Una búsqueda que no lleva a ningún lado El director de Las horas y The Reader, siempre tan cuidadoso de las formas, propone un pudoroso acercamiento a la tragedia del 11 de septiembre del 2001, que le valió dos candidaturas al Oscar a pesar de sus insensatas licencias narrativas. ¿Cómo abordar una tragedia a la que el mundo entero asistió con espanto ayer nomás, en vivo y en directo? ¿Una en la que tres mil inocentes murieron horriblemente? ¿Cómo abordarla y, sobre todo, para qué? Para ofrecerles a los votantes de la Academia un tema fuerte, unánime, “importante”. De esos que ganan nominaciones. Para darles eso mismo a los espectadores, agregaría otro. No una sino dos nominaciones al Oscar logró Tan fuerte y tan cerca, que narra el maniático intento, por parte de un niño con síndrome de Asperger, de reconectarse simbólicamente con su padre, muerto en los atentados del 11 de septiembre de 2001. A Mejor Película y Mejor Actuación Secundaria está nominada la película del realizador británico Stephen Daldry, que después de Las horas y The Reader repite la fórmula: novela prestigiosa, tema “importante”, capacidad de shock. Un shock tratado con delicadeza, se entiende: lo de Daldry es el sacudón de qualité. “El último recuerdo que tengo de mi padre es su voz en el teléfono”, dice Oskar Schell (el debutante Thomas Horn, tan irresistible como suelen serlo los chicos en el cine). Oskar tiene once años, rostro sensible, inteligencia superdesarrollada y conductas entre raras y obsesivas. Por lo que se ve, la relación con su padre Thomas (Tom Hanks) fue poco menos que perfecta. Juntos jugaban juegos un poco tontos y un poco brillantes, como enumerar oxímoron entre saltitos. “Un oxímoron es una afirmación imposible”, explica el sabelotodo de Oskar al espectador, para que no se pierda. Thomas y Oskar jugaban también a un juego de pistas que obligaba al pequeño a ir una y otra vez al Central Park, a desenterrar objetos que, supuestamente, le darían la clave para descubrir algo que en verdad nunca sucedió. Si suena algo rebuscado, qué decir de lo que, a imitación de aquellos juegos, hace el niño para descubrir el último secreto de su padre, quizá tan inexistente como aquellos que Thomas inventaba para él. Luego del 11 de septiembre (día en que a Thomas, dueño de una joyería, no se le ocurrió nada mejor que ir de visita al World Trade Center), revisando cosas de papá, Oskar encuentra una llave, en un sobre que sólo dice “Black”. Motivo suficiente para que el pequeño obse tome la guía telefónica y se largue a visitar, uno por uno, a todos los neoyorquinos de apellido Black (equivalente a Martínez o González), con la esperanza de que uno de ellos tenga la cerradura para esa llave. En determinado momento se le suma un anciano que ha venido a vivir con su abuela y que, por algún trauma del pasado, perdió el habla o decidió no volver a hablar (Max von Sydow, cuya nominación, sumada a las de El artista, puede convertir la del próximo domingo en la noche más muda en la historia del Oscar). ¿Puede ser que ese hombre sea su abuelo, que en algún momento dio la espalda para siempre al padre muerto? Que esta vez Mr. Daldry no ande poniéndole narices falsas a la gente o tirándola por la ventana –como hizo con Nicole Kidman y Ed Harris en Las horas– no es suficiente para impedir que todo luzca tan cuidadosamente armado. Cuidadosamente, por la mesura y prolijidad narrativa, apoyadas por esas dos garantías de exquisitez que son Chris Menges (director de fotografía de La misión y The Reader, entre otras) y Alexandre Desplat (autor de la banda de sonido de El discurso del rey y El árbol de la vida). Pero de un modo totalmente descuidado, si se consideran ciertas asombrosas licencias narrativas, relacionadas con la insensata y sin embargo exitosa odisea de Oskar. Que la narración eluda concienzudamente el golpe bajo no quiere decir que a la larga no lo dé, por vía telefónica. En la mañana del 11 de septiembre papá dejó, en el contestador de casa, seis mensajes progresivamente desesperados. Mensajes que, dosificados a lo largo del relato, irremediablemente se harán oír. Pero el mayor problema de Tan fuerte y tan cerca es su solicitud de compartir, a lo largo de dos horas siete minutos, una búsqueda maniática que, se sabe, no lleva a ninguna parte. Es que el horror que se invoca es tan imposible de procesar que la propia película parece empeñada en sacárselo de encima, inventando un segundo relato que no por inconducente deja de ponerse en primer plano.
