Colores con que la memoria invoca a la infancia Pintor con medio siglo de oficio y una obra que se cuenta en centenares de telas, el hombre no parece conforme con el boceto que dibuja descuidadamente a lápiz. El problema son las ventanas: dibuja una, dibuja otra, dibuja tres o cuatro, las borra y las vuelve a dibujar. Uno se pregunta por qué tanto problema con las ventanas, si es apenas un boceto. Pero Nicolás Rubió pinta recuerdos y está habituado a reconstruir su infancia entera hasta el más mínimo detalle, transcribiéndola cuadro a cuadro. Y sucede que ahora no recuerda si la pared del living-comedor de la casa de la infancia tenía tres o cuatro ventanas. Por lo cual se verá obligado a hacer un llamado de larga distancia, a un pariente que aún vive en Vielles, en la Auvernia francesa, para consultar cuántas eran aquellas ventanas. El llamado le deparará una sorpresa, producto del tiempo transcurrido desde aquel entonces. Vielles es el pueblo de menos de un centenar de habitantes y varios centenares de vacas, que el título de la ópera prima de Fernando Domínguez menciona. Seiscientos son los cuadros que Nicolás Rubió dedicó, hasta hoy, a recordar su vida allí, desde el momento en que llegó de Barcelona con sus padres, emigrados al día siguiente del fin de la Guerra Civil Española, y antes de partir a la lejana Argentina, poco después de finalizada la Segunda Guerra. Rubió pinta su vida y la de sus vecinos: hacendados, comerciantes, maestros, compañeros de escuela, personajes curiosos de pueblo. Lo hace en un estilo adecuadamente naïf, lleno de colores vivos y dado a veces a fantasías pueblerinas: alguna vaca que vuela, proporciones poco respetuosas de las de la realidad. Fantasías que recuerdan, inconfundiblemente, las de su pariente lejano Marc Chagall. La memoria fotográfica de Rubió no se manifiesta sólo en sus óleos: el hombre es uno de esos narradores orales amables y precisos, pausados y caudalosos, agradecidos y minuciosos. Tan serena y detallada como su protagonista, 75 habitantes, 20 casas, 300 vacas es un viaje a través de la memoria de Rubió, en todas sus formas: memoria pintada, memoria oral, memoria fotográfica (por las diapositivas que el pintor atesora y consulta, como fuente para sus cuadros). Nacido en Buenos Aires en 1979 y formado en Barcelona, Fernando Domínguez filma a Rubió con un ritualismo tan paciente como el de Víctor Erice en El sol del membrillo, seguramente la obra mayor que ha dado el cine sobre su relación con la pintura. Así como allí el pintor castellano Antonio López esperaba el rayo de sol justo, a la hora justa y con la incidencia justa sobre el membrillar del patio, aquí Nicolás Rubió no puede pintar la casa de su infancia si no recuerda exactamente la cantidad de ventanas que había en el living-comedor. Con certero rigor, Domínguez no se distrae con la vida cotidiana de su personaje, no intenta “airear” la acción e irse a otras habitaciones o salir a la calle, no entrevista a conocidos, amigos o parientes de Rubió, no incluye declaraciones del propio Rubió que no sean sus recuerdos. O, lo que es lo mismo, sus cuadros. En una palabra, Domínguez no incurre en ninguno de los vicios, errores o inconsecuencias de tantos documentales que parecen no confiar en la capacidad de atención del espectador. Si algo caracteriza a 75 habitantes... es su concentración. Concentración espacial (las cuatro paredes del taller de Rubió), plástica y dramática, hecha de planos que no apuran ni presionan al personaje. En ocasiones, Domínguez “interviene” algunos óleos, haciéndolos burbujear con tintas y aguadas, de la mano del artista plástico Javier Di Benedictis. Trabajando finamente sobre aires folklóricos europeos, la música de Pablo Grinjot hace eco a esos cuadros en los que la vida pueblerina de entreguerras se anima, con los colores con que la memoria invoca a la infancia.
