El siglo XXI ya no volverá a ser el que fue Basada muy libremente en el cuento “We Can Remember It For You Wholesale”, de Philip K. Dick, esta versión hace mayor hincapié en el componente paranoico del original. Y respecto del film de 1990, éste luce más serio y oscuro. Es que el mundo cambió y el futuro también. Ahora, el futuro está más cerca. Tal vez por eso la nueva El vengador del futuro es más oscura, más seria, más circunspecta que la anterior. La historia sigue transcurriendo a fines del siglo XXI. La diferencia es que la vez pasada, en 1990, el siglo XXI era otro siglo. Ahora estamos en él. La guerra química ya tuvo lugar y del planeta Tierra quedan sólo dos focos poblados. Uno es la Federación Británica Unida, centro del poder mundial. La otra, llamada simplemente La Colonia, coincide con lo que alguna vez fue el continente australiano. Así como a fines del siglo XVIII Londres usó ese país como vertedero de asesinos, criminales e indeseables, tres centurias más tarde allí se hacinan los trabajadores, los explotados, que en 17 minutos llegan a la FBU y en otros 17 están de vuelta en casa. Por algún lado anda un grupo de resistentes, al que el canciller británico quiere aplastar de una vez. Entre unos y otros, un hombre llamado Douglas Quaid, que se pasó la vida fabricando robots. O eso le hicieron creer los que gobiernan su mente. Porque la realidad es muy distinta. Qué es la realidad es una de las sospechas que esta segunda El vengador del futuro (se mantiene el título sin sentido que en Argentina tuvo la primera versión de Total Recall) vuelve a inocular en el espectador. Basada muy libremente en el cuento “We Can Remember It For You Wholesale”, de Philip K. Dick, la nueva versión hace mayor hincapié en el componente paranoico del relato original. Componente que la versión 1990 subsumía en su tachín-tachón de colorinche berreta y divertido. Todo lo cual no debe leerse en sentido peyorativo: había una deliberada opción por el trash, el pop y la clase B en la versión que Paul Verhoeven dirigió a partir de un guión de Ronald Shusett y Dan O’Bannon, autores de Alien. En 1990, con Bill Clinton recién asumido –tras una década entera de reaganbushismo–, el cine estadounidense podía permitirse un héroe que fuera trabajador minero, soñando alegremente con el triunfo de los antisistema. Veinte años más tarde el futuro pinta mucho más oscuro, y la posibilidad de venganza, mucho menor. Dennis Quaid (un ceñudo Colin Farell) no trabaja ya en una mina marciana, sino en una fábrica de “sintéticos”, eufemismo con que las autoridades designan a los robots. Detalle interesante, los “sintéticos” que Quaid ayuda a ensamblar son policías. Los mismos con los que terminará combatiendo y cuya armadura albinegra no recuerda tanto los colores de All Boys como las fuerzas armadas de La guerra de las galaxias. Son robocops, claro: guiño al paso a Verhoeven, que también dirigió esa película. Hastiado de la rutina, Quaid va de casa al trabajo y del trabajo a casa. En el trabajo tiene un amigo, Harry (el morocho Bokeem Woodbine). En casa lo espera su esposa, Lori (Kate Beckinsale), que por lo visto trabaja en las fuerzas de seguridad. Cuando Dennis descubra que los sueños en los que se imagina combatiendo a las fuerzas del orden, junto a una amazona llamada Melina (Jessica Biel), no son tan sueños como parecen, su mundo empezará a ponerse patas arriba. Dará la vuelta de campana cuando se enfrente a patada limpia a aquellos en quienes más confía, respaldado por los que nunca creyó llegar a conocer. Fotografiada en una clave tan baja que da la sensación de tener puestos los anteojitos 3D, al agudizar los temas dickianos por antonomasia (la ficción como producto paranoide, la memoria como construcción, el poder como ente malvado, las sospechas sobre la identidad y sobre el estatus de lo real), la nueva El vengador del futuro acentúa su condición post-Bourne, con Quaid preguntándose quién es, al servicio de quiénes está, quiénes son sus amigos y enemigos. Eso, al menos, en los primeros 45 minutos. Hasta el momento en que empieza a enterarse. De allí en más, la película dirigida por Len Wiseman (el de la serie Inframundo y Duro de matar 4.0) se convierte en una de acción física, mucho más común, con persecuciones, choques y enfrentamientos, intercalados con parrafadas pseudofilosóficas. Se nota que en los comienzos, Wiseman (que tiene nombre de productor, más que de director de cine) empezó como director de arte. Tanto el diseño urbano de La Colonia –que parece una Hong Kong futurista, revisada por el escenógrafo de Blade Runner– como el de la FBU, llena de autopistas elevadas, planos superpuestos y autos que viajan sobre colchones de aire, hacen de esta El vengador del futuro una fiesta para urbanistas y arquitectos. Si a la de Verhoeven + Arnie se le notaba, incluso en su falibilidad, que estaba hecha y protagonizada por seres humanos (nada más humano que Schwarzenegger, paradójicamente), ésta funciona, en cambio, como una eficaz máquina anónima. Una película “sintética”, en una palabra.