Lo mejor son los efectos especiales Presentación en sociedad de un realizador y un guionista veinteañeros, Poder sin límites empieza como si alguien hubiera decidido filmar un episodio de la serie Héroes echando mano del truco de The Blair Witch Project o Actividad paranormal. Sigue como si la misma u otra persona hubiera robado la libreta de apuntes de Stan Lee, creador de El hombre araña y Los cuatro fantásticos. Se convierte más tarde en versión voladora de Christine y termina en un estilo “rompan todo” que recuerda a El increíble Hulk. A falta de una historia que sea más o menos consecuente consigo misma, lo más convincente de este debut del realizador y coguionista Josh Trank y el guionista Max Landis (hijo de John Landis, director de El hombre lobo americano y Los hermanos caradura/The Blues Brothers) son los efectos especiales. No por nada, entre FX y efectos visuales, la ficha técnica que incluye el sitio imdb suma cerca de cien nombres. Los protagonistas son tres compañeros del college. Uno se la pasa citando a filósofos célebres, el otro es candidato a presidir el centro de estudiantes y el tercero es el chico conflictuado. Con una madre postrada y entubada y un padre que no pierde oportunidad de pegarle salvajemente, no extraña que Andrew sea tímido, reclusivo, virgen, abstemio... y tenga una cámara de video como mejor amiga. Con esa cámara, que lleva a todas partes, Andrew filma todo lo que pasa, aunque no tenga la menor importancia. Excusa para sumar Poder sin límites a la serie (serie que debería clausurarse ya, con agradecimiento por los servicios prestados) de películas-filmadas-como-si-fueran-documentales-caseros (agregar Cloverfield y El último exorcismo a las mencionadas más arriba). En medio de su nada colegial y cotidiana, Andrew, Matt y Steve descubren un hoyo practicado por algo que habrá caído del cielo, entran en él y salen con superpoderes. Telekinesis primero, capacidad de volar después, fuerza sobrehumana finalmente. El costado Stan Lee está dado por la cuestión moral que entrañan los superpoderes (a los muchachos se les va la mano y provocan una muerte), y la semilla Christine está incubada en la figura de Alex, que sintiéndose victimizado (sobre todo por su siniestro padre, que cumple la función del ogro de los cuentos de hadas) superdesarrollará sus superpoderes, haciendo superpelota todo lo que lo rodea: amigos, enemigos, el mundo entero. La tierra tiembla, vibra y se hunde a su paso, como si el esmirriado muchacho hubiera devenido de golpe en un nuevo Hulk. Sin una personalidad propia y mutando sin control de una secuencia a la siguiente, lo que se mantiene parejamente bueno a lo largo de Poder sin límites son, como queda dicho, los efectos especiales y visuales.
Pueril y divertido tecno de entrecasa “En aquel entonces los espías se arreglaban con lo que tenían”, dice una espía veterana en Miniespías 4. Hay cineastas que también. Vean si no a Robert Rodríguez, guerrillero texmex del cine de bajo presupuesto, cuya serie Miniespías equivale a filmar una superproducción de Bond con rezagos de ferretería. La cartelera porteña se ha confabulado para dejar la opción bien a la vista. Está el hipertrofiado, asfixiante mecanismo de relojería de Hugo (que no deja resquicios para la fantasía, mucho menos para que ingrese el mundo infantil) y está el pueril, divertido y atropellado tecno de entrecasa de Rodríguez, lo más parecido que hay a un juego de niños desde que se murió el último de Los Tres Chiflados. Teniendo en cuenta que el arma secreta del perrobot que acompaña a los niños protagonistas es el lanzamiento de gases, es un alivio que en la Argentina el estreno de Miniespías 4 no incluya el Aromascope 4D del original (variante/homenaje al Odorama de los años ’50, que John Waters reeditó unas décadas más tarde). Sí se estrena en 3D, como la anterior de la serie, aunque no en todas las salas. Y sólo en copias dobladas: la voz de Ricky Gervais, que hace la del perrobot parlante, quedará para el lanzamiento en DVD. O tampoco. Hay cambio de familia protagónica: salen los Cortez, protagonistas de las tres anteriores (incluido papá Banderas), entran los Wilson. Incluida la recién ingresada Marissa, segunda esposa de papá (Jessica Alba), que, como Schwarzenegger en Mentiras verdaderas, en los ratos libres trabaja como superespía secreta, sin que los miembros de su nueva familia se enteren. Como suele suceder, es la hija la que huele que Marissa anda en algo raro, y por eso no los atiende como ellos quisieran. A su hermano Cecil le basta con tener una tele a mano y un fuentón de golosinas para no enterarse de nada. Mientras tanto, papá Wilbur protagoniza, en la tele, un reality sobre cazadores de espías (¿?). Ya todos tendrán ocasión de seguir los pasos de Marissa, cuando los malos les tiren la casa abajo, buscando cierta piedra mágica que sirve para activar el Artefacto Armaggedon, proyecto gubernamental que permite cambiarle velocidad y sentido al tiempo. Para qué quiere volver atrás el enmascarado Guardián del Tiempo es un bonito gesto de Rodríguez, que cuando devela el secreto le da al villano una razón para serlo. Hasta llegar a ese punto, en el que Miniespías 4 se pone inesperadamente emotiva, la navegación tiene sus bamboleos. Pero el buen humor y la buena onda de Rodríguez mantienen el timón siempre bien apuntado, en un registro muy Batman (la serie). Hay que verla a Jessica Alba –cada día más linda y simpática, desde que logró sacarse de encima el sayo de bomba latina que le habían encajado en Hollywood– corriendo a uno de los villanos con panza (falsa) de ocho meses, o yendo más tarde al frente con la beba en brazos. Jeremy Piven compone a su Tic Toc (lugarteniente del archivillano) en una clave deliberadamente hiperexagerada, próxima al Favio Posca de Los únicos. Como de costumbre, la nueva Miniespías rebosa de un chicherío tecno digno del Pardal de la historieta de los ’50. Tanto que, sumado al festival de colores flúo, un poquito abruma. Se disculpa, por la buena leche de chico de barrio que el mexicano de Texas vuelve a desparramar, dando la sensación de que cuando filma, él es el que más se divierte. No como otros, que quieren hacer “cine para la familia” y les sale un bodoque de historiador ciruela.