Cuando la angustia toca a la puerta Presentada en la Mostra de Venecia 2011, la ópera prima de Belón, que describe la crisis de un matrimonio frente a la llegada del primer hijo, puede ser vista como versión realista o atenuada de distintas películas o variantes del terror. El auto atraviesa el campo en medio de la noche cerrada, y la mujer rubia mira por la ventanilla. Afuera es la calma total, el cero kilómetro ofrece seguridad y confort, se advierte que para la mujer y su marido es un viaje de relax. Sin embargo, el gesto de ella deja ver un rastro de inquietud. Enseguida se oye el llanto desaforado de una niña. Es Mati, que viaja en el asiento de atrás y tiene hambre, o sueño, o ambas cosas. Un caramelo basta para calmarla, pero el sacudón que generó el llanto queda como suspendido en el aire. Como también queda el extraño eco que se produjo entre la traza de angustia de Elisa y la brusca rabieta de su hija. Como si estuvieran conectadas por un hilo invisible. En los noventa y pico de minutos restantes, El campo no consistirá en otra cosa que en la expansión de esa breve introducción, en la que la planificada calma recibe la inoportuna visita de la angustia. Presentada en la Settimana della Critica de Venecia 2011 y dos meses más tarde en el Festival de Mar del Plata, el primer film de ficción de Hernán Belón (realizador del premiado corto Aluap y del documental Sofía cumple 100 años) es uno en el que más que la trama importa el subtexto emocional. O tal vez de lo que trata El campo es del modo en que el subtexto corroe el texto, hasta contaminarlo por completo. Santiago y Elisa son lo que una revista frívola definiría como “jóvenes, lindos y exitosos”. Para decirlo en una palabra, Leonardo Sbaraglia y Dolores Fonzi, visitando por primera vez la casa que acaban de comprar en el campo. El está exultante, seguramente porque fue quien impulsó la idea de la compra. Para Elisa, la nueva casa está lejos de ser un amor a primera vista. La siente fría y húmeda, la nota algo venida abajo. Basta sin embargo que Santiago la busque un poco para que un juego sexual le devuelva la sonrisa. Pero Mati llora. El campo puede ser vista como versión realista o atenuada de distintas películas o variantes del terror. Una versión de Eraserhead, si uno se guía por el malestar que genera el llanto de la nena. Una de esas de “casas malditas”, con música de cañerías produciendo sobresaltos en medio de la noche. Una de intrusos malignos, de acuerdo con el rechazo que a Elisa le produce la casera (Pochi Duchasse), por esa costumbre que tiene de entrar sin avisar o dar consejos de crianza que nadie le pide. Hasta una de terror ecológico, a estar por el entendible trauma que produce la caza de una liebre grávida. Hay un momento –cuando la rubísima Elisa se pone a bardear, en medio de un baile de pueblo, después de haber tomado un poco de más– en que la película vecina o inminente parecería ser Los perros de paja. De hecho, Elisa parecería vivir lo real a la luz de esos géneros o películas. Hasta el punto de cometer alguna injusticia visible, como el modo en que trata a la casera. Que será medio metida, pero nunca al punto de merecer que se la eche de casa, como la vecina de al lado de El bebé de Rosemary. La hipersensibilidad de Elisa llega, por lo visto, al grado de la precognición: en una escena sale disparada, aparentemente sin motivo, por haber presentido una muerte. Hay un riesgo en ese desbalance emocional y es el de que Elisa aparezca no como emergente (¿vidente, tal vez?) de un estado de malestar familiar, sino como la hinchapelotas arquetípica. La que le pincha, al entusiasta del marido, el costoso globo que cuidadosamente infló, para ambos y la nena. Sí, es verdad que en una escena Santiago se pone violento, dejando ver que tampoco es un santito. Pero es una sola escena, y además a la mañana siguiente Santiago se arrepiente y pide perdón. En cualquier caso, Belón maneja esa latencia de modo tan sobrio como certero, sin ceder al facilismo de la sobreexplicación o el psicologismo. Lo ayudan dos actores magníficos. Sbaraglia comunica puro entusiasmo viril, mientras que Dolores Fonzi –pulidas las afectaciones bián que en sus comienzos producían algún ruido– se confirma capaz de comunicar una andanada de sentimientos encontrados, sin necesidad de un solo gesto. Desde ya que la atmósfera de El campo no sería la misma sin la notable fotografía de Guillermo Nieto (fotógrafo de cabecera de Pablo Trapero) y el sonido de Fernando Soldevila, que hace que una cañería suene a explosión y un llanto a crisis de nervios.