Un nuevo compendio de clichés raciales “Conseguite un negro para que te alegre la vida”, podría ser el slogan de Amigos intocables. Descomunal éxito de público en Francia y el mundo entero, en Les intouchables (título de indiscernible relación con la trama) un súper recontramillonario amargado y paralítico lo logra, gracias a los servicios de un vital asistente de origen senegalés. “¿Vieron que pobres y ricos pueden llevarse bien?”, es otro posible slogan para la segunda película francesa más vista en su país en toda la historia (19 millones de espectadores, algo así como el 30 por ciento de la población). Y basta ya de slogans, que para lugares comunes Amigos intocables –que en el resto del mundo llevó a las salas más gente que en su propio país– se basta y sobra. Buddy movie, encuentro de opuestos, clichés raciales y de clase, gags de probada efectividad, un toque de melodrama y otro de humanismo. Guionistas y directores, Olivier Nakache y Eric Toledano, no ahorraron nada a la hora de asegurarse la repercusión que la película finalmente tuvo. Heredero de una fortuna familiar que, a la vista del petit Versalles donde vive, puede contarse entre las mayores de toda Francia (“basada en una historia real”: el cliché que faltaba), el aristócrata Philippe (François Cluzet) elige, en un casting, al asistente menos pensado. Nada de esos tipos trajeados y relamidos, que se mueren por lamerle las botas, sino el prepotente morocho de jogging y zapatillas, que descarga sobre él toda su furia de clase. ¿Maso-comedia burguesa? Qué va, si lo que quiere Driss (Omar Sy) es lo que tiene el otro: un descapotable, un baño tan grande como un departamento de monoblock, un avión privado. A cambio de eso le convidará algún que otro porrito, descubrirá que a falta de sensibilidad del cuello para abajo, las orejas del tetrapléjico tienen casi las de un par de glandecitos y lo acompañará a volar en parapente, motivo de que el tipo haya quedado para siempre en silla de ruedas. En la avant première a la que asistió este crítico, el público se mataba de risa con lo gracioso que es el morocho al bailar (ya se sabe: los negros tienen sentido del ritmo), su escaso dominio de la lengua y la cultura (llama “huevo Kinder” a uno de Faubergé, ignora lo que quiere decir “epistolar”, oye a Vivaldi por primera vez), su acidez y su prepotencia de arrabal. Una mezcla de Minguito Tinguitella, Toto Paniagua, cronista de CQC y la Mole Moli. Risas de clase. Satisfechas de ratificar la superioridad, las del público de clase alta; empáticas con el presunto igual, las del de clase baja. Para el que prefiera emocionarse, está la historia del millonario lisiado y su espíritu para enfrentar la adversidad, dándose el gusto de volver a volar en parapente, como un Juan Salvador Gaviota del siglo XXI. Para el de risa fácil, los mil chistes a repetición de Driss con compositores clásicos, versión cómica del “sin repetir y sin soplar” de los programas de entretenimientos (aunque el mejor chiste está fuera de la película: Jean Marie Le Pen protestó contra “la metáfora de una Francia inválida, rescatada por los hijos de inmigrantes africanos”). Obviamente que ya hay una remake angloparlante en preparación, con Colin Firth y un negro que todavía están buscando.
Mucho espacio abierto y naturaleza salvaje La ya clásica antología de cortometrajes que el Incaa presenta periódicamente desde hace casi un par de décadas confirma en esta edición su marcado sesgo federalista. Aunque las producciones son desparejas, el nivel promedio es más que interesante. Una toma en contrapicado, que encuadra copas de árboles con cielo al fondo, se repite al menos tres veces, en forma casi idéntica, a lo largo de los nueve cortos que integran esta séptima edición de Historias breves, la ya clásica antología de cortometrajes que el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales presenta periódicamente desde hace casi un par de décadas. Más allá de que esta selección cuente con un Consejo Consultivo –integrado por los realizadores Bebe Kamin y Eddie Calcagno y la directora de fotografía Paola Rizzi–, se da por sentado que nadie impuso ese plano como leit motiv o algo parecido, lo cual no tendría ningún sentido, sino que se impuso solo. Lo cual sí tiene sentido, ya que responde no sólo al predominio de espacios abiertos y naturaleza salvaje que presenta la cosecha 2012 de Historias breves, sino al llamativo porcentaje de cortos producidos o ubicados en el interior. Porcentaje que permite mantener el marcado sesgo federalista que signa las Historias breves desde su edición más célebre y celebrada: la segunda, que a mediados de los ’90 presentó en sociedad a Lucrecia Martel, Adrián Caetano, Daniel Burman y Rodrigo Moreno, entre otros. Dos de esos cortos provincianos son, sin duda, lo mejor de una selección cuyo nivel general puede considerarse bueno y un poquito más, más allá de las inevitables disparidades y alguna que otra insuficiencia. En Bajo el cielo azul, que tiene lugar en un áspero paraje correntino, el habilísimo escamoteo de la información, aunado a la precisa economía de planos, permite a Martín Salinas pegar un durísimo directo al plexo, que pone al espectador, de golpe, frente a una de las más graves lacras sociales de la Argentina contemporánea (la prostitución infantil) sin el menor subrayado dramático, emocional o mensajístico. Un corto francamente notable, realizado por la fotografía del eminente Marcelo Iaccarino, que permite augurar el mejor futuro para su realizador. Otro tanto puede decirse de El hombre rebelde, de Martín Mainoli, ubicado en la Salta más seca. Montajista de larga experiencia en el marco de lo que alguna vez dio en llamarse Nuevo Cine Argentino (cumplió ese rol en Sábado, La libertad, Ana y los otros y Liverpool, entre muchas otras), Mainoli trabaja un tono rarísimo en su corto, a medio camino entre la épica individual y el absurdo más desarmante, triunfando en toda la línea. El protagonista de El hombre rebelde es un cocinero de obraje, dueño de unos pelos como de heavy rocker, que se niega terminantemente al uso de una simple redecilla, por más que los trabajadores alcen la voz ante la frecuente flotación de pelos en la sopa. El tipo lleva su negativa a un punto tal que resulta imposible dilucidar si se trata de un necio, un ridículo o un héroe existencial, producto del admirable manejo, por parte del salteño Mainoli, de la oscilación del punto de vista. El punto de vista y el