Tres hermanas en busca de una herencia Libre de pretensiones, de formato bienvenidamente menor y con un humor que funciona, la ópera prima de Sueiro tiene una dramaturgia de fuerte impronta teatral, pero el tono de comedia absurda aliviana el lastre de este dispositivo. Tres hermanas vuelven a reunirse en la vieja casa familiar, tras un largo tiempo de no verse y para tratar cuestiones sucesorias, a raíz de la muerte de un familiar directo. Por una coincidencia infrecuente, con diferencia de meses se presentan dos películas argentinas que tratan situaciones casi idénticas. Ambas óperas primas. Ambas dirigidas por mujeres, además. Una es Abrir puertas y ventanas. Desde su presentación en Locarno en agosto del año pasado, el debut en el largo de Milagros Mumenthaler se convirtió en una de las películas argentinas de mayor repercusión en el mundo entero, con varios premios en festivales de primera línea y estreno previsto para los próximos meses. La otra es Nosotras sin mamá, primer film dirigido por Eugenia Sueiro, que viene del campo de la dirección de arte (incluyendo El abrazo partido, Diarios de motocicleta y La mujer sin cabeza) y que se estrena hoy, tras participar de la Competencia Argentina, en la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata. Filmada en blanco y negro y con una duración de 70 minutos, Nosotras sin mamá es un film de cámara que tiene lugar en un único decorado (una casa; más que nada, el patio) y cuenta con sólo tres actrices y la breve presencia de un actor (otra coincidencia con Abrir puertas y ventanas). El de las tres hermanas es un módulo que desde Chejov en adelante –incluyendo Hannah y sus hermanas y Miedo y amor, de Margarethe von Trotta– permite tratar tanto el tema de las relaciones familiares como cuestiones relacionadas con la feminidad. En este caso, mamá acaba de fallecer y Ema, la hermana mayor (Nora Zinsky), Teresa, la menor (Eugenia Guerty), y Amanda, la del medio (Vanesa Weinberg), deben decidir qué hacer con la casa. En medio de una circunstancia vital que le cuesta afrontar, Teresa da la sensación de ser la más desprotegida ante la ausencia de la madre. Motivo por el cual se fue por unos días del sitio que comparte con su pareja y se estableció temporariamente en la casa familiar, cargada de recuerdos. Radicada desde hace tiempo en el exterior, Ema, actriz de buen pasar, también tiene lo suyo. Pero lo lleva con suficiencia de prima donna y secretos deslices, como tomar insistentemente de una petaquita y guardarse cosas que eran de mamá. O algunos aún más secretos, como se insinúa más adelante. Amanda necesita cubrir una deuda de 30.000 dólares, producto de un mal negocio del marido, por lo cual se sale de la vaina por vender la casa. Teresa no quiere ni oír hablar de eso y Ema observa todo con semisonrisa burlona. No es el decorado único el que tiñe a Nosotras sin mamá de cierta impronta teatral, sino lo que podría llamarse “diseño dramatúrgico”: un conflicto bien concreto, posiciones bien opuestas, tipologías bien diferenciadas, escenas con mucho ensayo atrás, ajustadas vueltas de tuerca. Que la película esté jugada a la comedia con toques de absurdo aliviana el posible peso de este dispositivo previo. Aunque no necesariamente la teatralidad. Como lo prueba la cartelera porteña, la de la comedia absurda es una de las corrientes más fuertes del teatro contemporáneo. Tanto el muy dosificado sistema de desfases y desencuentros (dos personajes hablan al mismo tiempo, uno dice algo y el otro entiende lo contrario, o dice lo contrario de lo que el otro espera) como los elementos de comedia física (aportados sobre todo por el vendedor inmobiliario, suma de torpezas y tropiezos) pueden hallarse, todos los fines de semana, en cualquier sala del off Corrientes. Libre de pretensiones y de sobrepesos, de formato bienvenidamente menor, con un humor que funciona, algún toque inquietante (la invitación a “dormir la siesta” que Ema le hace a Amanda, antes de recorrer peligrosamente sus piernas desnudas) y actuaciones que oscilan entre el cálculo teatral y la soltura propia del cine, Nosotras sin mamá tiene algo de El juego de la silla, ópera prima de Ana Katz, que también proviene del teatro. La progresiva “cinematización” (con perdón por la palabra) verificable en la carrera posterior de la realizadora de Una novia errante y Los Marziano permite pensar, desear o apostar por un futuro semejante para Eugenia Sueiro, por qué no.