Chiste cruel Filólogo especializado en el estudio de textos antiguos, Eliezer Shkolnik parece el protagonista de un chiste cruel, una fábula educativa o una parábola filosófica, todo lo cual abunda en la cultura judía. El hombre dedicó su vida entera al estudio del Talmud, summa de la sabiduría hebrea, llegando a deducir la existencia de una versión hasta entonces desconocida. Pero justo cuando estaba por publicar el libro que daría cuenta de ese magno descubrimiento, un colega dio por pura casualidad con esa versión ignorada, llevándose los laureles y sumiendo a Eliezer en la oscuridad y la amargura. Ahora, encima, su hijo Uriel, discípulo y sucesor, acaba de recibir el Premio de la Academia de Ciencias de Jerusalén. Ese que él nunca recibió y posiblemente nunca recibirá. La cuestión es qué hacer con ese material, cómo desarrollarlo, qué sentido darle, y eso es lo que el guionista y realizador israelí Joseph Cedar (cuya previa Beaufort ganó, unos años atrás, un Oso de Plata en el Festival de Berlín) no parece haber resuelto del todo. Encabezada por un título que anuncia “algunas cosas que usted debe saber sobre Eliezer Shkolnik”, una secuencia de montaje informa velozmente, en los primeros tramos de la película, lo que el párrafo anterior transcribe. Pero no permite terminar de entender otras cuestiones esenciales. Qué motivos llevaron a que al día de hoy el filólogo no se hable con su esposa e hijos, por ejemplo. Por qué está permanentemente trompudo, como un niño enfurruñado, como si en lugar de su investigación de toda la vida le hubieran arrebatado un caramelo. Nominada al Oscar 2012 al Mejor Film en Lengua No Inglesa, Pie de página no termina de definir incluso sobre qué focalizar: en Eliezer, en su rivalidad con el hijo o en la que sostiene con el colega que le “robó” el hallazgo de su vida. Indefinido es también el tono del film, que comienza con inexplicable música de film de acción, se viste luego de comedia cool (apelaciones directas al espectador, retrocesos temporales y trucos visuales) y parecería derivar finalmente al terreno del melodrama familiar. Sólo parecería: Cedar aborda el melodrama con el suficiente cuidado como para despojarlo de toda carga emocional. Pero, además, ¿es ése en verdad el terreno en el que la película se afinca? ¿O apunta en cambio a una intriga de recelos académicos? Si algún nudo narrativo tiene Pie de página, es la desgraciada confusión entre padre e hijo –nuevo chiste cruel– cometida por los miembros del consejo que debe discernir un nuevo e importantísimo premio nacional. Confusión tal vez no del todo involuntaria: quien lo preside no es otro que el enemigo jurado de Eliezer. No ayudan a la cohesión el estiramiento de ciertas escenas colaterales –una en la que la seguridad no deja entrar a Eliezer a la entrega del premio a su hijo, otra en la que Uriel sufre un robo en un vestuario, la escasamente desarrollada relación de Eliezer con una total desconocida– y la ruptura de tono que otras representan. Como esa en la que Uriel, despojado de su ropa en un club, sale a la calle disfrazado de esgrimista. Escena que no hubiera estado mal en el contexto de una comedia absurda. Algo con lo que Pie de página coquetea, pero, como varias otras cosas, no termina de asumir.