En busca de sentimientos puros Puede ser acusada de ingenua y pueril y llega al punto de reconciliar a dos soldados enemigos, en medio de la Gran Guerra, nada más que por el amor de ambos por un caballo. Pero el talento narrativo y visual del director la convierten en una película entrañable. Llena de buenos sentimientos y generosidad de espíritu, Caballo de guerra es una película decididamente demodé. Tanto, que más que película tienta llamarla “cinta”, como se decía en tiempos antediluvianos. Quien busque en ella un mundo parecido al que lo rodea saldrá protestando contra la ingenuidad y puerilidad de Steven Spielberg. Tanta, que llega al punto de reconciliar a dos soldados enemigos, en medio de las salvajes trincheras europeas de la Primera Guerra, nada más que por el amor de ambos por un caballo. Pero, ¿por qué el cine debe reflejar necesariamente el mundo real? ¿No era que las películas también pueden parecerse a los sueños, deseos, terrores más profundos? Siempre y cuando estén tan bien contadas que durante un par de horas (media hora más, en este caso) puedan transportar al espectador a un planeta que sólo exista como utopía. Por más que lluevan sobre ella acusaciones de sensiblería, atraso y viejismo, por más que tenga sus debilidades, Caballo de guerra es –por convicción, talento narrativo y visual y grandeza de miras de Mr. Spielberg– esa clase de película. ¿Se estrenan muchas así todas las semanas? Basada en una novela y nominada a seis Oscars (de los cuales en el mejor de los casos va a ganar sólo alguno menor), Caballo de guerra transcurre en tiempos prefreudianos. Eso tal vez permita ver, en el amor total del protagonista por un joven y fornido equino –así como en la tan súbita como intensa amistad entre dos mozalbetes, en medio de la tierra de nadie del campo de batalla– sentimientos “puros”. Porque de eso se trata: de Platón, no de Freud. Cuando ve en un remate al hermoso purasangre, lo del humilde granjero Ted Narracott (Peter Mullan) parece amor a primera vista. Endeudarse y ganárselo al dueño de la granja cuya tierra trabaja –ganándose así un problema– no parece obstáculo para comprarlo. Pero el que queda prendado del potrillo es Albert (Jeremy Irving) –hijo único de Ted y su esposa Rosie (Emily Watson)–, que le pone nombre, lo adopta y educa. Caballo de guerra, en cuyo guión participó Richard Curtis (cocreador de Mr. Bean, y también de las más fabricadas Un lugar llamado Notting Hill y El diario de Bridget Jones), no va a establecerse en el cuasi noviazgo entre Albert y el alazán, sino que –contagiada tal vez de la naturaleza del personaje central– huirá hacia delante. Porque el verdadero protagonista de Caballo de guerra no es el insulso Albert, sino el impetuoso Joey, el potrillo. Organizada en episodios bien diferenciados, la película de Spielberg (estrenada en Estados Unidos quince días antes de Tintín) sigue las desventuras del purasangre, a quien, una vez declarada la guerra, el ejército de Su Majestad confisca y lleva al frente. Para Joey es una mala noticia. Para la película, una buena: la relación entre el caballo y su dueño no pasaba de lo inane. El cielo del comienzo da lugar al infierno bélico; de las suaves colinas soleadas, a las oscuras y barrosas trincheras; del agua con arroz al drama. Como la escopeta “protagónica” del extraordinario western Winchester 73, Joey pasa de mano en mano y el relato con él. A fuerza de empatía y gracias al adecuado manejo del punto de vista, Spielberg pone al espectador en la piel del caballo. Caballo de guerra es emotiva y hasta desvergonzadamente melodramática, pero siempre de modo orgánico. Si hay lágrimas, no surgen de un mensajismo autoimpuesto, como en El color púrpura, o de una cursilería alla Disney, como en los peores momentos de A.I., Inteligencia Artificial, sino del compromiso genuino que la película asume con la suerte del protagonista. El periplo, cada vez más dramático, termina con Joey como bestia de carga, al servicio del enemigo y casi al punto del último aliento. Con una gran huida al galope, atravesando la trinchera enemiga –que termina con Joey convirtiendo una tela metálica en corona de espinas–, qué decir de la arrebatadora escena en la que, para correr de la línea de fuego al animal herido, un pelotón entero se pone a silbarle, como si fueran un grupo de chicos. Del magnánimo pero circunstancial acuerdo entre enemigos, digno de La vaquilla. Del sublime llamado salvador del dueño al potro, recuperación a toda orquesta de la emotividad del melodrama mudo. Recuperación, a la vez, de un recurso narrativo propio también del silente: el last minute rescue. O de la última imagen –de fondos demasiado naranjas, es verdad–, donde, gracias a un reencuentro y un abrazo en siluetas, Caballo de guerra hace explícito su carácter fordiano.
