El grado cero de la cinefilia Sea profundísima o trivial, tenga las más altas ambiciones o aspire al más puro y simple pasatismo, se caracterice por su intensidad o absoluta levedad, toda película –toda narración, toda manifestación artística– debe experimentarse como necesaria. No es lo que sucede con Sal, coproducción argentino-chilena y ópera prima del realizador y guionista argentino –radicado en Chile– Diego Rougier. Esta historia de un director de cine principiante, que quiere filmar un western en el desierto y termina viviendo allí una historia de western, no se experimenta como necesaria sino como gratuita, forzada. Innecesaria. Después de que un par de productores de su país se interesan en saber si el western que escribió incluye camellos o le sugieren que ponga “algunas mulatas bailando salsa”, Sergio (el español Fele Martínez, recordado sobre todo por el protagónico de Tesis) decide trasladarse a Atacama, atendiendo otro consejo: que su película difícilmente resultará creíble si él no experimenta primero aquello que quiere narrar. Tal vez Sergio no sepa que en el siglo XIX Emilio Salgari escribió sobre piratas malayos sin mover un pie de Italia, y que otro tanto sucedió con las aventuras exóticas de Josef Von Sternberg o las de Tintín. Como no lo sabe, presta atención al consejo, y no bien ponga el pie en Chile “los fantasmas saldrán a su encuentro”, como decía un intertítulo de Nosferatu, de Murnau. Fantasmas bien corpóreos, como que se trata del “hombre fuerte” de la zona (Víctor), sus laderos (entre ellos, Gonzalo Valenzuela), su –se supone– seductora esposa (Javiera Contador, más expresiva que el pedregullo que la rodea) y un ermitaño muy poco amigable, llamado Viejo Vizcacha. Sal es algo así como el grado cero de la cinefilia: la ópera prima de quien vio las películas de Sergio Leone, Sam Peckinpah y otros y, convencido de su carácter atemporal, decidió trasponer literalmente sus tropos más básicos, sus clichés más consabidos (incluyendo el de “hacerse hombre” en la acción), sin otra vuelta de tuerca que el truco metalingüístico que la época parecería imponer, aprovechando así un marco imponente, el del interminable desierto salino del extremo norte de Chile. Allí mismo, el notable documentalista chileno Patricio Guzmán filmó, un par de años atrás, una obra maestra absoluta llamada Nostalgia de la luz, donde relaciona, con asombrosa continuidad, el desierto, el universo, la observación de las estrellas más distantes, la reciente historia chilena, los desaparecidos de ese país y la mágica cualidad lumínica de la zona, única en la Tierra. Para no desperdiciar enteramente este espacio se recomienda verla, por los medios que sean.
Un osito de peluche como mejor amigo Comedia sobre la ilusión de eterna adolescencia y sobre el mundo adulto como tragedia, la película se balancea entre ambos mundos. En su debut cinematográfico, el creador de la serie animada Family Guy pinta una América poblada de psychos. En La doble vida de Walter, Jodie Foster jugaba una carta brava: el protagonista, un cincuentón con serios problemas, adoptaba como muleta frente al mundo a un castor de peluche. Lo difícil era hacer de eso algo creíble, tratándose, como se trataba, de un drama adusto y reconcentrado. Resultado: apuesta audaz, pero fallida. En Ted, su primera película, Seth McFarlane –creador de la serie animada Family Guy– hace una apuesta parecida, dándole a su también complicado protagonista un osito de peluche como mejor y único amigo. Un osito que en un momento dado se larga a hablar. Pero ahora no se trata de un drama, sino de una comedia. Una comedia tan zarpada (tan libre) como suelen serlo las nuevas comedias estadounidenses (de aquí en más, NCE). A diferencia de Mel Gibson en la película de Foster, que lo hacía ya de grande, el protagonista de Ted adopta al muñeco siendo niño. El chico pide que hable, el osito habla, y a otra cosa. Otra cosa que, como suele suceder con la NCE, es más de lo que aparenta. Aunque también algo menos de lo que podría. “¡Ojalá hablaras!”, ruega John Bennett al osito al que está abrazado, la noche de Navidad de 1985. Dicho y hecho: a la mañana siguiente, Ted baja de la cama, va a la cocina y les desea feliz Navidad a los papás de su amigo. “¡Traé la pistola!”, tiembla, horrorizado, papá. “¡Es un milagro de Navidad!”, prefiere pensar mamá. En dos segundos y sin el menor subrayado, McFarlane acaba de pintar, como lo viene haciendo en la televisión desde hace años, al típico family guy y la típica family gal. Ante una situación que se sale del esquema, lo primero que piensa papá es en su arma, mientras que mamá prefiere la variante religiosa. Armas y religión: América. En la primera escena, John ofrece ayuda a un chico al que una patotita está moliendo a palos (“Navidad, el momento del año en el que todos se unen para joder a los chicos judíos”, dice el off con deliberada pompa). Ante el ofrecimiento, todos los demás lo echan a patadas... ¡incluyendo el propio chico al que están