Lo que el tiempo se llevó Melancólica y sedentaria, más confiada en la palabra que en la acción, la película de Eastwood empieza con el logo de la Warner en blanco y negro, un modo de viajar al pasado: al pasado del cine, al cine clásico, pero también al del personaje. Los primeros tramos de J. Edgar hacen temer que la película de Clint Eastwood pueda ser algo así como El mundo según Hoover. En ellos, el todopoderoso fundador del FBI –que siendo apenas un muchacho, a comienzos de los años ’20, creía imperativo frenar a los inmigrantes centroeuropeos para que no establecieran un soviet en los Estados Unidos– tiene el dominio absoluto de la palabra, da sus razones y fundamenta su credo frente a cámara, sin que nada ni nadie lo cuestione. Pero cuando unas escenas más adelante se lo ve contento como un niño, mostrándole a la chica que le gusta el sistema de fichaje bibliográfico que acaba de descubrir y que piensa aplicar a la investigación sistemática de cada ciudadano (todo ello en una de sus primeras salidas, minutos antes de arrodillarse y ofrecerle casamiento, en la nave principal de la Biblioteca del Congreso), se comprende que nada de lo que el hombre diga o haga tiene demasiada relevancia, por la sencilla razón de que está loco. O poco menos. Darle la palabra al monstruo no es lo mismo que darle la razón. Por mucho que se lo deje monologar, la puesta en escena sabe cómo relativizar esos monólogos, cómo cuestionarlos y hasta confrontarlos. De un modo tan sutil, claro, que la crítica entre líneas corre el riesgo de pasar inadvertida. J. Edgar es la película de un hombre viejo. Dos hombres viejos, el protagonista y el demiurgo. Por eso es lenta, melancólica y sedentaria, más confiada en la palabra que en la acción. Empieza igual que todas las películas de Clint Eastwood de las últimas décadas: con el logo de la Warner en blanco y negro. Un modo de viajar al pasado. Al pasado del cine, al cine clásico, pero también al del personaje. Eastwood tiene claro (ver entrevista) qué le gustó del guión de Dustin Lance Black: el modo en que se balanceaba entre la juventud de Hoover y su vejez. Movimiento que permite asistir a lo que el realizador llama “el arco de su declinación”. En los flashbacks más lejanos, al J. Edgar de 24 años (Leonardo DiCaprio, que en los fragmentos como viejo debe soportar un maquillaje que lo asemeja al Russell Crowe de Una mente brillante) se lo ve fogoso y paranoico, obsesionado con inmigrantes y anarquistas e influido por la figura de su jefe, el fiscal general Mitchell Palmer, que aparece como maestro de ideas o padre sustituto. Porque padre, en la casa familiar de J. Edgar no hay. Esa casa es pura madre. Una madre que no podía estar encarnada por otra que Judy Dench, que hasta cuando hacía de jefa de Bond daba miedo. “Prefiero un hijo muerto que un hijo maricón”, le avisa la mamá al nene, en cuanto tiene la más leve sospecha. Ni falta que hace: tan rígido física como mentalmente, J. Edgar sabe que la Nación no permitiría que su máximo defensor fuera gay. Y J. Edgar está dedicado, de modo tan implacable como su propia mamá, a defender la Nación de quienes amenazan su integridad: comunistas e inmigrantes primero, gangsters después, homosexuales eventualmente. Mientras tanto defiende la suya propia, manteniendo en el closet su relación de décadas con Clyde Tolson –el hombre al que contrata como agente, nada más que porque le gustó el traje que lleva– y manteniendo en su fichero, por si acaso, una ficha inculpatoria de cada uno de sus posibles enemigos. Entre los posibles enemigos de Hoover se cuentan –además de los subordinados que podrían hacerle sombra, como una corista del elenco a la primera vedette– todos los presidentes de la Nación. Empezando por Franklin Roosevelt (J. Edgar atesora una grabación en la que Eleanor Roosevelt le confiesa su amor a una periodista), siguiendo por JFK, a quien tiene grabado con una de sus mil amantes, y concluyendo con Richard Nixon, quien a la luz de las recentísimas investigaciones bien podría haber sentido por Hoover, vaya a saber, una mezcla de sentimientos semejante a la de Truman Capote por Gore Vidal. En manos del Eastwood octogenario, la biografía de este hombre de acción es una penumbrosa obra de cámara, donde hasta las escenas de tiros (la ejecución de Alvin Karpis, la de Machine Gun Kelly) están asordinadas. Como si no tuvieran lugar en la realidad. Es que no lo tienen. Aunque con el más puro clasicismo Eastwood evite subrayarlo, toda J. Edgar transcurre en la cabeza del protagonista. En la cabeza y en el closet: si hay encierro en J. Edgar es porque como buen paranoico, J. Edgar le tiene terror al afuera. La película se permite ingresar en esa intimidad clausurada, descubriendo, entre Hoover y Tolson, momentos encantadores: la escena en la que el dulce Clyde lleva al arisco J. Edgar a la sastrería parece como de Paco Jaumandreu y Ante Garmaz. Cada tanto Hoover asoma la cabeza y sale al balcón. Pero no para mirar al vecino sino a los presidentes que pasan. Que son sus vecinos, en verdad. Al sintético Eastwood le basta confrontar el saludo de Roosevelt con la calculada vista al frente de Nixon para trazar ese “arco de la declinación”. Declinación del poder, pero también, quizás, de una forma de concebirlo que está de lo más vigente.