De la comedia al melodrama El largometraje de Hazanavicius, mudo y en blanco y negro, demuestra que es posible filmar hoy una película como las que se hacían hace casi un siglo. Es así como entretiene y emociona, sin que se pongan de manifiesto trucos ni golpes bajos. En un par de ocasiones, El artista –que, como se sabe, es enteramente muda, en blanco y negro y formato 1/1:33 (el que se usaba en la época)– observa el cine silente desde la perspectiva del espectador medio contemporáneo, tomando a burla el estilo de actuación hiperartificioso que predominaba en la época (la Garbo, Keaton y Stan Laurel demuestran que el predominio no era absoluto). Como bien explica el realizador en la entrevista de aquí al lado, El artista se permite esa mirada en momentos muy específicos: aquellos que los académicos llaman “de segundo grado”. Dicho en sencillo, los de la ficción dentro de la ficción, las películas en las que los protagonistas de El artista, que son actores de cine mudo, trabajan, de acuerdo al estilo de la época. Fuera de esos momentos, la película del parisino Michel Hazanavicius jamás comete el pecado de ponerse por encima de lo que muestra, aprovechando la presunta “superioridad” que darían los casi cien años transcurridos. De esa postura justa deviene el gran triunfo ético y estético de El artista, consistente en demostrar que sí, es posible filmar hoy una película como las que se hacían hace casi un siglo. Y que esa película funcione tal como funcionaban entonces: divirtiendo y emocionando al espectador, sin que en la sala se huela una sola bola de naftalina, sin que se oiga una sola risa canchera. Pasar con total fluidez de la comedia al melodrama era algo que el cine mudo practicaba con maestría. Sobre ese rumbo se lanza Hazanavicius, haciendo crecer un conflicto que si a alguna película “vieja” recuerda es a Nace una estrella, cuya primera versión es de 1937. El artista se inicia justo diez años antes de esa fecha, cuando la estrella de George Valentin (el actor francés Jean Dujardin, una de las diez nominaciones al Oscar de este batacazo) luce bien alta en el cielo. Bigote anchoíta, sonrisa ganadora, idolatría, groupies, tapas de Variety, mansión en Bel Air, auto con chofer, locos años locos. Como en una película de Hollywood, un pequeño accidente permite a Peppy Miller (la argentina Bérénice Bejo, también nominada al Oscar; ver recuadro) pasar al otro lado de la cuerda que, como un muro, separa un mundo de otro: cazaautógrafos de famosos. Peppy tiene lo que en la época se llamaba ángel. Hace reír a la estrella, baila con energía de Betty Boop durante una prueba de casting y ya está adentro. Adentro de las películas, cielo que dos de cada tres chicas querían alcanzar a comienzos del siglo XX. George la recibe en su camarín, están a punto de besarse, pero un azar inverso lo impide ahora. Comedia con enormes sonrisas, grititos (mudos), saltitos y guiñaditas de ojo en los primeros tramos, la llegada del sonoro hará de El artista un melodrama. Melodrama a full, como los de la época, basado en el orgulloso, ciego rechazo de Valentin por lo que considera ridículo (algo de lo que el espectador se entera, como corresponde, por un entretítulo). Detalle interesante, ya antes de eso esta comedia flapper era un melodrama. Siempre y cuando uno pudiera ponerse en los zapatos de la esposa de Valentin (la resurgida Penelope Ann Miller), víctima de la manteca al techo que, con típica desconsideración de exitoso, el esposo desparrama fuera de casa. En el afán mimético que con toda lógica la sostiene, Hazanavicius, autor del guión y coeditor, no deja elemento del cine mudo sin apropiarse. Desde la omnipresencia de la música (servida aquí por su compatriota Ludovic Bource) hasta el terrier que, como Asta en la serie The Thin Man, hace monerías. Pasando por el gran plano general que, como en El cameraman, muestra un corte del decorado; el paso de tiempo dado en una sola escena; la pesadilla expresionista; la gracia y poder de síntesis con que se presentan situaciones de comedia, con apenas un par de elementos; el valor del que se invisten determinados objetos: un anillo, una pistola largamente guardada, la lata de película soñada que el héroe abraza en la escena culminante. Unica patinada, que va en contra de todo el sistema armado por El artista, la utilización de la música de Vértigo para acompañar todo el descenso final de Valentin. ¿Vértigo? ¿Qué se le dio a Hazanavicius por recurrir a un cover, teniendo a un músico como brazo derecho? ¿Encima, una música tan citada y recitada como ésa? ¿De una película tres décadas posterior a la época en que transcurre ésta? Habrá perdido la cabeza el realizador, pero por suerte es un brote pasajero. El resto es perfectamente riguroso y coherente, funciona por sí mismo sin estar llamando la atención sobre el truquito y encima, como se dijo más arriba, divierte y emociona. A este crítico, al menos. ¿Que El artista no tiene ni título en francés, que es una película apátrida, que podría ser (o quiere pasar por) una de Hollywood? Eso sí. Pero ése es, en tal caso, un dolor de cabeza para los compatriotas del director.
