Modelo perfecto de cómo hacer cine de género El opus 21 del realizador de La gran estafa es en verdad su primera película. No sólo eso: es una de las mejores que la industria haya producido en bastante tiempo, un film de acción que restituye al cine de acción su carácter físico. Hace rato que el tipo dio con la fórmula para filmar rápido, barato y variado. La clave: el formato digital, que permite economizar costos y tiempos. Como además él mismo hace cámara y edita, termina cada jornada con las secuencias procesadas y faenadas. La combinación velocidad-practicidad-ductilidad, sumada al prestigio entre sus pares, que le permite sumar al elenco al famoso que se le antoje, lo convierte en apuesta segura para la industria. Lo que Steven Soderbergh no había logrado hasta ahora era crear películas vivas. Sexo, mentiras y video era tan desafectada como el díptico Che, Traffic tan maquinal como la trilogía La gran estafa, Vengar la sangre tan indiferente como Contagio. Para no hablar de los trabajos crudamente alimentarios, como Erin Brockovich, o los bodrios lisos y llanos, como Kafka, su versión de Solaris o la infumable Full Frontal. Todo ello permite aventurar que La traición, opus 21 de Steven Soderbergh, es en verdad su primera película. No sólo eso: es una de las mejores cosas que la industria haya producido en bastante tiempo. Y tampoco eso solo, ya que Haywire (título original) es un modelo perfecto de cómo hacer cine de género aquí y ahora. Desde el momento en que la morocha, sentada a la mesa de un bar rutero, putea para adentro al ver al tipo que baja de un auto, se instala –sin necesidad de grandes gestos o efectos dramáticos– una tensión que ya no va a decaer. La morocha es Gina Carano, estrella de las artes marciales que debuta en cine. Soderbergh dice haber hecho la película por ella y para ella, y da toda la sensación de ser cierto. Por más que las peleas a trompada y patada limpia se reduzcan a apenas tres o cuatro en todo el metraje, sin Carano hubieran sido imposibles. Por una razón sencillísima: Soderbergh las filma exactamente al revés de como lo hacen los grandes burros del cine de acción. Guy Ritchie, Luc Besson o Michael Bay, pongámosle. En lugar de mil planos cortos por segundo, Soderbergh lo hace casi sin cortes, en planos largos, de modo que se puede ver cómo dos cuerpos pelean. Lo cual es esencial, en tanto restituye al cine de acción (al cine, en general) lo que a ese cine le es más básico y el combo clip-digitalización le hizo perder: el carácter físico. Que Carano sea una capa en el arte de la trompada y la patada, y que Soderbergh sepa cómo filmarla, no quiere decir que el realizador pise el palito y haga una de artes marciales, género limitado si los hay. La traición es una de acción con intriga de espionaje y grandes escenas de artes marciales. Todo eso junto es lo que mantiene el interés. Por un lado, la incerteza propia del cine de espionaje, que hace que nunca se sepa quiénes son los amigos y quiénes los enemigos y que pone al espectador en estado de alerta permanente. Carano es Mallory Kane, pesadísima ex marine y agente encubierta, que trabaja para una agencia privada. Su jefe directo, Kenneth (Ewan McGregor), alguna vez su amante, la recomienda para rescatar a un periodista chino, secuestrado en Barcelona, a quien un funcionario del gobierno yanqui (Michael Douglas) y un español que no se sabe bien qué pito toca (Antonio Banderas, que después del receso de La piel que habito vuelve a actuar horriblemente) quieren sano y salvo. De allí en más vendrán los dobles juegos, las traiciones, las cartas marcadas. Lo propio del espionaje, en suma. ¿Que todo suena entre remanido, trillado y rocambolesco? ¡Obvio! La traición es una clase B, y en la clase B el oro se fabrica con barro. El oro de Soderbergh es la seguridad, cadencia y sentido del ritmo (no confundir con velocidad, que es lo que haría la tríada Ritchie-Besson-Bay) con que avanza de un plano a otro, de una secuencia a otra, de un tiempo a otro. Como suele hacerlo, el realizador de Un romance peligroso (de sus películas, la que por clasicismo y placer narrativo más tiene que ver con ésta) narra en tiempos fragmentados, avanzando y retrocediendo. Pero sin que nunca deje de entenderse qué pasa y cuándo. Aunque todas las escenas de acción son modélicas –empezando por la inicial, en la que Carano y su contrincante parecen a punto de tirar abajo una cafetería–, sin duda que el gran momento de La traición es ese en el que ella y Michael Fassbender (ésta y Prometeo: dos estrenos en la misma escena para el omnipresente actor de Shame) se cagan a patadas (perdón, no hay otra forma de decirlo) a lo largo y a lo ancho de un cuarto de hotel. Gran escena por la ferocidad, la fisicidad, la verosimilitud, la dinámica. Pero también por estar filmada como si se tratara de un polvo, con “orgasmos” incluidos y todo. Soderbergh dice haber seguido a Hitchcock esta vez, y otra vez no miente. Como aquél aconsejaba, Soderbergh filma aquí el crimen como si fuera sexo y el sexo como crimen. De hecho, esta escena es la versión artes marciales del famoso beso por toda la habitación (de hotel, también) de Tuyo es mi corazón.