Sombras de una islita sueca El primer episodio made in USA de la trilogía Millennium tiene aciertos y fallas. Hay fidelidad al original y una resistencia a caer en tentaciones hollywoodenses, pero no llega a transmitir el malestar que campeaba en el libro y la versión sueca. Suena perfectamente lógico que Columbia Pictures haya puesto en manos de David Fincher La chica del dragón tatuado, primera de las novelas de la trilogía Millennium, que a mediados de la década pasada devino gigantesco best seller global. El realizador de películas como Se7en, El club de la pelea y Zodíaco aparecía como opción de cajón, a la hora de lidiar con el material pergeñado por el sueco Stieg Larsson. A su asesino serial de inspiración bíblica, que parece salido de la mismísima Se7en, la novela que en lengua española se conoció como Los hombres que no amaban a las mujeres –nombre que también tuvo la versión que el cine sueco filmó tres años atrás– le suma abuso infantil, maltrato, malestar, disfuncionalidades familiares y violencia sexual. A partir de un guión del primus inter pares Steven Zaillian (autor de los de La lista de Schindler, la primera Misión: Imposible y El juego de la fortuna, actualmente en cartel) y en un marco de fidelidad al original, La chica del dragón tatuado ofrece pérdidas y ganancias en su tratamiento del material. La primera muestra de fidelidad consiste en no haber trasladado la acción de Suecia a Estados Unidos. Maniobra peligrosa, teniendo en cuenta el inveterado localismo del público estadounidense. Tras perder un juicio por calumnias a manos de un tipo poderoso, el periodista de investigación Mikael Blomkvist (Daniel Craig) acude al llamado de Henrik Vanger, líder de una megacorporación industrial “cuyo destino está atado al de Suecia toda” (Christopher Plummer). Vanger solicita a Blomkvist investigar qué sucedió cuarenta años atrás, cuando su sobrina Harriet desapareció para siempre. Antes de contratar a Blomkvist, Vanger encargó a una empresa de seguridad una investigación completa sobre él. La tarea recayó en la más brillante hacker de Estocolmo, Lisbeth Salander (Rooney Mara). “Es distinta en todo”, dice alguien, precediendo su primera aparición. Pálida y freakona, de cresta negra y con el rostro (no sólo el rostro, se verá más adelante) tachonado de piercings, la esquiva, reactiva Lisbeth no devuelve saludos ni mira a los ojos. De allí en más, el relato sigue a ambos protagonistas en paralelo, concentrándose por un lado en la investigación de Blomkvist (con la entera familia Vanger desfilando ante él como sospechosos, en una suerte de Agatha Christie nórdico y dark) y por otro en la cotidianidad de Lisbeth, signada por la reclusividad, el hackeo obsesivo y una herencia familiar que se adivina pesada (para resolver la adivinanza habrá que esperar a La chica que jugaba con fuego, segunda entrega de la saga, anunciada para 2014). Una violación a cargo del más repulsivo de los machos, y la posterior venganza –casi igual de despiadada, aunque obviamente más justificada– explican por qué le brillan los ojos a Lisbeth, cuando Blomkvist le ofrece unirse a él en la persecución de un asesino de mujeres. El encuentro entre ambos tiene lugar casi a la hora y media de proyección: otra arriesgada decisión de Fincher y Zaillian, que desafía la televisiva impaciencia del espectador medio contemporáneo. Un acierto, haber hecho crecer el personaje de la hija de Blomkvist: su condición adolescente permite establecer inquietantes comparaciones con Lisbeth; la condición de católica da pie a relacionarla con la desaparecida Harriet. El realizador de Benjamin Button imprime al relato un tratamiento visual decididamente dark, con ambientes tan turbios y un cromatismo tan musgoso como el de Se7en. Tal como viene haciendo desde Zodíaco en adelante, se anima a reemplazar la tradicional alternancia del cine hollywoodense entre tiempos fuertes y débiles por un continuo narrativo al que parecen habérsele limado las aristas dramáticas. Por malsanos que sean, hasta los que deberían ser picos de tensión están como asordinados, eventualmente desdramatizados. Esto es constatable incluso en la escena de la violación (y su reverso matemático, la de la venganza), pero sobre todo en el flashback que resuelve el misterio y la muy charlada sesión de tortura a la que el asesino somete al héroe. En una inversión infrecuente, lo que la dramaturgia atenúa el sonido tiende a intensificar. Se recomienda prestar atención a los inquietantes burbujeos sonoros diseñados por Trent Reznor, autor de la música, como también al sonido aumentado de una aspiradora o la reverberación de un instrumento de tatuaje eléctrico. Varios fundidos de montaje, tan precisos como elegantes, ratifican la reconocida fineza del realizador. Pero algo falta, y no es secundario. Por más que esa isla remota lleve a pensar en un infierno helado y desolado, sólo habitado por los cuasi bergmanianos pecados de los Vanger, no llega a transmitirse la fuerte sensación de malestar –físico y metafísico– que permitía a la novela trascender la mera mecánica policial. La elección del elenco no ayuda. Como si no pudiera sacarse a James Bond de encima, Daniel Craig parece siempre a punto de pedir un Martini seco, en contra de la incerteza y vulnerabilidad que el personaje pide. En el caso de Rooney Mara, basta compararla con Noomi Rapace –la Lisbeth de la versión sueca– para advertir las diferencias de dureza, intensidad y tortura interna.
