El grotesco criollo, devaluado Versión corroída del grotesco criollo, cierto cine argentino tiende a asociar la farsa con la caricatura, el estereotipo, el trazo grueso. Escrita y dirigida por Jorge Zima, Boca de fresa es un exponente prototípico de una visión que, en lugar de deformar, condena a sus personajes al rol de estampitas chirriantes. El pelo recogido con una colita, la camisa combinando rayas y flores, el traje blanco, los anteojos de marco blanco, el descapotable blanco, el “chanta” que compone (o le hacen componer a) Rodrigo de la Serna parece un Johnny Tolengo fuera de época. El tipo se llama Oscar, intenta currar a melómanos chinos con vinilos rayados y en el escritorio de al lado lo tiene a su tío (Roberto Carnaghi) sacándoles fotos a cantantes de décima. Se supone que ambos son socios en una “productora musical”, pero lo que en verdad tienen es un sótano húmedo con unas fotos viejas pegadas en las paredes. Todo huele a unos años ’70 de Pintura fresca (el grupo) y en verdad fue en esos años cuando la “productora” conoció el que fue su único hit. Se llamaba “A papá mono”, lo cantaba un tal Freddy y cuando Oscar escucha por la radio la versión de un grupo noruego, que según dicen es un exitazo global, sale como loco en busca de Freddy, ya que él y su tío son tan truchos que nunca atinaron ni a registrar el tema. Con Erica Rivas, esposa de De la Serna en la vida real, haciendo de la Cachorra de este Isidorito devaluado (una Cachorra que más parece una doble fallada de Susana Giménez), como es común en el grotesco todas las ambiciones de Boca de fresa parecerían limitarse a reducir a sus personajes a la condición de idiotas, grasas, truchos o todo eso junto. En lugar de viajar a Miami, que es lo que la chica soñaba, Oscar y su novia van a parar a unas sierras cordobesas que son como la versión extralarge de un baldío. En busca de un Freddy que tal vez haya muerto, ambos se comportarán como la peor versión del porteño que alguien del interior puede tener. Y los pocos pueblerinos con los que se cruzan son la peor versión del provinciano que la peor versión del porteño podría imaginar. Boca de fresa resulta, a su vez, la peor versión del grotesco –la más prejuiciosa y cliché, la más perezosa e ineficaz– que una víctima del grotesco podría temer tener que ver.
El dolor, la distancia, el olvido ¿Cómo se canta el tango? ¿Cómo se filman el dolor, la distancia, el olvido? Para La cantante de tango ambas preguntas parecerían ser una, y en ambos casos la respuesta se busca de modo tentativo, dando en ocasiones con la nota justa y desafinando en otras de modo notorio. Esto es tan aplicable a la interpretación (en términos actorales y vocales) de la protagonista, Eugenia Ramírez Miori, como a la labor del realizador, fotógrafo y coguionista Diego Martínez Vignatti, radicado en Bélgica desde fines de los ’90. Ambos se habían asociado ya en La marea, primer film de ficción de Vignatti y parte de la selección internacional del Bafici 2007. Allí el realizador intentaba develar la interioridad de la solitaria, angustiada protagonista mediante un puro, casi mudo ejercicio de observación. En esta ocasión, Vignatti intenta darle a su acercamiento un marco más narrativo, con un resultado considerablemente más irregular. Más que simplemente cantarlos, desde el momento en que el novio la deja, Helena (Ramírez Miori) parecería ingresar de cuerpo entero en un tango. Atravesando temas y motivos del género, primero sabrá sufrir, luego caerá presa de la melancolía, vivirá, finalmente, el dolor de ya no ser. Hasta que el exilio –esa otra constante tanguera– le permita iniciar un lento e introspectivo proceso de reconstrucción. Proceso en verdad no tan afín al tango, siempre más fascinado por las heridas que por las suturas. Está claro que al film lo anima un afán de modernizar la tradición genérica, en la misma medida en que la reescribe. Una Buenos Aires barrial, arrabalera incluso, rozando en ocasiones lo mítico, coexiste con la ciudad contemporánea. De allí las referencias (reiteradas y literales, por lo tanto banales) a esa Buenos Aires traspuesta que es la Aquilea de Hugo Santiago. Como en el cine de Santiago, rasgos de modernidad cinematográfica (distanciamiento dramático, registro observacional, largos planos secuencia) coexisten con tonalidades costumbristas: una reunión familiar con vino y asadito, algún coloquialismo, un bailongo, restos de