Postal de país Desconfiado, Ramiro Payaguala no le abre la puerta del rancho al gendarme que viene a traer una caja de madera, que lleva sello oficial y escudo argentino. De hecho, el hombre de sangre tehuelche ni siquiera se molesta en entrar la cajota, dejándola fuera del rancho. Será a Felipe, su amigo chileno, a quien el embalaje le despierte curiosidad. Adentro viene una TV satelital que envía el gobierno, junto con un aparato telefónico, a los pobladores patagónicos. En la tele pasan telenovelas, películas viejas, imágenes del presidente Menem anunciando la inminente puesta en marcha del “taxi estratosférico”, que unirá en un par de horitas Argentina y Japón. Payaguala, cuya vida cotidiana no se diferencia demasiado de la que llevaban sus ancestros antes de la llegada de los españoles, contempla entre absorto e impasible, como si las ondas catódicas llegadas a ese rincón chubutense vinieran desde la estratosfera misma. Presentada en el Festival de Montreal y en Competencia Latinoamericana en la última edición del Festival de Mar del Plata, podría pensarse a Tiempos menos modernos como spin-off patagónico de Cerca del paraíso (Urga), la película de Nikita Mijalkov que terminaba con la instalación de una antena parabólica en medio de la desértica estepa mongola. Basta ver a Payaguala cuerear a una oveja o afinar un pequeño aerófono para que salte a la vista el abismo de tiempos, espacios y culturas que separa al tehuelche del mundo mediático. Sin embargo, el hombre no podrá resistir seguir todos los días una telenovela, tal vez por el embrujo que le produce su protagonista rubia. Hasta el punto de conseguirse un reloj (instrumento que jamás usó) para programarse una alarma que le permita no perdérsela. Pero ese abismo es sólo uno de los ejes que la ópera prima de Simón Franco insinúa. Está también la amistad de Payaguala con el dicharachero Felipe, la intención de un propietario de las inmediaciones de convertirlo en atracción turística y el conflicto, con resonancias de western, que Payaguala sostiene con unos geólogos canadienses instalados en un cerro que para los suyos tiene carácter sagrado. Filmado con notoria prolijidad y preponderancia de planos generales –que destacan no sólo la imponencia de montañas, nieves y lagos, sino también, quizás, el peso que la tierra y el entorno tienen para el protagonista–, este cruce de documental y ficción presenta sus temas de modo impresionista, evitando desarrollarlos. No habría problema en ello, si no fuera que aquí y allá asoman subrayados de sentido, que se dan de patadas con el registro observacional que prima. Una milonga inicial, con letra “de denuncia” (cantada por el propio Payaguala, que en la vida real es activista y periodista, además de compositor y cantante), las adocenadas referencias a la estupidez televisiva o a la venta de tierras a extranjeros, propias del período menemista, no terminan de cuajar en este marco de deliberada dilución narrativa, dejando a Tiempos menos modernos a medio camino entre el minimalismo y la alegoría, dos lógicas que tienden a la antítesis.
Gianni y su cabeza llena de mujeres Todo lo que asomaba en Un feriado particular se reconfirma en esta especie de continuación: el sesentón protagonista sigue lidiando con su absorbente madre, pero además debe encontrar el balance entre su pereza, las demandas de su hija y las donne que lo rodean. Hasta el momento en que Nanni Moretti decidió hacer de sí mismo, en Caro diario, un alter ego ficcional llamado Michele Apicella protagonizó todas sus películas. Hace unos años a Apicella parece haberle salido, a la distancia, un primo sesentón llamado Gianni. Romano, como Michele, pero ocioso y desajustado antes que cabrón y levantisco, en Argentina a Gianni se lo conoció cuidando de una mamá nonagenaria y convirtiendo la atención de otras viejecitas en rebusque o modo de vida. Eso sucedía en Pranzo di ferragosto, que por aquí se llamó Un feriado particular y llegó a ser un par de años atrás, como en Italia y el resto del mundo, un pequeño succes d’estime. Ahora, casi como si se tratara de un avatar de sí mismo, Gianni aparece casado y con una hija adolescente, viviendo él mismo una segunda adolescencia, a partir del momento en que un amigo le recuerda que ahí afuera sigue habiendo mujeres. Deseables mujeres romanas. El título original va directo al punto: Gianni e le donne. El local prefiere pensar que las mujeres son La sal de la vida, título con el que el opus 2 de Gianni Di Gregorio se estrena en Argentina. Casado o no, la mamma de Gianni (Valeria de Franciscis, luciendo siempre una peluca bastante barroca y bronceado como de Giordano) sigue sin aflojar un milímetro el lazo o cordón que los une. Su situación parece haber mejorado, daría toda la sensación de que a costa del hijo. Vive en una flor de casa con jardín, donde juega al poker con sus amigas, descorcha champán francés y engulle suculentas picaditas. Por más que tenga enfermera, donna Valeria se las ingenia para llamar a Gianni a cualquier hora, para que les sirva el aperitivo o solucione “un problema gravísimo”, que resulta ser que el televisor se desenchufó. Siempre sumiso a los dictados de la coriácea señora, Gianni no deja de preocuparse por su nivel de gastos (incluyendo los vestidos de autor que le obsequia a la enfermera) tanto como por el novio