apaleando! Si hay alguna forma más elocuente y desternillante de pintar a un chico rechazado, el autor de esta nota no la conoce. Ted es algo así como la variante-peluche de la corriente de películas a las que se llama (los yanquis tienen neologismos para todo) bromantic comedies. El nombre viene de bromance, contracción de brother y romance. Son películas o series sobre amigos inseparables, aunque no gays (no en lo manifiesto, al menos). Tampoco necesariamente adolescentes y a veces ni siquiera jóvenes. Hay bromances de dos (Beavis & Butthead, Mike Myers y Dana Carvey en El mundo según Wayne, Will Ferrell y John C. Reilly en Hermanastros, los protagonistas de la reciente 50/50) o de a más (Supercool, Old School, ambas ¿Qué pasó ayer?). Hay una serie que se llama Bromance, una película de título I Love You, Man y otra, True Bromance. Si hay una presencia temida, rechazada o conflictiva en una bromantic comedy es, claro, la novia de uno de los protagonistas. En 50/50, la película la trataba horriblemente. En Ted, al contrario, se adopta su punto de vista. La chica, Lori (Mila Kunis, con unos ojos que parecen crecerle de película en película), es la novia de John Bennett cuando el muchacho, de 35, es lo que en la calle llamarían “boludo grande”. Ted tiene 27. Porque uno de los aciertos de la película es que el muñeco crece. Por eso putea, se la pasa con una pipa de hachís, arma partuzas y, claro, arrastra a John a (casi) todo ello. John trata de llevar vida de adulto (trabaja en una firma de autos de alquiler, tiene novia), pero cada vez que el otro menciona la palabra “porro” (cosa que ocurre muy seguido) larga todo y va. Cosa que Lori (que no está pintada como la bruja, ni la jodida, ni la celosa, sino sólo como la chica que quiere armar una vida con el novio) no mira con buenos ojos. Comedia sobre la ilusión de eterna adolescencia, sobre el mundo adulto como tragedia, la propia película se balancea entre ambos mundos, cayendo a veces en algunos chistontos y abusando de referencias a celebrities. Pero McFarlane saca muy buen partido de la resucitación de Sam Jones, tronquísimo protagonista de la pésima Flash Gordon, simpatiquísimo aquí. En sus mejores momentos y más allá de algunos golpes de genio muy propios de la NCE (el tipo que no sabe si es gay o no, el dueño del supermercado, que contrata o asciende a los peores candidatos, la antológica pelea a trompadas entre hombre y muñeco), Ted pinta una América poblada de psychos (el padre e hijo que secuestran al peluche), de un culto enfermizo por la fama (lo secuestran por ser famoso), de niños-monstruo, de jefes abusadores, de treintañeros que se niegan a crecer, de solitarios cuyo único amigo lleva la marca Hasbro, de mamás chupacirios y padres que andan calzados. Nada demasiado distinto de lo que suele mostrar Todd Solondz, y de modo igualmente sucio y desprolijo. Pero más gracioso.
Diversidad en los extremos Premiada coproducción entre Alemania, Argentina, Holanda y Chile, elige ocho puntos opuestos del Globo –de Villaguay a Shanghai, pasando por la Patagonia chilena y los alrededores del lago Baikal– para dar cuenta de opuestos culturales y geográficos. ¿Merecen las antípodas ser vivadas? Durante una estadía en Argentina, el apreciado realizador ruso Victor Kossakovsky –el DocBsAs le dedicó una retro, unos años atrás– descubrió que trazando una línea recta a través de la Tierra, desde un perdido rinconcito de Entre Ríos podría llegarse a ese centro del mundo futuro que es Shanghai. Fue así que se le ocurrió filmar un documental sobre las antípodas terrestres, tema tan válido como la germinación de la papa o la cuadratura del círculo. Premiada coproducción entre Alemania, Argentina, Holanda y Chile, ¡Vivan las antípodas! (el título original es así, en castellano) elige ocho puntos opuestos del globo, mostrando en ellos... ocho puntos opuestos del globo. Eso sí, lo hace con un lujo fotográfico digno de la revista Life, y algunos trucos visuales que están entre la ocurrencia y el chistonto. Pero es allí que aparecen un par de equivalentes entrerrianos de Inodoro Pereyra y el Mendieta, que convierte a esta National Geographic en movimiento en un antológico suplemento especial de la revista Hortensia. Los cuatro pares de antípodas que Kossakovsky visita son, además de Villaguay y Shanghai (la sola rima ya es un chiste; pensar que a los paisanos se los llama “chinos”, otro), la Patagonia chilena y los alrededores del lago Baikal, Hawai y una aldea de Botswana, y la costa neocelandesa y el pueblo español de Miraflores. El montaje, a cargo del propio realizador (tanto como la dirección de fotografía) alterna entre uno y otro punto, filmando algunas escenas “boca abajo” (algo que Wong Kar-wai ya había hecho hace como quince años, para ilustrar la misma idea, en Happy Together), mostrando una antípoda con música típica de la otra (chinos con chamamés) y apelando en otras ocasiones a fotomontajes, para mostrar ambas antípodas en la misma imagen, una patas arriba y la