Zombies como muñecos de torta Todo film de zombies debe resolver un problema básico: cómo hacer para que la repetición inherente al género (zombie mata gente, gente se contagia, gente mata zombie) no termine devorándose la película, del mismo modo que los zombies hacen con la gente. Las dos [REC] anteriores lo lograban, gracias a la sensación de realidad dada por el formato de falso noticiero, la tensión narrativa, alguna dosis de humor y oportunas revelaciones. Nada de eso sucede en esta tercera entrega, típico ejemplo de lo que pasa con las secuelas cuando lo único que las sostiene es el deseo de repetir el éxito de las anteriores. Y ya hay una cuarta en gateras... Dirigida a solas por Paco Plaza, que en las anteriores compartió responsabilidades con su colega y coproductor Jaume Balagueró, se supone que [REC] 3 es una precuela de la primera, aunque las vinculaciones no estén a la vista. Ya hubo films de zombies en shoppings, iglesias, destacamentos militares. En casamientos, hasta ahora, ninguno: tal vez ésa sea la máxima originalidad de éste. Una de las características distintivas de la serie [REC] es que todas simulan estar filmadas caseramente, por una camarita de video. Esta no es la excepción, gracias a los oficios de un estudiante de cine que filma la boda y un gordo que pela una Steadycam. Pero hasta eso parece un peso que hay que sacarse de encima. Antes de los títulos de crédito, más precisamente (hay que reconocer que los títulos tardan un montón en aparecer). En medio del desbarajuste de sangre, mordiscos y corridas que se desata cuando un tío empieza a escupir sangre (el hombre acaba de ser mordido por un perro sospechoso), al camarógrafo se le rompe la grabadora. A partir de entonces toma el relevo, del modo más arbitrario y caprichoso, la cámara de cine “normal”, que vaya a saber dónde estuvo hasta entonces. Con lo cual [REC] 3 deja de lado, con el mayor desparpajo, el elemento más definitorio de la serie, “normalizándose” a partir de allí como una más de zombies. Desde entonces todo queda librado a la rutina del subgénero, con sus previsibles dosis de gore (caras comidas, cuerpos taladrados, órganos seccionados), sus presuntos highlights (ya vistos varias veces antes, como el del cuerpo cortado en dos gracias a los servicios de una sierra eléctrica) y algún sentido del humor también de larga data, como cuando los héroes se disfrazan con armaduras medievales, decoración del castillo donde se celebraba la boda. Lo que [REC] 3 no deja de lado es lo más discutible de la serie, que es que el método más efectivo para frenar a los zombies –en caso de no tener una pica a mano, claro– es hacerles ver cruces y otros símbolos religiosos. Reteologización de un género que hace como medio siglo había logrado salvarse de ello, aquí ese retroceso al terror eclesiástico toma la forma de un cura que se pone a leer la Biblia en voz alta, como modo de paralizar a los comecerebros.
Pánico y locura (pero no tanta) en Puerto Rico Llamada originalmente The Rum Diary, Diario de un seductor no debe su título a la película en sí, sino al efecto que el protagonista, Johnny Depp, produce sobre buena parte de sus seguidoras. Si la costumbre se generaliza, la próxima de Matt Damon se llamará Casado con una argentina y alguna nueva con Al Pacino, El hombre que fue padrino. The Rum Diary confirma a Depp como albacea no oficial del escritor y periodista Hunter Thompson, inventor de esa forma de periodismo de aventura al que se dio el nombre de gonzo. Tras haber protagonizado Pánico y locura en Las Vegas, el otro yo de Tim Burton vuelve sobre la obra del ex colaborador de Rolling Stone, produciendo y protagonizando esta versión de su última novela. Que es, básicamente, una reescritura de aquélla, algo menos intoxicada, algo más amable, escrita también medio a los empujones. Con el baúl lleno de químicos, el Thompson treintañero de Fear and Loathing in Las Vegas probaba hasta dónde resisten el velocímetro de un descapotable y el físico y cerebro propios. El de The Rum Diary, ya sesentón, recuerda con melancolía la resaca de tiempos postexceso. “Impresionante currículum”, piensa en voz alta el editor de un diarucho puertorriqueño (Richard Jenkins), a quien todavía no se le cayó el peluquín. Ya se le caerá. En gran medida inventado, el currículum de Paul Kemp (Depp) lo habilita para suceder, en la página de Horóscopos, al escriba anterior, muerto por violación en los andurriales de la isla. Novelista inédito, en dos semanas Kemp logra bajarse 186 botellitas del frigobar del hotel que el diario le pagó. Y eso que está tratando de dejar. Expulsado de su habitación, irá a compartir el sucucho donde viven el fotógrafo Sala (el gran Michael Rispoli) y Moberg (Giovanni Ribisi), un sueco que se pasa el día en batón, destilando ron y escuchando discursos de Hitler en vinilo. Al mismo tiempo, Kemp traba contacto con un grupo de poderosos inversores macartos que lo necesitan como jefe de prensa para “vender” un negocio sucio. Son los primeros ’60, Kennedy pelea las elecciones con Nixon y Cuba y la URSS están más cerca que nunca. Armada de a pedazos, algunas zonas de The Rum Diary funcionan mejor que otras. Lo que mejor funciona es el costado antigringo, visto del lado gringo. Recién llegado, Kemp atraviesa, como el Mel Gibson de El año que vivimos en peligro, manifestaciones que no llega a comprender. Dos escenas largas y poderosas: en una, Kemp y Sala pretenden que los atiendan en el bar Cabrones, perdido en medio de la selva, y salvan el pellejo raspando; en la otra, el corrupto business man de Aaron Eckhart tiene que bancarse, en un bailongo, que los morochos le desnuden a su borrachísima chica (la muy convincente Amber Heard), sin que ella se resista precisamente. Algo así como Bajo el volcán desdramatizada, si alguien entiende el tono que The Rum Diary debe tener es Depp, que compone a la perfección un Jack Sparrow en tren de recuperación. Derivativa, sobreextendida e inconclusa, vista como picaresca sin pretensiones The Rum Diary es indudablemente placentera.