fuera de campo: en apenas 12 minutos, el realizador utiliza en dos ocasiones, de forma límpida y magistral, ese recurso esencial del cine. Con un agradecimiento inicial a Leónidas Barletta, Albert Camus, Miguel Briante y Manoel de Oliveira, El hombre rebelde indica que Mainoli, autor de una larga docena de cortos, debería pasar ya mismo al largometraje. Aún más conocido que Mainoli en el ambiente del Nuevo Cine Argentino es Federico Esquerro, que no sólo hizo de hijo del Rulo en Mundo grúa, sino que tuvo a su cargo el sonido de ésa y todas las películas de Pablo Trapero, hasta Carancho, cumpliendo la misma función en Balnearios, Bonanza, El custodio y El estudiante. A los 35, Esquerro debuta como realizador con En carne viva, divertida y muy bien ejecutada broma interna (gran fotografía del extraordinario Guillermo Nieto, perfectos rubros técnicos), con Mariano Llinás como director de cine, a quien un actor insoportable hace la vida imposible. Sin embargo, el corto de Esquerro se remata con una cierta torpeza, y no es él el único a quien le ocurre. Remates apresurados, tropezados y/o inconvincentes lastran también La última parada (con Arturo Goetz como camionero depre, también en el interior), Crónica de la muerte de Paco Uribe (buen tratamiento de tiempos y espacios, en blanco y negro, para un minipolicial con asesino a sueldo y aires de nouvelle vague) y Cenizas (otro semipolicial en medio del campo, con asesinato múltiple y final de sopetón). Salteña es también Cuchi, que tiene sus méritos (unos creíbles pesados de hinchada, el amour fou de un estanciero por su chancho) pero tropieza en el tono. Historia del amor callado de un botero adolescente por una chica de clase más alta, al borde del río en Santa Fe, Fábula queda tan a medio camino como su protagonista. Ejercicio de fatalismo coral alla González Iñárritu, Tres historias cuatro es seguramente el corto más prototípico de la selección. Tal vez no casualmente es el único de los nueve que transcurre íntegramente en interiores, quedando atrapado entre las cuatro paredes de la derivación.
De la nimiedad a la locura Lawrence Michael Levine ubica su historia en un departamento neoyorquino, donde los desfases y las rarezas de carácter producen un puñado de grandes escenas. La acción pasa, insensiblemente, de lo banal a un incómodo crescendo de tensión, violencia y desmadre. Producciones entre amigos solventadas con dos dólares y medio y filmadas con una camarita digital, los propios productores, directores y/o guionistas prestando frecuentemente colaboraciones actorales, acción en interiores de departamentos (las más de las veces neoyorquinos), personajes que –es de sospechar– se parecen mucho al director y sus amigos, dramas mínimos, tono leve, algo de dejadez y mucha charla caracterizan las películas a las que desde mediados de la década pasada se les da el nombre de mumblecore (mumbling es musitar, hablar entre dientes). Representativas de esta corriente son las de Andrew Bujalski (Funny Ha Ha, Mutual Appreciation), los hermanos Safdie (Daddy Longlegs, The Pleasure of Being Robbed), los hermanos Duplass (Baghead, Cyrus) y Zach Weintraub (Bummer Summer). Todas vistas en festivales, estrenadas en cines o lanzadas en DVD en Argentina. A ellas viene a sumárseles Gabi on the Roof in July, de Lawrence Michael Levine, que tras exhibirse en el Bafici 2011 se estrena hoy en el C.C. San Martín. El panorama inicial es puro mumblecore. Una chica llega desde el interior a Nueva York, cargando una jaulita con un hámster y confundida porque el hermano no la fue a buscar al aeropuerto. Gabi, que se proclama “antiartista” (Sophia Takal, que además produce y edita y dirigió un largo posterior a éste) viene a pasar las vacaciones a casa de Sam, artista plástico algo más formal (Lawrence Michael Levine, que coproduce y dirige). De allí en más raramente se moverán del departamentito de Sam. Lo que sí se moverá son las relaciones que mantienen entre ellos y con su grupo de allegados, integrado por Dori, pareja de Gabi (Kate Lyn Sheil); Madeline, novia de Sam (Brooke Bloom); Garrett, que será amante de Gabi (Louis Cancelmi); Chelsea, galerista y ex pareja de Sam (Amy Seimetz), y el casi mudo Charles, coinquilino de Sam (Robert White). A Gabi, que a los 20 resulta ser virgen, no le disgustan los aprontes de Garrett, notorio levantador en serie (el actor es parecidísimo a Freddy Mercury), y eso a Dori por lo visto no le mueve un pelo. Lo contrario de Madeline, que en cuanto la muy snob Chelsea reaparece en la vida de Sam tiene un ataque de nervios de rompe y raja. Mientras tanto, Sam trata de conseguirle trabajo a Gabi (para que aporte algo al alquiler, básicamente), pero Gabi no tiene mejor idea que tomarle el pelo, burlarse y hostigar a una galerista, que termina llamando a la policía para sacársela de encima. Ese leve desfase de las conductas, ese carácter entre excéntrico y freak de varios de los personajes son, también, esenciales al mumblecore. Gabi aguijonea al timidísimo Charles mostrándole los genitales, ama a su hámster (es hembra y se llama Caroly) por sobre todas las cosas, proclama el Día de la Desnudez y pone a todo el mundo en bolas en el departamento y se pone entre exigente, agresiva y ligeramente sadomaso con un amante ocasional, que no sabe bien cómo responder. Todo eso, antes de presentar una performance presuntamente artística, llamada Miss PutaUSA. Puestos en perspectiva de conjunto, esos desfases y rarezas de carácter producen un puñado de grandes escenas, que Levine pone en escena a la manera de John Cassavetes: con cámara muy móvil y muy metida en la acción. Una acción que pasa, insensiblemente, de lo banal a un incómodo crescendo de tensión, violencia y desmadre. En cuanto conoce a Gabi, Garrett deja de darle bola a la chica que lo acompaña, que termina abollándole la cabeza a carterazos. Cuando corrobora que Sam está saliendo de nuevo con su antigua novia, la hipoglucémica Madeline se pone a gritar y decir incoherencias, putea a los demás, se tira al piso. Ningún crescendo más incómodo que el de la desde aquí famosa “escena del Monopoly”, donde Sam se pone insoportable con el resto, que a su vez recibe la llegada de la no muy querida Chelsea primero con caras de circunstancia, después a puteada limpia. Es una escena como de diez minutos, que bien podría haber sido un corto aparte y que confirma que ningún género más apto que el mumblecore para pasar de la nimiedad a la locura latente.