La cocina de la política En el nuevo film dirigido y coescrito por Clooney todo aparece teñido del más puro y maquiavélico pragmatismo. Pero en ese juego de lealtades y traiciones, la mirada del director no es moralizante. Para los romanos, los idus de marzo (los días de mediados de ese mes) eran época de buenos augurios. Pero desde que una conspiración terminó con la vida de Julio César, durante los idus de marzo del año 44 a.C., la fecha pasó a representar, en términos políticos al menos, lo contrario de lo que míticamente había significado. Apropiadísimo suena entonces el cambio de título que George Clooney y los suyos practicaron sobre Farragut North, obra en la que The Ides of March se inspira. Desde ya que la referencia se pierde ante el título mucho más neutro y descriptivo con que el nuevo film dirigido y coescrito por Clooney se estrena en Argentina, tras haber sido parte de la competencia oficial en la última edición de Venecia. Algo así como una versión amplificada de El estudiante (lo que allí era política universitaria aquí es la alta política de la nación que aún rige los destinos del mundo), Secretos de Estado es más decididamente pesimista que la película de Santiago Mitre. En medio de su trama de transas, trampas y traiciones, aquélla guardaba aún un último recodo para los ideales, mientras que en el film de Clooney todo aparece teñido del más puro, maquiavélico pragmatismo. Sin embargo –eso es lo interesante–, Clooney no mira ese mundo con el dedo levantado de la condena. Lo hace desde la nada ingenua presunción de que la mejor política posible no consiste tal vez en no ensuciarse las manos, sino en ver qué hacer con esas manos sucias. La escena de presentación es notable, por un montón de razones concurrentes. En primer término, permite entrar a la película (a la política) a través de un espacio de representación, el del teatro, donde tendrá lugar un acto de campaña. En segunda instancia, al no transcurrir durante el acto sino en su instancia de preparación, está recordando que un evento político es un fenómeno de diseño antes que un acto de comunicación espontánea. Por otra parte, introduce el que será el espacio de representación de la película toda: la cocina, el entretelón, el detrás de escena. No sólo eso, sino que al poner en su boca el que será el discurso de su jefe, presenta el lugar que el protagonista ocupa dentro de la jerarquía política: el de un segundón, literalmente un vocero. Algo semejante al muñeco del ventrílocuo. Finalmente, esa escena de apertura prefigura la que será su reverso exacto, la escena de cierre. Secretos de Estado es, como El estudiante, la historia de una iniciación, una carrera ascendente, una ganancia y una pérdida. En la jerarquía de campaña de Mike Morris, gobernador de Pennsilvania y candidato a la presidencia por el Partido Demócrata (Clooney), Stephen Meyers (Ryan Gosling) es el segundo del jefe de campaña, Paul Zara (un temible Philip Seymour Hoffman). El espectador tal vez crea ver en Meyers un muchacho ambicioso pero todavía algo tierno. No es lo que ve en él el muy curtido Tom Duffy (Paul Giamatti), jefe de campaña del rival, quien elogia su brillantez. De hecho le ofrece pasarse de bando, anunciándole que el “halcón” con el que la gente de Morris contaba para ganar el estado de Ohio está con ellos. De ser así, el candidato demócrata no va a ser Morris, sino su rival. Meyers duda, lo piensa, se debate entre la lealtad y la conveniencia, se reúne con Duffy. Una subtrama paralela pone a Meyers en relación con Molly, algo así como una “pinche” en la estructura de campaña de Morris (Evan Rachel Wood). Pero las paralelas van a cruzarse y la pérdida de inocencia será por partida doble: en el terreno personal y en el político. Es sólo el comienzo de un baile de máscaras en el que todos los roles van a mutar despiadadamente, cobrándose la vida de la pieza más débil y poniendo patas arriba las relaciones de poder existentes. Secretos de Estado confirma a Clooney como un cineasta de infrecuente claridad, solidez e inteligencia. El guión es redondo, el elenco extraordinario (Gosling, Seymour Hoffman y Giamatti están memorables), los diálogos parecen escritos por un Billy Wilder del maquiavelismo, la puesta en escena es práctica, precisa y sugerente. Ver por ejemplo el modo, digno de los clásicos, con que sin subrayados de por medio la puesta se llena de sombras, en la misma medida en que la historia lo hace. Las reuniones en despachos cerrados, la oscuridad cada vez más cerrada, las ofertas “que no se pueden rechazar”, el juego de lealtades y traiciones, el acceso del menos pensado al extremo de la pirámide, la referencia final al titiritero y el muñeco, la expresión vaciada y las mandíbulas apretadas del poderoso en la escena de cierre: todo recuerda al ascenso de Michael Corleone en El padrino. Allí el poder absoluto corrompía, como aquí, absolutamente, y ni el propio realizador se sabía a salvo de ello.