Darwin y el filibustero: de plastilina somos Si alguien cruzó ya a Abraham Lincoln con vampiros (la película respectiva se estrena en unos meses), por qué no se podría hacer lo mismo con los piratas y Charles Darwin. La idea se le ocurrió a mediados de la década pasada a un escritor llamado Gideon Defoe (apellido inmejorable a la hora de navegar, con naufragios o no) y tuvo tanto éxito que inauguró una serie, extendida hasta hoy a cinco títulos. Después de algunas experiencias con la animación computada (Lo que el agua se llevó, Operación regalo), con ¡Piratas! Una loca aventura, el estudio británico Aardman Animation (míticos creadores de los geniales Wallace & Gromit) ingresan al mundo del 3D. A la vez que regresan a su gran especialidad: la animación cuadro a cuadro de figuras de plastilina. Debe decirse, sin embargo, que lo nuevo de Aardman se parece más a una de Dreamworks que a una de Aardman. Más allá de sus ínfulas, El Pirata Capitán no tiene mucho éxito a la hora del abordaje. Desde barcos fantasmas hasta otros llenos de apestados, parecería que el Pirata Capitán se especializa en asaltar las tripulaciones más menesterosas de las Antillas. Una de ellas lleva a bordo a un naturalista de grandes patillas, que dice llamarse Charles Darwin y queda patitieso al descubrir que el loro del barbado intrusor no es en verdad un loro, sino el último dodo (ave rara del Indico, dice la Enciclopedia Británica) sobre la Tierra. Con aviesas intenciones, el patilludo convencerá al barbudo de presentarse en la Academia Real, donde los más grandes de la época (mediados del siglo XIX) presentan sus más brillantes inventos y descubrimientos. Es allí donde la Reina Victoria –que si algo odia, casi tanto como al sexo, son los piratas– mostrará su interés en la exótica avecilla, convirtiendo al Pirata Capitán en su protegé. Lo cual no ayudará a mejorar precisamente su fama entre sus pares. A diferencia de sus clásicos, que trabajan sobre el modelo del cine de aventuras (incluyendo Pollitos en fuga, dirigida por Peter Lord, también está al frente de ésta), ¡Piratas! es, como Shrek y derivados, una parodia, apoyada sobre un cúmulo de guiños, anacronismos y referencias a la actualidad. Desde la presencia de “Así hablaba Zaratustra” y “London Calling” en la banda sonora, hasta los cameos de época (Jane Austen, El Hombre Elefante) y, sobre todo, de otras épocas (un pirata al que llaman Rey porque se viste como Elvis, el sueño del protagonista de presentarse en un show de televisión y así al infinito), ¡Piratas! descansa sobre el mismo sistema en el que suelen apoyarse las películas de Dreamworks (no por nada aparecen, en un par de escenas, algunos de los protagonistas de Madagascar). Un sistema en el que el chiste apela a un espectador al que se supone pegado a la tele. Dos aclaraciones. La primera es que hay, sí, un gran personaje: el simio al que Darwin tiene por mayordomo y al que el doblaje (la película se estrena en Argentina sólo en versión doblada) llama Mayormono. A falta de lenguaje, el educadísimo Mayormono habla “por tarjetas”, que incluyen toda clase de divertidísimos sonidos y onomatopeyas. La segunda aclaración es que a la mayoría de los colegas ¡Piratas! les gustó, por lo cual tal vez sea que este crítico estaba en un mal día cuando la vio. Nunca se sabe.