otra de pie. Más allá de esos chiches (y de atardeceres color durazno, y de figuras asiluetadas sobre una ladera y de reflejos del sol sobre el Indico o el Baikal), lo que muestra ¡Vivan las antípodas! es mucha gente y muchas bicicletas en Shanghai, nada de gente, algunos cóndores y muchos gatos en la Patagonia chilena, una campesina rubia y su hija igualmente rubia, admirando la espejada superficie del lago estepario, pobladores, leones y elefantes en Botswana y en Miraflores, piedras y baldío. Más sustanciosos resultan una pobre ballena varada en las costas de Nueva Zelanda (fríamente horroroso, su destazamiento con sierra eléctrica, para poder trasladarla), los contrastes entre la modernidad urbana de Shanghai y las ruinas de los desalojos (algo que Jia Zhangke trató más a fondo en buena parte de su filmografía) y las impresionantes formaciones de lava solidificada (y no tanto) en Hawai. Nada de eso deja de parecer una edición de lujo de The National Geographic. Lo que hace de ¡Vivan las antípodas! un documental imperdible son los dos paisanos de Villaguay, cuya única dedicación consiste en intentar lucrar (sin mucho éxito, por lo que puede verse), cobrando peaje a los esporádicos choferes que cruzan un frágil puentecito de las inmediaciones. Cuando no lo hacen, se asoman a la puerta del rancho y filosofan, oteando el cielo para ver si viene lluvia. Filosofan sobre su perro viejo y cojeante (el Mendieta del caso), sobre los chinos (se nota que el director les dio letra), sobre sí mismos (“me dicen ‘lavarropas’, porque me manejan las mujeres”) y sobre el modo en que esas tierras se inundan. “Parece una metáfora, pero es así, nomás”, le dice uno a otro, contemplando la inundación. Oportunidad desaprovechada: era sobre ellos que habría que haber filmado un documental.
Clásico juego de opuestos y sustitución En esta ópera prima apoyada por las mismas productoras de El secreto de sus ojos, dos hermanos mellizos intercambian sus identidades porque ya no quieren ser quienes son. Pero todo suena un poco o muy forzado, según el caso. “Cuando la colmena no anda bien, dicen que hay que cambiar a la reina”, se oye en off sobre las primeras imágenes, en lo que constituye una clara, autoevidente metáfora. Es un cambio de rey, en tal caso, el que se produce en la ópera prima de Ana Piterbarg, realizadora y coguionista porteña. En Todos tenemos un plan, la idea del doble se manifiesta de modo visible, literal, con la recurrencia a una pareja de mellizos como vehículo, todo un clásico cinematográfico. Mellizos idénticos, que no dan a Viggo Mortensen la oportunidad de hablar como un porteño sino como dos, en su debut en el cine local. Como otros films argentinos recientes (El otro, Las vidas posibles), la ópera prima de Piterbarg trata sobre una sustitución de identidad, palanca para un cambio de vida. Aunque el subrayado existencial de la primera de las nombradas y el suspendido interrogante de la segunda son suplantados, aquí, por una intriga que quiere ser más clásica. Coproducción mayoritariamente argentina-española, encarada por las mismas productoras de El secreto de sus ojos, Todos tenemos un plan juega la carta del thriller como modo de apuntar al gran público. Pero el propio film no parece del todo convencido de la condición que ha decidido asumir. En tres escenas casi sucesivas, el personaje de Agustín (Mortensen), un médico pediatra que no quiere tener hijos, toma sendas decisiones que dejan boquiabierto. Las dos primeras las padece su esposa, Claudia (Soledad Villamil), cuando la idea de adoptar un niño había sido aceptada hacía tiempo, de común acuerdo. Hasta ese momento y por lo que puede verse, nada justifica que la pareja de Agustín y Claudia sea puesta al borde del abismo, tal como sucede. La tercera decisión inexplicable de Agustín la sufre Pedro, su hermano mellizo, que luego de quince años de no verse ni hablarse se aparece por su casa, de la más imprevista de las maneras. Lo hace con una propuesta más que intempestiva, difícil de creer. Si lo de Pedro pone en riesgo el verosímil, qué decir de lo que Agustín hace a continuación... No transcurrió media hora de película y Todos tenemos un plan ha puesto al espectador en estado de desconcierto primero, de incredulidad después. El corte es tan brusco que bien podría suponerse que empieza allí otra película, con la ventaja que da barajar y empezar de nuevo. El problema es que la restante hora y media tampoco termina de cerrar. Es el clásico juego de opuestos, que los mellizos suelen representar en cine. Agustín es el blanco, el civilizado, el buen burgués. Pedro, el bárbaro, lo oscuro y salvaje. Ambos quieren dejar de ser quienes son. Uno de ellos, en el sentido más literal. Huyendo de sí mismo, Agustín ocupará el lugar de su hermano, viajando de lo civilizado a lo salvaje, de modo también literal. Abandona su departamento de Recoleta para hundirse en el delta del Tigre. Un Tigre donde el turismo ABC1 de Nordelta se extravía en el pajonal, las casitas menesterosas, la