En una escena de Tres, la protagonista le comenta a su pareja, en un cine, que no sabe qué le pasa, pero no puede seguir la película. Algunas escenas más adelante, mientras asiste a una presentación sobre investigación celular, se distrae pensando en cuadros eróticos del artista plástico Jeff Koons, y reflexiona en off sobre su incapacidad de concentrarse en un solo tema. Un poco lo mismo parece sucederle a Tom Tykwer, realizador de Corre, Lola, corre y correalizador, junto a los hermanos Wachowski, de Cloud Atlas, actualmente en cartel. Voces en off, pantallas divididas, fantasías camp (el fantasma de la mamá del protagonista, abordándolo en la calle bajo la forma de un ángel) y un par de cánceres son algunos de los múltiples condimentos con los que, más que abordar su asunto, Tykwer abre desvíos que tienden a distraer... ¿de qué? De todo un cliché de cierto cine europeo, que vendría a ser el corazón de la cosa (si es que la cosa tiene algún corazón): la rutina de una pareja aburrida de sí misma, que encuentra en un tercero la posibilidad, o fantasía, de un reload erótico. Todo es arbitrario en Tres. Y tan fragmentario como el propio encuadre, en escenas en las que Tykwer recurre, sin muchas razones que lo justifiquen, a dividir la pantalla en acciones simultáneas. La protagonista, Hannah, es conductora de un programa cultural en la tele. Pero se la ve poco y nada conduciendo programas culturales en la tele. Simon, su pareja desde hace veinte años (viven juntos, pero no están casados) trabaja de... ¿De qué trabaja? Algo que tiene que ver con el arte y la cultura, seguro. Adam se llama el rubio, con pinta de nazi o de robot malo de película de ciencia ficción (mala) que seduce a ambos. ¡Ah, Adán! Como en Corre, Lola, corre, Tykwer vuelve a recurrir –no se sabe muy bien si como producto de alguna clase de concepción filosófica o simplemente porque le resulta práctica, como una suerte de plasticola narrativa– a los encuentros azarosos. Azarosos hasta decir basta. Desde el momento en que Hannah ve a Adam exponiendo sobre las células, no deja de encontrárselo en los lugares y ocasiones más dispares: la calle, el teatro, un picadito de fútbol... Como si más que Berlín esto fuera Junín. ¡Y al mismo tiempo también Simon conoce a Adam, en una piscina superfuturista! Porque a Tykwer –ganador del German Films Awards a la Mejor Dirección, por esta película– le tiran la hipermodernidad, la textura cristalina del digital, las impecables superficies visuales, los diseños arquitectónicos (la triple piscina futurista berlinesa es realmente increíble), los planos como de fotografía de libro de mesa ratona, la dispersión y fragmentación narrativas (que dan como cool...). Pero cool también quiere decir frío y ésa es la temperatura a la que Tres se friza, con sus personajes como robotizados por el guión. Guión que le prescribe un cáncer de páncreas a una, otro de testículo al otro, la masturbación del rubio al destesticulizado en un vestuario, su eyaculación sobre el pecho del otro, células intervenidas bajo un microscopio, reflexiones sobre la legitimidad de la prohibición del uso del velo a las mujeres musulmanes en Europa, la ética de los laboratorios farmacéuticos, y así al infinito.
Juego de ajedrez En una escena clave de Tesis sobre un homicidio, film que aspira a suceder a El secreto de sus ojos en términos de repercusión local e internacional, el protagonista desparrama sobre el piso de su departamento su biblioteca entera, en busca de indicios sobre una intrusión. Tratándose de un respetadísimo profesor de Derecho, su biblioteca es su tesoro. Que la ponga patas arriba indica que su obsesión devino desesperación, y la desesperación, autodestrucción. Como forma de comunicar la sensación de vértigo que lo invade, la cámara gira en círculos sobre él, dibujando así la forma de su encierro. La escena remite claramente a una de las mejores del cine de Brian de Palma y, tal vez, del cine estadounidense de comienzos de los ’80 in toto: aquella