¿Refugiado político o rapero africano-rosarino? Es digna de un film de aventuras la historia de David Dodas Bangoura. Nacido en Guinea, desde pequeño el muchacho intentó fugar reiteradamente de su país como polizonte, fracasando en varios intentos sucesivos, que lo llevaron y trajeron a/desde los destinos más exóticos. Una vez logró llegar hasta Uruguay, pero lo agarraron y lo mandaron de vuelta a su país. Lejos de amilanarse, David volvió a intentarlo. Llegó hasta París en un barco chino y más tarde pasó por Ucrania, de allí viajó a Siberia y finalmente recaló en Egipto. En ambas ocasiones volvió a ser deportado, hasta que un último intento tuvo éxito, desembarcando de un barco vietnamita en el puerto rosarino de San Lorenzo. Pidió asilo como refugiado político (aunque hasta un legajo de Tribunales desmiente que el muchacho tenga el menor interés en la política) y lo obtuvo. Desde ese momento, mediados de la década pasada, David vive en Rosario, donde cuando puede pinta casas y mientras tanto graba el que deberá ser su primer disco. Ah, sí, porque lo que a David siempre le gustó fue cantar. Cantar rap. Rap africano, bajo su nombre artístico, Black Doh. Escrito y dirigido por el realizador rosarino Rubén Plataneo, en una primera instancia El gran río (título que no alude precisamente al Paraná, claro, sino a las aguas que separan la tierra natal de David de la de adopción) registra, sin pretensiones totalizadoras, los trabajos y los días del protagonista (baggys, remera, bonitos dreadlocks rubios) en Rosario. David busca trabajo y una pensión donde parar, se junta con amigos locales, come un asadito, se encuentra con un compatriota que desde que perdió la cabeza duerme en la calle, charla con una chica canadiense con la que empieza a salir, entra a grabar en un estudio y rapea. Lindos raps los de David o Black Doh, que cuenta en ellos lo que le pasa o le pasó, mezclando indiscriminadamente el castellano, el francés (lengua colonial) y el soussou, idioma de su país. “No sos mi padre, rescatá un poco...”, frena a un amigo que se estaba poniendo pesado con los consejos, así como más tarde le pedirá a otro que deje de chamuyar, echándolo finalmente con un “tomatelás...”. Casi diez años de estadía dejan su huella, y a esta altura David es tan guineano como rosarino. En una acertada decisión narrativa, Plataneo narra toda esa primera parte como si se tratara de la ilustración en imágenes de la carta que (se supone) David envía a su madre y que de a ratos se deja oír en off. En un corte violento, tanto en sentido geográfico como narrativo, la segunda parte transcurre en la ciudad natal de David. Allí el equipo de rodaje dialoga con la mamá y hermanos del protagonista, aprovechando para registrar las oposiciones que van de la aldea con cabras y casas de adobe a la gran ciudad a la que fue a parar el muchacho, del otro lado del gran río. Más allá de algún detalle simpático (“sacate esas dreadlocks, que no son de hombre”, regaña mamá en otra “carta” en off), ese viaje al origen tiene menos interés (ni qué hablar de dramatismo) que los relatos de David como polizonte internacional –que incluyen la muerte de un compañero y casi un mes encerrado en la bodega de un barco, sin comida ni bebida– o la propia cotidianeidad rosarina, cuando la amabilidad y simpatía del protagonista hacen del espectador un amigo más.
Unas vidas sin rumbo pero sin dueño El segundo film en solitario del correalizador de Whisky contiene, entre otras cosas, tristeza, pérdida, desconcierto, malestar y sexo. Junto con su amigo Juan Pablo Rebella, en películas como 25 watts (2001) y Whisky (2004), el uruguayo Pablo Stoll hizo del hieratismo la clave de la comicidad, tal como antes de ellos Buster Keaton, Stan Laurel, Jacques Tati, Aki Kaurismäki y Martín Rejtman. Segunda película en solitario de Stoll después de la trágica muerte de Rebella (la primera fue Hiroshima, 2009), 3 no es del todo hierática ni del todo cómica. Contiene hieratismo y comicidad. Pero también, entre otras cosas, tristeza, pérdida, desconcierto, malestar, sexo en primer plano, raptos de locura adolescente, encandilamientos amorosos, bailecitos absurdos y redescubrimientos tardíos. Presentada con muy buena repercusión poco más de un mes atrás en la Quincena de los Realizadores de Cannes y lanzada aquí en media docena de salas –con un subtítulo agregado que le quita síntesis y le suma incómodos signos de pregunta–, 3 representa una ampliación del campo de batalla para Stoll, que pasa del minimalismo hipercontrolado a un minimalismo coral en el cual, por más que su productora se llame Control Z, no todo parece estar bajo tan estricto control. Lo