Ese temita del sexo De los seis protagonistas, todos son o fueron infieles a sus parejas. El adulterio sería una nueva rebeldía sobre la que discurre esta producción croata que es, ante todo, provocativa. “Hoy en día los adúlteros reemplazaron a los bandidos de ayer, a los revolucionarios, rebeldes y visionarios”, piensa Rajko Grlic, director y coguionista de Todo queda en familia. Esta película croata, coproducida con capitales serbios y eslovenos, sería entonces el homenaje que Grlic (Zagreb, 1947) rinde a estos nuevos rebeldes. De la media docena de protagonistas, no hay uno que no le meta o le haya metido los cuernos a su pareja. “Muy parecido a lo que sucede en la vida”, dirá, con razón, el lector progre y liberal. Convendrá aclarar que los protagonistas de Todo queda en familia (ganadora de premios en los festivales de Karlovy Vary y Troia) no son cualquier clase de adúlteros. Entre ellos parecería haber un particular empeño en lo que podría llamarse “cuerneo endogámico”. De allí el título, que refiere además a las paternidades no siempre (o casi nunca) tradicionales: lo más común, en Todo queda en familia, es que el padre sea el tío y la esposa, la ex amante del papá o el hermano. En el centro del asunto, un típico par de hermanos, ambos rondando los 50. Por un lado, el exitoso, el favorito del padre, el que supo reconvertirse junto con su país y convertirse en poderoso empresario: Nikola (el serbio Miki Manojlovic, icónico de la etapa clásica de Emir Kusturica). Por otro, el bohemio sin un peso, el desplazado por su padre y rechazado por la esposa e hija: Braco (Bojan Navojec). En la latente rivalidad entre ambos, y en un padre que ni en su lecho de muerte dejó de comportarse como un mujeriego, debe verse el nudo de las enrevesadas relaciones (sexuales, familiares, sanguíneas) que la hora y media del film de Grlic despliega. Prototipos del macho balcánico, las distintas personalidades de los hermanos (que tal vez no lo sean del mismo padre, como en algún momento se insinúa) dan por resultado estilos opuestos, a la hora del levante extramarital. Braco es una suerte de fauno, predador de alumnas (es profesor de literatura española) y eventual golpeador de su mujer (que le devuelve golpe por golpe, valga aclarar). Nikola, en cambio, es más de guante blanco. Hasta el punto de tener, sin que su mujer lo sepa... No, eso no puede decirse, es uno de los secretos mejor guardados de la película. Indudablemente provocativa, el mayor mérito de Todo queda en familia es la ambigüedad del punto de vista, en relación con lo que se muestra. ¿Se celebra o se condena ese mundo? La mezcla de empatía y repulsión que despierta más de un personaje (los masculinos, sobre todo) parecería confirmar que Grlic sabe jugar sin mostrar sus cartas. ¿Es Todo queda en familia una apología del macho balcánico? El verdadero goce de las aventuras de ambos protagonistas (y de sus partenaires) tiende a hacer pensar que lo que se festeja aquí es el libre ejercicio del sexo, sin papeles en la mano. Lo más discutible es, en tal caso, el papel que les cabe a los hijos, que nunca terminan de saber del todo si papá es papá o el tío. Lo cual se vincula con el aspecto más retorcido de la película: el hecho de que Nikola y Braco parecen disfrutar más de escupirle el asado al otro que de la tira propia. Y eso no parece muy revolucionario, rebelde o visionario.