de Blow Out (1982) en la que, por razones semejantes, un sonidista desesperado desenrollaba cada una de sus cintas. La matriz de ambas escenas es, seguramente, aquella de La conversación (1972), en la que otro técnico en sonido destrozaba prolijamente hasta el último rincón de su casa. Las de las películas de Coppola y De Palma son escenas culminantes, en las que el estado de disolución interna de los protagonistas se ve potenciado al máximo por la puesta en escena. La de Tesis sobre un homicidio no lo es, y en esa falta reside buena parte de las razones que dejan al nuevo film de Ricardo Darín en una media agua. Un policial en el que Darín hace de abogado (retirado, en este caso), coproducido por Tornasol Films, por la parte española, y Haddock Films y Telefe por la argentina, con un actor español (argentino, con larga radicación en España, en esta ocasión): está a la vista el modelo que se apuesta a reproducir. Con barba y canas, Roberto Bermúdez (Darín) no es un profesor cualquiera. Dicta seminarios de posgrado, acaba de publicar un libro titulado La estructura de la justicia, es uno de esos tipos rodeados de un aura de respeto. “Hay que prever hasta los imprevistos”, le reprocha a un alumno que llega tarde a la primera clase. Típico escamoteo de policial, unas escenas más adelante el espectador se entera de que a ese aparente desconocido, Bermúdez lo conoce largamente. Argentino con acento español, Gonzalo Ruiz Cordera (Alberto Ammann, nacido en Buenos Aires, emigrado junto a sus padres en tiempos de dictadura y ganador de un Goya por el drama carcelario Celda 211) es hijo de un viejo amigo suyo y volvió especialmente para cursar ese seminario con él. En alguna de las clases, Bermúdez hará referencia a la idea del Némesis, el enemigo al que se envidia y se quiere emular. Casi al mismo tiempo, una chica aparece brutalmente muerta –tras haber sido violada con particular sadismo– en el estacionamiento de la facultad, justo debajo de la ventana del aula donde Bermúdez dicta su seminario. Un par de indicios comienzan a hacer pensar al profesor que el asesino podría no ser otro que Gonzalo, iniciándose entre ambos una suerte de ajedrez intelectual, en el que lo que está en juego es tanto una teoría del derecho como demostrar quién es más brillante de los dos. Algo así como el famoso caso de Leopold y Loeb, cuyo intento de probar en los hechos que el crimen perfecto era posible, Hitchcock recreó en Festín diabólico o La soga. Las simetrías terminarán de manifestarse cuando ambos traben relación con la hermana de la chica asesinada (la bonita Calu Rivero, conocida por sus papeles en televisión). Relación que da lugar a un motivo clásico del policial de las últimas décadas: el del “bueno”, que al usar a la chica como carnada demuestra no ser tan distinto del “malo”. Dirigida por Hernán Goldfrid sobre guión de Patricio Vega, en base a una novela de Diego Paszkowski (Goldfrid y Vega ya habían hecho tándem en la muy buena comedia Música en espera), uno de los puntos débiles de Tesis de un homicidio es que tanto las subtramas como los personajes secundarios dan la sensación de “pasar” por la trama, cumpliendo, en el mejor de los casos, la mera condición de funciones del relato. Es el caso del personaje de Fabián Arenillas, que no sólo es el mejor amigo del protagonista, sino que encima está casado con su ex mujer. Lo cual debió haberle dado un peso que no tiene. A la ex de Bermúdez (Mara Bestelli), se la usa en su carácter de psicóloga, como quien hace una consulta. Otro tanto podría decirse del juez a cargo (Arturo Puig, nuevamente sólido en un papel dramático) y del subcomisario que investiga el caso (Antonio Ugo, en su último papel), limitado cada uno de ellos a dos o tres escenas. Es como si el horizonte del film se redujera a poner las fichas en su lugar, en vez de trabajarlas en volumen. Al igual que los protagonistas, la propia película parece más interesada en el ajedrez –la tesis y su demostración– que en las piezas, las víctimas del homicidio. También en este punto bastaría recordar la angustia que embargaba el personaje de James Stewart en Festín diabólico, y compararla con la mera preocupación del profesor Bermúdez, para percibir por dónde pasa la diferencia.