que se mantiene es la idea del triángulo, no necesariamente amoroso, como núcleo básico. Tres amigos en 25 watts, tres solitarios en Whisky, los miembros de una familia en 3. Una ex familia, habría que decir, aunque el desarrollo de la película obliga a reconsiderar también eso. A lo largo de 119 minutos –es posible que sobren algunos–, 3 sigue en paralelo a sus protagonistas. Odontólogo en plena crisis personal, Rodolfo (el animador televisivo Humberto de Vargas) es capaz de ponerse a llorar mientras juega con la PlayStation, en medio del cumpleaños de su segunda esposa, o de cortar la luz del consultorio para “verse obligado” a suspender las consultas de ese día. Y todo con una semisonrisa ausente. Su ex esposa, Graciela (Sara Bessio, cuyo pelo lacio y lúgubre expresión recuerdan a la Mirella Pascual de Whisky), duerme mal, se queda dormida en medio de sus sesiones de taquigrafía y en los ratos libres le hace compañía a una tía terminal. Ana, hija de ambos (Anaclara Ferreyra Palfy), mira con igual impasibilidad a la rectora que le llama la atención por su suma de faltas como a la entrenadora de handball, que la advierte por una llegada tarde. Como al novio, al que masturba mecánicamente. Pero ese mundo, entre repetitivo y apático, tiende a desordenarse. Rodolfo empieza a volver a casa por las noches, donde a veces cena con Ana y otras, solo, un chivito uruguayo, mientras ve 2001 en DVD. En la sala de espera, Graciela conoce a un tal Dustin Stratta (Néstor Guzzini, cancherón e irresistible), que por más que lea con la mayor seriedad unos horribles libros de autoayuda, tiene la amabilidad de llevarla a bailar y comportarse como un caballero. A Ana, cuando le gusta un tipo es capaz de seguirlo no hasta el fin del mundo, pero sí hasta las afueras de Montevideo. Como el día que ve, en el colectivo, a uno que le lleva más de diez años. En el momento en que lo ve, el rostro de Ana se transmuta, se convierte en otra cosa, brilla. Lo mismo que le pasa a su mamá, cada vez que se encuentra con Dustin. Rodolfo no es que brille, pero más allá de su torpeza familiar, del estado de angustia y confusión en que se encuentra, hay cosas que sabe hacer y da toda la impresión de amar: jugar fútbol 5 (aunque algún joven testosterónico pueda hacerlo sentir viejo de golpe), cuidar sus plantas, bailar en calzoncillos cuando está feliz. Esa es la mayor diferencia de ésta con 25 watts y Whisky: por tristones que sean, los personajes de 3 son capaces de transmutarse, brillar, ser felices. Por lo demás, la música sigue siendo, para Stoll, tan esencial como para haber seleccionado, personalmente, una banda de sonido que se hace muy presente e incluye desde el grupo Opa al Cuarteto de Nos, además de Los Delfines y Fernando Cabrera. Stoll vuelve a lucir poder de síntesis, elocuencia visual, rigor para definir personajes no a través de lo que se dice de ellos, sino por lo que ellos hacen. Aunque lo que hacen no siempre sea del todo comprensible, como la cleptomanía al paso de Ana, el trasplante de las plantas favoritas de Rodolfo o la aceptación, por parte de Graciela, de que su ex se le aparezca de golpe en la casa y decida una remodelación general por su cuenta. Eso inexplicable los hace interesantes, tal vez porque permite pensar que tienen una vida de la que el espectador no es dueño. Una vida a la que no controla.
Clasisismo para retomar la esencia Marc Webb vuelve a contar la historia del superhéroe desde el comienzo y logra mantener el interés, a pesar de que casi todo ya se había visto antes. Buenos resultados da el refresh aplicado sobre la serie El Hombre Araña. Después de El Hombre Araña 3, donde a falta de motivación se apelaba a una multiplicación injustificada y dispersiva, El sorprendente Hombre Araña baraja y da de nuevo, recontando la historia desde el comienzo y poniendo a esta cuarta parte más cerca de las dos primeras. Aunque con diferencias, tanto en el modo de desarrollar la historia como en el estilo elegido para contarla. El Hombre Araña y El Hombre Araña 2 llevaban el sello de su realizador, Sam Raimi, ligado al comic, el desprejuicio humorístico y la falta de pretensiones propios de la clase B. Escrita por un terceto en el que reaparece, como en las dos anteriores, el octogenario Alvin Sargent –con el refuerzo de Steve Kloves, autor y director de Los fabulosos Baker Boys y guionista de todas las Harry Po-tter– y dirigida por Marc Webb (cuya carta de presentación fue la hipercool 500 días con ella), El sorprendente Hombre Araña muestra un clasicismo que no da la impresión de ser producto de la rutina, la medrosidad o el academicismo, sino de una convicción que se adivina tan sobria