Algo así como “una de acción existencial”, El líder es básicamente un drama de sobrevivencia, con un grupo de tipos de piel áspera tratando de seguir viviendo, sin víveres y frente a una manada de lobos hambrientos, en uno de los entornos más inhóspitos del planeta. Sobre ese núcleo de acción se sobreimprimen no sólo una historia trágica sino también un debate teológico que, por fuera de lugar que luzca en este contexto de sangre, aguante y dentelladas, no lo es tanto. Lo más sorprendente es el modo en que ese debate se resuelve, con una herejía que tal vez no desentonaría en una exposición del artista plástico León Ferrari, pero que en el ultraconservador contexto del mainstream hollywoodense resulta absolutamente revulsivo. El primer detalle infrecuente es que los protagonistas no sean tipos de clase media sino trabajadores del petróleo, que yugan día y noche en una refinería perdida en Alaska. Trasladados de urgencia ante una inminente tempestad de proporciones, el avión que los lleva termina en pedazos en medio del hielo, con mitad del pasaje muerto y la otra mitad congelada. Salvo un puñadito de sobrevivientes, que no sólo no cuentan con víveres y apenas abrigo, sino que tampoco pueden pedir rescate (en medio de esa nada, las conexiones telefónicas son tan frecuentes como las odaliscas). Además, no saben dónde ir: nadie tiene una maldita brújula y el paisaje de alrededor es pura nieve. Enseguida, unos aullidos y gruñidos, y unos ojos que relumbran en medio de la noche les harán saber que, más que todo eso, lo que importa es no ser devorado vivo. El título con que la película se estrena en Argentina (el original, The Grey, “el gris”, es casi impenetrable) puede llamar a confusión, sugiriendo el predominio de un héroe darwiniano, bien a la medida de Hollywood. No es el caso de Ottway, a quien interpreta Liam Neeson. En la refinería, el tipo se dedicaba a mantener a raya, fusil de por medio, a los lobos de la zona. Tarea que su negrura existencial lleva a pensar como “asesino a sueldo”. Todo un trágico, para Ottway su reciente separación resulta, por lo visto, infinitamente más densa de lo que suele ser para el común de los mortales (una vuelta de tuerca, estratégicamente reservada para el final, explicará por qué). Con el fusil partido en dos, lo único que le queda a Ottway tras la caída del avión son los brazos, alguna antorcha, en el mejor de los casos un filo improvisado. Pero además, el tipo está lejos de ser el macho alfa tradicional, ese que impone su liderazgo a como dé lugar (las comparaciones entre el grupo humano y la manada lobuna son uno de los ejes de sentido de la película). Si el mayor lastre de El líder es el aire de gravedad, los relamidos flashbacks familiares y la grandilocuencia que asedian al protagonista, pronto la experiencia concreta –esa especialidad del mejor Hollywood– tiende a disolverlos, aunque no queden difuminados del todo. Cuando uno de los miembros del grupo se pone a reflexionar en voz alta sobre el carácter de predestinados, un semáforo rojo se enciende ante el espectador, que se prepara para asistir a una nueva variante de aquella vieja obsesión estadounidense: la del destino manifiesto. Que otros de los sobrevivientes contraponga a esa vulgata el más elemental pragmatismo –sosteniendo que de lo único que se trata es de seguir vivos, y que esa no es tarea que convenga delegar en alguna entidad sobrenatural– demuestra sin embargo que lo que se abre aquí es un inesperado debate entre misticismo y materialismo. Debate que se redobla cuando Ottway, acorralado, eleva los ojos al cielo y lanza una plegaria a quien se supone habita allí. Momento de definiciones, que en nueve y media de cada diez películas hollywoodenses se resolvería de modo contrario a como lo hace aquí. El mundo puede ponerse duro y ahí el único que puede hacer algo por vos sos vos, sostiene, a la larga, este drama de sobrevivencia que tendrá sus fallos, pero no cree en supersticiones salvadoras.