De la banalidad a la extrañeza Desde mediados de la década pasada, los platenses Adrián y Hernán García Bogliano vienen produciendo cine de terror, manteniendo el envidiable promedio de más de un largo por año. Llegar al circuito comercial les llevó su tiempo, pero terminaron haciéndolo a los treinta y pico, la misma edad a la que la mayoría de sus colegas suele debutar. No les fue mal: distribuida por Buena Vista/Disney, Sudor frío logró colarse, el año pasado, entre las diez argentinas más vistas del año. Con ese éxito a sus espaldas, los hermanos Bogliano vuelven a la carga con Penumbra, donde lograron alistar, en breves apariciones, a Arnaldo André y Gustavo Garzón. Penumbra debe su nombre a la inminencia de un eclipse de sol que, se estima, dejará a Buenos Aires completamente a oscuras. Marga, yuppie española que vive despotricando contra los sudacas (la catalana Cristina Brondo, que supo actuar a las órdenes de Darío Argento), debe reunirse, en un desvencijado departamento de su familia, con el agente inmobiliario que se ocupará de alquilarlo. Influencia de la actividad solar tal vez, es uno de esos días en que hasta lo más banal tiende a enrarecerse. El vendedor (Sebastián “Berta” Muñiz, miembro del grupo de cine bizarro Farsa Producciones) parece inquieto y nervioso, da la impresión de ser cualquier cosa menos un agente inmobiliario. Marga debe salir a hacer un trámite urgente, un homeless le dice un par de guarangadas, ella le da unas descargas eléctricas con uno de esos aparatitos de “defensa personal”, unas vendedoras la insultan, un policía la amenaza. Cuando vuelve, al vendedor se le ha sumado una supervisora de mandíbulas apretadas, que prefiere llamarse “conductora” (Camila Bordonaba). Pronto llegarán otros dos, igualmente sospechosos, y entre todos se pondrán a esperar a un tal Salva, cuyo apellido terminará resultando por lo menos paradójico. Penumbra hace pie sobre el pequeño desfase, el punto en que la banalidad cotidiana tuerce hacia lo francamente extraño. Es una zona delicada, en tanto requiere, para funcionar, de dosis justas de humor negro, toques de absurdo, oscilación del punto de vista (¿es pura paranoia o algo pasa?), insinuaciones amenazantes. Penumbra lo logra de modo intermitente. Irrumpiendo él de pronto en un desubicadísimo ataque de llanto, tensa ella, las actuaciones de Muñiz y Bordonaba generan incomodidad, lo cual está bien. Pero en otros momentos dan la sensación de ser ellos los incómodos o desorientados, lo cual no está tan bien. Algunos tiempos se alargan más de lo necesario, Marga se la pasa hablando por celular como si no pasara nada, la pulseada entre lo cotidiano y lo extraño parece clavarse en un empate. Hasta que un ritual adecuadamente loco, conducido por un notable Arnaldo André, pone las cosas en su lugar. En el lugar de la locura, el fantástico, lo macabro, el horror.