de la hija, que encuentra en la crisis y desocupación razones perfectas para justificar su escasa afección al trabajo. Si de no trabajar se trata, sigue sin quedar muy claro a qué se dedicaba Gianni en su vida útil. “No me jubilé, me jubilaron”, argumenta cuando alguien le echa en cara su ociosidad de vinitos y piyama. Pero ahora Gianni ha empezado a mirar de otra manera a esa vecinita a la que le saca a pasear el perro, a la frutera de la feria, a las joggers con las que se cruza en la calle. Tan fiaca como Gianni parecería ser su tocayo, el que está detrás de cámara. Más que armar un relato, encadenando estrechamente unos hechos con otros, Di Gregorio hace como que deja que éstos ocurran, sin verse del todo obligado a ligarlos. Modo narrativo que, en su amable medio tono, el realizador y coguionista hace pasar por dejadez, cuando parece tratarse en verdad de un deliberado cultivo de la laxitud, la fuga y el fragmento. Cine de la contemplación gentil, la deriva y la viñeta, La sal de la vida es la serie limitada de fotos (de planos) que Di Gregorio saca del puro presente de un señor que tal vez se le parezca, tal vez no. Gianni toma del pico de la botella de casa de mamá, Gianni saca a pasear el cuzquito propio y el San Bernardo de la vecina, Gianni espía –para ver si pesca cómo es que se hace– al vecino veterano que curte con la señora de la tabaquería, Gianni hace ejercicio en la terraza y se queda duro, Gianni empieza a reconocerse como extraño en tierra propia el día que la casa se le llena de amigos de la hija, Gianni se toma un ácido sin saber y se convierte en émulo de Anita Ekberg en la Fontana di Trevi. Esas viñetas tienden a dibujar un mapa, no por leve menos neto, del desfase, la incomodidad y el extrañamiento. ¿Gianni como Hulot romano? “¿Se puede saber en dónde tenés la cabeza?”, lo encara el novio de la hija, sacado porque el tipo desapareció de casa una noche entera, como si los roles se hubieran invertido y fuera él el adolescente de la familia. Literalidad absoluta, la respuesta a esa pregunta son las imágenes que Gianni tiene en ese momento en la cabeza. Imágenes de donne, claro, como desde el propio título todo el mundo sabía. Donne a las que este tímido sesentón, temeroso tal vez de poner en peligro su comodidad, deja en su cabeza, como aquel señor López de puertitas puramente imaginarias.
De los clips de acción al nihilismo Durante una hora y media, Protegiendo al enemigo es la clase de película de acción que se usa hoy en día. Pura acción física, a la que el dispositivo de puesta en escena (muchas cámaras, mucho corte, planos brevísimos, saltos de raccord) paradójicamente desprovee de su carácter físico, convirtiéndola en algo virtual. En la última media hora, la película dirigida por Daniel Espinosa (hijo de un chileno exilado, nacido en Suecia en 1977) para un poco la pelota y le da algún sentido a tanto tiro, carrera, golpe y persecución, haciéndole levantar un puntito al promedio general. Allí es como que todo se ajusta un poco, permitiendo que en las escenas de acción se entienda quiénes se trenzan y, sobre todo, por qué. Cosa que hasta el momento raramente había sucedido. La anécdota es como si alguien se hubiera propuesto reducir al mínimo posible el género de espionaje. A un ex agente de la CIA, un ex colega del MI6 británico le pasa un microchip que incrimina a gente muy poderosa. Como medio mundo quiere liquidar a ese agente, la CIA destina a uno de sus hombres a protegerlo y entregarlo con vida. Y eso es todo, porque de lo que se trata es –gracias a una lectura sumamente limitante de la saga Bourne– de encadenar una maratónica escena de acción detrás de otra. Todas filmadas en un digital bien granuloso, como si el “estilo Bourne” dependiera de ello. El ex agente de la CIA se llama Tobin Frost, tiene entre los suyos un aura legendaria y lo interpreta Denzel Washington, en la mayor parte del metraje con su look más Malcolm X después de Malcolm X. El jovencito al que le encargan protegerlo es un mero oficinista, que saldrá convertido en un asesino tan temible como Frost y todos los que quieren “limpiar” a Frost de la faz de la Tierra. Lo encarna Ryan Reynolds, junto con su tocayo Ryan Gosling el actor más hot en Hollywood hoy en día. Desde la sede de Langley, Sam Shepard (que hace de alto jefe de la CIA), Vera Farmiga y Brendan Gleeson intentarán manejar a ambos –que están en Johannesburgo– a control remoto. Como queda dicho, la primera hora y media es básicamente una sucesión de clips de acción, interrumpidos a intervalos regulares por primeros planos de los rostros preocupados de Shepard, Farmiga y Gleeson. La cosa adquiere mayor interés cuando Protegiendo al enemigo se asume finalmente como film de espionaje, develando qué contiene el microchip, a quiénes incrimina y qué clase de juegos sucios se libran en el interior de la Agencia. En términos estrictamente físicos, dejar de moverse de un lado a otro y establecerse en una casa de seguridad (la safe house del título original) permite que la acción se condense y se concentre, con dientes apretados y una muy buena pelea por toda la casa, en la que los contrincantes atraviesan cuanto ventanal hallan a su paso. Aunque no represente una gran sorpresa, cierta vuelta de tuerca le da al asunto una bienvenida oscuridad, poniéndolo al borde del nihilismo.