lunfardo. Ramírez Miori parece dar con el fraseo justo sólo de a ratos. Cuenta para ello con la ayuda del veterano Oscar Ferrari, ex cantante de la orquesta de Armando Pontier, que hace de su maestro de tango (y que falleció, a los 84, tras finalizar el rodaje). Como su actriz, Martínez Vignatti pasa de momentos ostentosamente fallidos a otros de alta elocuencia visual. Que esto último sea verificable sobre todo en largos y sensuales planos secuencia no es casual. Director de fotografía en sus inicios, Vignatti cumplió esa función en los primeros films del mexicano Carlos Reygadas, incluyendo los majestuosos movimientos de cámara de Japón. Del riñón mismo de esa película parece salido un momento imantado: Helena, recién abandonada por su novio, se cruza con un funeral que, como en un sueño, resulta ser el suyo. Claro que la escena previa, cuando el novio le anuncia que la deja, en un bar llamado Invasión, es corroída por uno de varios diálogos imposibles. Tal vez si Vignatti hubiera contado con su propio Oscar Ferrari, La cantante de tango hubiera mantenido un fraseo más parejo y afinado.
De misántropo “dark” a feliz jefe de familia “Hay veces en que todas las piezas caen en su lugar”, constata con mal disimulada autosatisfacción Wally Mars. Lo que Wally no sabe es que no habla de sí mismo, sino de la película que lo contiene. Basada en un relato de Jeffrey Eugenides al que tergiversa sin miramientos, Papá por accidente (abismal título local para The Switch, “el cambio”) es una de esas películas que –producto del esfuerzo hecho para que todas las piezas encajen– terminan más enroscadas que el contorsionista de la historieta de Trillo y Mandrafina. Más que un cuento, un teorema: cómo partir de un misántropo dark y llegar a un padre y marido feliz, sin producir cambios convincentes entre un polo y otro. Entregándole además en bandeja –es una comedia romántica– a la “linda” de la película. O eso es, al menos, lo que la maquinaria promocional viene intentando vender sobre Jennifer Aniston, desde los tiempos de Friends. “Dejate de wallear, por favor”, suplica Kassie (Aniston) a Wally (Jason Bateman, de La joven vida de Juno y Amor sin escalas), dándole nombre a la condición de neurótico y pesimista extremo. Eso es en la primera parte de la película, la parte buena, que es la que precede a la cura y corrección de Wally y su conversión en súbito héroe romántico. ¿Que algo semejante sucedía en Mejor imposible? Sí, con la diferencia de que allí se narraba el proceso de conversión del protagonista, cosa que aquí simplemente se da por hecho. Antes de buenificarse, Wally es el típico ácido de comedia (llamémosle Woody, Seinfeld, Larry David) que despotrica ante versiones de Hamlet en pelotas, abomina de las sonrisas XXL y es incapaz de salir con una chica sin imaginarse el peor de los futuros junto a ella (y describírselo con lujo de detalles, por supuesto). Si combina en una fiesta pastillas y alcohol, Wally puede empeorar, “secuestrándole el embarazo” a su mejor amiga. A los treinta y pico, a Kassie le agarró la impaciencia y se consiguió un donante de esperma. Ahí es donde Wally va a entrar al baño y cometer su peor fechoría. No hay problema. Total, cuando lo descubran, el guión lo va a castigar con el premio mayor. Will Speck y Josh Gordon habían dirigido Patinando a la gloria, que aquí salió directo a DVD y es una de las cimas del Will Ferrell más desaforado. Lejos de todo desafuero, Papá por accidente (título que suena a Fred McMurray y Hayley Mills) aspira, en cambio, a comedia romántica clásica. Dos protagonistas con buen timing, un par de secundarios que les dan cuerpo a papeles que no lo tienen (Juliette Lewis y Jeff Goldblum, dos bienvenidos comebacks), Nueva York de fondo, una puesta en escena fluida y elegante. Todo bien con eso, no hay nada de malo mientras sea orgánico. El problema es la descalabrada operación de transformismo que se intenta practicar aquí, pasteurizando como comedia romántica un texto que es pura neurosis y disfuncionalidad. Publicado en The New Yorker, Baster, el relato de Jeffrey Eugenides (autor de Las vírgenes suicidas), termina en el momento en que nace el hijo de Kassie. Cosa que en la película sucede... a la media hora, más o menos. Cartel de “Siete años más tarde” de por medio, lo que viene de allí en más es invención pura. Lo que tampoco tendría nada de malo, si fuera en verdad invención y no pura convención a contramano.