“Blancanieves”, pero contado por la madrastra La bruja de Hansel y Gretel, el ogro de Pulgarcito y el lobo de Caperucita Roja confirman que, aunque no tengan nombre, los grandes personajes de los cuentos de hadas no son los buenos, sino los malos. Lo mismo sucede en Blancanieves, con la clásica versión de Disney como prueba al canto. De allí que el comienzo de Espejito espejito, en el que la Reina lleva la voz cantante, resulta prometedor. ¿El cuento de los Grimm, narrado por la madrastra? Una idea interesante, sin duda. Pero demasiado audaz para Hollywood, por lo cual la cosa queda más en amague que en programa consecuente. Dirigida tanto a los niños como a los papás, Espejito espejito combina la relectura irónica, alla Shrek, con una puesta en escena que en sus mejores momentos luce un desenfado visual digno de los musicales de rompe y raja del cine de la India. Ninguna casualidad: el director, Tarsim Sengh, proviene de allí. Interesante, aunque no del todo consumada, es esta versión cuasibollywoodense de Blancanieves. Un gran punto a favor es que el papel de la Reina se lo hayan dado a Julia Roberts. No sólo porque a los cuarenta y pico la mujer más que bonita sigue siendo dueña de un magnetismo que no cualquiera, sino porque ya había demostrado (en Confesiones de una mente peligrosa, en Charlie Wilson’s War) que está perfectamente en condiciones de ser no sólo la última superestrella, sino –junto con Glenn Close y Meryl Streep– una de las últimas supervillanas. Y para supervillanas, qué mejor que una capaz de asesinar a marido e hijastra, por poder y por envidia. Supervillana supercontemporánea, además. ¿O no se trata acaso de una cuarentona pretendiendo competir en belleza con una adolescente? Cuento de hadas post Shrek, esa condición queda bien clara con la serie de comentarios malignos (es la Reina quien los hace) que la voz narradora introduce en el relato con que la película se abre, a modo de “intervención” del texto de los Grimm. Grimm se llama también uno de los enanitos (gente pequeña, perdón), que acá no son duendecitos de lo más trabajadores sino asaltantes de caminos. “¡Esto es mucho mejor que trabajar en una mina!”, dice uno, después de alzarse con el botín real. Babeado por la protagonista, otro de los enanos parece deseoso de convertir Espejito espejito en aquella versión porno de Blancanieves que allá por los años ’70 devino afiche. Con algunas muy buenas ideas visuales (una batalla naval con seres humanos como piezas, un baile de disfraces con disfraces de lo más ridículos, ciertos personajes que andan por el bosque con zancos, el propio bosque, blanquísimo de tanta nieve) y una simpática coreo de títulos como homenaje explícito a Bollywood, ¿qué es entonces lo que falla en Espejito espejito? Dos cosas: cierta caída de interés, allá por la zona media de la película, y una liviandad que conspira contra las intenciones de la Reina, que intenta hacer de este cuento de niños un verdadero cuento de hadas. En otras palabras, uno mórbido y siniestro.
Un alegato ético, jurídico, político y plúmbeo El presidente de la Nación, uno de los padres de la patria e impulsor principal de la abolición de la esclavitud, es asesinado de un pistoletazo seco, en medio de una función teatral, por uno de los actores más famosos de su tiempo. ¿Qué llevó a John Wilkes Booth a ejecutar a Abraham Lincoln, al grito de Sic semper tiranis? ¿Quiénes y cuántos se complotaron junto a él? ¿Cómo reaccionó la opinión pública? ¿Qué consecuencias trajo el asesinato? ¿Qué sentidos pueden extraerse de esa fusión de crimen, puesta en escena y escena política? Antes que contestar esas preguntas, Robert Redford desplaza el foco de atención hacia una subtrama jurídica, llevando el primer magnicidio en la historia de los Estados Unidos al terreno del drama tribunalicio, el cine de denuncia y el mensaje aleccionador, reconvirtiendo en pedagogía lo que pudo haber sido un apasionante film de espionaje histórico y político. El conspirador toma el atentado como punto de partida, haciendo foco rápidamente sobre un personaje colateral, acusado, sin pruebas suficientes, de participar de la conspiración y llevado a un juicio que pinta con final anunciado. Acusada y llevada a juicio, para ser exactos: Mary Surratt es madre de uno de los conjurados y dueña de la pensión en la que aquéllos celebraron sus reuniones. “¿Por qué quiere defender a una secesionista que participó de un atentado contra el presidente, cuando usted fue uno de los que cargaron su féretro?”, pregunta el joven abogado y ex soldado Frederick Aiken (James