Rompecabezas muy atractivo En el personaje de un millonario con pocos escrúpulos, Richard Gere le pone la máscara justa a una película que podría haberse deslizado a varios lugares comunes de Hollywood, pero no lo hace. Y que no dejará de producir cierta incomodidad en el espectador. “Soy el patriarca”, le recuerda Robert Miller a su hija, en instantes en que su pedestal de magnate da la sensación de temblar desde los cimientos. “Ese es mi rol, y debo desempeñarlo”, corrobora, como si en lugar de padre fuera un actor en plena representación, un tótem comunitario, un modelo social. Del desfase entre el personaje y la persona, entre la imagen pública y lo que subyace tras ella, habla Mentiras mortales, ópera prima del neoyorquino Nicholas Jarecki, en tiempos en que el patriarcado del capital es sometido a vientos tan huracanados como los que azotan a Miller. No por nada el protagonista de Mentiras mortales (Arbitrage, en el original) es uno de los que cortan el bacalao en Wall Street. El magnate es tenido además como todo un filántropo, gracias a las obras de caridad que su esposa lleva adelante, en nombre de la fundación benéfica que su conglomerado económico se permite financiar. Filántropo sumamente conocido en la societé neoyorquina es Henry Jarecki, padre del realizador y de Andrew Jarecki, cuya obra de mayor repercusión es el perturbador documental Capturing the Friedmans. Difícil saber hasta qué punto ambos hermanos fueron marcados por la “interna” de los Jarecki. Lo cierto es que, como en Capturing the Friedmans, uno de los temas centrales de Mentiras mortales es el de la disfuncionalidad familiar. Desde ya que la de los Miller no es del mismo grado que la de los Friedman –sospechados de abuso infantil en masa, sostenido en el tiempo—, pero en ambos casos la familia es vista como gigante con pies de barro. Uno de esos thrillers que se complejizan de modo espiralado (tanto en sentido policial como moral), Mentiras mortales se abre con una representación y se cierra con otra. La primera consiste en la celebración del sexagésimo cumpleaños del patriarca, con la familia entera posando para la foto perfecta en su impresionante mansión de Manhattan. La última, la entrega de un premio honorario a Mr. Miller, consagrado como empresario modelo. Entre una y otra representación, Mentiras mortales narra el detrás de escena. “Tenés 60 años. ¿A qué pensás dedicarte?”, le pregunta al padre (Richard Gere, cada vez más lejos de la pose) su hija Brooke (la notable Brit Mailing), cuando se entera de que aquél piensa vender la empresa y retirarse. ¿Justo en el momento en que la revista Fortune le dedica su tapa? ¿Después de un año en el que los negocios marcharon mejor que nunca? ¿Qué lleva a Miller a tomar esa decisión? Con una muy medida dosificación de la información, el guión escrito por el propio Jarecki desperdiga datos que permiten ir armando el rompecabezas, siempre de modo tentativo. Enseguida, la trama comenzará a abrir y diversificar líneas narrativas. Por un lado, se sabe que a Miller le está costando vender la empresa. Por otro, que más le cuesta devolver el dinero que le pidió a un conocido, para tapar con urgencia un bache financiero. Más que un bache, un cráter abierto en medio de su contabilidad: 412 millones de dólares. Esa cifra no es ni con mucho el único motivo de preocupación de Miller, a cuyo estudiado aplomo un Gere sesentón presta su estampa como de escuela de modelos. Producto de un accidente automovilístico con graves resultados, el hombre se ve sometido a una investigación policial y judicial, conducida por uno de esos detectives de homicidios que son como máquinas de sospechar (Tim Roth, perfecto). La consecuencia más benigna de esa investigación sería que Mrs. Miller (Susan Sarandon) se enterara de que el marido tiene (tuvo, mejor dicho) una amante. La peor, la concreción del pánico por excelencia de todo poderoso: perderlo todo. De allí en más y aunque a Miller le cubran las espaldas los mejores abogados de Nueva York, la cosa se complica en progresión geométrica. Que el destino del magnate quede atado al de un muchacho de Harlem, hijo de su chofer de toda la vida, es una línea interesante, que grafica hasta qué punto el extremo superior de la pirámide social apoya todo su peso sobre la base. Menos interesante es cierto maniqueísmo al revés, que lleva a ver al morocho como poco menos que un Bambi, en un mundo de cazadores. Por más que el rol social del que es tan consciente ponga a Miller en el lugar de un semidiós, este predador de alta gama no es tanto más monstruoso que cualquier espectador de moral elástica. Subyace a Mentiras mortales la idea de que, en circunstancias semejantes, el mortal que lo observa desde la butaca no haría nada muy distinto que él. Mentiría, metería la mano en dinero ajeno, se aprovecharía de los más débiles, sería capaz de vender a un familiar directo o de ocultar una muerte, con tal de salvar el pellejo. Como estamos en una de Hollywood, todo indica la posibilidad de que Miller se redima de algunos de esos vicios privados. No de todos, quizás: Mentiras mortales es una de Hollywood, pero no tan del montón.
Cuando un film hace honor al título Por una vez, la tecnología 3D y la abundancia de efectos especiales no satura, sino que contribuye a una experiencia cinematográfica dichosa. Más allá de las moralejas finales, la película del muchacho y el tigre de Bengala es un soplo de aire fresco. Así como en la superficie del relato lo hacen un muchacho, un tigre de Bengala y la entera extensión del océano Pacífico, tres fuerzas dispares combaten en el interior de Una aventura extraordinaria, que hoy a media mañana estará recibiendo, seguramente, una buena cantidad de nominaciones al Oscar. Una de ellas, notoriamente descuidada por la contemporaneidad, responde a la más noble y tradicional vertiente de la narración infantil y juvenil: el relato de maravillas. imposibles de creer que transcurren en mundos ostensiblemente irreales, desde Las mil y una noches (Borges agregaría La Biblia) hasta lo que Harry Potter debió haber sido y fue sólo parcialmente, pasando por Salgari, Julio Verne, El barón Munchhausen y los seriales cinematográficos de los años ’30 y ’40. La segunda fuerza en pugna, en sintonía con un verdadero pilar de la idiosincrasia estadounidense, es la épica de la supervivencia. Epica siempre individual, aleccionadora (inspiring, dicen allá), al borde mismo de lo sobrehumano. La tercera fuerza es lo sobrehumano mismo: la idea de Dios, y de cómo y de qué manera puede llegar a incidir en el mundo de los hombres. De ese juego de tensiones internas devienen los altos y bajos, los puntos de gran interés y los de menos, los deslumbramientos y ramplonerías de este nuevo film del taiwanés Ang Lee, el sensato y sensible realizador de Sensatez y sentimientos, El tigre y el dragón, Hulk y Secreto en la montaña, entre otras. Filmada en 3D digital (soporte y formato a los que, como en muy escasas ocasiones, se les saca todo el jugo aquí) y basada en una novela del canadiense Yann Martel, Una aventura extraordinaria es una de esas películas en las que –producto de lo que podría llamarse “metalingüística–ambiente”– narrador, narración y lector/espectador son parte misma del relato. En busca de inspiración para una novela y al tanto de que el objeto de su búsqueda habría vivido una aventura a la altura del título, un escritor innominado (el británico Rafe Spall) visita a Pi Patel, nativo de la India afincado en Canadá (Irrfan Khan, superestrella del cine de ese país). El relato de sus andanzas, que Patel hace ante el escritor, se ve filtrado por la mirada de éste, tan sedienta de peripecias fabulosas como la de un niño (de hecho, Martel reconoció que buscaba historias