Un final de cimientos poco sólidos Más oscura en la fotografía que en su argumento, la película encuentra sus mejores momentos en las labores de Gary Oldman y Joseph Gordon Levitt; la superposición de líneas argumentales, más que afianzar la trama, termina restándole efectividad. Hace ocho años que el tipo no sale de su habitación. Cuando lo hace es en robe de chambre y apoyado en un bastón, como un anciano enfermo. Rechazado por la ciudad que alguna vez defendió, Bruce Wayne se encerró para siempre en la mansión familiar. De ese ostracismo amargo lo arranca, sin querer, una ladrona tan sigilosa como un felino, metida en sus aposentos con intenciones de robo. En el comienzo de El caballero de la noche asciende, Batman y Gatúbela se ven las caras por primera vez, sin saber todavía que son Batman y Gatúbela. Tampoco saben que, como de costumbre en Batman, un loco planea hacer saltar la ciudad por los (malos) aires, bomba nuclear de por medio. Con El caballero de la noche asciende, Christopher Nolan concluye el que podría llamarse “tríptico oscuro” de la saga, no sin dejar sembrada la semilla de una(s) continuación(es) cuyos frutos no recogerá él, sino la Warner Brothers en su conjunto. Son tiempos inciertos para Ciudad Gótica. En la superficie, todo parece tranquilo. Antes de morir, el fiscal de Distrito Harvey Dent (Aaron Eckhart, que aparece en un par de flashbacks) limpió la ciudad de mafiosos. Pero el comisionado Gordon (Gary Oldman, cada día más hondo y contenido) y Batman (Christian Bale) saben que el bien intencionado Dent terminó convertido en un monstruo hecho y derecho, apodado Falsa Faz. Batman optó por el retiro y Gordon carga con el peso de mantener a resguardo la imagen pública de Dent. Aunque para ello se vea obligado a mentir. “Si la leyenda es más grande que la verdad, publica la leyenda”, decía Un tiro en la noche, donde sucedía lo mismo que aquí. En el medio siglo que separa a la obra maestra de John Ford de la última Batman, las decepciones, crímenes y tragedias (de la realidad, de la ficción) fueron tantas que ya no queda lugar para el recuerdo de tiempos mejores, la melancolía, el sentimiento de pérdida. Sólo queda calzarse la negrísima capa y apretar a fondo el acelerador del batimóvil, la batimoto y el batiplano para ponerle freno a un nuevo loco. No, no a James Holmes, a quien nadie pudo frenar una semana atrás en una sala de Denver, sino al más inofensivo Bane. Inofensivo porque mata gente de mentira. Como en Batman inicia (2005) y Batman, el caballero oscuro (2008), en El caballero de la noche asciende Christopher Nolan urde un denso entretejido de líneas narrativas. Líneas que discurren en el presente, pero conectan con el pasado (el recuerdo de Dent y del gurú que componía pesadamente Liam Neeson en Batman inicia, la reaparición de Cillian Murphy, que también viene de aquélla) y el futuro. El guión coescrito por Nolan junto a su hermano Jonathan (coguionista de todas sus películas) y David S. Goyer (coguionista de toda la trilogía) hace surgir de su seno, como al descuido, a un personaje que –sólo al final se devela– está llamado a cumplir un rol crucial. No sólo en la próxima Batman, sino en la serie en su conjunto. También como de costumbre, la nueva película del realizador de Memento, El gran truco y El origen da la sensación de ser más compleja e importante de lo que es. Envuelta en un aire de seriedad, la de Nolan es una complejidad arquitectónica, antes que tectónica. Como aquéllas, El caballero de la noche... hace descansar todo su peso sobre el armado del edificio, más que en la hondura de sus cimientos. El emporio Wayne se derrumba, pero el derrumbe no se siente, porque la dramaturgia de Nolan no prevé ascensos o caídas, sino una suerte de planicie laberíntica, hecha de tramas cruzadas, proliferación mareante de personajes y un grueso tapiz de diálogos. Algunos de ellos tan explícitos como los del final de El caballero oscuro, donde mientras combatían a muerte, héroe y villano debatían sobre sus roles, como en un seminario de metalingüística. Como en aquélla, se presentan aquí dos archienemigos. Pero Bane (el actor británico Tom Hardy, con el rostro semicubierto por una máscara de gas) y Gatúbela (esa suerte de Audrey Hepburn como dibujada que es Anne Hathaway) no suman entre ambos uno tan complejo, loco y apasionante como el súbitamente multicolorido James Holmes, a quien cualquier productor sagaz debería estar pensando ya como archivillano de la próxima Batman. Eso, si el muchacho zafara de la inyección letal. Bane es un forzudo de película de romanos, de difusas motivaciones y corta locura. Las cabriolas de la Gatúbela de Anne Hathaway parecen más del Cirque du Soleil que de Batman. La empresaria que interpreta Marion Cotillard es difusa y el militar de Matthew Modine, desvaído. Los que sí tienen densidad dramática son el policía novato de Joseph Gordon Levitt, que de entrada establece una llamativa sintonía con Bruce Wayne, y sobre todo el comisionado Gordon de Gary Oldman, verdadero trágico de esta Batman más oscura en fotografía que en pathos. No parece casual que dos policías sean los personajes más cargados de humanidad: los uniformados –aliados con el superhéroe que la modernidad previamente había rechazado– son quienes restablecen, a la larga, el orden que Bane intentó subvertir. A propósito: Bane viene del desierto, donde estuvo encarcelado; es el feliz poseedor de una bomba nuclear (como ciertos integrantes del Eje del Mal), crea unas milicias populares integradas por presos comunes y celebra farsas de juicios sumarios contra representantes del poder, como un nuevo Robespierre, un Lenin de Ciudad Gótica. Por suerte, las fuerzas vivas de Gotham City saben reconocer su error a tiempo, volviendo a poner en manos del superhéroe la salvación del mundo. Algunos estarán deseando que vuelvan Tim Burton y sus malos intrincados y exuberantes, para salvarnos de estos salvadores.