como férrea, logrando mantener el interés a lo largo de las dos horas quince minutos de proyección... a pesar de que casi todo lo que cuenta ya se había visto antes. Unica novedad, la aparición de un nuevo archirrival. “En la historia de la literatura no hay más que un tema: el de la identidad”, dice con cierto exceso de explicitud una profesora, haciendo eco sobre una escena muy anterior, cuando durante un trámite de lo más banal el muchacho no encuentra una credencial identificatoria. No es ninguna novedad, sino el simple retomar la esencia de la serie y el personaje: la identidad de Peter Parker, superhéroe adolescente, se halla en plena transición. No por nada él mismo confecciona su traje, su máscara, su disfraz. Como tantos superhéroes creados por el historietista Stan Lee (no sólo los de X-Men), hasta tal punto llega su condición transicional que Peter Parker es un mutante. Así como lo es también, una vez más, su archienemigo. En esta ocasión, el Dr. Curt Connors, genetista manco que, en su ambición de recuperar el brazo perdido, ha venido investigando sobre la capacidad de regeneración de los reptiles. De los sucesivos (o simultáneos, en el caso de El Hombre Araña 3) némesis de Spider Man, el doctor Connors (el carismático Rhys Ifans) es aquel cuya naturaleza es menos esencialmente negativa. El carácter especular de héroe y antihéroe se hace más visible: como a Peter, al Dr. Connors algo le falta, adolece de algo. Si Peter dividirá su personalidad entre la del “chico común” y el paladín de la justicia, a partir del momento de la mutación el Dr. Connors padecerá de esquizofrenia lisa y llana. Lo que los diferencia es que Parker usa sus nuevos poderes para reparar una pérdida (una de varias: no debe haber superhéroe más carente que el Hombre Araña), mientras que Connors, en la tradición del científico loco, busca la perfección de la especie humana. Aunque sea al precio de rociar a sus congéneres con un biotóxico, al mejor estilo del Guasón. En una simetría transparente entre ambos, el Hombre Araña anda en las alturas, los espacios abiertos, mientras que el superlagarto en el que se convierte Connors habita las alcantarillas urbanas, los túneles, el encierro. “¿Un lagarto gigante anda suelto por Nueva York? ¿Quién te creés que soy, el jefe de la policía de Tokio?”, le pregunta el capitán Stacy (Denis Leary) a Peter, en el diálogo más cinéfilamente cómico de la película. ¿Que las casualidades parecen rodear a Gwen Stacy, compañera del cole de Peter, ayudante del Dr. Connors e hija del jefe de policía? ¿Que es un poco demasiado que el chico dé, así, medio à la sans façon, con la ecuación que el brillante genetista busca desde hace décadas y no encuentra? A suspender la incredulidad, señores, que la suspensión vale la pena. Con los efectos especiales y el 3D bien controlados y dosificados, el elenco de El sorprendente Hombre Araña es uno de sus puntos fuertes. Andrew Garfield, amigo de Mark Zuckerberg en Red social, luce nervioso y elástico, condiciones esenciales para el Hombre Araña. Con sus ojazos de animé y su sonrisa a rostro pleno, la pelirroja Emma Stone (rubia, aquí) es una máquina de traccionar la vista, reforzando el efecto con una combinación de mini y medias largas que puede llegar a volverse icónica. En el papel de los tíos de Parker, Martin Sheen y Sally Field representan una versión mejorada con respecto a Cliff Robertson (QEPD) y Rosemary Harris. La ausencia que más se siente es la de J. K. Simmons y sus one-liners a los gritos, en el papel de editor del Daily Bugle. Pero El sorprendente Hombre Araña compensa, con su homogeneidad de conjunto, esos eventuales hilos sueltos. Que de hilos va la cosa aquí, quién lo duda.
La historia como campo de batalla La propuesta del nuevo film del director de M es tan audaz, controversial, despojada y esencial como la propia puesta en escena, confirmando a Prividera como el nombre más lúcido y singular del cine político argentino de las últimas décadas. El expediente no podría ser más sencillo, más mínimo, más elemental: junto a la tumba de un prócer, un pensador, un político –un “padre de la patria”, para decirlo un poco a las apuradas–, una persona –un escritor, un filósofo, un director de cine, un actor– lee un texto escrito por quien ahora ocupa esa tumba. No sólo a eso se reduce Tierra de los padres, opus 2 de Nicolás Prividera (autor del documental M, uno de los films políticos más importantes que haya producido el cine argentino en toda su historia). Hay una segunda reducción, en beneficio de la concentración espacial, consistente en hacer transcurrir Tierra de los padres exclusivamente en el Cementerio de la