La fábula de los ladrones justicieros No es una fórmula precisamente nueva, pero funciona a la perfección. Ben Stiller y Eddie Murphy encabezan un equipo de inexpertos que debe recuperar el dinero que ocultó un estafador financiero, exacta representación del condenado Bernie Madoff. Comedia populista de justicia por mano propia, Robo en las alturas es como un cruce imposible entre Los desconocidos de siempre, Once a la medianoche, El golpe y Misión: Imposible 4. Del clásico de Mario Monicelli toma la idea de los ladrones cochambrosos. Aunque los de ésta –héroes hollywoodenses, al fin y al cabo– aprenden rápido. Tan rápido, que se convierten en unos capos del robo. De Once a la medianoche (y de un montón más, incluyendo la de Monicelli), el esquema del grupo heterogéneo, que se arma para dar un gran golpe. La diferencia con la impávida remake de aquella película del clan Sinatra, filmada por Steven Soderbergh, es que ésta es divertida. De El golpe, lo que subyace a toda película de fulleros: el refrán aquel sobre lo que le pasa al que roba a un ladrón. Finalmente, en lo que Robo en las alturas se parece a la última Misión: Imposible (aunque en Estados Unidos se estrenó antes) es en la gran escena de vértigo, en uno de los pisos más altos de un edificio torre. Escena que por pura convicción de todos los involucrados también aquí se vive con las nueces en la garganta. Por más que se sepa de sobra que nadie se va a caer: esas cosas no pasan en las comedias. Más clásica que canchera, la película dirigida por el multiservicio Brett Ratner (conocido sobre todo por la serie Rush Hour) es una de esas que ya antes de arrancar tienen al público de su lado, por la sencilla razón de que el villano es “el que usted ama odiar” (como promocionaba el Hollywood de los años ’30 a Erich Von Stroheim). Paráfrasis viviente del nunca bien ponderado Bernard Madoff, Arthur Shaw (Alan Alda) es un respetadísimo financista de Wall Street, a quien un día el FBI le descubre una estafa de decenas de millones de dólares. Con la particularidad de que además de todos los multimillonarios habidos y por haber, el tipo clavó también a los empleados del edificio en que vive, que pusieron sus jubilaciones en sus manos. Incluyendo el viejo y buen portero, que estaba por retirarse. Todo, por idea del administrador del edificio (una torre de Manhattan que es, según se lo presenta, “la más cara de Estados Unidos”), a quien no se le ocurrió nada mejor y sin consultar al resto. Como el FBI no logra hallar los 20 millones verdes que el bueno de Shaw escondió en algún lado, lo máximo que pueden hacer es dictarle la prisión domiciliaria. Es allí que Josh Kovacs, el administrador en cuestión (Ben Stiller) decide robarle al ladrón, en compañía de otros damnificados y con la agente del FBI (Téa Leoni) haciendo la vista gorda. Con guión escrito por un par de especialistas (Ted Griffin participó de Once a la medianoche, Los tramposos y El engaño; Jeff Nathanson, de Atrápame si puedes), Robo en las alturas es una de esas películas que serían pura fórmula, si no fuera porque todos los que participan de ella parecen creerse todo lo que pasa. Los guionistas, que tuvieron a bien escribir escenas tan graciosas como ésa en la que el ladrón “experimentado” (que resulta ser un mero chorrito callejero, como era de esperarse) les toma una prueba de shoplifting a sus inexpertísimos socios. O la de la borrachera terminal de Téa Leoni, que vaya a saber por qué malvenido puritanismo no se va a la cama con Ben Stiller. Tuvieron también la gentileza de escribir personajes como el de Matthew Broderick, un venido a menos que pasa del edificio más caro de EE.UU. a la calle. O diálogos como los que Eddie Murphy (milagrosamente regresado a los tiempos de 48 horas) escupe a mil por hora, sin perder una sola letra en el camino. Siguiendo por los actores, todos excelentes (lo de Broderick y Murphy es resucitación lisa y llana). E incluyendo al mismísimo Mr. Ratner, que nunca había filmado algo que valiera más o menos la pena y aquí le compite plano a plano al Brad Bird de Protocolo fantasma, con una Ferrari roja colgando de una ventana y luego del hueco de un ascensor, con cuatro tipos subidos o intentando subirse a ella.
La veloz aventura de Sherlock Bond “Muchas películas de acción no paran de correr, y eso les va en contra, porque las hace monótonas”, decía Brad Bird, director de la nueva Misión: Imposible, en entrevista publicada la semana pasada en Página/12. La segunda Sherlock Holmes, de Guy Ritchie, da a pensar que Bird concedió la entrevista mientras la veía en algún monitor. Juego de sombras no para de correr. Más aún que la anterior, que ya lucía apurada. De correr, de atropellarse, de acumular tramas, peripecias, pistas, gadgets, personajes, generando el efecto más paradójico del mundo. Quiere ser hiperactiva y termina siendo, para citar a Bird, monótona. Quiere ser entretenida y es agotadora. Quiere ser divertidísima y termina siendo exactamente lo contrario. Otra vez Bird: “No hay ritmo si no hay cambios de velocidad, interrupciones, contramarchas”. Juego de sombras carece de ritmo, de tono, de pausa. Es un rush de más de dos horas, que termina como empieza y sigue: con una cabalgata de planos cuya duración de flash impide fijar una sola imagen en el cerebro vaciado. Tratando de pasar en limpio podría más o menos esbozarse el siguiente intento de síntesis. Al mismo tiempo que el doctor Watson (Jude Law) está a punto de contraer matrimonio con su pelirroja prometida (Kelly Reilly), una ola de atentados con bombas sacude a Europa. Podrían ser los anarquistas o, tal vez, su contrario: los ultranacionalistas (dice un cartel inicial, en un impensado comentario político para una serie que transcurre dentro de un frasco). ¿O podría ser tal vez el profesor Moriarty, “el Napoleón del crimen”? Los conandófilos saben bien quién es Moriarty: la contracara de Holmes, su principal enemigo, su némesis. Encarnado por el también pelirrojo Jared Harris, Moriarty es intelectualmente tan brillante como Holmes e igual de resuelto, misantrópico, genial y excéntrico. Reconocido matemático, ajedrecista capaz de jugar sin mirar el tablero, dilettante de la ópera, Moriarty es un cerebro del mal capaz de planear una gigantesca conspiración, que eventualmente termine llevando a Europa entera a una guerra mundial adelantada en un par de décadas... per codere, nomás. Lo cual también lo iguala al vecino de Baker Street, que no hace lo que hace por dinero, ambición o sentido del deber, sino porque es lo que le gusta. Holmes, Watson y una vidente de feria (la sueca Noomi Rapace, que fue Lisbeth Salander en la versión original de la saga Millennium) persiguen a Moriarty a través de toda Europa y hasta su propio nido, un bunker artillado en el que torturará al héroe. Como Goldfinger a Bond: desde la anterior está clarísimo que el Holmes de Ritchie es más Bond que Holmes, y aquí los músculos de Robert Downey, su cancherismo cool, el campeonato de ingeniosidades que libra con quienes lo rodean y la suma de persecuciones, explosiones y armas secretas no hacen más que confirmarlo. Pero el Holmes de Ritchie es, claro, un Bond posmoderno, poscine de artes marciales (todas las peleas cuerpo a cuerpo son como de Bruce Lee, pasadas en velocidad x 20) y post Matrix: ver los ralentis ralentísimos que coronan dos de cada tres combates. A un par de escenas se reduce la participación de Rachel McAdams, tercera del elenco en la Holmes anterior, a otro par la de la señora Watson (a quien Holmes tira de un tren, y nadie dice nada) y a otro más, pero más cortas, la del inspector Lestade, que está como de compromiso. El que goza de mayor porcentaje de participación es Stephen Fry, que en el papel de Mycroft Holmes, hermano de Sherlock y diplomático del British Empire (recordar que la suerte de Europa entera está en juego) compone a uno de esos tilingos de nariz parada y gesto desdeñoso que tantos odios le han ganado a muchos súbditos de la reina en el mundo entero.