Ideas probadas, actuaciones notables Esta comedia policial irlandesa, que por pura casualidad se estrena en la Argentina días después de la celebración de San Patricio, yuxtapone fórmulas probadas. A la idea del Eire como comarca pastoril con reglas propias se suma la confrontación entre modernidad urbana y atraso pueblerino, rematando con el esquema de la buddy movie: dos policías, imposiblemente más opuestos, deben aliarse para resolver un asunto de narcotráfico. La única forma de dar vida a un esquema dramático trillado (o tres, como en este caso) es mediante las particularidades de los personajes o el talento de los actores para hacer de ellos algo que lata. Aquí hay algo de lo primero y bastante de lo segundo, gracias a los buenos oficios del dublinés Brendan Gleeson (en uno de sus dos estrenos de esta semana; el otro es Protegiendo al enemigo) y el morocho Don Cheadle, conocido sobre todo por Traffic y Vidas cruzadas. Excedido de peso y hastiado de todo, el sargento Gerry Boyle (Gleeson) es algo así como la versión provinciana del maldito policía de Harvey Keitel. “¿Te fijaste si hay plata en la casa?”, es lo primero que le pregunta a un novato, más interesado en inspeccionar los cajones que en el tipo apoyado contra la pared, con un agujero en la cabeza y una planta en la mano. Cuando llega al pueblo un agente afroamericano del FBI (Cheadle), al pelirrojo Boyle no se le ocurre nada mejor que hacer la clase de chistes racistas que sólo un adherente al Ku Klux Klan se atrevería a intentar hoy en día. Como para contrapesar un poco tanta incorrección, el guión le pone a Boyle una mamá en estado terminal (la veterana Fionulla Flanagan), a la que visita y atiende, como ejemplar hijo soltero, en el geriátrico en el que está internada. Quién depositó allí a la señora es algo con lo que el guión prefiere no meterse. La cosa deriva, en cambio, hacia unos matones (los muy adecuados Liam Cunnigham y Mark Strong) que esperan, en ese mundo lejos del mundo, un cargamento de droga. Está claro que lo que suele llamarse “argumento” es aquí, más que nunca, un dispositivo descartable, cuya única función es servir de soporte al juego actoral de ambos protagonistas. Gleeson es una elección inmejorable para hacer de este bruto rugoso, cuya incorrección tiene algo de rebelión contra los burócratas de sus superiores, y Cheadle –suave, elegante, de voz inconfundiblemente cantarina– es su opuesto matemático. Tan matemático que cuando se despierta del estado de hipnosis que ambos pueden llegar a generar, es posible recordar que esa corriente de energía está sostenida sobre el puro cálculo.
Una salvajada demasiado civilizada La saga que sucedió a Harry Potter y Crepúsculo entre los best sellers para adolescentes tiene varios aciertos y actuaciones atractivas, pero termina automutilándose para que la calificación no haga que quede la mitad de su público afuera. Basada en la saga que sucedió a Harry Potter y Crepúsculo en el olimpo del mega best seller para adolescentes (en Estados Unidos, al menos; aquí no está demostrado que haya pasado lo mismo), la primera entrega de Los juegos del hambre es una película abierta a la polémica. Según declara Suzanne Collins, autora de la trilogía de novelas (y coproductora y coguionista de la película), fue haciendo zapping de un reality a imágenes de noticiero, en las que se veía a jóvenes soldados muertos en Irak, que se le ocurrió la idea de la saga, consistente en un reality en el que un grupo de adolescentes debe exterminarse entre sí. ¿Representa Los juegos del hambre una crítica a la explotación que la industria del entretenimiento hace del dolor y la muerte, o, al igual que la tele, explota el dolor y la muerte, escudada bajo el disfraz de la crítica? Un punto a plantearse. Otro es si la película es consecuente con el desafío que encara. O si, por el contrario, en pos de no perder parte de su público natural termina por automutilarse. Un primer acierto es el haber construido un mundo que funciona de modo autónomo y, a la vez, como versión deformada de éste. La historia transcurre en un lugar llamado Pánem, pero no se sabe si Pánem está en la Tierra y si la historia tiene lugar en el futuro o alguna clase de tiempo alterno. En ese mundo, todos los años, las autoridades de Pánem eligen, por sorteo, a una chica y un varón por cada uno de los doce distritos de la nación, para que participen de “Los juegos del hambre”, reality oficial (hay un único canal en ese mundo de Gran Hermano) que evoca, con intención “pedagógica”, tiempos de una sublevación derrotada. Los participantes –que tienen entre 12 y 18 años y a los que se da el nombre de “tributos”– deben sobrevivir durante un par de semanas en un bosque hostil. Gana el único que llegue vivo y está permitido asesinarse entre sí (obviamente, que se maten en cámara es el carozo del asunto). Los protagonistas, una chica llamada Katniss Everdeen (lindo nombre de ficción) y un chico de nombre Peeta (Josh Hutcherson) compiten por el distrito 12, el más pobre de todos, así como el 1 es el de los