Recoleta. Es por ese motivo que no se hacen oír aquí todas las voces más significativas de la historia argentinas, sino casi todas. Algunas ausencias son notorias, y más que ninguna la de Juan Domingo Perón, enterrado en el cementerio de la Chacarita y representado aquí por la voz de Evita, que descansa en Recoleta. Más allá de esas ausencias, el resultado es tan audaz, controversial, despojado y esencial como la propia puesta en escena, confirmando a Nicolás Prividera como el nombre más lúcido y singular del cine político argentino de las últimas décadas. La mayor audacia de Tierra de los padres consiste en concebir la historia argentina no desde el número 1 sino desde el número 2. La película no intenta imponer una visión, una interpretación, una posición, sino que recuerda –plano a plano, texto a texto– que desde los inicios hasta hoy, si en algo consistió esa historia fue en el enfrentamiento entre dos posiciones. Enfrentamiento enconado, sangriento, mutuamente excluyente. Enfrentamiento a muerte. Tal como se expresa en la secuencia introductoria, suerte de pórtico u obertura, que presenta los temas de la película apelando a una forma a la que de allí en más no volverá a echarse mano. Montaje de material documental de archivo, esa secuencia de menos de cinco minutos atraviesa la historia argentina (desde el momento en que el desarrollo técnico permitió filmarla, al menos), llegando hasta la represión armada del 20 y 21 de diciembre de 2001 y la masacre de Avellaneda, en junio del año siguiente. Lo más conmocionante, lo que produce un sacudón violento, es que esa sucesión de corridas policiales, persecuciones, cargas militares, apaleos, bombardeos, disparos, crímenes deliberados y sangrientos, había sido vista antes, pero nunca escuchada así: está musicalizada con el Himno Nacional Argentino. Esa secuencia introductoria pudo haber sido un corto y hubiera sido extraordinario: jamás, que se recuerde, el símbolo mismo de la voluntad, ilusión o simulación de consenso, de armonía, de unanimidad se usó para expresar, como aquí lo hace Prividera, que la concreción de esa ilusión dio en la realidad el resultado contrario. De allí en más, lo que era imagen se vuelve texto. “Mártires sublimes de la Patria”, lee una alumna de guardapolvo, pronunciando así y dando la sensación de que no oye lo que lee: una suerte de comentario al margen sobre el estado de la educación argentina. El texto, de Esteban Echeverría, habla de partidos “que han dividido y dividen a los argentinos”, dejando en manos de Dios la posibilidad de concordia. De allí en más Dios ya no volverá a aparecer: su lugar pasa a ser ocupado por las más encarnizadas divisiones. Tierra de los padres inicia su versión de la historia argentina con el enfrentamiento entre unitarios y federales (pudo haberlo hecho con Moreno y Saavedra) y sigue hasta hoy. Hasta ayer nomás, en verdad, en tanto la propuesta se reduce a releer el pensamiento de quienes ocupan la Recoleta. El último texto estremece. “Todos tuvimos que pedir su intervención a las Fuerzas Armadas”, empieza diciendo. Es de 1983 y lo firman todas (pero todas, todas) las “fuerzas vivas”, desde la Asociación de Bancos Argentinos hasta la Sociedad Rural, pasando por la Cámara de Comercio y la Cámara de Anunciantes. Lejos de toda inocencia, el montaje hace que los textos se sucedan de tal modo de entrar en diálogo o colisión. Sarmiento aboga por no ahorrar sangre de gaucho; Alberdi responde: “El día que creáis lícito destruir al gaucho que no piensa como vos, escribiréis vuestra propia sentencia de exterminio”. Rosas hace un llamamiento al terror y –otra vez: es una de las palabras que más veces se repiten– el exterminio. Los liberales Mitre y Lavalle contestan con llamamientos aún más sangrientos. Notable, Alberdi radiografía el carácter salvaje del liberal argentino, y parece que estuviera hablando tanto de aquéllos como de los de ahora. Roca pide exterminar al indio, el gran Lucio V. Mansilla lo reivindica. Y así sucesivamente, hasta cerrarse con un travelling aéreo que confirma a la Recoleta como sinécdoque, más que simple mausoleo. Habrá quien diga que filmar gente leyendo no es cine: como si escribir, leer, convocar a la reflexión y filmar todo eso no fueran hechos del más alto dramatismo. Dueño del más justo y cadencioso tempo dramático, de imágenes cristalinas, de un silencio que invita a pensar, que este film extraordinario haya sido rechazado no por uno, sino por los dos festivales de cine más importantes de la Argentina, es un verdadero escándalo, una vergüenza, una prueba de que jamás conviene atribuirles a un festival o a sus programadores infalibilidad total.