El mal como espejo deformado del bien Por el modo en que le pone freno a todos y cada uno de los peores vicios del Hollywood actual, esta sorpresiva versión del clásico relato infantil reactualiza lo mejor del cine clásico, poniendo los cuentos de hadas a la luz del cine fantástico. Esta sí que es una sorpresa. Uno espera encontrarse con la vacuidad estándar de las superproducciones de Hollywood, la pereza creativa de todas las semanas, la falta de riesgo, el show de efectos, efectitos y efectismos, y en lugar de eso se topa con una flor de película, que recupera, relee y reactualiza lo mejor del cine clásico, poniendo los cuentos de hadas a la luz del cine fantástico y de aventuras, retomando la crueldad y oscuridad originales y haciendo todo eso con nervio, tensión, sentido del ritmo, dominio del medio, exuberancia y emoción. ¿De dónde salió este Rupert Sanders, héroe primordial de este gran triunfo ético y estético, a quien nadie conocía y de quien aún hoy, con Blanca Nieves y el cazador en los cines de todo el mundo, es bien difícil conseguir información, por mucho que se navegue? Una miniinvestigación a las apuradas permite sacar en limpio que el tipo es inglés, andará por los treinta y pico y tiene por único antecedente algunos comerciales y cuatro cortos. Con antecedentes o sin ellos, Mr. Sanders acaba de filmar una de las mejores películas que haya dado la industria en vaya a saber cuánto tiempo (excluimos del listado a los “grandes autores”). Una de las mejores y de las más importantes, por el modo en que le pone freno a todos y cada uno de los peores vicios del Hollywood actual. El primer mérito es del guión, que aborda el cuento sin una agenda previa. Lo que parece haber animado a la tríada integrada por Evan Daugherty, John Lee Hancock (que combina antecedentes tan buenos como Un mundo perfecto y Medianoche en el jardín del bien y del mal con otros tan malos como The Alamo y Un sueño posible) y el iraní Hossein Amini (guionista de Drive, otra de las grandes películas del año) no es la fidelidad, la parodia, el clasicismo o la posmodernidad, sino la simple libertad de hacer con la historia de los Grimm lo que mejor le venga a la película. Que funciona, así, de modo autónomo, con la “Blancanieves” de los Grimm como fuente de inspiración. La base está: el buen rey viudo se casa en segundas nupcias con una reina mala, que lo asesina, usurpa el trono y encarcela a su hija, Blanca Nieves (Kristen Stewart, perfecta). A quien, llegada a la adolescencia, ordenará asesinar, cuestión de que no le haga sombra con su belleza. A partir de ese momento y con la aparición del cazador, el guión profundiza sus libertades. La mayor de las cuales es convertir a la víctima propiciatoria en una guerrera de lanza y armadura, más próxima a Juana de Arco que al frágil corderito del original. Tanto como la película entera parece heredar más de Game of Thrones que de todas las versiones previas de “Blancanieves”. Además de darle una absoluta contemporaneidad a su obsesión por la juventud y la belleza, tal vez sea ésta la primera vez en casi doscientos años en que, sin dejar de ser una verdadera bruja, a la reina (Charlize Theron) no sólo se le dan razones para serlo, sino, mejor aún, un pasado que remeda al de la mismísima Blanca Nieves. El mal como espejo deformado del bien. Y vaya si en esta historia el espejo tiene un rol protagónico. Algo semejante puede decirse sobre el personaje del cazador (hosco, noble y bruto, Chris Hemsworth parece un John Wayne extrapolado), dueño de una historia trágica que también le da sentido, y de los enanos, que además de remedar a minihooligans (y de ser un seleccionado de grandes secundarios británicos, desde Bob Hoskins hasta Ray Winstone, pasando por Ian McShane, Toby Jones y Nick Frost), cumplen ahora una función mucho más decisiva que la de simpáticos comic reliefs. Ajeno a toda parodia, cinismo o cancherismo, Mr. Sanders se toma en serio la historia que tiene entre manos, sin confundir seriedad con solemnidad. No hay sobrepeso ni gravedad en Blanca Nieves y el cazador. Hay una narración que crece tanto como la propia protagonista. Crece y se cohesiona, gracias a un admirable equilibrio entre sentido narrativo e imaginería visual (los guerreros-fantasma del comienzo, el dorado espejo ectoplásmico, las negras metamorfosis de la reina), entre perversidades de palacio (la relación entre Ravenna y su hermano, rubios arios, está a un pasito nomás de la de sus incestuosos equivalentes de Game of Thrones) y escenas de acción. Escenas que el realizador filma –¡Cronos sea loado!– dándole a cada plano la duración necesaria para que pueda entenderse quién espadea con quién, y por qué. A diferencia de nueve y medio de cada diez realizadores à la page, que suponen que para que el público no se aburra, hay que hacerlo a mil por hora. Con la historia armoniosamente trasvasada de Europa central a la Bretaña celta y gaélica, lo único fuera de lugar en Blanca Nieves y el cazador, además de innecesario, es el haber hecho de la heroína una chica tan católica que hasta reza el Padrenuestro. Podría haber sido una Juana de Arco igual, sin necesidad de cruces o rezos.