El peso de la fatalidad La película dirigida por James Watkins remite a la antigua tradición del cuento de misterio, en este caso en clave fantástica. Un tipo de relato que puede hacer de la palabra “miedo” algo bien concreto, sin que pierda resonancia. Allá por los años ’50, la productora inglesa Hammer Films llegó a volverse legendaria gracias a sus relecturas de los mitos clásicos del cine de terror, desde Frankenstein hasta Drácula, pasando por la Momia y el Hombre Lobo. Pero la Hammer (como la conocen, familiarmente, los fans del género) comenzó a declinar en los ’60, interrumpiendo su producción a fines de la década siguiente. Ahora, la mítica compañía resurge, como corresponde al género, de sus propias cenizas. Después de coproducir, un par de años atrás, Let Me In (remake estadounidense del magnífico film de vampiros que en Argentina se conoció como Criatura de la noche), ahora lanzan en el mundo entero La dama de negro, apostando a que el protagónico de Daniel Radcliffe –recién salido de la serie Harry Potter– le dé cierta repercusión al relanzamiento de la firma. Que La dama de negro sea un relato clásico, así como un film de época, es una decisión sin duda acertada, en tanto permite vincularla con aquellos hitos de los ’50. Aunque en este caso se trate, en tanto relato de fantasmas, de un abordaje del género más tenue y vaporoso que el de aquellos clásicos de miedo. En verdad, La dama de negro, que transcurre en los primeros años del siglo XX, remite a una tradición anglosajona mucho más antigua que la de la propia Hammer: la del cuento de misterio, en este caso en clave fantástica. Aquí están aquellas nieblas, esos páramos desolados y distantes, los mismos paisajes melancólicos y metafóricos de tantos relatos del siglo XIX. La melancolía, el duelo, la presencia de la muerte como halo fatídico se hacen presentes ya en la secuencia de presentación, en la que Radcliffe –tan pálido y ojeroso como Heathcliff, el casi homófono protagonista de Cumbres borrascosas– prueba, durante la afeitada matutina, apoyar la navaja sobre el cuello y hacer una ligera presión. Es que la señora Kipps murió unos años atrás, en el momento de dar a luz, y Arthur no puede olvidarlo. Ahora Arthur debe dejar a su hija pequeña al cuidado del ama de llaves, para atender el llamado de su jefe, que le da una última oportunidad de conservar el trabajo. Trabajo que, es de suponer, el duelo le habrá llevado a descuidar. En el lejano noreste, Arthur, que es abogado, debe destrabar la venta de una antigua mansión. No será fácil: culpa de la muerte de un niño y el suicidio de una mujer, la casa Drablow es una de esas a las que los vecinos tienen por maldita. Una de esas que nadie quiere comprar. Como si Arthur llevara en sí el peso de la fatalidad (y todo en él da a pensar que es así), desde su llegada al pueblito otros niños siguen los pasos de aquél, tentados, según parece, por la oscura aparición a la que el título refiere. Atenta al detalle y renuente al susto (aunque algunos no faltan), La dama de negro construye con cuidado tanto los datos de época –los primeros automóviles, la moda del espiritismo, juguetes primitivos y autómatas en la habitación del niño– como los referidos al lugar en que transcurre: las tierras bajas e inundables, el chismorreo y las supersticiones de pueblo chico, las diferencias de clase. Basado en una novela y construido en base a una serie de ecos y simetrías, el relato pone al viudo Arthur a resolver una historia de muertes familiares y adopciones forzadas, oponiendo las apariciones de la dama de negro con las de la señora Kipps, cuyo fantasma se presenta ante el esposo, siempre de blanco. Dirigida por James Watkins con bastante más sutileza que la tan efectista como simplista Eden Lake, en los tramos finales La dama de negro no se echa atrás ante el aire trágico que desde el comienzo despliega, cerrando el círculo del destino con un movimiento audaz. ¿Se trata acaso de un mero ejercicio de estilo, un viaje retro, una muestra de academicismo cinematográfico? Antes que eso, La dama de negro da la impresión de recuperar una forma de relato cuya eficacia parecería no tener fecha de vencimiento. Un tipo de relato que puede hacer de la palabra “miedo” algo bien concreto, sin que pierda resonancia.
Del Borda a los escenarios Ejemplo cabal de cine directo, en el que la cámara registra lo real sin intervención ni mediaciones, Moacir es un nuevo caso de los abundantes documentales sobre personajes ligeramente bizarros que el cine argentino viene ofreciendo últimamente. Los anglosajones denominan spin-offs a los productos audiovisuales derivados de otros, generalmente por el ascenso de un personaje secundario al papel protagónico. Ejemplos notorios son las series Frasier (derivada de Cheers), CSI: Miami y CSI: NY (surgidas de CSI) y, cómo no, Los Simpson (empezaron en The Tracey Ullman Show), así como las películas Wolverine (surgió de X-Men), Borat y Brüno (originalmente, personajes del show de televisión de Sacha Baron-Cohen). Si en algún género no suelen ser frecuentes los spin-offs es en el documental. Hasta el punto de que es posible que Moacir sea el primer caso. Brasileño largamente radicado en Argentina, internado por entonces en el Hospital Borda, Moacir dos Santos aparecía en Fortalezas, documental de Tomás Lipgot estrenado un par de años atrás. Ahora, pisando los setenta, Moacir tiene documental propio, que lo muestra librándose de viejos fantasmas y reencontrándose con una postergada faceta artística, cuya concreción