Un personaje de interiores Rubén Paviolo no escaló el Everest ni descubrió la vacuna contra el cáncer. Lo que hizo fue decidir, un día, no salir nunca más de su casa y durante tres décadas cumplir con ello a rajatablas. Y allí lo encuentra este documental fuera de norma. ¿Qué es un personaje interesante? Mejor: ¿Existen los personajes interesantes o de lo que se trata es del juego de complicidades, proyecciones y afinidades que se establece entre el observado y el que observa? Documental que no trata de un “tema de interés general” o cualquier otra mayúscula consensual, el efecto entero de Como bola sin manija descansa sobre el interés que el protagonista despierte en el espectador. Rubén Paviolo no escaló el Everest, no descubrió la vacuna contra el cáncer, no sufrió persecución política ni se casó con su vecino. Lo que hizo fue decidir, un día, no salir nunca más de su casa y durante tres décadas cumplir con ello a rajatablas. Rubén Paviolo es, a la vez, un tipo sociable, ocurrente y encantador, y eso lo convierte en una clase de ermitaño bien rara. En el personaje más interesante del mundo, para decirlo de una vez. O, al menos, eso le parece a cuatro personas: este cronista y Miguel Frías, Pablo Osores y Roberto Testa. Que por algo lo filmaron y editaron durante un buen par de años, haciendo de él el eje de un documental que consuma una proeza tal vez gigantesca: la de descubrir la singularidad, la rareza incluso, en lo que suele descartarse como común, pequeño y cotidiano. “Si seguís insistiendo con eso me vas a matar”, dramatiza Rubén ante su sobrina Nora, apostado en su bunker de Bernal. Es el mes de mayo, y la buena de Nora ha intentado sondear si para las fiestas de fin de año el tío estaría tal vez dispuesto a ir a cenar a la casa de Ana, la otra sobrina, que queda a tres cuadras de la suya. “Nora, nos están filmando, estás haciendo un papelón, te pido que te niveles”, intenta sofrenar la insistencia este hombre de mirada inquieta y sonrisa juguetona, que por algún blooper del Registro Civil tiene un día de cumpleaños “oficial” y otro “verdadero”. Pero no festeja ninguno de los dos. Cuando Ana y Nora caen en su búnker-cocina, el día que se supone cumple 77, lo primero que hace Rubén es avisar que no tiene nada para servir. “¿Sabés lo que es verlo todas las mañanas y cuando le preguntás cómo está te conteste que mal?”, se lamenta Nicolás, el tercer sobrino, dueño del dudoso privilegio de vivir en la casa de al lado. Corte a Rubén, que desde el patio se queja de lo mal que está. ¿Qué llevó a Rubén a encerrarse un día para nunca más salir? Difícil que el hombre lo diga alguna vez de frente: es lo más huidizo que hay. Se sabe que nunca se casó (pero admite haber hecho un culto de la potencia sexual), que fue empleado bancario (pero debió anticipar la jubilación, el día que un ciclista imprudente lo dejó con una fractura expuesta). Que le tiran el fútbol, la quiniela, los burros. ¿Cómo hace para jugar, si no sale a la vereda? La tiene a Clelia, la vecina de al lado, a la que le pasa la plata y la boleta a través de la reja. Unas casas más allá vive una ex novia bautizada Cuero Seco, a la que algún día dejó de saludar. Memorable la escena en la que Cuero Seco pasa por delante de la casa y entre ella, Rubén, la cámara y los que están detrás se establece un ida y vuelta de no-miradas furtivas. Pero si hay un personaje clave en la vida y el ostracismo de Rubén es el primo Oscar. El mejor amigo de la juventud, con el que iban seguido al teatro de revistas y al que en un momento le cortó el saludo para siempre. Solterón tímido y de lágrima fácil, Oscar es el “otro” de Rubén, su doble opaco. Oscar o Manija, como él lo llama: de ahí el título. Realizada por el colega Miguel Frías (periodista y crítico de cine del diario Clarín) junto a Pablo Osores y Roberto Testa (dos de los tres realizadores del documental Flores de septiembre), Como bola sin manija