Un film digno de ser habitado La ópera prima de Mumenthaler no se preocupa tanto por el guión como por construir climas, personajes y relaciones. Hay un notable tratamiento dramático del espacio, pero su singularidad está marcada por el retrato de la hermandad como “fatalidad”. No se trata sólo de que Abrir puertas y ventanas transcurra, casi en su totalidad, dentro de una casa. Tampoco que esa casa tenga, como tiene, un rol protagónico. Lo que distingue la ópera prima de Milagros Mumenthaler (Buenos Aires, 1977) es que funciona como una casa. Como si no hubiera sido hecha para ser vista, sino habitada. El espectador ingresa a Abrir puertas y ventanas como a cualquier casa desconocida: reconoce lentamente sus rincones, se familiariza con el mobiliario, los ambientes, los objetos, su historia, ritmos y rituales, conoce muy de a poco a sus habitantes, hasta terminar sintiéndose parte de ese mundo. Pero nunca pierde del todo la extrañeza. Es que, a diferencia de lo que suele verse en cine, los habitantes de esa casa no responden a una lógica psicológica que explique, con redonda coherencia, desde sus gestos más mínimos hasta su entero “ser en el mundo”. Las chicas de Abrir puertas y ventanas no se explican: son. Son de maneras no del todo definibles, comprensibles o previsibles. Lo cual, en términos cinematográficos, responde a la lógica más estricta: ¿por qué habría de conocerse del todo a personas con las que se convive una hora y media o dos? Una de las películas argentinas más “viajadas” y premiadas del año pasado (tres premios en Locarno, dos más en Mar del Plata), Abrir puertas y ventanas se siente orgánica porque fue trabajada de modo orgánico, sin preocuparse tanto por obedecer a un guión de hierro como por construir, en conjunto, climas, personajes y relaciones (ver entrevista). Relaciones que, desde ya, incluyen a la casa. Una casa que, se advierte desde el comienzo, no es tanto la de Marina, Sofía y Violeta como la de su pasado. Hay mucho pasado en esa casa. Pasado absoluto, que revelan los objetos: el televisor con antena tipo “orejas de conejo”, un tocadiscos y muchos discos, un ventilador de puro hierro, la vieja radio Noblex. Pasado detenido, cristalizado: los objetos de mamá y papá, que quedaron para siempre, así como estaban, en el garaje. Pasado de Marina, Sofía y Violeta, con placares y estantes llenos de juguetes de cuando eran chicas. Patines, esquíes, zapatos y zapatillas que ya no les van. Marina (la debutante María Canale), Sofía (Martina Juncadella) y Violeta (Ailín Salas) andan ahora entre los 17/18 (Violeta todavía va al cole) y los veintipico (Marina va a la facu; Sofía empieza arquitectura pero después deja). Es marzo o abril (las clases empezaron hace poco) y la abuela murió “para la época de las fiestas”, según se dice en algún momento. No de vieja, sino sorpresivamente. Los padres murieron antes. Bastante antes. No se sabe exactamente cuándo ni cómo (exceso de elipsis, tal vez). La cuestión es que Marina, Sofía y Violeta ya están grandes para seguir viviendo en la casa familiar. Por eso en algún momento alguna se mandará a mudar y alguna otra, hecho el duelo, reconvertirá la casa de la abuela en casa propia. Para lo que Marina, Sofía y Violeta están chicas es para hacerse cargo del cúmulo de trámites y gestiones que dejó la inesperada muerte de la abuela. Así como del cuidado de una casa en la que, por tener sus años, de pronto las cosas se descomponen. Verdadero paraíso del subtexto hecho cuerpo, de lo no dicho pero perceptible, hay un notable trabajo de fuera de campo, de tratamiento dramático del espacio en Abrir puertas y ventanas. Fuera de campo espacial (la vida de las chicas fuera de casa) y, sobre todo, temporal: todo lo que sucede, los propios objetos, llevan la marca de cosas que ocurrieron en el pasado. Tratamiento dramático del espacio y los objetos: ver el cómico vibrar erótico del curioso colchón eléctrico de la abuela o el árbol de raíces significativamente muertas (demasiado significativamente, quizás). Un vestuario que habla: la propensión de Violeta a andar en bombachita, la ropa ajustada de Sofía, el intento de Marina de invisibilizar su cuerpo con unos vestidos amplios como batones. Sentido dramático del color: ver el body celeste furioso de Sofía o el amarillo, igualmente furioso, de la blusa que luce Marina tras sacarse las ganas con el inquilino. Sin embargo, si en algún punto construye Abrir puertas y ventanas su singularidad es en esa relación hecha de recelos, secretos, envidias, cositas escondidas en los cajones, comentarios viperinos, entripados de larga data, caricias y ataques de furia loca: la hermandad como fatalidad. El debut de Milagros Mumenthaler anuncia todo un mundo que inevitablemente se irá desplegando de aquí en más, como sucederá también con las carreras de María Canale, Martina Juncadella y Ailín Salas. La noticia es que sigue habiendo vida (nueva) en el cine argentino.