Policial con ecos de los Dardenne Lo mejor de Cómplices, ópera prima del suizo Frédéric Mermoud, es sin duda el final, donde la película se atreve a hacer primar el sentido de justicia personal por sobre la fría letra de lo legal, subvirtiendo los valores más conservadores del género. Como si fuera un film de los hermanos Dardenne filtrado a través de códigos del policial, la película de Mermoud –participante de la competencia oficial del Festival de Locarno, un par de años atrás– hace foco en una pareja de adolescentes, cuyo afán de consumismo los pone en un brete moral y los lleva al crimen. Pero allí donde los realizadores de El niño y El silencio de Lorna abordan espesos dilemas morales sin caer en moralinas, subyace a Cómplices la idea de que, al ofrecer sus servicios sexuales, la pareja protagónica da “el mal paso”. Lo cual termina acercándola más a La carnada, donde el omnisciente Bertrand Tavernier levantaba el dedo acusador, que a los ambiguos films del dúo belga. Por suerte, el final compensa, con su bienvenida dosis de empatía. No hay una pareja en Cómplices, sino dos. Los protagonistas son un par de investigadores. Un hombre y una mujer, claro, en beneficio de la teoría especular. Como buenos policías, el teniente Cagan (Gilbert Melki, actor con buena máscara para el género) y la inspectora Mangin (la gran Emmanuelle Devos, que a su rostro brutal suma una voz hermosamente desafinada) son gente solitaria. Clásico del género también, Cagan (perdón) carga con un trauma personal que lo lleva, en plan redentorista, a una ley de compensaciones. Su compañera suele tener citas a ciegas, todas ellas fallidas, mientras el teniente no termina de animarse a un avance que notoriamente quiere dar. Agudizando paralelismos, la película se narra en dos tiempos, en los que el presente de la investigación, a cargo de Cagan y Mangin, se alterna con aquello que investigan, protagonizado por los jóvenes Vincent (Cyril Descours) y Rebecca (Nina Meurisse). Espejo invertido de sus contracaras, a poco de conocerse, en un ciber, Vincent y Rebecca van directo al grano. Poco más tarde ella descubrirá de qué trabaja él, decidirá acompañarlo y la cosa terminará mal (no estamos revelando nada que la propia película no revele en su mismo comienzo). Más allá de la audaz resolución (no carente de psicologismo, en verdad), lo mejor de Cómplices son su tono, su ritmo, que se mantienen fluidos y parejos, con predominio de planos americanos y un modo brumoso de la fotografía, que se corresponde tanto con la zona donde la película transcurre (el Ródano, en la frontera suizo-francesa) como con el clima moral que se intenta instalar. No sin forzamientos, por cierto: en términos de lógica dramática, la decisión de la ingenua Rebecca, de acompañar a Vincent en una mano pesada, no aparece justificada en lo más mínimo. Algún subrayado innecesario (“Somos todos parecidos”, comenta en un momento la inspectora Mangin, como si la película entera no lo estuviera diciendo) y alguna cortedad dramática (finalmente, Cómplices no dice nada que no se haya dicho antes) suman límites a una película que no está mal, pero tampoco del todo bien.
Cruces étnicos y culturales Situado en París, el de Dusa es a la vez una historia de amor adolescente y un film político, una comedia juvenil y un melodrama en tiempo presente, un relato clásico y uno que, con la mayor modernidad, se abre en todas direcciones. El es musulmán, ella no. Lo raro es que la iraní es ella, no él, que es francés. Francés de segunda o tercera generación: por algo se llama Rachid. La inversión del lugar común, los cruces étnicos y culturales, hacen de Flores del mal un film mestizo. No sólo en términos identitarios. Opera prima del joven realizador húngaro David Dusa, Flores del mal mezcla tonos, lenguajes, medios, formas y formatos. La mezcla, el mestizaje, son parte de la historia personal de Dusa, que nació en Budapest, vivió en Suecia y en Sudáfrica y estudió cine en Gotemburgo y París. Exhibida en Cannes y en la sección Cine del Futuro de la edición 2011 del Bafici, situada en París y hablada en francés, Flores del mal es a la vez una historia de amor adolescente y un film político, una comedia juvenil y un melodrama en tiempo presente, un relato clásico y uno que, con la mayor modernidad, se abre en todas direcciones, acogiendo los estímulos más diversos. Con el estreno de Flores del mal quedan oficialmente integradas a la cartelera porteña dos nuevas salas de exhibición cinematográfica, ubicadas en el bajo plaza del Centro Cultural General San Martín (ver aparte). Rachid se despierta a la mañana, navega en su compu, se cambia para ir al trabajo y de pronto comienza a retorcerse con los más simpásticos (espásticos y simpáticos) pasos de breakdance (¿se seguirá llamando así o se le dará otro nombre ahora?). No sólo eso: hace todo el recorrido, de su casa al trabajo (trabaja de botones en un hotel) entre saltos, cabriolas, acrobacias y bailoteos. Eso que se llama parkour, pero aplicado a la vida cotidiana. Rachid es una esponja: sale al balcón, ve el embotellamiento de la autopista (vive pegado a ella, como podría ocurrirle en Buenos Aires a algún vecino de la calle San Juan), va a la compu y googlea la palabra “embotellamiento”. “Grandes embotellamientos en Irán”, dice una de las referencias. Es junio de 2009, en el país de los ayatolás acaban de celebrarse elecciones presidenciales y el pueblo entero está en la calle, protestando contra lo que consideran fraude electoral y manifestando en verdad, por primera vez en semejante número, contra el gobierno integrista. Como el Principito de Saint-Exupéry, Rachid parecería no saber nada de antes: todo lo aprende ahora. Cuando se cruza en un pasillo del hotel con una chica cubierta con su hiyab, y ella dice de dónde viene, Rachid comenta: “Ah, el país de los embotellamientos”. Los papás de Anahita, seguramente burgueses, laicos y progresistas, alejaron a la hija no de los