En la licuadora de películas sobre el racismo Con Historias cruzadas queda inaugurada, en Argentina al menos, la que podría llamarse “temporada de Oscar 2012”, que tiene como hitos la nominación de fines de este mes y, un mes más tarde, la entrega. A partir de la semana próxima irán desembarcando sobre la cartelera candidatas firmes, desde La chica del dragón tatuado hasta Hugo, de Scorsese, pasando por J. Edgar (de Clint Eastwood), La dama de hierro, Los descendientes y Caballo de hierro, de Spielberg, que se sumarán a otras ya estrenadas, como El árbol de la vida y El juego de la fortuna (50/50 es una nominada posible, pero no segura). Si de candidatas “cantadas” se trata, aquí está la primera del año. Cantada, porque reúne varias condiciones esenciales: tema “importante” (el racismo, pre-lucha por los derechos civiles), tratamiento para todo público (drama + emoción + comedia) y una verdadera batalla de actuaciones femeninas, que promete multiplicar candidatas en todas las ternas. Aunque no necesariamente en la de mejor película. Basada en una novela publicada tres años atrás por una señora llamada Kathryn Stockett, Historias cruzadas (título original: The Help) transcurre en los primeros ’60 en las afueras de la ciudad de Jackson, capital del estado de Mississippi. La segregación es oficial: el único contacto posible entre blancos y negros se reduce al de empleados y patrones. O criadas y patronas, en el que focalizan novela y película. Entre un despliegue de spray y vestidos abuchonados, las señoras, esposas en su mayoría de dueños de plantaciones, se reúnen para jugar al bridge, mientras las domésticas mantienen llenos sus vasos de Coca Cola. Entre las mujeres blancas se destacan dos, prolijamente opuestas. Puro veneno destilado, Hilly Holbrook (Bryce Dallas Howard, que también hace de monstruito en 50/50) es “la mala”. La racista desaforada, que aconseja a las amigas construir en sus white mansions baños para negros, para evitar infecciones, al tiempo que elabora un proyecto para “profundizar el modelo” (el modelo segregacionista). Una caricatura, casi a la altura de Cruella De Ville. La otra blanca con relieve es, claro, “la buena”, la heroína de la película. Eugenia (Emma Stone, estrella en ciernes) tiene 23 años y un par de ojazos que su ansiedad juvenil y su tan americana sed de verdad parecen abrir más todavía. Eugenia es “la distinta”, la chica con inquietudes (acaban de contratarla para escribir una columna “femenina” en el diario del lugar), que inevitablemente terminará chocando contra el barbarismo de sus congéneres. Sobre todo, a partir del momento en que decide cometer la herejía de escribir un libro que les dé voz a las otras, las criadas, las que no la tienen. En este segundo grupo se recorta, simétricamente, otro par de emblemas. Una, Aibileen (Viola Davis, que ya había sido nominada por La duda) es la sufrida, la que carga una tragedia personal, la que soporta y calla. Hasta que deje de hacerlo, se entiende. La otra, Minny (la voluminosa Olivia Spencer), es su previsible contracara: la que no se queda callada, la que saca toda la furia, la que le hace comer a la patrona turra una torta de mierda (literalmente). Como la mera sinopsis permite adivinar, Historias cruzadas es un verdadero catálogo de fórmulas, tanto temáticas (¿hay algo más fácil que denunciar el racismo de hace 50 años?) como dramáticas y locales (todos los clichés sureños posibles, incluyendo el canturreo al hablar, el calor y los sauces llorones). Algo así como una mezcla de Tomates verdes fritos con Conduciendo a Miss Daisy con El color púrpura. Tan elemental como todas ellas, la película (¡que dura dos horas y media!) es, sin embargo, más llevadera. La narración es fluida, la iluminación cristalina, los golpes bajos son menos bajos que en algunas de las nombradas y las actuaciones notables, aun al servicio de lo obvio. Una película de verano, en suma, como un helado en palito.