Todos tienen su segunda oportunidad Buenos actores en manos de un director confiable le dan vida a esta película que proyecta diversas fantasías de superación personal. Claro que estas certezas no alcanzan para darle vuelo a una historia que transita los lugares comunes del “florecimiento tardío”. Trátese de El monte de las viudas, Chicas de calendario o, ahora, El exótico Hotel Marigold, la fórmula es siempre la misma: media docena de rostros conocidos, reconocidos y prestigiosos, dando vida a un grupo de veteranos que experimentan un florecimiento tardío. Cuestión de ratificar, una vez más, aquello de “viejos son los trapos”, generando la previsible empatía en un espectador que “se ve reflejado”. Cada uno a su turno, todos se superarán a sí mismos, logrando ser mejores de lo que fueron hasta entonces y/o consumando finalmente deseos postergados durante toda la vida. ¿A quién no le gusta verse reflejado en ese espejo mejorador? Al espectador que se dé cuenta de que está todo armado justamente para halagar sus fantasías de superación. Pero esos suelen ser los menos, así que bienvenida sea El exótico Hotel Marigold a su exitoso destino local. Lo que en un caso es Joan Plowright, Mia Farrow o Natasha Richardson, y en otro Helen Mirren y Julie Walters, ahora pasa a ser Judi Dench, Tom Wilkinson, Bill Nighy y, faltaba más, Maggie Smith (da la sensación de que si en una película de éstas no ponen a Maggie Smith, Queen Elizabeth in person podría llegar a denunciarlos en público). Y Penelope Wilton y Celia Imrie, a quienes tal vez no se reconozca por los nombres. Pero quienes hayan visto Match Point, ambas Bridget Jones y la propia Chicas de calendario reconocerán de inmediato. Y Dev Patel, a quien ¿Quieres ser millonario? convirtió en Embajador Cinematográfico de la India en Occidente. Porque El exótico Hotel Marigold transcurre en la India, ese lugar tan lleno de pobres y enfermos, en el que los turistas ingleses de tercera edad gustan revivir una vieja tradición británica: la de sentir que no hay país del mundo donde se tome un té tan bueno como at home. En algún caso más justificadamente que en otro (a Maggie Smith, que tiene que operarse de la cadera, el Servicio de Salud la deriva a un hospital más económico... que queda en Nueva Delhi), media docena de + de 60 van a parar al hotel del título. Ruina familiar, que un muchacho tan torpe como fabulador e inexperto (ansioso, gritón y con los ojos muy abiertos, Dev Patel parece Roberto Benigni haciendo de Peter Sellers en La fiesta inolvidable) trata de sacar adelante. Cuestión de demostrarles a los suyos, y de paso a sí mismo, que no es tan torpe, fabulador e inexperto como ellos (y él) creen. Su mezcla de entusiasmo, pusilanimidad, ingenuidad y atropello convierten al muchacho en el equivalente más perfecto de la criada negra de Lo que el viento se llevó que el cine haya producido en los últimos 73 años. Con la diferencia, claro –¡son tiempos de no-discriminación, qué tanto!– de que al final él también tendrá su segunda oportunidad. Porque aquí segundas oportunidades no se le niegan a nadie. Ya se trate de la mujer que no conoció otro hombre que el marido (Dench) como del gay que se pasó toda la vida en el closet (Wilkinson), el viejo verde (Ronald Pickup, el menos conocido del elenco), la soltera ligerona (Imrie), la racista de manual (Smith), el pobre tipo que hace siglos viene soportando a la bruja con la que se casó (Nighty) y, claro, la propia bruja (Wilton). A los actores les sobra clase (y no parecen estar dando clase de actuación, que es el peligro en estos casos), el guión le tiene pánico a los imprevistos y John Madden se confirma, después de Shakespeare apasionado y La prueba, como eso que los productores llaman un director confiable. En otras palabras, uno que jamás va a salirse de la rutina.
Otra visita al planeta Aki En la ciudad normanda de Le Havre aparece abandonado un container con refugiados africanos, a uno de los cuales persigue la policía. Y, a través de la solidaridad vecinal, Kaurismäki deja que prevalezca el deseo de esperanza a toda costa. En la fonola del bar Le Moderne, ubicado en una esquina de barrio de la ciudad normanda de Le Havre, no se escucha pop francés, algún hit internacional o música de fusión árabe o africana, sino “Cuesta abajo”, de Gardel y Lepera. Y no cualquier versión, sino la original, la de los años ’30, dando la sensación de que la escena se alarga después en la vereda, nada más que para que la voz del Mudo pueda oírse un rato más. Allí termina de quedar claro, por si hacía falta, que Le Havre de Le Havre no es Le Havre, sino Le Havre de Aki Kaurismäki. Es posible que no haya en el cine contemporáneo un autor más fiel, más consecuente con el trazo de su firma que el creador de los Leningrad Cowboys, de Ariel, de Nubes pasajeras o de El hombre sin pasado. Como todas sus películas, El puerto (tal el título con que Le Havre se estrena en la Argentina) no transcurre en este mundo, sino en el planeta Aki. Sin embargo, de todas sus películas, El puerto es, seguramente, la que guarda una relación más notoria y visible con este mundo, en la medida en que aborda uno de esos temas que, en otra época, algún amante de los lugares comunes hubiera llamado “de candente actualidad”: el de los inmigrantes sin papeles de los países pobres. De esos a los que los gobiernos europeos quieren echar al mar. Nada más parecido a Helsinki (la Helsinki de Hamlet en el mundo de los negocios, La chica de la fábrica de fósforos y Luces al atardecer, al menos) que la pequeña ciudad normanda de El puerto. Las calles solitarias parecen las mismas. Las noches, los vecinos, las barras de los bares, el silencio imperante, también. Es el planeta Aki, con su gente parca y solitaria, sus rostros familiares, su caballerosidad a la antigua, sus perritos compañeros, sus autos, mueblería y gadgets como de los años ’50. Hasta los propios empleos son de otra época: el protagonista de El puerto, Marcel Marx (André