vida semisalvaje. Y, en este caso, delictuosa, gracias a los servicios de cierto secuestrador local llamado Adrián (Daniel Fanego) y su brazo derecho, Rubén (Javier Godino, el asesino de El secreto de sus ojos). “Siempre fuiste un cagón”, le escupe Adrián a Agustín, empujándolo a comportarse de un modo que ni él mismo sabía que podía. Si se sentía entrampado en su vida anterior, más lo está ahora, forzado a hacer lo que no quiere, ni le sale. Tampoco le sale del todo a la película lo que se propuso. Todo suena un poco o muy forzado (según el caso) en Todos tenemos un plan. Tanto los resortes argumentales (el cliché de los mellizos, el corte más que abrupto que Agustín decide darle a su vida y la de su hermano, esos poco convincentes secuestros y secuestradores) como el propio pathos, que parecería no terminar de decidirse entre el drama de pareja, el tema de la identidad o el de la culpa, lo romántico (aportado por la relación entre Agustín y Rosita, una chica del Tigre) o lo policial. Las actuaciones lucen entre indecisas y tropezadas. Viggo Mortensen, que de niño vivió en el Chaco, habla como porteño en su vida privada, así que hacerlo aquí no representa para él ningún problema. “¿Qué hacés, boludo?”, le dice al hermano, y suena totalmente auténtico. Lo que le cuesta, donde se lo percibe infrecuentemente “actuado”, es en el papel del seco y brutal Pedro. La incomodidad se advierte también en Soledad Villamil, sobre todo en las escenas en las que tiene que violentarse. No es el caso de Sofía Gala –actriz de muy cinematográfica fluidez– ni de Daniel Fanego, que tal como en ¡Atraco! proyecta sobre su personaje, sin demasiado esfuerzo, una sombra francamente inquietante. Desde ya que los rubros técnicos son de primera: no son de acabado los problemas de Todos tenemos un plan.
Brutal, canchera, podrida y negrísima Absurdamente titulada para su estreno local (no hay quien se tome nada ni remotamente parecido a unas vacaciones aquí), Get the Gringo es una película brutal, canchera, podrida, negrísima y autoconsciente. Todo lo cual la hace interesante. Pero también es, ay, una de acción del montón, llena de fórmulas, parches, convencionalismos y rutinas de género. Vehículo para el regreso de Mel Gibson a la clase de película (y de personaje) que hizo de él quien es, Get the Gringo tiene por director y coguionista a un casi-argentino. Hijo de compatriotas expatriados, Adrian (Adrián, más precisamente) Grunberg nació en España, trasladándose más tarde a México junto con sus padres. Tras una larga y atendible carrera en la asistencia de dirección (en películas como Trafic, Capitán de mar y guerra, Hombre en llamas y hasta Los límites del control, de Jim Jarmusch), Grunberg trabajó para Gibson en Apocalypto y Al filo de la oscuridad (protagonizada, pero no dirigida por el neoyorquino-australiano). Get the Gringo es su debut en la dirección. ¿Que qué tal lo hace? Con seguridad y mano firme, dando a pensar que está para más. Una cínica voz en off, un auto a mil, unos tipos con máscaras de payaso, una persecución bien filmada y unos canas (un yanqui, un mexicano) que se pelean para ver quién se queda con el botín ponen la película en modo post-Tarantino. Por más que la camisa roja le calce como sólo a una estrella, Gibson es creíble como tipo duro y descreído. El off parece salido de un film noir en estado de pudrición y el mundo en el que transcurre Get the Gringo y los personajes que lo habitan, también. La cárcel mexicana a la que el protagonista-chorro va a parar es la enésima potencia de la visión yanqui del sur del río Grande: un sucio y maldito infierno, sin orden ni ley. Pero como tampoco aparece ningún yanqui virtuoso, se puede pensar que la película transpira, más que racismo, una misantropía sin fronteras. Y eso es bueno para una película que se quiere negra. Como en todo film de cárcel, el recién llegado deberá demostrar que no es un perejil a los pesados que mandan ahí. A la manera de Sam Spade en Cosecha roja, Gibson (el personaje no tiene nombre) echa leña al fuego de la interna carcelaria, para que se trencen entre sí tipo hinchada de Boca, y salirse con la suya. Detalle interesante, el arma de la que se vale es, antes que el músculo, el ojo. Lo cual pone al espectador en posición de cazador visual. Pero –¡problema en puerta!– al mismo tiempo se hace amigo de un chico mexicano, con cuentas pendientes con el “poronga” de la cárcel (Daniel Giménez Cacho, el de Profundo carmesí). Y más amigo todavía de su mamá-viuda. Peligro de love story, matizada apenas por el hecho de que la señora es capaz de zurrar a Gibson a tortazos (cuestión de que no lo acusen de machista). De la mano de este trío de héroes-víctimas, lo que empezó podrido se va higienizando, en la misma medida en que se definen los “malos” de la película. De allí en más la cosa se pone cada vez más rutinaria, salvada apenas por la presencia de Peter Gerety, secundario buenísimo, al que no hay jabón o champú de guión que puedan lavar del todo.