embotellamientos, sino de los incidentes callejeros, desensillándola en París hasta que aclare. Para Anahita, no hay en París nada más valioso que una buena conexión (“güifí”, dicho en francés), que le permita seguir por YouTube los enfrentamientos entre manifestantes y policías y mantener vía Twitter el contacto con parientes, amigos y compañeros de universidad, enterándose de que los uniformados acaban de entrar a palazos allí. El extraplanetario Rachid no sabe lo que es Twitter y su fe musulmana no le permite tomar vino. Pero sí viajar (dice haber estado hasta en la China), navegar por la web (desde que conoce a Anahita se la pasa escribiendo “Irán” en el buscador de Wikipedia) y subir a la red sus videos de bailes, que son verdaderamente buenos (los bailes; los videos son una simple camarita encendida). Flores del mal tal vez sea un cruce entre Melody y This Is Not a Film, la película que Jafar Panahi grabó en el período de su prisión domiciliaria. Filmada en digital con una cámara cassavetiana (móvil, inquieta, eventualmente temblorosa) y apropiándose de material de YouTube, algunos elementos de Flores del mal pueden hacer algún “ruido”. Rachid no parece un gran viajero ni tampoco el huérfano callejero que se supone que es. La actriz Alice Belaïdi responde cabalmente al viejo truco de la chica linda y algunas referencias cuajan más que otras. Que Anahita cite el hedonismo libatorio de Omar Khayyam basta para recordar que hay un Irán sin rezos, chadores o Corán. Que le haga leer a Rachid en voz alta a Baudelaire, en cambio, será narrativamente útil como signo de puente cultural, pero la poesía de Baudelaire no parece tener mucha relación con su mundo o el de Rachid. Sin embargo, la dinámica visual, el mestizaje, la libertad narrativa, el modo en que las escenas respiran, el carácter esponjoso del relato (que no es sólo de Rachid) hacen de Flores del mal lo que más importa: un film que, a diferencia de quienes caen en las calles de Teherán, está vivo.
Cuando el hielo se deshiela mejor La velocidad, el ritmo sostenido, la acumulación, el humor físico y algún buen personaje nuevo hacen que esta cuarta parte de la saga supere a sus antecesoras. Como sucedió ya con alguna Harry Potter, la última Las crónicas de Narnia y la más reciente de la saga Crepúsculo, La era de hielo 4 supera claramente a sus antecesoras. Dejando de lado a la ardilla Scrat (que igual es, digámoslo de una vez, una copia desfachatada del Coyote), las tres primeras eras de hielo no iban más allá del producto en serie, previsible e impersonal. Sin ser perfecta ni genial, esta tercera secuela transmite la sensación esencial de no haber sido hecha por máquinas, sino por gente. Gente que le puso un toque personal al asunto, que disfrutó haciéndola, que no la pensó sólo en términos de producto. En ese punto no puede dejar de observarse que esta vez uno de los dos codirectores es un tal Steve Martino. Su nombre tal vez no suena mucho, pero unos años atrás este buen señor dirigió Horton y el mundo de los Quién, otra película de animación que parecía hecha por gente. Lo cual da para pensar que algo tendrá que ver don Martino con que esta vez el hielo deshiele mejor. La velocidad, el ritmo sostenido, la acumulación, el humor físico y algún buen personaje nuevo son claves aquí. Los puntos (3) y (5) son de rigor en toda secuela, donde se suele recurrir a la suma y la multiplicación como operaciones de diferenciación. Los puntos (1), (2) y (4), en cambio, parecerían obra y gracia del “Tata” Martino y, en tal caso, quizá también de David Ian Salter, montajista de Toy Story 2 y Buscando a Nemo, que por lo visto cambió de camiseta y se pasó a la Fox. Como llevada por el propio efecto de arrastre del que la película trata, La era de hielo 4 no para nunca. Arrastre de bloques de hielo, que se desprenden por culpa de ya saben quién (en su eterna persecución de la Bellota Dorada, Scrat produce esta vez nada menos que la deriva de los continentes, de la que habla el subtítulo original), separando al mamut Manny, el tigre dientes-de-sable Diego y el perezoso Sid del resto de su multizoológica comunidad. En la deriva, ellos tres y la abuela de Sid se toparán con una tripulación pirata, comandada por el temible capitán Gutt, orangután feroz, dispuesto a tomar por asalto su “nave”: el iceberg en el que viajan. Cada tanto Scrat se cruza con ellos (cruces que, como en las anteriores, funcionan a la manera de “separadores” televisivos), intentando atrapar la histericona bellota (como en el Coyote y el Correcaminos, este par es una clara metáfora sexual) y ocasionando nuevas calamidades cósmicas a su paso. A la de los piratas se suman otras subtramas antropomorfizadas (el sobreprotector mamut Manny no quiere que la hija adolescente salga con un atractivo mamuteen, el duro Diego es ablandado por una tigresa blanca a la que en el original da voz Jennifer López). Una de esas subtramas incluye a la disfuncional familia de Sid, que no sólo se caracteriza por un escasísimo apego a la higiene (los perezosos parecen ser bastante roñosos), sino que además no duda en abandonarlo por segunda vez (el pobre Sid siempre sufrió por eso), ahora junto con la abuela. Entre senil, zarpada y malcriada, ésta es seguramente el más atractivo de los nuevos personajes, logrando, además, que lo que parecía puro delirio personal termine resultando la salvación para la entera tripulación del iceberg. Unas sirenas monstruosas, la aparición de un inesperado arcoiris y la llegada a una Nueva York de la prehistoria son algunos de los puntos altos de una película que, definitivamente, entretiene. Se trata de un secreto que Hollywood siempre dominó y alguna vez perdió. Y lo hace sin estupidizar a nadie, lo cual no deja de ser meritorio. No puede cerrarse la nota sin agregar que, copiando el ejemplo de Pixar, esta vez la Fox precede el largo de un corto. Y no uno cualquiera, sino uno de Los Simpson, a la altura de lo mejor de la serie.