extraordinarias cuando dio con ésta). De allí que el relato de Pi, que de ahí en más se despliega ante los ojos del espectador, esté lleno de buen humor, fantasía, disposición para la aventura, desafíos más grandes que la vida y, claro, una historia de maduración. Por una circunstancia que no viene a cuento, siendo un muchachito Pi naufraga en alta mar, teniendo por única compañía, a bordo de un bote de unos seis metros de eslora, a... un tigre de Bengala. Las provisiones son escasas y el animal (que por un error de registro lleva el nombre de Richard Parker) está, como es lógico, tanto o más hambriento que él. Con una única diferencia: uno de los dos representa alimento para el otro. Si suele criticarse el abuso de efectos especiales y digitales por parte de Hollywood, hete aquí una película para defender su uso, y hasta su abuso. Una aventura extraordinaria no sería extraordinaria (en el sentido estricto de “fuera de lo ordinario”), de no ser por el modo en que –obra conjunta del notable DF chileno Claudio Miranda, el exuberante diseño de producción y el ejército de especialistas en edición, digitalización, FX y 3D que la Fox puso al servicio del film– todo brilla, se satura de colores, toma relieve y se mueve aquí. En otras palabras, todo adquiere el aspecto de un relato infantil por entregas. En edición de lujo, por cierto. De modo muy coherente, teniendo en cuenta el ambiente étnico en que transcurre, Una aventura extraordinaria luce como una de Bollywood (nombre con que se conoce a la industria cinematográfica de la India), pero sin canciones (no hay película de Bollywood que no las tenga, así se trate de un thriller político o un dramón de lágrima suelta). La coherencia no es sólo de ambiente, sino, lo que más importa, de modo de relato. Es ese diseño de producción, ese montaje digital (lleno de sobreimpresiones, mascarillas y barridos, que recuerdan en parte los de Hulk), esos asombrosos efectos acuáticos que el formato digital habilita (con notables escenas submarinas), ese 3D que hace del salto de un tigre (tigre digital, dicho sea de paso) un momento sobrecogedor, lo que potencia la voluntad de aventura y fantasía de Una aventura extraordinaria, con su lluvia de peces voladores, sus noches de Las mil y una noches, su ballena como de Pinocho, su isla de plantas carnívoras, su imposible historia de supervivencia. Todo eso reina, en Una aventura extraordinaria, durante alrededor de una hora. De a poco, la película va poniendo el acento en el modo en que Pi vence sus propios miedos y debilidades, para devenir héroe, mientras el Pi adulto indica, desde el off, cómo hay que interpretar esa fábula, recordando que sin una manito de Dios nada de eso hubiera sido posible. Allí la fábula halla su forzada moraleja y la aventura, que hasta entonces supo ser extraordinaria, deviene ordinaria.
La civilidad en las aulas La realizadora de Ana y los otros y Una semana solos concurrió a la Escuela Normal de Paraná, Entre Ríos –la primera que fundó Sarmiento–, para aunar en un documental lo público y lo personal, la historia y el presente, la política y lo cotidiano. “Ustedes, como críticos que son, como argentinos, ¿qué piensan de eso?”, pregunta la profesora de Historia de 5º o 6º año, en referencia al Preámbulo de la Constitución y, en particular, a la advocación a la “Justicia de Dios” que allí se hace. “A mí no me gusta que estén nombrando a Dios”, salta, como un resorte, una rubia brava, sentada en la última fila. “La Constitución nos incluye a todos, hay gente que no cree en Dios”, sigue. “¿Por qué me tengo que bancar que en la Constitución se diga que el país se va a formar con la ayuda de Dios?” Y se desencadena un debate. La invocación al espíritu crítico, el estímulo de la docente a repensar los hechos o documentos históricos, y la libre, desprejuiciada y fundamentada respuesta de los alumnos (si no de todos, sí de unos cuantos) hacen pensar en una institución de funcionamiento modélico. La Escuela Normal de Paraná, Entre