observa al personaje con una curiosidad divertida y respetuosa. No intenta arrancarle sus secretos a la fuerza, no se burla de él, no subraya una condición de freak o bicho raro. Construye, sí, un personaje, en el sentido técnico y también coloquial de la palabra. Alrededor de Rubén orbitan la histriónica Nora, Ana –extraño caso de tarotista lacaniana– y Nicolás, que además de técnico de fútbol (de un equipo de 1ª C, D o algo así) también es soltero, como el tío. A esa constelación se suma Oscar, que viene por la reconciliación: Rubén como producción familiar. Puede ser que el remate al que el relato se dirige, como en embudo, haga planear sobre Como bola sin manija el fantasma de lo excesivamente armado. Puede ser también que la edición de un par de largas escenas de transición no hubiera estado de más. Nada de eso le quita misterio o encanto a don Rubén Paviolo, ni calidad a la mirada que sobre él echan Frías, Osores y Testa.
Un poco más de miedo no le vendría nada mal Por ley del éxito, lo que empezó siendo una peliculita autoproducida, autofinanciada, casi unipersonal –cajoneada durante un buen par de años hasta su estreno– pinta ya para una serie. Dirigida por un ex técnico informático que aprendió cine al estilo Mecánica Popular, una recaudación que multiplicó casi por 10.000 su ínfimo costo hizo de Actividad paranormal la película más redituable de la historia del cine. Así nomás. Aquí está, entonces, la inevitable secuela, con la curiosidad de que –dirigida esta vez por un director de cine, y no por un especialista en bytes y conexiones– resulta ser mejor que la primera. Lo que todavía sigue faltando –a criterio de este crítico, al menos– es un poco más de miedo. Tal vez la tercera parte, que la escena final anuncia, logre finalmente asustar al personal como es de esperar. En realidad, lo de “secuela” corre sólo para las últimas dos escenas, que tienen lugar tras un breve salto temporal. Producida ahora por la Paramount, el resto de Actividad paranormal 2 transcurre un par de meses antes de la primera parte, con lo cual se trata antes bien de una precuela. La idea que la anima surge de la presunción, que la primera deslizaba, de que las presencias sobrenaturales tal vez respondieran a una maldición, que la protagonista femenina arrastraría desde pequeña. Aquí está entonces su hermana, mamá reciente de un niño llamado Hunter. Rasgo de fineza del guión, el parentesco entre Kristi y Katie se devela bastante avanzada la película. Recurso digno de William Castle, cuando aparece Micah, marido de Katie y protagonista de la primera parte, se sobreimprime un cartel tamaño Crónica TV, que dice: “Micah, 60 días antes de su muerte”. “Quiero a Hunter”, confiesa un espíritu, invocado durante una prueba de la copa. De allí que el núcleo dramático se desplace del dormitorio matrimonial, centro de operaciones de la primera parte, al cuarto del niño. Se desplaza y se multiplica: mientras que en la película original prácticamente todo era visto desde un único emplazamiento fijo, ahora son siete las cámaras que filman. Seis de ellas son de seguridad, instaladas por los dueños de casa tras un primer incidente sospechoso. La restante es la de la hija adolescente, que se mueve por toda la casa. Y aunque en ocasiones resulte forzado, esta multiplicidad de registros le da a la película una dinámica que en la anterior se echaba en falta. Que detrás de esto hay esta vez un director de cine (Tod Williams, que unos años atrás había tenido a su cargo una versión de Una mujer difícil, de John Irving) se nota tanto en esa mayor variedad visual como en la elección del elenco, integrado por actores desconocidos pero convincentes. Y en la construcción de suspenso de toda la primera mitad, que lleva al espectador a revisar hasta el último rincón de cada plano fijo, en busca de una presencia que amenaza con aparecer pero demora en hacerlo. Menos convincente es la resolución, que hace más explícita la idea de posesión, pero en ese mismo movimiento pierde sugerencia. Lo otro que esta segunda parte profundiza es el carácter misógino que la primera dejaba entrever: aquí, el mal no sólo se transmite por la rama materna, sino también de hermana a hermana, con los varones como víctimas.