De sátira ácida a fábula humanista La premisa es digna de Bienvenido Mr. Marshall, Un, dos, tres, de Billy Wilder, o la novela Noticia bomba, de Evelyn Waugh. Cuando un destacamento británico vuela por los aires una mezquita afgana, la jefa de prensa de Downing Street emprende un operativo relámpago de propaganda, cuestión de instalar la idea de que británicos y árabes mantienen unas relaciones divinas. Gritando bingo, sus asesores dan con cierto sheik yemenita que decidió levantar un lago artificial en su desértico país. ¿Para qué? Para dedicarlo a la pesca de salmones. Salmones ingleses, para más datos. Mejor todavía, una agencia británica representa los intereses del sheik. Desde ya que el proyecto, que incluye el traslado y posterior supervivencia de diez mil peces escoceses –a través de medio mundo y por un costo no menor a los 50 millones de dólares– es absolutamente irrealizable. Eso es lo de menos, lo importante es hacerlo ya. Basada en una novela y con guión de Simon Beaufoy (Todo o nada, Slumdog Millionaire), el camino de Salmon Fishing in the Yemen (título original) se presenta allanado: no habría más que desarrollar ese punto de partida para sacar de allí una sátira como la gente. Pero sucede que para todos los implicados en Un amor imposible esa premisa es apenas un disparador para otra cosa. ¿Qué cosa? Lo archiconocido: una historia de amor y superación, utopía políticamente correcta, redenciones al por mayor. La magia del cine (contemporáneo), convirtiendo en fábula “humanista” lo que comenzó como ácida sátira política. Personajes de esta mutación: un biólogo, oscuro burócrata del Ministerio de Agricultura y Pesca (Ewan McGregor), que sabe que es todo un disparate, pero terminará casi más seducido por las nobles intenciones del sheik que por la belleza de la representante de éste. La interpreta Emily Blunt y su novio, capitán del ejército, acaba de ser dado missing in action en Afganistán (antes de la media hora, la comedia va dando lugar al melodrama). Por obra y gracia de la political correctness, el sheik en cuestión (Amr Waked) resultará no ser el recontrasupermillonario, autócrata y dispendioso que da toda la sensación de ser, sino un árabe sabio, educado, animado de las mejores intenciones... y recontrasupermillonario, claro. Ultima agonista y resorte principal de la sátira que Un amor imposible debió haber sido: la jefa de prensa del primer ministro, todo un Maquiavelo con pollera (Kristin Scott Thomas, desembarazada del costado de señora bián que la acecha desde siempre como una sombra). ¿Que Un amor imposible rebosa, en muchos de sus diálogos y en la inteligencia con que está planteada más de una situación, de lo que suele llamarse “humor inglés”? Rebosa, sí. El problema es que lo que durante el planteo funciona como motor de propulsión, de allí en más se convierte en premio consuelo.
Una película en forma de diario A partir de una novela-blog de Eliette Abecassis, el director francés lucha con los escollos de lo cotidiano en el cine. Un suceso feliz pudo haber sido la primera película-blog. Género potencialmente interesante, aunque no del todo nuevo: lo que se conoce como “diario cinematográfico” (que tiene como mayor exponente al francés Alain Cavalier) es de por sí el equivalente cinematográfico de un blog. Basada en una novela cuya autora (Eliette Abecassis) narra su experiencia desde la concepción hasta el puerperio, con el embarazo como momento estelar, es evidente que Un suceso feliz fue en su origen una crónica personal. Algo que la película pone de manifiesto sobre el final, cuando la protagonista termina de escribir su relato de un tirón, lo titula, cierra el archivo y recién después lo reabre, subtitulándolo “una novela”. Ese es justamente el problema. La clase de nimiedades que en forma de diario o de blog pueden resultar amenas, graciosas y divertidas, suelen ser un material demasiado soso para una novela, si no se le encuentra alguna vuelta ficcional que le dé relieve. Un suceso feliz prueba, por si hacía falta, que lo mismo sucede con las películas. “La historia empezó acá”, dice la voz en off mientras se ve la tremenda panzota (de utilería) de la protagonista, y la voz duda de si es entonces o en otro momento cuando en verdad empezó la historia. Es un comienzo atractivo, por lo lúdico y autorreferente. El atractivo se redobla con una secuencia digna de Una mujer es una mujer, de Godard. El chico y la chica se conocen en el videoclub donde él trabaja y ella va a alquilar. Ella pide In the Mood for Love y de ahí en más mantienen un juego amoroso hecho de títulos de DVD. El le ofrece Un hombre y una mujer y Las leyes de la atracción. Ella contesta con Atrápame si puedes y al rato se están besando. Gran comienzo para una comedia romántica. Pero suceden dos cosas: el resto no está a la altura de ese comienzo, y