Cuando el mundo se desajusta de a poco El maquinista jubilado del título es el protagonista casi excluyente de una película que vuelve a demostrar que los países nórdicos, lejos de la frialdad, pueden cultivar una extraña forma de comedia existencial, cáustica y algo absurda. Odd es el nombre del señor Horten, maquinista ferroviario en edad de jubilarse. En inglés, odd quiere decir extraño, raro, singular, por lo cual está justificadísimo el título con el que esta extraña, rara, singular ¿comedia? nórdica, que tres años atrás anduvo mucho por festivales, se estrena en Argentina. No sólo algunas del finlandés Aki Kaurismäki, sino también las del sueco Roy Andersson (Songs From the Second Floor, La comedia de la vida) confirman como especialidad escandinava la de la comedia-existencial-cáustica-y-ligeramente-absurda. A esa vertiente había hecho ya sus aportes el noruego Bent Hamer, con películas que aquí se vieron en ciclos de la Sala Lugones, como Eggs (1995) y Kitchen Stories (2003). No tanto la de mayor repercusión, Factotum (2005), basada en la novela homónima de Charles Bukowski y protagonizada por Matt Dillon, Lili Taylor y Marisa Tomei. Exhibida en la edición 2008 de Cannes y estrenada ahora aquí en el sistema de DVD ampliado, El extraño Sr. Horten sí se inscribe decididamente en esa línea, a la que lleva al límite mismo del onirismo y la abstracción. El guión de O’Horten –tal el título original, con un apóstrofe más irlandés o escocés que noruego o sueco– da la impresión de haberse reducido a una frase: “Después de jubilarse, el señor Horten vive una serie de episodios curiosos”. Hombre solitario, que vive junto a la vía del tren y jamás abandona su pipa, como el Jeff Costello de El samurai la única compañía del señor Horten parece ser un pajarito (o dos: la distancia desde la cual se lo(s) muestra no permite precisarlo). Que antes de salir a trabajar cubra la jaula con un paño permite pensar que el hombre tiene sus rituales. Rituales que la inminente jubilación echará por tierra. El espectador más o menos entrenado en esta clase de películas sabe que no será cuestión de intentar adivinar, por la lectura del rostro o los gestos, qué le pasa a Horten: más allá de su sonrisa y su aspecto afable, difícilmente se le mueva una ceja en toda la película. Tampoco va a enfrascarse en grandes conversaciones. Pero cerrado no es. Por el contrario, su acceso a la tercera edad parece poner a Horten en un estado de curiosa disponibilidad, propia de un chico. No por nada es un chico el que le hace compañía la noche de su jubilación, cuando un pequeño absurdo cotidiano le impide llegar al departamento en el que sus compañeros han organizado la fiesta de despedida. Los chicos se extravían, y eso le sucede otra noche en un aeropuerto semivacío, en busca de un conocido dispuesto a comprarle un barco. Finalmente conocerá a un excéntrico hombre mayor, inventor de inventos jamás patentados, viajero fascinado con destinos remotos y especializado, según sostiene, en manejar con los ojos cerrados. Allí nos enteraremos de que la mamá de Odd Horten fue una de las escasas mujeres esquiadoras de Noruega, donde por lo visto no está bien visto que las damas se dediquen a ello. Una dedicatoria final informa que es el realizador quien tuvo una mamá pionera del esquí femenino noruego. ¿Qué sentido tiene todo esto? Por suerte, el señor Hamer parece más interesado en las grietas de sentido que en el sentido mismo. En los huecos que abre de pronto la lógica cotidiana. Huecos que hacen que un hombre se convierta en intruso involuntario, pase la noche oculto bajo una cucheta, llegue tarde a su último viaje o sea testigo –entre divertido y perplejo– de un chofer que maneja, sobre el hielo más resbaloso, con los ojos vendados. Más próximo a Kaurismäki que a Andersson, Hamer adopta una política de no intervención, una distancia que en ocasiones utiliza la cámara, que no implica frialdad, distanciamiento emocional o cosificación de lo observado. Por el contrario, se percibe una inconfundible corriente de empatía –pudorosa, pero cálida– para con el protagonista, menos extraño que extrañado por el mundo que lo rodea. Un mundo en el que basta que una pieza se desencaje para que la mecánica se torne menos lógica de lo que se conviene en creer. Allí, en esa relación entre un mundo súbitamente extraño y un individuo extrañado, se percibe la sombra de Jacques Tati, permitiendo ver en el señor Horten un posible hijo extraviado de Monsieur Hulot.
Sobre la enfermedad y sus metáforas Hay un momento en que esta película estimable se torna horrible. El mejor amigo del protagonista –que acaba de enterarse de que tiene un cáncer– ve a la novia de éste besándose con un desconocido. En la escena siguiente, la chica llega a casa del novio y, aunque de entrada niega todo, el amigo la presiona como un torturador de entrecasa, obligándola a confesar que es una traidora y convenciendo al novio de que debe echarla para siempre. Hasta ese momento y después del exabrupto, el tema de esta película que suma tres nominaciones a los Independent Spirit Awards (los Oscar del cine indie, para decirlo de un plumazo) es el modo –tentativo, falible, incierto– en que el protagonista lidia con la enfermedad. Lo hace sin golpes bajos ni sensiblerías, sin épica individual ni aleccionamiento. No es poco. Pero tampoco es poco ese rapto de maltrato y abuso, que no es sólo del amigo, sino de la película, que le da la razón, al mostrar a la novia como monstruo hecho y derecho. Que el episodio sea brutal pero puntual permite tomarlo, si sirve de consuelo, con la punta de los dedos, como quien agarra de las antenas a una cucaracha muerta, para tirarla lejos. Con perdón por la redundancia, un cáncer suele ser un cáncer para cualquier película. Sin embargo y como bien se sabe –desde hace días no hay argentino que lo ignore–, a esta altura de la medicina la lucha contra el cáncer tiene buenas posibilidades de éxito. Lo mismo corre para los tumores dramáticos. Basada en la experiencia personal del guionista y productor ejecutivo Will Reiser, 50/50 incrementa su porcentaje de riesgo teniendo en cuenta que el paciente tiene aquí sólo 27 años. Unos días después de que Adam (Joseph Gordon-Levitt) sienta un fuerte dolor en la espalda, un médico está grabando, delante de él (como si no fuera el paciente, sino un testigo ocasional), un diagnóstico de melanoma, cuyas probabilidades de cura son las que indica el título. “El suyo es un caso fascinante”, dice el tipo, con repulsivo entusiasmo. Tratamiento: quimioterapia urgente y muy invasiva. Si no resulta habrá que operar, con un porcentaje de éxito bastante menor que el 50/50. Todo servido, en suma, para uno de esos festivales del golpe bajo que Hollywood sabe producir como nadie. Y sin embargo, no. El guión de 50/50 no apunta, como en nueve de cada diez casos, a la lástima o la piedad. Hasta la mínima empatía se ve dificultada aquí, por obra del actor protagónico. Conocido por 500 días con ella, si algo caracteriza a Joseph Gordon-Levitt es el hieratismo, la expresión impenetrable, el amarretismo emocional incluso. Basta que en una de las primeras sesiones la psicóloga le ponga la mano en el hombro para que el tipo la fulmine con la mirada. Por otra parte, nada de reflexiones en off, diarios íntimos ni ninguna otra forma de confesionalismo para él. Apenas algún amague de quiebre, rápidamente sofocado. Además, todo lo que rodea a Adam es de comedia. Empezando por el amigo, la típica bestia peluda que Seth Rogen suele encarnar (recordar Virgen a los 40, Ligeramente embarazada, Zack y Miri hacen una porno) y que por mucho que haga reír adquiere aquí un matiz más siniestro. Siguiendo por la psicóloga inexperta de Anna Kendrick (que hacía de ejecutiva despiadada en Amor en las alturas) y los papás de Adam. El papá no entiende nada, culpa del Alzheimer. La mamá, por su parte (se agradece la reaparición con vida de la gran Anjelica Huston), es uno de esos pulpos capaces de retar al hijo porque no le dijo que tenía un cáncer. Así rodeado, Adam está a salvo. La película también.