¿Valiente, sensacionalista o propagandística? “¿Cómo empezar?”, se pregunta la narradora, entre imágenes de caída, disgregación y humillación. “¿Cómo encontrar las palabras adecuadas?” Cuando se publicó en forma de diario, a fines de los años ’50, Eine Frau in Berlin produjo tal rechazo en Alemania que la propia autora –que firmaba simplemente como “Anónima”– decidió prohibir su reedición, hasta el día de su muerte. Narrado en primera persona, el libro daba cuenta de la sumisión humana y sexual a que los integrantes del Ejército Rojo sometieron a las mujeres alemanas –de modo sistemático, en ocasiones con un forzado consentimiento– a partir de su ingreso en Berlín, en abril de 1945. Reeditado el libro tras el fallecimiento de la autora, en 2001, el realizador Max Färberböck decidió hacer de él una película, que según como se la mire puede ser calificada de cruda, valiente, sensacionalista o revulsivamente propagandística. Un primer punto complicado es que la heroína (interpretada por Nina Hoss, actriz fetiche de Christian Petzold, protagonista de Yella y Triángulo) es la orgullosa esposa de un oficial nazi (August Diehl, que en Bastardos sin gloria haría un papel semejante). Teñida de su mirada, Anónima hace de la derrota militar alemana un verdadero Götterdämmerung, una operística caída de los dioses. Los soldados rusos son nuevos bárbaros, hordas de Atila que no vacilan en tomar a las mujeres enemigas como botines de guerra. Un edificio en el centro de Berlín, en el que los sobrevivientes de ejecuciones sumarias pasan a ser rehenes de los brutales enemigos, entre ruinas y caos de enseres, funciona como representación de Alemania entera. Mientras en la calle soldados y oficiales son fusilados o hechos prisioneros, en un departamento del antiguo edificio las mujeres (entre ellas Irm Hermann, rostro inconfundible de la galaxia Fassbinder) son hechas cautivas de los transpirados eslavos y mongoles de Stalin. ¿Pesadilla filonazi, variación de Genghis Khan al servicio de una renacida paranoia aria? Anónima no termina de despejar esas dudas, incrementadas por el hecho de que los únicos enemigos “aceptables” parecen ser un par de oficiales, algo más cultos y rubios, algo más aristocráticos que la soldadesca bolchevique. Lo que ella misma reconoce, desde el off, como “último margen de libertad posible”, es ese par de oficiales a quienes la protagonista elige como amos y amantes. Para salir al cruce de posibles acusaciones, un par de referencias abonan la idea de que la guerra brutaliza a diestra y siniestra por igual. Alguna víctima teme que “los rusos nos hagan lo mismo que les hicimos a ellos”. Unas escenas más adelante se entiende a qué se refiere, cuando un sobreviviente del otro lado entra en detalles sobre una masacre nazi en la Unión Soviética, ante cuyo salvajismo los abusos rojos quedan casi como una estudiantina salida de madre. Se trata, sí, de un contrapeso, que no deja de sonar al “amigo judío” del antisemitismo. Más allá del posible mal olor del asunto –olor que el costado escabroso no hace más que intensificar–, no hay duda de que la película de Färberböck (que unos atrás conoció un primer éxito internacional con el drama bélico-lésbico Aimée & Jaguar) logra transmitir de modo convincente el apocalipsis que toda guerra representa. Apocalipsis que aquí se expresa no sólo en lo dramático sino en el terreno de la forma misma, gracias a un montaje que, en lugar de ligar un plano con otro, tiende a hacerlos chocar, a atomizarlos. Como si la bomba que poco más tarde caería sobre Hiroshima lo hiciera aquí sobre el propio cuerpo del relato.