McAvoy) al experimentado jurista Reverdy Johnson (Tom Wilkinson). Johnson responde con la que puede ser considerada “la” frase por excelencia del cine jurídico: “Porque no está demostrado que ella haya participado del crimen y alguien tiene que defenderla”. Senador de la Nación, Johnson no cree ser, sin embargo, la persona más indicada para defender a la mujer (una morocha Robin Wright). Sucede que él es senador por el estado de Maryland y que un sureño defienda a otro sólo ayudaría a politizar el juicio. ¿Quién mejor para hacerlo que Aiken, que viene de combatir del lado de la Unión en la Guerra de Secesión? Claro que para ello Aiken deberá sobreponerse a la convicción de que su defendida es culpable. Tras un comienzo inusualmente dinámico (los distintos focos del complot narrados por montaje paralelo, con una cámara móvil y planos cortos y cortantes) y la insinuación de que la cosa podría encaminarse al drama político (con el secretario de Guerra de Kevin Kline comportándose como hombre fuerte), cuando encuentra sus ejes dramáticos El conspirador define qué terreno va a pisar. El del alegato ético, jurídico y político, con todas sus consabidas constantes: las tensas relaciones entre el defensor y la defendida, las sospechas de parcialidad por parte del juez y el tribunal (militar, en este caso), el desigual combate entre el abogado inexperto y el fiscal-zorro viejo (Danny Huston), la aparición in extremis de un testigo clave, el suspenso final y, sobre todo, las invocaciones a la Constitución Nacional y el Código Civil. Cuestión de recordar al soberano que en una democracia todo ciudadano es inocente, hasta tanto no se demuestre su culpabilidad.
Superproducción con poca plata y menos energía Basada en un novelón del suizo Hans Ruesch (uno de esos autores que mucho tiempo atrás estuvieron alguna vez de moda, sobre todo gracias a su novela El país de las sombras largas), El príncipe del desierto es un tipo de superproducción tan antiguo como su propio origen literario. Superproducción pobre, en verdad. Ubicada en pleno desierto árabe en 1930, la película de Jean-Jacques Annaud (autor de aparatos fílmicos como El nombre de la rosa, La guerra del fuego, El amante) cuenta en su elenco con un solo actor famoso (Antonio Banderas, disfrazado de jeque árabe) y bastantes menos extras y decorados de lo que su tamaño anhela. Lo antiguo de El príncipe del desierto (el título en inglés es Black Gold) consiste en la aspiración de ser a la vez una de aventuras exóticas, un drama romántico y una película “con mensaje político”. En todos esos terrenos, el de Annaud parece más un borrador escrito a medias que una película terminada. Con guión coescrito por el realizador junto al belga Menno Meyjes (cuya densa foja incluye El color púrpura, El imperio del sol, la tercera Indiana Jones y hasta El sueño del mono loco, de Fernando Trueba), El príncipe del desierto opone, a lo largo de su metraje, dos pares de personajes. El primer par lo forman dos jeques enfrentados. Uno frontal y honesto, Amar, sultán de Salmaah (el británico Mark Strong), y otro más astuto, más “político”, llamado Nesib (Banderas, con barba candado). El segundo par es el que constituyen los hijos del sultán, que éste se ve obligado a “ceder” a Nesib de pequeños, como extraño pago tras su derrota en una disputa territorial. Con un par de anteojos que revelan su condición ilustrada, el apocado príncipe Auda (Tahar Rahim, protagonista del film francés Un profeta) resulta arrastrado por la rebeldía de su hermano Saleeh, que, rompiendo con el pacto, huye del palacio del apropiador. Sospechado de traicionar a ambos clanes, en manos de Joseph Conrad Auda hubiera sido un personaje fascinante. En las de Jean-Jacques Annaud terminará siendo un árabe civilizado y prooccidental que en lugar de combatir a una gigantesca corporación petrolera yanqui (que descubrió la existencia de petróleo bajo el terreno en disputa) apelará a vías más diplomáticas. Como si la película se hubiera propuesto demostrar que hay árabes “buenos”, de esos que no andan tirando torres abajo. En el medio, y como escapada de Las mil y una noches, hay una historia de matrimonio arreglado, entre Auda y la hija de Nesib (la actriz india Frieda Pinto, a quien ¿Quién quiere ser millonario? convirtió en belleza internacional), cuya condición de relleno vistoso nadie parece haber tenido el tino de disimular. Todo suena cansado en una película que aspira a superproducción sin tener ya no la plata, sino sobre todo la mínima energía y convicción que hasta las malas superproducciones requieren.