Comedia, pero con bajo perfil Una salida al teatro le empieza a cambiar la vida al protagonista. A partir de allí, la película sigue a ese “otro” Norberto, y lo hace con un humor tristón y un tono opaco. Hendler dirige como actúa, negándose a la emoción fácil y a la trampa de la transparencia. “Es bastante onírica la obra, ¿no?”, le comenta su amigo a Norberto mientras hacen pis en el baño. “Onírica: está para pegarse una siestita”, aclara el otro. Norberto, su mujer y unos amigos fueron al teatro porque ya no quedaban entradas para el cine. Embolados, los otros se van antes de que empiece la segunda parte. Norberto se queda. Nunca antes había ido al teatro, que se sepa, pero algo parece haberle pegado. Tanto que unos días más tarde empezará a tomar clases de actuación. Tanto que a partir de esa casualidad es como que algo en su vida se destapa. Si fuera una de Hollywood, Norberto apenas tarde sería la enésima versión del cuento del patito feo. Tal vez lo sea, pero sin épica de por medio, sin “tú puedes”. Sin que quede del todo claro, incluso, cómo va a seguir la vida de Norberto después del último plano. Opera prima como realizador y guionista del popular actor uruguayo Daniel Hendler (el de 25 watts, El abrazo partido, Derecho de familia, Mi primera boda), Norberto apenas tarde es como Hendler. Como actúa Hendler, al menos. Poniendo paños fríos donde otros arderían, negándose a la emoción fácil, a la trampa de la transparencia. Eso la hace ambigua, incierta, incómoda por momentos. Lo incómodo es Norberto: no es fácil hacerlo encajar donde uno creía. Hay algo ligeramente patético en él. Tal vez la combinación de campera beige con camisa y corbata, o la falta de desenvoltura con que muestra un departamento para la inmobiliaria para la que empezó a trabajar, o la alarma del auto que nunca le funciona, o que no se anime a contarle a su mujer que lo despidieron de Uruflights. Y, sin embargo, hay razones para todo eso: la culpa de la corbata la tiene el careteo de medio pelo de Castiglia Propiedades; la de la su turbación, su jefe, psicopatoncito culpógeno; la de la alarma del auto, el apriete económico por el que pasa; no contarle a la mujer... Para eso parece haber menos razones: Silvia (la argentina Eugenia Guerty) no da la impresión de ser la típica “bruja”. Aunque tampoco está muy justificado que lo trate de “hijo de puta”, cuando él le ofrece irse de casa en lugar de ella. Es que llega un punto en que Norberto ya es otro. Por eso tiene que irse, cambiar. ¿Pero qué clase de otro es ese otro Norberto? Eso ya es más difícil asegurarlo: en el curso de unas semanas lo vimos comportarse como un quedado, como un desubicado, como un tipo que tiene claro lo que quiere, como uno que se está descubriendo, como un mentiroso y así sucesivamente. Otra cosa: ¿Norberto actúa tan bien como le dicen sus compañeros, se lo dicen de buenos que son o es que son todos medio maletas y él uno más entre ellos? Cada uno sabrá. “Comedia triste”, caracteriza, preciso, el propio Hendler. Tal vez, más que triste sea tristona: lo de Norberto apenas tarde es la media agua, la transición, lo no definido. El no llegar tarde del todo: apenas tarde. Hay algo de las películas de Martín Rejtman o de Aki Kaurismäki en ese carácter, en el hieratismo cómico, en la opacidad de tono. Pero tal vez sea simple uruguayidad. Uruguayidad que la hace pasar de la grisura de oficinista benedettiano (con un aire de fatalismo a la Onetti flotando como nube cargada, pero sin descargarse jamás) al absurdo seco, a lo Leo Masliah, quien no por nada hace un cameo (otros están a cargo de Arturo Goetz y Ana Katz, realizadora de Los Marziano y mujer de Hendler). Así como Hendler mantiene ese tono absolutamente bajo control (o casi: hay un par de risas no del todo convincentes), parece imposible imaginar un Norberto más adecuado que el para noso-tros desconocido Fernando Amaral. Más conocido es César Troncoso (El baño del Papa, Matar a todos), que vuelve a lucirse como verdugueador de entrecasa o triste capanga de paisito.