Wilms, integrante de la troupe Kaurismäki desde La vie de Bohème, 1990), es zapatero, oficio casi tan extinto como el de deshollinador. El de El puerto es el barrio a la antigua, con su panadera, el almacenero, la dueña del bar y hasta el delator, que parece salido de El cuervo, de Clouzot (un Jean-Pierre Léaud cada día más triste). Tan a la antigua que (ver entrevista) ese barrio dejó de existir como tal en cuanto terminó el rodaje de El puerto. Pero ya en la primera escena, la aparición de un inmigrante asiático, vendedor ambulante con papeles falsos, anuncia que personajes de otro mundo se han inmiscuido, como fantasmas, en esa foto de medio siglo atrás. Unas escenas más adelante se suman a la foto un grupo de inmigrantes provenientes de Gabón, extraviados en un container, camino a Londres. “Armado y peligroso”, dicen las primeras planas de los diarios sobre el chico que escapa de la policía, y poco después se verán, en un noticiero de televisión, imágenes de la represión policial a un campamento de refugiados, a kilómetros de allí, en Calais. Una represión tan real que un documental exhibido el año pasado en el Bafici (Qu’ils reposent en révolte) está enteramente dedicado a ese episodio. El cine de Kaurismäki, que en su etapa clásica halló en el absurdo y en un romanticismo de fondo, cuidadosamente acidificado, vías de escape (o de consuelo) ante el fatalismo dominante, a partir de El hombre sin pasado, no por nada su película más vista, fue dejando entrar dosis de esperanza hasta entonces impensadas. Dando un paso más en ese sentido, la solidaridad vecinal de El puerto, la camaradería popular frente al despiadado poder político, el deseo de esperanza a toda costa –al precio del cuento de hadas– arrima el cine de Kaurismäki, caracterizado hasta ahora por su austeridad, ironía y pesimismo, a zonas que parecían muy distantes: la idealizada Marsella popular de Marius y Jeannette y otras películas de Robert Guédiguian (no por nada aparece aquí Jean-Pierre Darroussin, uno de sus iconos) y hasta la combativa Gran Bretaña proletaria de Ken Loach, a quien no casualmente el creador de los Leningrad Cowboys cita con asiduidad en entrevistas recientes. En paralelo con el costado social-solidario, El puerto narra una segunda historia: la de la relación amorosa entre el zapatero y su esposa (Kati Outinen, emblema definitivo del cine de Kaurismäki), que conduce de lleno a lo que podría llamarse “melodrama hospitalario”. A diferencia de melodramas previos (La muchacha de la fábrica de fósforos, Juha sobre todo), caracterizados por su seca crueldad, asoma aquí una corriente sentimental, que vincula a Kaurismäki con otro referente que parecía poco afín. Si su cine siempre fue, por su hierático estoicismo, keatoniano, la sentimentalidad de El puerto explica que el realizador más influyente sobre Kaurismäki sea en la actualidad, según él mismo ha confesado en entrevistas, el Chaplin de Luces de la ciudad o Candilejas. Pero la crudeza à la Bresson sigue estando. No sólo en la frontalidad de la cámara y los brazos frecuentemente caídos de sus personajes, sino en la búsqueda de pureza visual que lo lleva a relacionar objetos y miradas, en planos-detalle brutalmente fijos y por cortes abruptamente directos, para extraer de allí sentidos. Véase la primera escena, con su ecuación: mirada hacia abajo del protagonista + zapatillas de los paseantes + caja y pomadas de lustrar, que presenta en tres planos personaje y situación. O el otro sorprendente plano-detalle, que revela esa variante del “en casa de herrero, cuchillo de palo” que es un zapatero de zapatos sucios.
El regreso de los villanos favoritos De aspecto y postura impecables, Richard Gere atraviesa Misión secreta con un andar que, como de costumbre, hace pensar que cada plano es para él algo semejante a una pasarela. Sin embargo, contradiciendo su presencia de top model veterano, el personaje que encarna resulta ser un despiadado ex asesino de la CIA. Eso no es, sin embargo, lo más increíble de esta muestra subestándar de espionaje. Los guionistas Michael Brandt y Derek Haas –que habían escrito los de alguna Rápido y furioso, la remake de El tren de las 3:10 a Yuma y Se busca– intentan sacudir la modorra del lugar común con un par de desaforadas vueltas de tuerca, de esas que despiertan en la platea un incrédulo “Naaahhh”. El problema es que la película, dirigida por Brandt, no usa esas inverosimilitudes como guiños de complicidad, sino en un contexto de seriedad. Lo cual es el camino más directo al ridículo. Un ridículo nada divertido, por cierto. “Rusia está de vuelta”, avisa de entrada una alta autoridad de la CIA, justificando el regreso al género de sus villanos favoritos. Aquí se trata de un tal Cassius, superasesino de la ex URSS, al que se daba por muerto y enterrado desde aquel entonces. El corte que cruza la garganta de un senador estadounidense, degollado en medio de la noche, lleva su firma: Cassius no sólo está vivo, sino que está entre nosotros (piensan ellos). Es allí que una alta autoridad de la CIA (Martin Sheen) va en busca de Paul Shepherdson (Gere), que, se suponía, había despachado al tal Cassius un par de décadas atrás. Y que deberá volver a la acción, para terminar con él de una vez. Desconfiando tal vez de su infalibilidad, sus superiores le ponen de compañero a un joven colega del FBI (Topher Grace), que sabe todo sobre Cassius y Shepherdson, desde sus gustos culinarios hasta sus preferencias mortuorias. Buddy movie, oposición entre el hombre de acción y el académico con muchos libros y poca calle, el perro y gato que en la acción al final se hacen amiguísimos, las relaciones especulares entre ambos, el secreto íntimo que uno de ellos esconde y que justifica sus actos: no hay cliché al que el guión de Brandt & Haas no recurre. Eso, antes de echar mano del par de ases en la manga antes mencionados –uno bastante temprano, el otro bien tardío–, que parecen más del Superagente 86 que de Misión: Imposible.