Alegoría triplemente degradante Ubicada en la Franja de Gaza, Cuando los chanchos vuelen aborda, como otras películas recientes, el conflicto palestino-israelí desde un formato de comedia liviana. Pero más liviana, más farsesca, más obvia, más alegórica y, en definitiva, más irresponsable y demagógica que La novia siria o El árbol de lima, por poner un par de ejemplos de esta corriente. A diferencia de las anteriores, Cuando los chanchos vuelen ha sido escrita y dirigida por alguien a quien el conflicto no le incumbe en forma directa: el francés Sylvain Estibal, ganador del César a Mejor Opera Prima por esta película. En lugar de convertir la distancia en distanciamiento, Estibal intenta disimula su extranjería, asumiendo para sí los peores prejuicios de ambos bandos en pugna y consumando una película doblemente degradante. Triplemente degradante: además de degradar a judíos y palestinos, Cuando los chanchos vuelen degrada al cine mismo como hecho estético y productor de sentido. Pescador torpe, perdedor y pusilánime, el día que no atrapa zapatillas en su red, Jafaar (el iraquí Sasson Gabai) atrapa un chancho. Chancho que, arriesga un conocido, habría llegado hasta el Mediterráneo desde Vietnam. Qué ruta siguió el porcino y cómo hizo para no ahogarse o morir en el camino es sólo la primera de una serie de licencias muy poco poéticas, que terminan con el estallido de unos explosivos que, cargados por el mismo bicho, no lo matan a él ni a la mujer que en ese momento lo llevaba, vaya a saber por qué extraño milagro de guión. El problema de Jafaar (y alegoría central de Estibal) es que, como bien se sabe, el cerdo es un animal al que el Corán y la Torá condenan por igual. Por lo cual el hombre –regañado por su esposa, burlado por sus pares y humillado a diario por los soldados israelíes que ocupan la terraza de su casita de adobe– iniciará una odisea, en busca de desprenderse de la blasfema bestia. Con la que además, claro, se ha encariñado, porque Jafaar responde también al estereotipo del tipo bueno. La solución es lucrar con el chancho, asociado con una colona ruso-judía que vive, detrás de una cerca de alambre, junto a un grupo de compatriotas. ¿Pero cómo, no es que la religión judía prohíbe el consumo de carne de cerdo? “Lo único prohibido para los judíos es no hacer negocios”, enseña un peluquero palestino. Así que basta con ponerle unas medias al pezuñoso, para que no pise suelo israelí, y usarlo de procreador, para venderles carne de cerdo a rusos no judíos. Hasta que los fedayines se enteren de las relaciones de su compatriota con una enemiga y, en lugar de condenarlo a muerte, lo obliguen a sacrificarse como hombre-bomba. Si a esta serie de arbitrariedades, forzamientos de guión, manipulaciones narrativas y prejuicios étnicos y raciales se les suma un humor que incluye el consumo de semen de chancho por parte de un soldado, la utilización de una telenovela brasileña como metáfora (explicada) de la necesidad de superar las rivalidades entre hermanos y un remate que tiene a dos discapacitados bailando breakdance como alegoría de que lo imposible puede ser posible, se tendrá una idea de qué clase de película es ésta.
Un pueblo de tiempos muertos La ópera prima de la directora carioca habla, como sin decirlo, de relaciones entre lo viejo y lo nuevo, entre vida y fotografía. Entre lo que se entiende por atraso y lo que se llama progreso y entre el poder de la religión y sus grietas. Todas las mañanas la misma escena. Tonio, el almacenero, le pide a Madalena, la panadera, que deje el pan en la canasta. Madalena no le hace caso y sin decir nada lo pone en la alacena. Tonio protesta: “Vieja testaruda”. Veinticuatro horas más tarde, lo mismo. Dejado de lado para siempre por el entorno, el tiempo y la economía, parecería que a la vida cotidiana del pueblito no le queda otra cosa que la repetición. La repetición y la muerte: sólo quedan viejos, los jóvenes se habrán ido todos. Un día una joven llega, de paso por la zona. No es que su llegada vaya a torcerle el destino al pueblo, pero tal vez produzca algunos cambios, pequeños en apariencia aunque quizá significativos. De repeticiones y tiempos cristalizados, de muerte y mutaciones pequeñísimas, casi imperceptibles, trata la coproducción brasileño-argentina Historias que sólo existen al ser recordadas. La ópera prima de Julia Murat (Río de Janeiro, 1979) habla también, siempre como sin decirlo, de relaciones entre lo viejo y lo nuevo, entre vida y fotografía. Entre lo que se entiende por atraso y lo que se llama progreso y, también, entre el poder de la religión y su agrietamiento. Ubicado en medio de una naturaleza tan exuberante como suele ser la brasileña, el pueblo, que la ficción mantiene anónimo, cuenta, por lo visto, con diez últimos pobladores, todos ellos de 70 para arriba. Los diez que van a la iglesia, único centro social del lugar, y que frente al sermón del cura se ubican siempre cinco de un lado, cinco del otro. No hay escuela en el pueblo (para qué, si no hay niños ni va a haber), no hay médico ni hospital, no hay bar y lo más parecido a un club es el andén abandonado, donde los varones se juntan a jugar algo semejante a las bochas. El andén está abandonado porque las vías lo están, signo por excelencia de que la aldea quedó a un costado de todo. Lo que hay es iglesia y cementerio. La iglesia está abierta y funciona a pleno. El cementerio, no. Dueño de la única llave, por algún motivo el cura quiere mantenerlo cerrado. Para los pobladores –tan sometidos a la mística y la magia como las tradiciones brasileñas en la materia lo indican– el que cerró el cementerio fue Dios, que “le dio la orden al cura”. La llegada de Rita, chica de ciudad y fotógrafa en blanco y negro, dueña de cámaras viejas, analógicas y caseras, producirá sobre Madalena, y sobre el pueblo en general, algunos cambios muy poco estentóreos, pero tal vez relevantes. Cambios e intercambios: ella fotografía a una Madalena que en sus últimos días parece renacer, mientras la anfitriona le enseña a hacer pan casero. Pausada, callada y carente de todo apuro, Historias que sólo existen... se impregna del clima del lugar. Clima húmedo y brumoso (la vegetación, la montaña), clima quieto, en el que no hace falta nombrar a la muerte para que se haga presente. Presente en el pasado (las cartas que Madalena escribe a su marido, como si todavía estuviera ahí), en el futuro (el pueblo está condenado), por lo tanto en un hoy que siempre parece pasado. Incluso cuando los pobladores se ponen a bailar un viejo tema folklórico, el tema es pura melancolía, los bailarines semejan fantasmas, el baile da la impresión de ser el último. Con una notable fotografía del argentino Lucio Bonelli (“comenzamos estudiando a Rembrandt y terminamos con Caravaggio”, dice, refiriendo a la transición entre brumas y noches cerradas, con luces temblorosas en medio del negro absoluto), podría objetársele al film de Murat algún exceso, que en medio de una propuesta tan minimalista como ésta hace algo más de ruido que lo normal. Exceso de hijos muertos (¿no bastaba con que hubieran partido?), de frases sentenciosas (aunque debe reconocerse, la gente de campo suele serlo), de alguna obviedad en el papel del cura como representante del reaccionarismo más cerril (“Los vicios de las mujeres son llorar, parir, coser y rezar”, afirma sin perder seriedad). Aun así, este film que pasó por los festivales de Venecia, Toronto, San Sebastián y Rotterdam, ganando premios en algunos de ellos, es climático, coherente y estimable, agregando un nuevo nombre –el de Julia Murat– a un panorama como el latinoamericano, al que los nombres a seguir no suelen sobrarle.
Todo mal con el más puro cliché hollywoodense Está todo mal en La era del rock, empezando por el título. Basada en un musical de Broadway, la película se sube al retroochentismo en boga, transcurriendo a fines de esa década. No es que no haya habido rock en los ’80, pero difícilmente pueda considerarse esos años “la era del rock”. Y si hubo algún rock en esa época, no fue precisamente el de baladas como “More Than Words” o “Here I Go Again” o el de grupos como Poison y Bon Jovi, o Van Halen y Def Leppard en sus temas más FM. Que de eso está hecha la banda de sonido de La era del rock. Que así como no tiene rock tampoco es una comedia (por más que estén el gran Alec Baldwin y el divertido Russell Brand), una sátira (aunque uno de los guionistas sea Justin Theroux, que coescribió Imperio, de David Lynch, y Una guerra de película, de Ben Stiller) o un musical como la gente (son tan malos la banda de sonido original como los números musicales). No hay película, en definitiva, porque las muchas manos que revolvieron este plato hacen de él un indigesto High School Musical de los ’80, disfrazado de la This is Spinal Tap que jamás se atreve a ser. Además de que el director, Adam Shankman, no es de cine sino de musicales (malos). Y se nota. El argumento es el más puro cliché hollywoodense. De una, sin parodia ni relectura ni nada. Chico con cara de tonto (Diego Boneta, se llama) trabaja de mozo en boliche estilo Hard Rock Café, regido por un Alec Baldwin de camisas estampadas, chalequito, peluca y vincha (parece Paolo el Rockero) y un Russell Brand cuya única función es la de meter oneliners de segunda. Rubia lavada y siempre muy peinada (Julianne Hough, se llama) llega del interior, para triunfar en Los Angeles como cantante. Es ingenua y llena de ilusiones. Obvio: terminará bailando caño en un cabaret presidido por la gran soulera Mary J. Blige, que casi no tiene ocasión de lucirse. Chico con cara de tonto también quiere triunfar como cantante, claro. Será toda una revelación en el club, el día que haya que llenar un hueco imprevisto en la agenda (algo que no se vio nunca en ninguna película). Desde ya que chico con cara de tonto y chica rubia lavada y siempre muy peinada se cantarán canciones de amor que harían ruborizar a Troy y Gabriella, de High School Musical (serie y película que, a diferencia de ésta, nunca pretendieron ser lo que no son), traicionándose un poco y separándose por un tiempo, hasta que finalmente... ¿A ver si alguien adivina cómo terminan? Claro que en lo que en realidad confían los productores es en la presencia de Tom Cruise, que hace de Steve Tyler: una rock star llena de caprichos, botellas y groupies, con el torso tatuado siempre al aire. Está perfecto Cruise en el papel y es asombroso su estado físico a los 50. Pero tiene un problema: los guionistas (¡ay, Theroux!) han previsto para él kilos de vacío existencial y autocuestionamiento tardío. Frente a Stacy Jaxx (nombre del personaje), Catherine Zeta-Jones hace una especie de Sarah Palin, que cuatro años fue candidata a la vicepresidencia por el ultrarreaccionario Tea Party. Acaudillando a un grupete de señoras para quienes el rock y el Diablo son lo mismo, con tailleurs de colores y rostro de piedra, su personaje es una caricatura obvia, previsible y unidimensional. Como la película entera.