la película acompaña y, tal vez, promueve. “Esta tá ótima; la otra tiene mucho volumen”, dice Moacir, conforme con la peluca color azabache que acaba de probarse, y que todavía tiene la traba de seguridad colocada. Con el alta médica y la externación otorgadas poco tiempo atrás, las expectativas del morocho cambiaron por completo: ahora ya no es cuestión de pensar en psicotrópicos, sino en presentaciones. Presentaciones del disco que pronto comenzará a grabar, con Sergio Pángaro como productor y arreglador, y el grupo La Lija como músicos de acompañamiento (en algún momento se les sumarán veteranos de Portela, una de las mayores scolas do samba de Brasil, de visita ocasional en Buenos Aires). “Nâo sei cómo voçe hizo pra encontrarlos”, se sorprende Moacir en el más estricto portuñol ante el propio Lipgot, al enterarse de que apareció la docena de canciones propias que él mismo registró en Sadaic, el año que llegó a la Argentina. Pasaron casi treinta de eso y algún que otro huracán en la vida de Moacir, por lo cual ahora el hombre se reencuentra con lo que creía perdido para siempre. “‘Marcha do travesti’ va a pegar”, le dice Sergio Pángaro en un bar de Constitución. No le falta razón: después de terminada la proyección, al crítico el tema le quedó dando vueltas en la cabeza. Ejemplo cabal de cine directo, en el que la cámara registra lo real sin intervención ni mediaciones (no zócalos explicativos, no relato en off, no entrevistas a cámara), Moacir podría considerarse un nuevo caso de los abundantes documentales sobre personajes curiosos, excéntricos y/o ligeramente bizarros que el cine argentino viene ofreciendo últimamente, desde El ambulante hasta Cracks de nácar, pasando por Amateur. Aunque ciertos énfasis dramáticos de Moacir al cantar y el cultivo excesivo del melisma lo aproximen de a ratos a la última condición, Lipgot jamás se deja tentar por sátiras o rarismos. Por el contrario, si algo hace Moacir es acompañar a su protagonista, mantenerse a la par, cumplirle incluso su sueño, sin verdugueos y con respetuoso cariño. Respetuoso pero no baboso: graciosísimo el contrapunto que el morocho mantiene con su productor musical, por distintas versiones sobre la letra de un famoso bolero. “Y tú me enseñaste...”, dice Pángaro, muy serio. “No, es ‘Por qué no me enseñaste’”, retruca Moacir, una y otra vez. “Filmame como a un profesional”, le indica el hombre al director, señalándole, en alguna otra escena, cómo habría que mover la cámara. Durante la grabación advertirá severamente a Pángaro, por una presunta interrupción. Que Lipgot quiere a sus personajes queda claro en el encantador videoclip que acompaña los títulos finales y que funciona como posible clip promocional del disco (dándole imagen al hit Marcha do travesti, of course) y, a la vez, como grabación de fin de rodaje. Allí bailan todos, desde Moacir hasta el director, productora y montajistas, en una fiesta que se siente merecida.
Heroína de la tercera edad El retrato de Margaret Thatcher que pone a Streep por decimoséptima vez ante las puertas del Oscar aborda a Lady T con la asumida intención de hacer a un lado la política. Pero esa decisión termina teniendo consecuencias... políticas. ¿Se puede ser apolítico al abordar una figura que dedicó su vida entera a la alta política, dejando en el mundo una huella que es como una herida? De la respuesta depende la evaluación entera que se haga de La dama de hierro, la película sobre Margaret Thatcher que pone a Meryl Streep por decimoséptima vez ante las puertas del Oscar. En verdad, ¿es realmente apolítica La dama de hierro, o los rechazos y adhesiones que la construcción de su figura central genera terminan siendo inevitablemente políticos? Quien la escribió, quien la dirigió y quien la interpretó reconocen haber abordado a Lady T con la asumida intención de hacer a un lado las políticas que aplicó, por dolorosas que éstas hayan sido. Si ese enfoque es legítimo o termina resultando manipulador, es lo que tal vez corresponda plantearse. Como bien aclararon en más de una entrevista la realizadora Phyllida Lloyd (la misma de Mamma Mia!) y la guionista Abi Morgan (a quien la exitosa serie The Hour y la escandalosa película Shame dieron fama, de la noche a la mañana), La dama de hierro no es lo que se conoce como biopic o biografía fílmica. No sólo por desestimar la prolija narración de los hechos más salientes en la vida de la protagonista, sino por no atenerse siquiera a la progresión cronológica que ese formato reclama. La dama de hierro hace pie sobre una Thatcher para muchos desconocida: la octogenaria larga que hoy en día vive en estado de semiencierro vigilado, en su casa del centro de Londres. Elección que llevó a algún político tory a plantear alguna queja airada, por mostrar una dama de hierro inesperadamente soft. En la secuencia introductoria, una Maggie ajada, semiencorvada y empequeñecida visita un supermercadito londinense con una fragilidad que, tratándose de quien alguna vez dio la orden de hundir barcos enemigos, resulta impensada. La octogenaria Maggie vive aislada, bajo la custodia de un ama de llaves y con la única compañía de su fiel marido Denis (Jim Broadbent le presta su aspecto más bonachón y juguetón). Bromista como un niño con cuerpo de un grande, Denis ayuda a Maggie a sobrellevar la vejez, el encierro, los estados de confusión mental. Que, pronto se verá, son algo más que eso. Hasta el punto de que Denis tal vez no esté allí. En el rostro acongojado de su hija Carol, que ha venido a visitar a mamá