privilegiados. Algunos “tributos” matan por gusto (los ricos, en general) y otros no; desde ya que Katniss y Peeta son de estos últimos. Los “tributos” participan de un reality mortal en Los juegos del hambre. A diferencia de Harry Potter y Crepúsculo, Los juegos... pone la alegoría social y política en primer plano, con intención aleccionadora y afrontando el riesgo de meterse en terreno barroso. Hay todo un cúmulo de precedentes que va de la crítica a la televisión de Network (1976) al juego mortal y futurista de Rollerball (1975), pasando por todas las fantasías posibles sobre sociedades totalitarias y llegando hasta el film japonés Battle Royale (2000), que es, de todos los nombrados, el que más derecho tendría de hacer un juicio por plagio a la Sra. Collins. Como allí, las armas de la heroína, cazadora experimentada, son el arco y flecha. Armas que Katniss usa sólo en defensa propia, claro. Dicen los que leyeron la novela que allí la protagonista era algo más discutible en términos morales; aquí es una chica pobre, sufrida y lo suficientemente solidaria para atender, curar y hasta adoptar a uno o más de sus contrincantes. Más allá de ese posible “lavado de imagen”, y de que la representación social y televisiva no aporta mayores novedades, Jennifer Lawrence (nominada al Oscar en su debut, en el film indie Lazos de sangre) dota a Katniss de una bienvenida dureza, que impregna la película toda. Desde ya que Stanley Tucci, como conductor de show de pelo azulado (en Pánem, el mundo del espectáculo es aún más ridículo que aquí), Donald Sutherland como autócrata maquiavélico y, sobre todo, el gran Woody Harrelson como mentor, también le sacan el jugo a sus personajes. La dirección de Gary Ross (Pleasantville, Seabiscuit) es mayormente prosaica (lo cual no está del todo mal para el mundo hipertelevisivo que muestra), recayendo en alguna incómoda espasticidad de cámara y apelando, en la escenas de acción, al “corten todo, que no se entienda nada”, que parecería de rigor en el Hollywood contemporáneo. Claro que aquí el corte no es sólo para que los chicos no se aburran, sino para que no vean. Atrapada en su contradicción de origen (cine para adolescentes en el que adolescentes matan a adolescentes), Los juegos... termina automutilándose. No sea cosa que se vea cómo unos mastines del infierno se devoran a uno y le caiga una calificación de SAM 16, que deje mitad del público afuera. Aun con esas inconsecuencias, esta salvajada tal vez demasiado civilizada representa un salto al más allá para Hollywood, teniendo en cuenta la inanidad de magos y crepúsculos que la preceden.
El desorden anida detrás de todo orden Aunque se trate de una película para jóvenes que sólo cuenta la preparación, celebración y colapso de una fiesta de estudiantes, el film dirigido por el debutante Nima Nourizadeh sabe hacer coexistir radicalmente consumo pop con metafísica extrema. Crónica de una fiesta que se va al demonio (un demonio de dimensiones inimaginables), Proyecto X es un nuevo paso de Todd Phillips hacia la elaboración de su propia y definitiva Teoría del Caos. En películas como Old School, ambas ¿Qué pasó ayer? y Todo un parto, este nativo de Brooklyn observó, fascinado, cómo de pronto todo se descontrola, hasta derivar en un miniapocalipsis que vale la pena surfear. Ahora como productor, Phillips (nacido Todd Bunzl) vuelve a poner el mundo patas arriba, contemplando la destrucción como un Nerón anarco, convencido de que detrás de todo orden anida el máximo desorden. ¿Todo eso, en una peliculita para jóvenes, que lo único que cuenta es la preparación, armado, celebración y colapso de una festichola?, preguntarán los escépticos de siempre. Sí, todo eso. En sus mejores manifestaciones, el cine estadounidense siempre supo hacer coexistir consumo pop con metafísica extrema (sin darle ese nombre, por suerte), y Proyecto X –que no debe confundirse con el homónimo que desveló poco tiempo atrás a los medios locales– es una nueva y radical manifestación de esa capacidad. Unas semanas atrás, este crítico pedía, en ocasión del estreno de Poder sin límites, la abolición definitiva del truquito del falso documental, a esta altura usado, abusado y malversado. Por suerte, Matt Drake y Michael Bacall, guionistas de Proyecto X, no hicieron caso: la película dirigida por el debutante Nima Nourizadeh (nacido en Londres y conocido como director de clips de Lily Allen) demuestra que, bien usado, el falso documental deja de ser truquito y deviene puesta en escena. Puesta en escena de lo urgente, lo inmediato, lo que sucede ahora y se extinguirá en segundos. ¿Hay acaso algo más urgente, inmediato y efímero que una fiesta? En ocasión del cumpleaños número 17 de su amigo Thomas (Thomas Mann, sic), un muchacho lanzado, llamado Costa (Oliver Cooper, toda una revelación), decide que hay que tirar la casa –de Thomas– por la ventana, para dejar de ser los nerds y convertirse en héroes del college. Trío típico: Thomas es el chico apocado y virginal, Costa, el zarpado, y falta el gordito de anteojos. No, no falta, es