Una fiesta escatológica en Australia La idea básica de la película es que no hay mejor manera de subvertir el orden burgués que hacer lo que sea para tirar abajo la celebración de un casamiento. Una suerte de “frivopunk” fiestero que, finalmente, tiene poco de subversivo. Muerte en un funeral + La familia de mi novia + ¿Qué pasó ayer? = Los padrinos de la boda. Escrita y coproducida por varios de los responsables del exitazo aquel del velorio inglés (que en el medio lucraron con una copia estadounidense), esta película dirigida por el australiano Stephan Elliott (el de Priscilla, reina del desierto) le aplica la fórmula del funeral a una boda, implanta en ella a cuatro amigos extraviados en un país desconocido (al estilo ¿Qué pasó ayer?), hace del suegro una pesadilla aterradora (remember DeNiro en la serie con Ben Stiller), salpimienta con caca de oveja, vómito humano y mucha merca y pasa luego por caja. La idea básica de Los padrinos de la boda es que no hay mejor manera de subvertir el orden burgués que tomar todo lo que haga falta para tirar la fiesta abajo, inventando así lo que tal vez podría llamarse frivopunk fiestero a la australiana. John Waters, Luis García Berlanga, los hermanos Farrelly y varios exponentes de la llamada “Nueva comedia americana” (no todos, por cierto) demuestran que, usada en contra de la idea burguesa de buen gusto, la escatología puede ser verdaderamente subversiva. En otras ocasiones es sólo una rama del humor de vestuario, la pedorrea adolescente o el “pis y caca” del bebé. Esta es una de esas ocasiones: los cuatro protagonistas (treintañeros, ellos) parecen incapaces de intercambiar cuatro palabras sin hacer referencia a los “pedos vaginales” por los cuales uno de ellos dejó a su novia, o a que el nuevo novio de otra no tiene pito. Vecinos de Londres los cuatro, uno de ellos conoció a una chica australiana en unas vacaciones en una isla del Pacífico, y en lugar de calentarse decidieron casarse. Así, de una. El novio invita a sus amigos a que hagan de padrinos, para lo cual todos partirán rumbo al país de los Bee Gees, hallando que el padre de la prometida es un senador nacional y que la fiesta está llena de representantes del poder oficial de la isla de las ovejas. Allí, un poco por torpeza, otro poco por borrachera y bastante por puras ganas de bardear, harán de ese paraíso pastoril poco menos que un infierno de caos y destrucción. Con el mismo estilo in your face que ya había exhibido en Priscilla, Elliott convierte un guión de por sí craso y efectista en la más estridente de las caricaturas móviles. Alguien vomita sobre el primoroso plato, otro se la pasa rascándose los testículos porque el pantalón le hace picar, entre tres tienen que sacarle droga del culo a una oveja que se la tragó, el discurso nupcial se traspapela y en su lugar el disertante se encuentra con el dibujo de unas tetas, en tren de improvisar hace chistes sobre la presunta homosexualidad del novio, la suegra (Olivia Newton-John, con el rostro más estirado que Guillermo Cherasny) se abalanza sobre una pila de merca y después se quiere voltear a todos los invitados... ¿Por qué habría que ser menos burdo, si uno de los gags que más gracia causaron de Muerte en un funeral era un viejito que se cagaba encima?
Social y masivo A la inversa de lo que sucede en la realidad, en cine lo social y lo masivo no suelen llevarse bien. Las películas que aspiran a ambas cosas se limitan a producir, las más de las veces, puro maniqueísmo, demagogia, reproducción de lugares comunes. En sus últimas películas, Pablo Trapero viene logrando meter ese elefante por el ojo de la aguja, abordando distintos aspectos de la marginalidad social –las cárceles de mujeres en Leonera, las mafias jurídico-policiales y el mundo de las guardias hospitalarias del conurbano en Carancho– sin perder complejidad y llevando gente a las salas. Ahora, Trapero levanta la apuesta y se mete en el mundo de la villa, para focalizar en quienes prestan ayuda solidaria. Levanta la apuesta tanto en relación con el tema –poniendo en cuestión la alternativa del trabajo solidario, desde fuera de encuadramientos políticos– como con el tamaño de la producción, que bordea lo que puede llamarse “cine de gran espectáculo”, tensando al máximo la cuerda, de por sí frágil, que ata lo social y lo masivo. “Elefante blanco” es el nombre con que se conoce un edificio a medio construir, símbolo viviente de las idas y vueltas de la a veces kafkiana historia argentina, tanto como del oscilante compromiso de la comunidad con los desposeídos. Proyectada en los años ’30 por Alfredo Palacios y llamada a ser el hospital más grande de América latina, la obra –ubicada en el límite de Ciudad Oculta– quedó inconclusa; se la retomó ocasionalmente a partir de entonces y se la volvió a archivar. Actualmente, las Madres de Plaza de Mayo le dan a esta ruina de lo que no fue destino de comedor popular, dando de comer a los vecinos de la villa. En la ficción, Trapero y sus coguionistas (Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre, los mismos de ambos films previos) fusionaron ese dato de la realidad con otros referidos a la Villa 31 de Retiro y la Rodrigo Bueno, otorgándole al barrio de emergencia en que transcurre el film el carácter de una condensación. Allí trabaja el padre Julián (Ricardo Darín, con barba entrecana), ayudado por un grupo de voluntarios entre quienes se destaca una asistente social, Luciana (Martina Gusmán, una vez más icono del cine de Trapero). A ellos se les une Nicolas (Jérémie Renier, presente en varias películas de los hermanos Dardenne), sacerdote francés que viene de sobrevivir de una masacre de pobladores, en una aldea del Amazonas. Es desde el punto de vista de estos “extranjeros incluidos” –que funcionan como representantes en la ficción del espectador de clase media– que el film aborda todo lo que tiene que ver con la realidad del barrio, filtrado a través de lo que podría llamarse “drama de conciencia” de cada uno de ellos. Producto, como en los casos anteriores, de una profunda investigación de campo, el guión desbroza, de modo casi quirúrgico, las distintas realidades internas de la villa, abriendo una red tan compleja como dilemática. Están los vecinos del barrio y está la guerra entre narcotraficantes, a sangre y fuego. El consumo de paco, los grupos de recuperación que llevan adelante los trabajadores sociales, la resistencia a las requisas policiales, el buchón que en algún momento será detectado y ejecutado, los reclamos salariales que los trabajadores hacen al padre Julián y sus asistentes (en la ficción, el protagonista convence a sus superiores de finalizar de una vez la construcción del gigante abandonado), las diferencias entre la base eclesiástica y la jerarquía (que parece más heredera de Pilatos