Una tiranía basada en estereotipos El creador de Borat dice haber compuesto la figura de Aladino con pedazos de distintos autócratas de todo el mundo, pero salta a la vista que su Almirante General es, antes que nada, una caricatura del dictador árabe por antonomasia. “Doy mi palabra de que vamos a utilizar el uranio enriquecido con fines pacíficos”, asegura el Almirante General Aladino desde el balcón del palacio de gobierno, y no puede terminar la frase porque se tienta y se ríe. Con una barba como la de Saddam en el bunker, uniforme militar lleno de medallas y una guardia personal integrada por espectaculares vírgenes –siempre dispuestas a dejar caer su uniforme ante él–, Aladino es el presidente de por vida del país norafricano de Wadiya. Sacha Baron Cohen dice haber compuesto la figura de Aladino con pedazos de distintos autócratas, desde el propio Saddam hasta Khadafi y el iraní Mahmud Ahmadinejad, pasando por el norcoreano Kim Jong-il, a quien la película está amorosamente dedicada. Sin embargo, salta a la vista que el Almirante General es, antes que nada, una caricatura del dictador árabe por antonomasia. Ese que los medios, la imaginación popular y, para qué negarlo, los propios hechos ayudaron a construir. Es en esa concesión al consenso, al estereotipo incluso, donde el nuevo film del cómico británico halla una de sus debilidades de base. El estereotipo siempre estuvo, es verdad, en el origen de todas las caricaturas de Baron Cohen, desde el rapper Ali G hasta el modisto gay Brüno, pasando obviamente por ese kazajo bruto de Borat. Pero había en ellos algo que los corría del estereotipo o les permitía sobrepasarlo. Ali G, blanco que pretendía ser negro, copiaba de los rappers lo más obvio; Borat era una representación del atraso en abstracto (la misma que en distintas culturas cristaliza en el polaco, el gallego o lo que fuera) y Brüno, una “loca” tan desaforada que terminaba resultando bigger than life. Habitante de un palacio ultrakitsch bañado en oro, atendido por su harén de serviciales guardianas, ordenando cortarle el gañote al mismo tipo al que acaba de abrazar, soñando con borrar a Israel de la faz de la Tierra o considerando que el nacimiento de una niña es la peor noticia que pueda dársele a una madre, Aladino responde puntualmente a todos y cada uno de los clichés del autócrata musulmán. Que sean clichés no quiere decir que no respondan a algo cierto, sino que el apuntar a lo ya conocido por todos los adocena. Trabajando sobre el resorte cómico del doble –utilizado desde el teatro clásico hasta películas como Un hombre fenómeno, con Danny Kaye, y El bocón, de y con Jerry Lewis–, Baron Cohen y su trío de nuevos coguionistas (formados en series como Seinfeld y Curb Your Enthusiasm) urden una trama en la que Aladino viaja a Estados Unidos para participar de una reunión de las Naciones Unidas. Allí sufre una traición e intento de asesinato, es reemplazado por su “doble de riesgo” (un pastor de cabras semiimbécil, contratado para tal efecto) e intenta convencer al mundo de ser quien es. Si alguien alucina que el tema de la identidad tal vez trascienda aquí lo meramente instrumental, más vale que deje de tomar lo que estaba tomando. El obligado dictator-meets-girl queda muy bien salvado, por el hallazgo que representa el personaje de la chica en cuestión. Menudita, de pelo corto y aspecto andrógino, Zoey (Anna Faris) es un concentrado de corrección política, sexual, étnica y hasta nutricional (dueña de un almacén naturista, da empleo a refugiados de países pobres) y funciona como perfecto espejo dramático de Aladino, que a esta altura adoptó una falsa personalidad (los dobles se duplican) para poder ser acogido por la muchacha. Además de espejo, Zoey es blanco de la incorrección política con la que tanto le gusta provocar a Baron Cohen, que descarga sobre su personaje un vertedero de chistes y comentarios racistas, sexistas y jurásicos, que difícilmente ofendan a ningún espectador ubicado desde la longitud 10 oeste para acá. El chiste, ésa es la cuestión. Despojados de la estructura de falso documental que permitía a Borat y Brüno funcionar como boomerangs políticos, develando a la población estadounidense como mil veces más facha, reaccionaria y homofóbica que los propios personajes, y por lo visto no muy proclives a construir personajes y una narración, Baron Cohen y sus coguionistas acuden, para sostener el relato, a lo aprendido en televisión: el chiste, el gag, el punchline. Lo cual, en el caso de los coguionistas, es paradójico: debe haber habido pocos programas cómicos, en la historia de la televisión, tan hipernarrativos como Seinfeld. Como suele suceder, algunos de esos impromptus son geniales (una historia de amor dentro de la vagina de una parturienta, el facho yanqui que compone un lamentablemente breve John C. Reilly), otros muy buenos (cierto chino obsesionado con someter sexualmente al entero firmamento masculino de Hollywood, el altar de famosas y famosos a los que Aladino pasó por su cama, un memorable “The Menudo Incident”, los temas pop en versiones árabes, interpretados por el grupo Zohar) y otros, entre zonzos y fiacas. Esta opción por el chiste pone a El dictador más cerca de las películas de los hermanos Zucker (Y dónde está el piloto, Top Secret, La pistola desnuda) que de Borat. Más cerca del sketch que del cine, en una palabra.
Tonto, retonto y recontrarrequetetonto A medio camino entre la comedia para chicos y la escatología para adultos, la nueva versión Farrelly de los viejos Chiflados termina resultando el homenaje público de los realizadores a los tres ídolos antes que su trasplante exitoso a otro contexto. La infancia puede recordarse, pero no revivirse. Es por eso que la idea de resucitar en un largometraje a Los Tres Chiflados tenía, de movida nomás, tantas probabilidades de éxito como filmar El capital o un cuadro de Mondrian. ¿Cómo hacer para reproducir, con tres chiflados de repuesto, el efecto que más de medio siglo atrás producían los originales? ¿Cómo, para que a los chicos de hoy les cause gracia lo mismo que a sus abuelos o bisabuelos? ¿Cómo lograr que sus padres vuelvan a reírse con lo que los hacía carcajear a la hora de la leche? En cualquier caso, no debía haber nadie más apto para intentarlo que los hermanos Farrelly, que en películas como Tonto y retonto y otras supieron reciclar la combinación de humor tonto y humor físico que los hermanos Howard y Larry Fine patentaron entre los años ’30 y los ’50. Pero una cosa es reciclar, sumándole a lo tonto y lo físico lo crudo y lo gráfico –lo que los Farrelly hicieron hasta ahora– y otra es clonarlo. Que es lo que intentan en Los Tres Chiflados. A los problemas de base deben sumársele otros contingentes, como la