JB (Jonathan Daniel Brown). Como los mosqueteros, los tres son cuatro. El cuarto es Dax, que a los 17 vive solo (¿?) y tiene a su cargo filmar en video todo lo que pasa. Y vaya que pasará de todo. Como en los films dirigidos por Todd Phillips, como sucederá a repetición en la piscina de la casa de Thomas, Proyecto X tira al espectador al agua sin el salvavidas del cliché, el lugar común, el prejuicio. Por apocado que sea, Thomas terminará tirando abajo (literalmente) la casa de papá. No se sabe si Costa es gracioso, desubicado, molesto, osado o psicópata, y lo más probable es que sea todo eso junto. JB es el gordito, pero como Jonah Hill en Supercool (una película que no puede dejar de citarse si se quiere hablar de ésta) no tiene un rulo de bobo. Todo indica que al organizar una superfiesta sin que sus compañeros de college sepan siquiera quiénes son, los tres amigos van a quedar mirándose las caras junto con Kirby, única amiga de Thomas (Kirby Bliss Blanton) y Dax, que no muestra la suya. ¿Y si en lugar de eso la fiesta se convirtiera en hito? No sólo por las superchicas en minishort, los megalitros de cerveza, las estimulaciones circulantes, las piezas habilitadas en el primer piso y el enano al horno (sí, en un momento alguien mete un enano en el horno), sino porque tal vez sólo la presencia de helicópteros y la Guardia Nacional en armas permitan conjurar, con las primeras luces del día siguiente, el levantamiento de adolescentes incendiarios. Levantamiento que quizá termine con un perro teñido de rosa, un auto en la piscina y el barrio entero despertando entre incendios, explosiones y motines. Filmada en tiempo real (el tiempo de la adolescencia, tal como Dazed and Confused, la película de Richard Linklater, probó a comienzos de los ’90), con una cámara que no se pierde nada y un montaje que tampoco, desde ya que Proyecto X puede interpretarse de dos o tres modos opuestos. Estarán quienes vean en ella una invitación al “rompan todo”, los que la tomen como advertencia de lo que puede llegar a pasar si se dejan en libertad las hormonas y aquellos que lean en esta salvajada la cifra de un salvajismo de clase, de modelos, de relaciones de poder entre jóvenes y adultos o de guerras tan próximas como remotas. Proyecto X sería así una de tres: celebración del anarquismo o su condena o explicación. Más posible es que Phillips, Nourizadeh, Drake, Bacall y sus muchachos y muchachas hayan deseado fantasear qué pasa si se saca el dedo del agujero del dique y se prende la cámara ante el tsunami que viene.
Versión con el alma a mitad de camino La novela de Adolfo Bioy Casares en la que se basa esta película está entre lo más logrado del autor, por el modo en que imbrica el fantástico más descabellado con la acidez costumbrista. Pero al film, que es fiel y respetuoso, da la impresión de faltarle algo. “Parque Chas, un barrio sin esquinas, perdido en el tiempo”, dice un cartel inicial, sobre un plano aéreo de las célebres, laberínticas manzanas de Villa Urquiza que llevan al extravío al visitante ocasional. Adolfo Bioy Casares advirtió, cuarenta años atrás, que ningún otro barrio porteño se prestaba a lo kafkiano como esas calles de recorridos circulares, cuyo diseño, desafiando la geometría euclidiana, las lleva a cruzarse consigo mismas. En esa suerte de isla dentro de la ciudad de Buenos Aires se ubica Dormir al sol, publicada en 1973, pero que transcurre veinte años antes. Más de uno la considera –junto a La invención de Morel y El sueño de los héroes– entre las novelas más logradas del autor, por el modo en que imbrica el fantástico más descabellado con la acidez costumbrista. Tras filmar a comienzos de los ’90 un corto sobre el cuento de Bioy “Planes para una fuga al Carmelo”, desde hace tiempo que Alejandro Chomski (realizador de Hoy y mañana, 2003) quería llevarla al cine. Lo logró, aunque algo parece haber quedado en el camino: a su versión, fiel, concienzuda y respetuosa, da la impresión de faltarle algo. “Quería hablarle del tema de la adopción”, confía Lucio Bordenave (Luis Machín) al doctor Standle (Enrique Piñeyro), con la clase de envaramiento expresivo que al autor de Historias desaforadas tanto le divertía. “Ah, ¿piensan adoptar un hijo?”, contesta el doctor. “No, un perro.” Como Lucio y su esposa Diana (Esther Goris) no pueden tener hijos, pensaron en un sustituto peludo para aliviar los estados de melancolía en los que ella suele caer. El doctor Standle cree, sin embargo, que la solución la tiene el doctor Reger Samaniego, director del Instituto Frenopático, instalado desde hace poco en la zona. “Le voy a devolver una mujer que es y no es Diana”, le dirá más tarde, no sin pompa, Reger Samaniego (Carlos Belloso) a Lucio, tras una larga internación y la insistencia del marido por recuperarla. Efectivamente, esa Diana no parece Diana. ¿Puede ser que no lo sea? Llegado el punto, Reger explicará a Bordenave en qué consiste la almagración: en la migración entre almas y cuerpos, gracias a los servicios de la cirugía cerebral. Ironía feroz, a la larga Lucio y