Mejor sufrir solo que mal acompañado Llevar las cosas al extremo, empujarlas a la violencia, el sexo duro y el desastroso choque contra la ley y las instituciones le da su plus a esta remake no declarada de un viejo film de John Hughes, a cargo del director y del actor de ¿Qué pasó ayer? Reunión del director de ¿Qué pasó ayer? con uno de los grandes hallazgos de esa película, la flamante Todo un parto puede ser vista como addenda, desprendimiento o spin-off de aquélla: una vez más, un ligero desplazamiento físico convierte la realidad en pesadilla cómica. Pero la nueva de Todd Philips es también una retorcida forma de homenajear a John Hughes, fallecido realizador de El club de los cinco y Mi pobre angelito. A fines de los ’80, Hughes estrenó una película aquí llamada Mejor solo que mal acompañado (Planes, Trains and Automobiles, en el original), donde el también fallecido John Candy le hacía la vida imposible a Steve Martin, a través de medio Estados Unidos. Mutatis mutandi, Todo un parto es una notoria remake no acreditada de aquélla. O, para decirlo mal y pronto, un plagio liso y llano. Lo primero que hace Ethan Tremblay (Zach Galifianakis) cuando él y Peter Highman (Robert Downey Jr.) todavía ni se conocen es arrancar la puerta del taxi que acaba de depositar al otro en el aeropuerto. Bah, no él, sino el chofer que lo lleva. Lo que Ethan hace por su cuenta es llevarse por delante el equipaje de Highman. Desparrama parte del contenido, no lo recoge (“en los aeropuertos recomiendan no tocar el equipaje de un desconocido”) y, finalmente, se lo cambia sin querer por el suyo, provocando un primer incidente del otro a bordo del avión. Es, claro, el comienzo de una larga pesadilla –3200 km de ida y otro tanto de vuelta– para el muy compuesto Highman, que antes de cruzarse con el otro parecía tener toda su vida –profesión, dinero, esposa, hijo en camino– perfectamente encaminada. Recuérdese: en Mejor solo que mal acompañado, Steve Martin era un muy compuesto ejecutivo publicitario. John Candy, vendedor de anillos para cortinas de baño. Truéqueselos por un arquitecto y un cochambroso aspirante a actor de televisión, manténgase la oposición entre el orden y el desastre, súmense una barba y una permanente (las de Galifianakis, of course) y una esposa a punto de parir (la del personaje de Downey) y Todo un parto estará parida. Repetir una comedia de por sí apoyada en una mecánica de la repetición (el gordo catástrofe provoca un primer tsunami y de allí en más son más y más olas), aprovechando la pegada de Galifianakis en ¿Qué pasó ayer? con un personaje muy parecido (allí el freakacho lunar, acá el pain-in-the-ass a la enésima) y casi el mismo look hacen de la nueva de Todd Philips una apuesta no precisamente arriesgada. Como toda road movie, a la mecánica del accidente se le superpone una estructura episódica, pie para una serie de cuasi cameos celebratorios. El de una Juliette Lewis casi cuarentona –dealer que da la impresión de haber probado todo lo que vende–, el de Jamie Foxx y, en el episodio más salvaje, el del menos conocido Danny McBride (secundario de culto de las películas de Will Ferrell, Seth Rogen, Judd Apatow & Cia.) como violento mutilado de guerra. Llevar las cosas al extremo, empujarlas a la violencia (Downey bañado en sangre, con un brazo enyesado y la otra mano esposada), el sexo duro (Galifianakis masturbándose largamente delante de su compañero, en compañía de su perro pug... ¡que también se masturba!) y el desastroso choque contra la ley y las instituciones (la policía, los hospitales, toda clase de agentes de seguridad) le da su plus a Todo un parto, contrapesando las fórmulas de Neil Simon aggiornado y volviéndola un nuevo viaje al lado salvaje. Una celebración del caos, digna de ¿Qué pasó ayer? Filmada una vez más con desconcertante combinación de finesse y brutalidad, con una química perfecta entre un Downey puro timing y Galifianakis ignorando su condición de gordo catástrofe, Todo un parto puede considerarse una decepción jubilosa, si algo así fuera acaso concebible.