en su bunker (la hasta aquí desconocida Olivia Colman está justísima), el espectador empieza a sospechar que la señora está algo más que simplemente viejita. Aunque de a ratos parece recuperar el hierro perdido. Como cuando trata desaprensivamente a la sacrificada Carol, o cuando en visita al médico se queja de que la política contemporánea preste más atención a los sentimientos que a las ideas. Salta a la vista que pocas veces como ésta una estructura de flashbacks halló mayor justificación dramática. Los recuerdos, las alucinaciones incluso, son el lugar al que la anciana fuga, arrastrando al espectador con ella. De allí la estructura rapsódica, como “ida”, que la película adquiere. Pero lo que hay que preguntarse es qué clase de Thatcher construye la tríada Lloyd-Morgan-Streep. ¿Una pobre ancianita, ninguneada por sus desagradecidos contemporáneos? ¿Una heroína romántica de la tercera edad, aferrada al recuerdo de los primeros bailes y salidas con el amado Denis? ¿Una protofeminista, arrollada por la marea machista de la Cámara de los Comunes pero haciendo el aguante, corajuda como ella sola? ¿La hija del almacenero, despreciada por los lores de nariz parada? ¿Una recién llegada, cuya chirriante desafinación da pie, durante las sesiones parlamentarias, a la burla de esos desalmados laboristas? ¿La que debe soportar la agresión y el patoteo de los manifestantes que reclaman por despidos laborales, movidos por vaya a saber qué oscuro interés sectario o partidista? ¿La que, llena de consideración por las vidas ajenas, lo piensa mil veces, antes de ordenar que hundan al Belgrano? ¿La mujer cuya falta de dobleces aprovechan los intrigantes de su partido, para sacársela de encima y condenarla a la soledad, el olvido y la demencia? Aquí y allá se muestra también algún que otro rasgo de soberbia, de maltrato o excesiva ambición. Pero lo hace con cuentagotas, como quien abre el paraguas ante el posible chaparrón crítico. Asistida por un equipo de vestuaristas y peinadores que aseguran la máxima mímesis (para no hablar del notable trabajo de maquillaje, que la libra de todo posible efecto J. Edgar), Meryl Streep compone, con la autoridad de rigor, una Thatcher que se parece asombrosamente a la real. Aunque tal vez sea bastante más enfática, más sanguínea y emocional, en línea con la Maggie que la película parece empeñada en construir o inventar.
Una cornisa con demasiadas vueltas de tuerca Un hombre se para sobre la cornisa de una torre de Manhattan, amenazando tirarse, y abajo se junta la muchedumbre, que no tarda en comportarse como chusma. De a ratos le gritan que se tire de una vez, en otras lo vivan como a un héroe o lo contemplan no como una persona a punto de suicidarse, sino como un espectáculo divertido. Llena de secretos que se mantienen tapados, mostrándose primero como drama íntimo, luego como policial de robo, aventura de grupo comando y comedia de fulleros, la película entera parece tratar al espectador como si fuera parte de esa chusma: amagando tirarse y sin hacerlo, guardándose cartas marcadas, haciendo trampa. Teniendo en cuenta que está narrada con buen pulso, la necesaria tensión y sentido del ritmo, detalles bien observados y varios puntos fuertes en el elenco, no deja de ser lamentable que este film –escrito por el guionista venezolano Pablo F. Fenjves, dirigido por el danés Asger Leth– no tenga mayor aprecio por el juego narrativo limpio. Lo que se sabe de Nick Cassidy (Sam Worthington, protagonista de Avatar y Terminator 4) es que es ex policía, cometió algún delito (o se lo incriminó por ello, al menos) y no lleva nada bien los dos años que cumplió en Sing Sing, sobre un total de veinticinco. Interpretado por un Worthington duro e intenso, Cassidy tiene el aire fatal de un tipo condenado, y no sólo en sentido jurídico. De alguna manera que no debe revelarse (son un montón las cosas que no deben revelarse aquí), Cassidy irá a parar a aquella cornisa, con la gente juntándose abajo y la policía arriba. El jefe del operativo no parece trigo limpio y el oficial negociador se dedica, por pura misoginia policial quizás, a verduguear a su colega Lydia Mercer (la rubia Elizabeth Banks, de Virgen a los 40 y todas las Hombre araña, en papel a contrapierna). De modo extraño, es Cassidy quien pidió la presencia de la mujer policía. ¿Por qué? Porque un mes atrás, en una situación semejante, la chica no logró impedir que otro suicida concretara su amenaza. Lo cual no la deja dormir, a la vez que le da gran repercusión mediática. Lo último es lo que le interesa a Cassidy. Primer indicio de que más que suicidarse, el tipo quiere llamar la atención. De aquí en más las vueltas de tuerca estarán a la orden del día. Vueltas de tuerca no sólo argumentales (cierto ricachón darwiniano interpretado por un cada vez más huesudo Ed Harris, cierto diamante invalorable, cierto bunker inexpugnable, cierto socio traidor, ciertas cambiantes relaciones familiares y hasta ciertos muertos que renacen) sino, y esto es lo que más importa, de tono, registro y, sobre todo, verosímil. Al borde del abismo es una de esas películas que no tienen problemas en cambiar este último a cada escena, a puro utilitarismo. Lo que empieza como mezcla de drama torturado y thriller seco va mutando escena a escena, orillando el ridículo de querer ser de golpe un combo de Misión: Imposible y Robo en las alturas y terminando con la muy funcional aparición de un muerto, que se ríe más de la credulidad del espectador, o de la lógica narrativa, que de la muerte misma.