lo que pintaba para comedia romántica termina pareciéndose más a una serie de notas al pie de un manual de embarazo y puerperio. ¿Cómo dar interés a cosas tan de todos los días como la primera visita al ecografista, la determinación del sexo del bebé, las primeras pataditas, el curso de preparto o la depresión posparto? Dos opciones: una es narrarlas desde una primera persona que subjetivice todo eso, tanto como para volverlo distinto; la otra, inscribir esos pequeños incidentes en el marco de una historia y unos personajes que los contengan y realcen. No carente de gracia y burbujeo, el problema de la película dirigida por Rémi Bezançon (de quien aquí se conoció la anterior El primer día del resto de tu vida) es que no opta del todo por ninguna de esas opciones, quedando en una media agua que por largos momentos es apenas línea de flotación. Los protagonistas no están suficientemente desarrollados para generar empatía, no les pasa nada distinto de lo que a cualquier pareja –desde la infatuación inicial hasta la guerra matrimonial– y el relato de la protagonista en off es vivaz, pero no llega a tener un sello personal. Quedan los secundarios, clave de toda comedia. Se destacan dos. Uno, el amigo bruto y misógino, es una copia demasiado evidente de los que en las comedias estadounidenses suele encarnar Seth Rogen. El otro, la mamá interpretada por esa Rita Cortese con acento francés que es Josiane Balasko, es el personaje mejor redondeado. Tan setentista como para haber fumado algo más que tabaco durante su embarazo (y para haber llevado a sus dos hijas chiquitas de excursión a Nepal) y tan jodida como para tirarle tierra al embarazo de la hija, cada vez que ella aparece la película pasa algo distinto de lavar pañales o no poder dormir porque la nena llora. Se impone una gigantesca nota al pie: la protagonista, Louise Bourgoin, más que ser el gran hallazgo de Un suceso feliz es una película en sí misma. Linda, sexy sin necesidad de posar de serlo, dueña de un rostro que se le ilumina desde dentro y con la suficiente intensidad para dar la sensación de que está pariendo en serio (y de que está cogiendo en serio, también: las escenas de sexo son infrecuentemente creíbles), esta chica parece nacida para ser filmada.
Madre con desplantes de diva Es curioso que Desmadre esté basada en una novela (Para ella todo suena a Franck Pourcel, del mexicano Guillermo Fadanelli), ya que si algo no logra la película es desarrollar lo que las novelas suelen desarrollar. Las buenas, al menos: una sustancia narrativa, unos personajes con existencia propia, un cuerpo de relato que consista en algo más que situaciones aisladas. Esas insuficiencias no tienen nada que ver con el género –desde ya que se puede lograr todo eso en una comedia dramática, como es el caso–, sino con el carácter epidérmico de una película que, como su protagonista, parece no poder decidir qué quiere hacer consigo misma. Y en la indecisión se paraliza. Para Carla (la debutante Florencia Otero), que madre vuelva de España, donde vive hace años, es la peor noticia que podría recibir. Pronto se entiende por qué: además de venir hablando como española (“acá estoy, con Isabel Pantoja”, protesta Carla), mamá (Claudia Fontán) es una de esas cuarentonas que se comportan como nenas malcriadas, con desplantes de diva y tirándoles eventualmente los galgos a algún candidato de la hija. En el taxi que la trae de Ezeiza se queja de que no la dejaron fumar en el avión y, cuando el chofer le dice que ahí tampoco se puede, larga toda una ristra contra el fascismo, la intolerancia y la mala educación argentinos. Carla acierta cuando comenta que si hay algo que su madre no puede tolerar de ella es que sea mujer... y más joven. El problema es que a lo largo de la película el conflicto madre-hija se mantiene cristalizado en ese punto, tal como se presenta en los primeros minutos. No sucede algo muy distinto con la materia narrativa restante: el ex de mamá (Arturo Goetz), que se tira lances con Carla, en una serie de flashbacks de estética ligeramente kitsch; la tía de Carla (la siempre luminosa Silvia Kutika), que fuma porro con la sobrina mientras habla mal de la hermana; Nazareno, joven empleado de Goetz (Nazareno Casero), con el que evidentemente hay onda, aunque ella juega a que no. “Qué linda te ponés cuando te resistís”, comenta él, y es asombrosamente cierto: el rostro entero de Florencia Otero cambia, muta, se ilumina, cada vez que lo ve. El comentario de Nazareno es un momento de gran verdad cinematográfica. Es como si de pronto la película descubriera algo de sí misma y lo dijera en voz alta. Lamentablemente es el único hallazgo de esta primera película coescrita y codirigida por Jazmín Stuart, junto a Juan Pablo Martínez: el resto simplemente pasa, como si no hubiera nadie allí para registrarlo.