Diana, que querían adoptar un perro... No, eso no debe contarse. Chomski, autor de la adaptación, reconvierte la primera persona del original (salvo el epílogo, toda la novela se enuncia como la larga carta que Bordenave escribe a un conocido, desde el encierro) a la tercera persona en la que el cine suele expresarse. Es posible que la pérdida de intensidad que se registra se deba a ese paso, que lleva de la subjetividad a una presunta objetividad. Sin perder el estilo calculado, irónico y distanciado propio de Bioy, la novela se deja arrastrar por la fiebre, la pesadilla, el delirio médico, cruzando romanticismo y ciencia ficción de un modo semejante a lo que el autor había hecho en su momento en La invención de Morel. En la película todo está como atenuado, tanto el escalpelo irónico como el crecimiento de la locura, la paranoia, la descarada derivación al fantástico y lo kafkiano de la que la novela hace gala. Es como si la propia película no hubiera logrado consumar la almagración, quedando el alma del original a medio camino y un cuerpo, el de la película, idéntico a aquel y sin embargo sin ella. Si del cuerpo del film se trata, no pueden dejar de destacarse unos rubros técnicos renuentes al exhibicionismo, la concisa pero puntillosa reproducción de época y la muy acertada elección del elenco y dirección de actores. Difícil imaginar un Bordenave más Bordenave que Luis Machín, una Diana más quebradiza que Esther Goris, una Adriana María (su hermana) más maledicente y hormonal que Florencia Peña y un perrito más conmovedor que ese cuzco manchadito, que entrega una carta vital y se queda esperando respuesta, los ojos encendidos. Como si dentro de él algo o alguien, un hombre o un alma, hubieran quedado aprisionados para siempre.
Aventuras en las que falta el espíritu pulp Escrita por Edgar Rice Burroughs, autor de Tarzán, la novela por entregas Una princesa de Marte –en la que se basa John Carter: Entre dos mundos– es casi la definición misma de pulp. Primero, porque se publicó a comienzos del siglo XX, época en la que esa clase de relatos populares y baratos, publicados en diarios o revistas, alcanzaron su apogeo. Pero además porque mezcla espacios, géneros y verosímiles de lo más diversos, con todo impudor y a todo vapor. Habría que leer aquel viejo folletín para ver cómo se amalgamaba todo eso allí. La película –cuya tríada de guionistas incluye al novelista de culto Michael Chabon– funciona como una mescolanza, que no termina de hacerse cargo de lo pulp que hay en ella. No hay humor, guiño o disparate asumido en esta primera película con actores de Andrew Stanton (que cuando estaba en Pixar dirigió Buscando a Nemo y WALL-E), sino un copy & paste que parece hecho en automático, poniéndola más cerca de Flash Gordon (la película) que de Flash Gordon (el serial). Empieza como enigma de época, sigue como western de posguerra civil y deriva en una variante de ciencia ficción que transfigura distintos tipos de relatos, desde las aventuras selváticas hasta las películas “de romanos”, pasando por las intrigas cortesanas. Todo ello en un planeta exótico, en el que la gente convive con monstruos de variado pelaje (y tamaño). Después de publicada la novela, ese guisado inauguró, según dicen, un género al que se llamó de “planetas y espadas” (sic). A fines del siglo XIX, y por efecto de la famosa “puesta en abismo”, un jovencito llamado Edgar Rice Burroughs (Daryl Sabara, el ex chico de la serie Miniespías) es convocado a la mansión de su tío, John Carter, que acaba de morir sorpresivamente, dejando para él, como legado, el relato que explica esa muerte. La novela del tío se inicia en el sur de los Estados Unidos, poco después del fin de la Guerra de Secesión, cuando Carter –un verdadero rebel, capaz de querer asesinar al tipo que lo juzga, a los soldados que lo detienen y a los guardias que lo cuidan– termina eyectado, por obra de cierto sortilegio, al planeta que el título de la novela anticipa. En ese planeta, un rey bueno (Ciarán Hinds) combate contra un líder malo (Dominic West, de la serie The Wire), con su hija, la princesa Dejah (Lynn Collins, que viste como Raquel Welch en Un millón de años a. C.) como prenda entre ambos. Pero no en el sentido gauchesco del término. Dotado, gracias a la diferencia gravitatoria, de la capacidad de saltar como una hiperlangosta, el terrícola (Taylor Kitsch, cero presencia) intentará proteger, espada en mano y sin un pelo de lerdo, a la poderosa morocha, enfrentando a malos y monstruos. A algunos de ellos, en arenas como de circo romano. Si al frente de John Carter hubiera estado un Robert Rodríguez, incluso un Patrick Lussier (el de Infierno al volante), este cambalache pudo haber sido divertido, despatarrado, asumidamente pulp. Como si nunca hubiera pasado por Pixar, como si Buscando a Nemo y WALL-E las hubieran dirigido otros, Mr. Stanton se comporta, en cambio, como administrador de un despiporre que nunca es tal. Una princesa de Marte dio lugar a una saga de diez novelas, así que habrá John Carter de acá a la próxima década.