Ríos, es la primera que fundó Sarmiento, allá por 1871. A ese verdadero emblema histórico y educativo concurrió Celina Murga, realizadora de Ana y los otros y Una semana solos. En Escuela Normal, lo público y lo personal, la historia y el presente, la política y lo cotidiano se aúnan. Que Murga haya comenzado a pensar la película en tiempos del Bicentenario la lleva a poner el acento en lo que podría considerarse “la civilidad argentina”, manifestada en el microcosmos escolar. Microcosmos por el que, tratándose de una institución más que centenaria, pasa inevitablemente la Historia. Guiada tal vez por el tipo de abordaje que el documentalista estadounidense Frederick Wiseman hizo sobre diversas instituciones a lo largo de su larguísima obra (instituciones sanitarias, legales, penales, y también educativas), Murga toma la Escuela (no la escuela en abstracto, sino esta concreta) como un todo. Muestra ámbitos de estudio y discusión, de sociabilidad, de romance, de ocio, de transición y también políticos. Es tiempo de renovación de autoridades en el Centro de Estudiantes y uno de los ejes de Escuela Normal pasa por la conformación de dos listas, las estrategias de campaña de cada una, las asambleas en las que ambas propuestas tienen ocasión de presentarse y, finalmente, el acto eleccionario. Civilidad en funcionamiento, mucho más educada que la de las campañas políticas nacionales, aunque con posibles coincidencias con el país “de afuera”. Una es la escasa diferenciación en las propuestas de ambas listas. Otra es que esas propuestas no se caracterizan por su riqueza, siendo de orden más administrativo que político: la concesión del comedor y cosas por el estilo. Civilidad en funcionamiento, sí. Pero daría la impresión de que con un uso bastante restringido de la política. Con guión coescrito junto al también realizador Juan Villegas (Sábado, Los suicidas, Ocio), Murga conecta los diversos ámbitos mediante un personaje que se ocupa de todo. Jefa de preceptoras, Macacha se ocupa, en verdad, bastante menos de la disciplina (en el sentido autoritario de la palabra) que de todo lo demás. Desde lo más banal (probar una nueva marca de jabón líquido en los baños) hasta actividades algo más esenciales. Como andar averiguando, aula por aula, qué divisiones no tienen clase, por ausencia de los profesores. Son muchas: una luz amarilla o roja ahí, apuntada sobre un déficit importante de la educación pública argentina, el ausentismo docente. La amabilidad y enérgica disposición de Macacha, que Murga sigue a paso firme, en largos travellings a través de los pasillos, le sirve también para que comunicar esa dinámica a la película entera. Dinámica que completa el montaje de Juan Pablo Docampo, carente de tiempos muertos. Salvo los que la realizadora quiere puntuar: los momentos de ocio también están, por ser parte de la vida escolar. Como los films previos de Celina Murga, Escuela Normal se caracteriza por un ritmo tenue pero sostenido, un continuo de picos dramáticos limados, una observación pudorosa, con protagonistas que, por más que no sean actores, no sienten la cámara como presencia intrusa. Una vez más, es como si esa cámara no existiera. Salvo en esos largos travellings por los pasillos, a los que se suma el plano secuencia de apertura, con un alumno llegando a la escuela e introduciendo así al espectador. Se nota allí la influencia de Martin Scorsese, con quien Murga se vinculó intensamente, tres o cuatro años atrás, durante un training de varios meses (hasta el punto de que el realizador de Hugo va a funcionar como consultor de su nuevo film de ficción, La tercera orilla; ver entrevista). Una reunión de ex alumnas más que octogenarias (una casi centenaria derrocha joie de vivre) es un broche perfecto, en tanto comunica en los hechos el flujo mismo de una historia común, con veteranas que parecen llevar la escuela Normal en el cuerpo, regalando a Escuela Normal un pico de emoción que la película jamás persigue con desesperación.