cadena de renuncia de famosos (Sean Penn, Jim Carrey y Benicio del Toro se fueron bajando de a uno) y el hecho de convertir en largo lo que siempre fue corto. De los tres chiflados de segunda que pasaron a primera, el más conocido es Sean Hayes, que gracias a su papel de amigo gay en “Will & Grace” fue nominado al Emmy seis años seguidos y ganó uno. Hayes es, en el papel de Larry, más carismático que sus laderos Will Sasso (Curly) y Chris Diamantopoulos (Moe). Pero, ¿era acaso el carisma individual la clave del éxito de los chiflados originales? Se diría que no. Lo que funcionaba era la simple mecánica de chistes tontos+cachetazos, chirridos, gruñidos, piquetes de ojos y, claro, tortazos. Si ya los “argumentos” de los cortos de 22 minutos eran un mero soporte para desplegar esa mecánica, eso se ve cuadruplicado en la hora y media de Los Tres Chiflados. Narrada como si fueran tres episodios –cada uno con su título y cartel de presentación–, la película de los Farrelly tiene por eje argumental la crianza de los trillizos en un orfanato monacal, su fracaso a la hora de ser adoptados y el intento, ya de adultos, de reunir una cifra astronómica, que permita al establecimiento no caer bajo el peso de las deudas. Los Tres Chiflados funciona de a ratos. Lo que funciona son los gags físicos, cuanto más maratónicos mejor. Como en los mejores momentos de los episodios originales, basta que Curly empuje un objeto mínimo para que, por un efecto dominó elevado casi a escala cósmica, una larga serie de calamidades se desencadene, en una acumulación en la que martillos, yunques y escaleras siempre serán bienvenidos. El peso del control social obliga a una aclaración final dirigida a los niños, que los Farrelly convierten con mucha cintura en gag, poniéndola en boca de un tipo buen mozo y otro musculoso, que dicen ser ellos dos. Lo que no funciona para nada es una subtrama policial, con una pareja de amantes (la colombiana Sofía Vergara y el comediante Craig Bierko) que usa a Moe, Curly y Larry como peones de una conspiración criminal. Además de que la única razón para incluir a Vergara parecen ser los globos que le cuelgan del escote, toda esa subtrama se pone demasiado retorcida para los chicos más chicos (la película se estrena en Argentina con la calificación Sólo Apta para Mayores de 13 años) y demasiado elemental para los papis (a los que el balcón neumático de la colombiana apunta a distraer). Esa doble impertinencia revela a Los Tres Chiflados como una ecuación inadecuada, a medio camino entre chicos y grandes y obligando a los Farrelly a extirpar casi por completo el resorte básico de su humor: la crudeza, la agresividad salvaje, las referencias sexuales directas, el uso de la escatología como arma ofensiva. Extirpación que por suerte no es completa: la confusión entre el gesto con que se representa el dinero y el amasar de mocos y, sobre todo, una guerra de bebés usados como armas de pishar, son muestras de lo que pudo haber resultado una eventual Farrelly’s The Three Stooges. Menos que eso, Los Tres Chiflados termina resultando el homenaje público de los realizadores a tres de sus ídolos antes que un trasplante exitoso del peludo, el pelado y el flequilludo a otro contexto. Los fans de Larry David sabrán apreciar la aparición del humorista más malhumorado del mundo en el papel de la monja Mary Mengele (¡qué gran hallazgo!) y los de esa gran comediante de reparto que es Jane Lynch lamentarán verla aprisionada por su uniforme de Madre Superiora.
Una de Pixar contaminada por Disney Corrección política y de género, seguimiento a rajatabla del consenso de época, homogeneidad ideológica sin grietas, sujeción del relato a una agenda con moraleja, el carácter de la heroína: todo remite más a Disney que a Pixar. Inversiones y contagios entre socios comerciales. Un par de años atrás, Disney produjo Enredados, una variación del clásico cuento de Rapunzel en la que se notaba la mano de John Lasseter, factótum del sello Pixar y desde hace un lustro director artístico de la firma del ratoncito. La marca Lasseter se traslucía allí en un cierto modo de releer los clásicos, desde una modernidad desprejuiciada e inteligente, pero no por eso negada a realimentarse de (y realimentar) la tradición. En una palabra, Enredados era un Disney que parecía Pixar. Ahora, Pixar produce Valiente, en la que una corajuda princesa se rebela contra el mandato familiar, social y de género (el cuento tiene lugar en la Escocia de los antiguos clanes), tallando su propia identidad con un rol reservado a los hombres: el de la arquería. Corrección política y de género, seguimiento a rajatabla del consenso de época, homogeneidad ideológica sin grietas, sujeción del relato a una agenda con moraleja, el carácter de la heroína: todo remite a películas como La sirenita, La bella y la bestia o Pocahontas. O sea: un Pixar que parece Disney. Cuando el rey Fergus le regala a la pequeña Mérida un juego de arco y flecha para su cumpleaños, la reina Elinor protesta: ella no quiere una hija arquera, quiere una casadera. Un conflicto madre-hija más propio de los años ’60 o ’70 del siglo XX que del presente o el pasado lejanísimo, las dos opciones lógicas para anclar la película: la del realismo histórico o la del anacronismo alegórico. De aquí en más, mamá se ocupará de manejar los hilos para que Mérida elija el príncipe más conveniente, papá se comportará como un animal en compañía de sus amigotes-lores y Mérida, en lugar de dejarse cortejar por sus pretendientes, competirá con ellos arco a arco, demostrando que una pelirroja de melena aleonada puede disparar mejor que tres tarambanas. ¡Machaza! Así están las cosas cuando de pronto Mérida va a parar al bosque de las inmediaciones y es conducida por unas entidades incorpóreas a casa de una bruja, que terminará convirtiendo a la reina Elinor en... En algo que no debe decirse, para no arruinarle alguna mínima sorpresa al espectador eventual. Lo que importa es que, como puede verse, allí empieza una segunda película-Disney, algo más fabulesca pero igualmente transparente, que apunta a la inversión de roles entre madre dominante e hija dominada, para, en última instancia, reconciliar las posiciones más irreconciliables. Que es a lo que el sello de don Walt se dedica, desde hace siglos. Algo que Pixar no hacía. No hasta ahora, al menos. ¿Qué nos deparará el cine del futuro próximo? ¿Disneys pixarizados, pixars disneyficados o ambas cosas? ¿Algo de eso será bueno o todo será igual, como Valiente parecería augurar? Habría que recurrir a una bruja para saberlo y eso más vale no hacerlo, enseña Valiente. Porque Valiente es una de esas películas que no se hacen para descubrir cosas, como las de Pixar, sino para enseñarlas, como las de Disney.