Unos “swingers” made in Argentina Aun con límites autoimpuestos, la nueva producción Suar es no sólo dignísima, técnicamente impecable y sumamente disfrutable, sino inusualmente lograda y provocativa, para los menesterosos estándares del cine industrial argentino. Confirmado: la asociación Patagonik-Suar-Diego Kaplan-Juan Vera funciona. Y funciona bien. Bien en términos artísticos, que es lo que importa (los comerciales son de incumbencia de los contadores). Ya había sucedido con la bastante subestimada Igualita a mí, producida por Patagonik, dirigida por Kaplan, protagonizada por Adrián Suar y coescrita por Vera junto a Daniel Cúparo, que vuelve a acompañarlo ahora. Algo así como una sitcom ampliada, narrada con gracia, timing y savoir faire, Igualita a mí estaba en las antípodas de la clase de ignominias que por aquí dan en llamarse “comedias”. Sin abandonar el género ni mucho menos, Dos más dos da un paso más, sumando a los méritos de aquélla temas polémicos: la libertad sexual, los matrimonios abiertos, la moral burguesa, la práctica del swingueo. Es verdad que llegado el punto la película se cuida muy bien de no pasar los límites de lo tolerable (lo tolerable para el público masivo, que es al que con todo derecho apunta). Aun con esos límites autoimpuestos, la nueva producción Suar es no sólo dignísima, técnicamente impecable y sumamente disfrutable, sino inusualmente lograda y provocativa, para los menesterosos estándares del cine industrial argentino. La película está narrada desde los ojos del personaje de Suar, Diego, encumbrado cirujano cardiovascular y socio de una clínica, junto a Richard (Juan Minujín). Esos ojos se abren, entre asombrados y escandalizados, cuando, durante una cena (en restaurante caro: Dos más dos transcurre enteramente en un mundo ABC1), Richard y su esposa, Betina (una castaña Carla Peterson, en plan desaforado) se trenzan en un beso de lengua digno de una porno. También se abren, con un toquecito más de deseo, los ojos de Emilia, esposa de Diego y meteoróloga de la tele (la infalible Julieta Díaz). Que sean amigos no quiere decir que sus parejas sean iguales. Diego y Emilia tienen un hijo adolescente (que, por su cancherez superada, parece salido de una de Hollywood; en realidad, toda la película parece salida de una de Hollywood), una vida estructurada, una moral sin cuestionamientos y una cama que deja que desear. El típico “él ronca, yo tengo sueños eróticos”. Decidida a no tener hijos por un buen rato, Betina no se queda con ninguna gana, y el muy descontracturado Richard (Minujín está excelente) la acompaña. Un día, Betina le cuenta a Emilia cómo hace para mantener vivo el fuego: desde hace tiempo que ella y Richard practican el swingueo. De ahí en más, ofrecimiento, curiosidad, dudas, miedos, negativa rotunda de Diego, insistencia de Emilia y allá vamos. Plagado de los más graciosos temores, ansiedades, prejuicios e intolerancias, el personaje de Suar es una tan notoria como exitosa traslación porteña del de Woody Allen. “No me hagas que tenga ganas de coger, por favor” es uno de los pedidos más extraños que se hayan oído en mucho tiempo. Así como la utilización de la palabra “suspicacia”, como clave compartida para salir corriendo, si en medio de la primera fiesta swinger él o Emilia se sienten incómodos. Obviamente que ella va a sentirse mucho más cómoda que él, y ahí empezarán los problemas. Pero no exactamente por tener que bancarse que se enfiesten a la patrona ante sus ojos, que es una condición básica del swingueo, sino porque tarde o temprano dos de los miembros del cuarteto terminarán infringiendo una de las reglas del juego: la de no enamorarse. Con el personaje de Suar como representante del espectador medio (gran acierto estratégico del guión, para lograr identificación) y cuatro grandes actuaciones (incluida la de Suar, cada día mejor comediante), hay más de un reparo para hacerle a Dos más dos. Que tal como está presentada, la práctica del swingueo parece un berretín de ricos, snobs y/o tilingos (tal vez lo sea), que el turning point se basa en la idea romántica de que a la corta o a la larga, el sexo sin amor no es posible, que el cuidado puesto en la no exposición de desnudeces llega al ridículo (sobre todo una escena, en la que cada parte del cuerpo de ellos tapa exactamente cada zona erógena de ellas), que las libertades que la película se toma son más charladas que ejecutadas, que las zonas más risqués están cuidadosamente elididas (que el swingueo es pansexual se dice, pero no se hace). Lo que no puede discutirse (bah, sí, todo puede discutirse) es que Dos más dos fluye y crece con una fluidez, necesidad, coherencia y organicidad que demuestran que “mainstream argentino” no tiene por qué ser un insulto. Encima, la película de Patagonik-Suar-Kaplan-Vera promueve la discusión, lo cual ya es como un lujo inmensurable.