El tintineo de la aventura Steven Spielberg llevó a la pantalla la clásica historieta de Hergé siendo fiel al original pero sin veneración genuflexa, lo que resulta en el mejor Tintín posible. Y el 3D es crucial para arrancar al personaje del plano y lanzarlo al espacio cinematográfico. La secuencia de títulos de Las aventuras de Tintín 3D: El secreto del Unicornio es tan bella y perfecta –tanto como lo era la de Atrápame si puedes, también resuelta en animación– que mientras uno se entrega al disfrute siente como un miedito de que la película no esté a la altura. Pero ya la secuencia introductoria, con su empuje aventurero, la dinámica incesante de la cámara, el encuadre como fiesta visual, el mundo autónomo al que la técnica de motion capture por fin da lugar, anuncia que sí, que uno puede relajarse y gozar: el de Steven Spielberg es el mejor Tintín posible. Esto es, un Tintín fiel al original. Pero no con esa fidelidad genuflexa que venera el original como prisión y contrato (ver Harry Potter), sino la de quien se sabe en la misma amplitud de onda y se deja llevar. Llevar por la aventura, la invención, la fuga hacia delante, porque adelante es mejor. “¿Cómo está tu sed de aventura?”, le pregunta Tintín a su amigo, el capitán Haddock. “Insaciable”, se relame Haddock. Milú mueve la cola, el iris se cierra como en el cine mudo y el espectador entiende que todo es perfecto: el cine volvió a la infancia. A su infancia, a la del mundo. La noticia de que Spielberg había resuelto filmar Las aventuras de Tintín con la técnica de motion capture generaba recelo. Hasta ahora, lo único que esa técnica fotorrealista había aportado al cine (recordar El expreso polar, Beowulf, Los fantasmas de Scrooge, los n’avi de Avatar) fue la pesadez imitativa, la animación rindiéndose a la primacía (a la fantasía) del mundo-tal-cual-es. Pero Spielberg hizo bien todo lo que se podía hacer mal. Tanto él como su socio Peter Jackson no pusieron el texto original en un altar, tomándose la libertad de intercalar con pericia partes de otras historias (El cangrejo de las pinzas de oro y El tesoro de Rackham el Rojo) dentro de ésta. Advirtieron (ver entrevista) que filmar Las aventuras de Tintín con actores la hubiera convertido en una Madame Tussaud de apósitos, prótesis y barbas de utilería. Reemplazaron el trazo mínimo y cristalino del original por la acumulación detallista y el moto perpetuo. Usaron, finalmente, el 3D para arrancar a Tintín del plano y lanzarlo al espacio. Al espacio cinematográfico. Pero a la concepción general hay que llenarla, darle cuerpo y alma, y en ese punto se requería alguien que compartiera con el original la sed de aventura, la convicción antigua y primaria de que en el mundo hay cosas por descubrir, riesgos que correr, lealtades que asumir. ¿Puede imaginarse alguien más apto para encender ese motor que el creador de Tiburón, Encuentros cercanos del tercer tipo, E.T., Indiana Jones, Jurassic Park? ¿Existía algún otro capaz de calzarse sin mediaciones los botines de un chico sin edad precisa ni padres que lo aten, periodista de aventuras exóticas con más pasión por las aventuras exóticas que por el periodismo? Contagiado de la trepidación del original, hay una aceleración, una sobrecarga (de peripecias, de citas y referencias, de ideas visuales, de acontecimientos en cada plano), una ansiedad narrativa en El secreto del Unicornio, que son las de un debutante exultante y excedido, nunca las de un sesentón largo, con cuarenta años de desgaste encima. Como en los seriales (de los cuales ya bebía Indiana Jones), una peripecia lleva a la otra, y a la otra, y a la otra. Lo mismo corre para las ideas visuales. Ver el modo –coreográfico, como un Fred Astaire que bailara con las manos– en que el carterista hace su trabajo, en la escena inicial, tan fluido y continuo como las transiciones de montaje (toda la secuencia que va y viene del de-sierto al mar pirata, y todo dentro de la cabeza del capitán Haddock, es una lección superior sobre el arte del montaje y la narración cinematográficos). Hasta ahora, los monstruos paridos por el motion capture eran de cartón o de plástico, cualquier cosa menos nervios y carne. En El secreto del Unicornio, las miradas de motion capture se vuelven reveladoras. Si los ojos de Tintín brillan con el tintineo de la aventura (¿vendrá de ahí su nombre?), los del capitán Ha-ddock se hunden en la depresión y salen de allí llenos de picardía (Haddock, héroe quebrado y por lo tanto moderno de esta aventura clásica), mientras los del irresistible Milú arden con ese alerta permanente, típico de los perros. Los de Sakharine, villano de la historia, son, en cambio, pura frialdad. Sin embargo, a la larga (generosidad de Hergé, de Spielberg, de todos los que tuvieron algo que ver con esto) uno viene a enterarse de que lo que mueve al presunto villano no es tanto la sed de riqueza como la lealtad familiar. Lo cual lo iguala a su contraparte, Haddock. De allí que en el duelo final (una de dos o tres secuencias antológicas, en las que Spielberg le enseña a filmar acción, humor físico y gran espectáculo a la Directors Guild en pleno) durante un par de segundos el frenesí se detiene y ambos quedan enfrentados, en espejo. El “bueno” y el “malo” no como esencias opuestas, sino como reflejos. Ah, sí, Hernández y Fernández también están, más ineficaces que nunca. Y la Castafiore, protagonizando una escena memorable. Está todo. Todo Tintín, todo el cine, todo lo que puede estar.