Unico y singular La escena tiene lugar en un elegante parque público de una civilizadísima ciudad europea, pero la cámara se comporta como un cazador furtivo en medio de la selva. Espía entre los arbustos, entrevé figuras borrosas entre los matorrales, toma imágenes bruscas, incompletas. Alguien se esconde y observa, otros se hacen los distraídos al fondo del cuadro, unos policías bajan de un patrullero, de pronto unos se largan a correr y otros los capturan, como zorros y liebres. Filmada en un digital “sucio” y el más contrastado blanco y negro, Figuras de guerra procede, en relación con lo real, del mismo modo que sus protagonistas, migrantes indocumentados que, provenientes de todas partes del mundo (del mundo pobre, del Tercer Mundo), llegaron hasta la ciudad francesa de Calais, con la intención de atravesar el Canal de la Mancha y recalar en Inglaterra. Figuras de guerra es como ellos: expectante, furtiva, vagabunda en ocasiones, con una idea en la cabeza que no sabe muy bien si va a poder concretarla, ni cuándo ni cómo. Esa identificación total entre obra y sujeto, entre lo que filma y cómo lo hace, entre forma y contenido, convierte a Figuras de guerra en un film absolutamente único y singular, más parecido a una experiencia que a una película. Modelo traspuesto de cine directo, la experiencia que Figuras de guerra invita a compartir al espectador es la de esos ghaneses, nigerianos, turcos, afganos, serbios y kurdistanos, con los que la cámara convive durante 153 minutos. Ciento cincuenta y tres minutos que fueron tres años de convivencia real para Sylvain George, director, productor, escritor, camarógrafo, montajista, sonidista y hasta autor del poema con que la película se cierra. Si es muy común que un documental sea un trabajo artesanal y solitario, escrito por una única mano, Figuras de guerra es entonces el más documental de los documentales. Ganadora del premio a mejor película y el de la crítica en el Bafici 2011, galardonada en otros festivales internacionales a lo largo del año pasado, Figuras de guerra fue saludada, desde el diario Libération, como uno de los acontecimientos del año en Francia. Activista político con estudios de filosofía, Sylvain George, que cuenta con una obra considerable (pero enteramente desconocida en Argentina, con excepción de ésta y su continuación, Les éclats, exhibida en el último Bafici), se acerca a su tema, sus sujetos, casi más como poeta que como antropólogo. Por algo el título original (Qu’ils reposent en révolte, algo así como Que descansen en rebelión) es una cita del poeta Henri Michaux. Por algo la película termina con un poema. Curiosa coincidencia: poesía literaria y visual abunda también en el otro documental con el que éste comparte cartel por estos días en la sala Lugones, la extraordinaria Tierra de los padres, de Nicolás Prividera. Sylvain George no aspira a la totalización, el estudio exhaustivo, el sistema, sino al detalle revelador, el fragmento iluminador, la sensación, la imagen capturada al vuelo. Tal vez por eso hay tanta espuma del Mar del Norte, tantos cielos grises, tantos rescoldos apagados de apuro, tantos hatillos abandonados ante huidas imprevistas, tantas gaviotas en Figuras de guerra. Pero poesía no es blandura ni despolitización. Como un indocumentado más (tres años de convivencia dan sus resultados), la cámara comparte con sus protagonistas sin nombre refugios improvisados, una sopa de cabeza de pescado preparada en la vereda, dormitorios al aire libre en medio del duro invierno de Calais, algún testimonio a cámara también. Rituales cotidianos del migrante ilegalizado, que incluyen el acecho a los camiones que atraviesan el Eurotúnel, la eventual “colgada” del chasis que un cazador experto logra, el intento de abordaje de algún transatlántico. Y la espera. Sobre todo la espera, nota dominante tal vez de Figuras de guerra. Espera interrumpida por la imagen-shock, que la naturalidad de los protagonistas reconvierte en cotidiana: el hombre que borra sus huellas digitales con una hojita de afeitar; los que prefieren cubrirlas, tallándose la yema de los dedos con tornillos al rojo, en una suerte de body carving de la desidentificación. Que se trata de registrar lo real-metafórico y no de renovar un sensacionalismo documental alla Mondo Cane es algo que reafirman los chistes amigables, la charla distendida entre aquellos para quienes esa práctica espeluznante constituye apenas uno más de sus rituales de supervivencia. A los 105 minutos de proyección, Figuras de guerra practica un corte, un cartel anuncia una segunda parte y de allí en más sobreviene la crónica de un desalojo: el de un campamento a quienes sus habitantes llaman “La jungla”, que el gobierno de Sarkozy ha resuelto barrer del mapa, enviando a su ministro de Inmigración, la Gendarmería y, finalmente, los bulldozers que tiran las tiendas abajo y alisan el terreno. Forcejeos, intervención de representantes de ONG y de activistas pro-inmigrantes, algún episodio de violencia policial, dispersión final y la nota desoladora dada por aquellos que huyeron de la guerra –ciudadanos afganos, por ejemplo– y que ahora serán devueltos a ella por una Europa cuya caída no parecía, tres o cinco años atrás, tan notoria. “Algún día Europa será Africa y Africa, Europa”, profetizó bastante antes un muchacho ghanés, entre risas y sin una pizca de resentimiento.