que de Cristo) y, sobre todo, el debate, de orden ético y político, sobre las distintas variantes de “opción por los pobres”, que se establece entre el moderado padre Julián y su colega Nicolas, más propenso a poner el cuerpo. No sólo en lo que hace a la lucha, por cierto. Algo que –de no haber una sotana de por medio– debería llamarse amor a primera vista surge entre él y Luciana. Lo que podría parecer una concesión al boy-meets-girl del cine comercial da pie, sin embargo, a una de las cartas más jugadas de la película, al barrer con la prescripción del celibato. No es casual que en una escena el protagonista encabece un homenaje al padre Mugica y que la película esté dedicada a él: tanto en el planteo de la opción política entre la violencia y la no violencia como en el sin salida en el que queda atrapado el padre Julián, y hasta en su origen de clase, resuena, como un eco, el destino trágico del padre Francisco. Todo un hito en términos de producción (el formato Scope; la espectacular fotografía de Guillermo Nieto, brazo derecho del realizador; la partitura de Michael Nyman, célebre colaborador de Peter Greenaway; las escenas de acción; el impecable montaje), la apuesta al gran espectáculo pone a Elefante blanco en un compromiso que remeda el del propio protagonista. La introducción en el Amazonas, con su aroma a aventura exótica, la muy “cantada” love story entre Luciana y el padre Nicolas, una innecesaria subtrama melodramática (¿martirológica?) relacionada con el padre Julián y una culminación entre atropellada y difícil de creer son puntos que no terminan de convencer. A pesar de esas debilidades y gracias a una oportuna identificación con sus protagonistas, Elefante Blanco logra poner en cuestión al propio espectador, llenándole la cabeza de preguntas. No es algo que el cine masivo suela producir.
Una orgía de miradas En 35 rhums, hasta los dolores más profundos parecen surgidos de los más nobles sentimientos. Y sus personajes parecerían suspendidos en un raro estado de calma perfecta. En el cine de Claire Denis, lo que se entiende por “conflicto” no se construye como lo indican los manuales de dramaturgia. Difícilmente se produzcan enfrentamientos explícitos y visibles. Los conflictos se mantienen subyacentes, quedando a cargo del espectador establecer las asociaciones necesarias entre una imagen y otra, entre un plano y otro. El cuerpo transpirado del sargento Galoup y la mirada del comandante Forestier, en Bella tarea, las dudas que asaltan a la chica que está por cambiar de vida en Vendredi soir, aquello que liga al protagonista de L’intrus con su corazón en jaque y su hijo distante. Habría algo de “teoría del iceberg” en ese modo narrativo (una punta de sentido que asoma a la superficie, permitiendo inducir qué hay debajo), si no fuera que en su dramaturgia las puntas del iceberg asoman apenas, y luego vuelven a sumergirse. Basada en un film de Yasujiro Ozu (Primavera tardía, 1949), 35 rhums tal vez sea, de sus películas, la que presenta una superficie más serena. Por lo tanto, corrientes más agitadas. Agitadas y cálidas: como el film en que se inspira (como todos los de Ozu, habría que decir), en 35 rhums hasta los dolores más profundos parecen surgidos de los más nobles sentimientos. Un primer desafío de 35 rhums (35 vasos de rhum hubiera sido una traducción más apropiada) es plantear, en plena época de la sospecha, la posibilidad de una relación amorosa, intensa y hasta física entre padre e hija (que además viven solos bajo el mismo techo, siendo la hija una muchacha veinteañera), sin sugerir asomo de disfuncionalidad. Viudo silencioso y meditabundo, más cerca de los 60 que de los 50, Lionel (el morocho Alex Descas, veterano de la escudería Denis) da la impresión de sonreír sólo cuando vuelve a casa y se reencuentra con Joséphine (la debutante Mati Diop). Se diría que Lionel y Josephine funcionan como pareja en todas las instancias... salvo a la hora de ir a la cama. Alrededor de ellos –que parecerían suspendidos en un estado de calma perfecta– orbitan un par de vecinos simétricos y sendos grupos de pertenencia. Los vecinos son Gabrielle (Nicole Dogue), una taxista que vive esperando, notoriamente, alguna señal de Lionel que nunca llega, y Noé (Grégoire Colin, otro denisiano histórico), a quien le ocurre lo mismo en relación con Joséphine, que es tan gentil como hermética. Un espacio dominante es, entonces, el del edificio donde todos ellos cohabitan. Edificio que –segunda excepción a la regla, en este caso sociológico-política– no es uno de esos monoblocks de las afueras (la banlieue), donde se supone que inevitablemente deberían apiñarse los inmigrantes del Magreb o las Antillas, sus hijos y nietos, sino una torre impecable, que casi parece más de Palermo Soho que del centro. Los otros espacios dramáticos son, por un lado, las vías del ferrocarril (Lionel es conductor de trenes) y los bares donde los ferroviarios suelen hacer sentir su camaradería (una camaradería tal vez algo idealizada) y, por otro, la facu. Es que Joséphine reparte su tiempo entre atender el local de Virgin y estudiar ciencias políticas: estamos en presencia de una clase media, eventualmente ilustrada, integrada por descendientes de inmigrantes. De modo característico, Denis dispone las piezas del rompecabezas, dejando el armado en manos del espectador. Véase por ejemplo el modo en que presenta el tema de la jubilación, que preocupa a Lionel, mostrando, en las imágenes iniciales, trenes que pasan y que él observa a la distancia, fumando como para dentro. Se fuma mucho en este film entre brumoso y nocturno. Tal vez porque el cigarrillo es una de las formas de la soledad. Significativamente, los que fuman no son Joséphine y Noé, sino Lionel y Gabrielle. Lo otro que se hace mucho en 35 rhums es comer. Quizá porque ése es uno de los ritos básicos de la domesticidad compartida, o tal vez como homenaje de Denis a Hong Sang-soo. Aunque aquí se beban varios hectolitros menos que en los films del realizador coreano. Salvo, eso sí, los treinta y cinco vasos del título, centro de un tan parco como emotivo ritual de despedida. Atravesada por un sentimiento de duelo que aparece característicamente desplazado (no se alude a la viudez del protagonista ni, casi, a la pérdida que hace de Noé poco menos que un enterrado vivo; el que se jubila no es Lionel, sino un compañero que funciona como su doble), la cámara de Agnès Godard vuelve a operar, más que como simple ojo, como un centro de gravedad emocional. Tanto por el tempo pensativo y melancólico que impone cada vez que Lionel y Gabrielle están en cuadro, como por esa gran escena –una verdadera orgía de miradas cruzadas– en la que, sin que medie palabra, el protagonista y su vecina renuncian a lo que más aman, sabiendo que eso ya no será para ellos.