Florida y Lavalle, lejos del cliché Con el curso de dos días como único eje a seguir, este film ciñe el foco sobre el microcentro porteño, pero con recortes de todo aquello que le da carácter de hábitat. Y hay tanto ritmos que se repiten como oposiciones drásticas. Cuando en 1927 el arquitecto, artista plástico y realizador de vanguardia Walter Ruttman encaró el rodaje de Berlín, sinfonía de una gran ciudad, seguramente no era consciente de estar inaugurando toda una línea de films de no ficción: aquéllos que hacen de la ciudad su objeto excluyente, su obsesión, su protagonista. No es que todos los días se filmen películas sobre ciudades, pero dos años después de aquélla, Robert Siodmak, Edgar Ulmer, Billy Wilder y Fred Zinnemann rodaron en la propia Berlín Gente en domingo. Ese mismo año, Jean Vigo filmó A propósito de Niza y más adelante hubo, entre otras, Daguerréotypes (Agnès Varda, 1976, sobre los comercios de la calle Daguerre, en París), Lisbon Story (Wim Wenders, 1994), una Madrid (Patricio Guzmán, 2002), Los Angeles Plays Itself (Thom Andersen, 2003), Del tiempo y la ciudad (Terence Davies, 2007, sobre la ciudad de Liverpool) y, con las licencias del caso, Fellini-Roma (1972). A ese linaje, el realizador argentino Sebastián Martínez suma ahora Centro que, como el título indica, ciñe el foco sobre el microcentro de la ciudad de Buenos Aires. Sobre todo, la zona de Florida y Lavalle. Huyendo como de la peste de la postal turística, la imagen for export, el cliché icónico, este documental de observación –que dos años atrás fue parte de la Competencia Internacional del Bafici– reniega, en principio, de toda forma de organización del material. De toda progresión o correspondencia, concatenación o serialización. Aunque el espectador podrá, como en un test proyectivo, establecer sus propias relaciones. El curso del día parecería ser, como en el caso de Berlín, sinfonía de una gran ciudad, el único eje a seguir, desde la mañana de un día hasta la noche del día siguiente. Son (o se supone que son, ya que ni el documental más estricto es del todo esclavo de la realidad) las últimas 48 horas del año. Esto queda claro recién sobre el final, con la aparición de guirnaldas, cohetes, lluvia de papelitos. Se trata, en principio, del puro registro de aquello que aparece ante cámara (lo cual tampoco es nunca así; siempre hay elección, exclusión, corte y montaje). Aparecen “personajes”, como en un documental “normal”, pero Martínez parecería querer darles también esa condición a objetos y lugares. Si hay algún criterio de selección, éste parecería, ante todo, de carácter espacial, hecho de recortes de todo aquello que le da al microcentro el carácter de hábitat. Bancos, negocios, la Bolsa de Comercio, alguna galería, alguna galería de arte, el esqueleto muerto de alguna vieja y legendaria “tienda de departamentos” (Harrods), algún cine que todavía queda, alguno de los templos evangélicos que les coparon las salas, algún hotelito por horas, ambas peatonales. La reiteración de ambos días marca ritmos que se repiten, con los mismos promotores callejeros, los mismos vendedores (la película es previa, desde ya, al desalojo de los manteros), los mismos cartoneros a la noche, reiterando rutinas. Surgen oposiciones, en ocasiones drásticas: la Florida de día, con su movimiento incesante de gente de todos los colores, y la de noche, con sus cartoneros, chicas de la calle, gente sin techo que se acomoda para dormir sobre la vereda. La Florida de hoy, superponiéndose sobre las huellas de la de ayer: Rita, veterana empleada de la Asociación de Amigos de la Calle Florida, hojea viejos diarios y recuerda lo que ya no está. De pronto, una chica de minifalda parece atraer la atención de la cámara, que describe, con ella por protagonista, un relato circular. La chica se arregla frente a un espejo y abandona un hotel, yira, hace puerta frente al local de London Tie, levanta un cliente y sube con él la escalera del mismo hotel. Otro personaje: el morrudo asistente de un templo evangélico, que para a uno en la calle, se lo lleva al hall del ex cine y empieza a hacerle pases como los del manosanta de Olmedo. “¡Quema, quema, quema!”, dice, refiriéndose seguramente al ser del tridente. Detalles: la policía retiene a un chorro y éste, esposado, le recuerda a un peatón que él también tiene hijos; una señora les ofrece a los turistas bebés de plástico a los que llama argentine babies; un cartel frente al templo ofrece asistencia de un “pastor virtual”; un peluquero-melómano recuerda a los grandes cantantes de ópera y directores de orquesta que pasaron por su sillón; el cartel luminoso que dice “Iglesia Universal” se solapa con el de El Palacio de la Papa Frita. Lirismos: el de Harrods vacía y abandonada, como tumba de sí misma y conservando muebles que parecen haber quedado tal como estaban, después de una huida urgente de sus habitantes. Como si en lugar de un cierre se hubiera tratado de un exilio o un escape. Incluyendo la calesita del subsuelo, que todavía gira, pero ahora para nadie. Salvo la cámara del intruso.