Una película para el folklore del ascenso El documental va de Ushuaia a La Quiaca para dar cuenta de esos equipos, esos jugadores y esos hinchas que no suelen salir en la tele. Peretti dirigió, escribió, entrevistó, fotografió y montó este film que está lleno de pasión, amateurismo y entrega. “Vos sos de Burzaco, te la pongo, te la saco”, cantan, en el ómnibus que los espera a la salida, los jugadores de Atlético Claypole, que vienen de ganarle el clásico zonal, de visitantes, a San Martín de Burzaco, sin temer a pedradas ni pinchaduras de gomas (salvo uno, que les pide que canten un poco más bajito). “Yo soy de Burzaco, te la pongo, te la saco”, cantarán más tarde los veinte muchachos de la barra brava de San Martín en la tribuna, el día que salieron campeones de la D, demostrando que los cantitos de hinchada son tan reversibles como algunas camperas. Hincha de River, Federico Peretti no esperó a que su equipo descendiera para apasionarse por esa suerte de clase B deportiva que es el fútbol de ascenso. Primero empezó sacando fotos en partidos de la B, la C y la D; más tarde quiso poner esas fotos en movimiento. Tres años después, los esfuerzos de Peretti (que dirigió, escribió, entrevistó, fotografió y montó) dieron por resultado El otro fútbol, documental sobre el fútbol que no se ve en la tele. El de las categorías de ascenso, que Peretti recorre de Ushuaia a La Quiaca, de Puerto Nuevo a San Juan y de Devoto a Barracas. Peretti da la espalda a toda sistematización, prefiriendo narrar de modo impresionista e intentando alguna clase de orden del material, con títulos que preceden distintas partes de la miscelánea. Lo que el realizador registra es, básicamente, el folklore del ascenso, la curiosidad, la estampa, los rituales. Rituales de automotivación, con el capitán del equipo haciendo su arenga en el vestuario, mientras sus compañeros hacen como un clinch de rugby. Curiosidad de nombres, cifras y datos, desde los 20 pesos que cuesta una popu en la C o la D, hasta el 13 a 1 con que Banfield surtió a Puerto Comercial, de Bahía Blanca, en el Nacional de 1974. Record recordado, con paradójico orgullo, por un jugador del equipo bahiense. Nombres de clubes como Automoto de Tornquist, Sansinena de Bahía, Los Cuervos del Fin del Mundo de Ushuaia o Yupanqui, de Capital Federal. “Juegan El Pampa, Lechuga y Bonito”, anuncia un técnico antes del partido, y uno tiene la sensación de que son nombres inventados, de cuento de Soriano o de sketch de Capusotto. Pero a no confundir: no hay la menor dosis de sátira o de burla en El otro fútbol, está claro que el realizador ama aquello que está mostrando. Seguramente por eso El otro fútbol está lleno de pasión, amateurismo, entrega, y ninguna violencia, apriete o patoterismo. Llevado por su ojo de fotógrafo, Peretti encuadra tribunas de madera, de tres o diez filas (o directamente ninguna tribuna sino sólo un simple espacio fuera del perímetro), un par de caballos pastando en una canchita de pasto raleado, una lineman mujer (¿linewoman?), un relator que transmite parado al costado de la raya de cal. Esas imágenes fijas ayudan a darle a El otro fútbol una vena contemplativa, que lo aleja de todo costumbrismo. El resto son los “personajes”, el folklore encantador: un hincha que de tanto ir a ver a su equipo llegó a ser técnico, un increíble hincha de Lamadrid que parece Felipe de Mafalda, el aviso del lavadero de la zona (“Los jugadores transpiran la camiseta, nosotros hacemos el resto”), el jugador-colectivero, el referí-tachero (que cuenta que al terminar el partido los jugadores le manguean las tarjetas y el aerosol), el pastor evangelista llamado para infundir fe a un equipo perdidoso. La increíble historia de Pioneros, club del penal de Campana integrado por presidiarios y guardiacárceles, que llegó a competir por el Argentino C, perdiendo todos los partidos, y daría, sin duda, para un documental aparte. Hay en El otro fútbol, como en todo buen documental, un desfile de hechos y de gente que el espectador tiene a su lado, pero ignora por completo. Aunque en verdad, para que El otro fútbol fuera del todo buena, habría que haber recortado bastante material de relleno (imágenes de partidos un poco al tuntún, una serie de penales sin valor en sí misma, unas cuantas “fotos” de más, algún clip desordenado), cuya única función parecería ser “engordar” el documental, para llegar a una hora y media que bien pudo haber sido imperdible.