Una deriva sin mapas por las calles de Nashville “¿Si no te gusta la música country, qué hacés en Nashville?”, le pregunta uno a Alejandro, que ni siquiera sabe que en los ’70 se filmó en esa ciudad una película que lleva su nombre. Es que Alejandro no eligió viajar a Nashville. Fue a parar allí, que es distinto. Y si se quedó es porque no tiene cómo volver a Chile. Salió de Santiago siguiendo hasta San Francisco a una chica yanqui, que más temprano que tarde le colgó los botines. Y como después encima le robaron el bolso, ahora está varado en la ciudad del country, sin que le guste el country. Aunque a veces se llene la boca hablando de Johnny Cash, para no quedar como un marciano. O de Dylan, a quien no sólo considera músico country, sino que además pronuncia su apellido como “Dáilan”. “¿Qué te gusta hacer?”, le preguntan en algún otro momento, viéndolo medio sin brújula. Otra pregunta que Alejandro no sabe bien cómo contestar. “Yo en realidad lo que siempre quise fue hacer cine, y creo que esta vez se puede decir que empecé a hacerlo”, confesó el año pasado Alejandro Fuguet, director y autor del guión de Música campesina. Afirmación bastante sorprendente, teniendo en cuenta que Fuguet se hizo conocido, en los años ’90, como cuentista y novelista. Muy conocido, y no sólo en su país. En España y América latina (Argentina incluida), sus novelas Mala onda y Tinta roja –para citar sólo el par más notorio de una obra abundante– hicieron de él uno de los nombres más salientes de una “nueva ola latinoamericana”, enteramente construida en contra del realismo mágico y el boom de los ’60. A comienzos de la década siguiente, Fuguet publicaba su novela Las películas de mi vida, cuyo protagonista reconstruía su historia personal en base a las películas que había visto. Poco más tarde se lanzó a la dirección, con Se arrienda (2005) y Velódromo (2010), además de filmar una buena cantidad de cortos y videoclips. Si se repasa la afirmación que abre el párrafo, se verá que Fuguet dice haber “empezado a hacer cine” recién en su tercera película. O sea: en Música campesina. El vagabundeo y el extravío aparecían ya en algunos de los cuentos y novelas de Fuguet y reaparecen aquí en la figura de Alejandro Tazo (el carismático Pablo Cerda), que de a ratos se cansa de hablar en inglés (no le resulta fácil) y se pone a hacerlo en castellano. Como sucede en la graciosa y ligeramente repelente escena en la que una camarera se apiada de él –que no sabe bien qué quiere comer ni qué es lo que figura en la carta–, sentándose a la mesa con el desorientado extranjero, con la más maternal (maternal-edípica) de las disposiciones. ¿Y qué hace el tipo? Le habla sólo en castellano, cargándola encima, porque la yanqui –que por supuesto no entiende nada de lo que el chileno dice– responde a todo que sí. Siempre sin contestar la pregunta sobre qué es lo que le gusta o cuál es la de él, Alejandro pasa de la confusión, el handicap idiomático y la torpeza (no se da cuenta de que la rubia que le pide que le arregle un caño quiere en realidad que le arregle otro, despide con un enfático “Peace!” a uno que se la quiere chupar, da a pensar sin querer que se quiere levantar a uno en un pool) a encontrar las hormas de su zapato: dos slackers guitarreros, que le ofrecen alojamiento en su casa y toman su cuelgue como lo más natural del mundo. Fuguet lo observa con una mezcla justa de distancia, simpatía e incomodidad, funcionando como espejo de su personaje: tampoco está del todo claro qué le gusta (o no) a él de Alejandro. Lo cual está muy bien, ya que obliga a dejar en suspenso todo juicio para simplemente seguir(los) en la deriva por Nash-ville. Hay algo del primer Wenders en Música campesina, tanto por el entorno de cruces de autopistas, excavadoras de las afueras y anónimas calles céntricas como por los tiempos muertos del vagabundeo de Alejandro. Como los protagonistas de En el transcurso del tiempo, este amigo (latino)americano se entrega a una deriva sin mapas con disposición de viajero accidental.