Nada muy distinto de lo que ya está en YouTube Tal vez como herencia de Jacques Yves Cousteau, a fines de los años ’90 el cine fran-cés redescubrió, con Microcosmos, que –siempre y cuando se presentaran en formato de superespectáculo– los documentales de la naturaleza podían rendir muy bien en boletería. Así, en lo que va del siglo, el cine de ese origen produjo ya un documental sobre aves migratorias (Tocando el cielo, 2001), uno sobre grandes pingüinos (La marcha del emperador, 2005), uno sobre la vida bajo el agua (Océanos, 2009) y ahora uno sobre... bebés. Versión súper-lujo de un documental de observación, Bebés se limita a registrar a sus criaturas, evitando toda clase de comentarios. Pero la falta de estructura y la escasa sorpresa del tema limita su target a una legión de fanáticas de la maternidad. Que no van a faltar, desde ya. Cuatro son las crías sometidas a la exploración de cuatro cámaras. Tres niñas, una de la planicie africana (la namibia Ponijao) y las otras dos, urbanas (Mari, nacida en Tokio, y Hattie, rubia de San Francisco). El varoncito es Bayar, hijo de una familia nómade de la estepa mongola. Producida por Alain Chabat (actor cómico sumamente popular en Francia), el círculo que la película describe va del nacimiento al momento en que los cachorros alcanzan la posición erecta. Los chicos balbucean y sus papás también, hasta el punto de que la película no requiere de subtítulos. Loable como es, la ausencia de relato en off puede convertirse en arma de doble filo, habida cuenta de que lo que hay para observar no difiere demasiado de lo que cualquier espectador puede haber visto en casa, en filmaciones familiares o en YouTube, donde el rubro “bloopers de bebés” es todo un clásico. Pero no hay aquí ninguno de esos bebés de YouTube, desaforadas versiones mini de Los Tres Chiflados. Lo más parecido a eso es Bayar regando su cunita de pis, Ponijao cayéndose de sueño en medio de la pradera, el hermanito mayor de Mari dándole duro a la querida hermana con un trapo enrollado o Bayar, otra vez, devorando concienzudamente un rollo de papel higiénico. Ninguno come caca, ni siquiera tierra de alguna maceta, y parecen haber sido vacunados contra la caída de mocos. Como todos estos documentales de luxe, la manía por la limpieza de Bebés se extiende a lo visual. Lo más chancho del documental dirigido por Thomas Balmès es el momento en que Ponijao intercambia lambetazos con el perro de la familia. Unas imágenes finales muestran a los cuatro protagonistas unos añitos más tarde. Pero nada se sabe sobre cómo terminó la historia de amor entre la niña namibia y el can piel-y-hueso que un día la amó.
Cómo cantar “una que sepamos todos” Antes de dar nombre a un temazo de The Pretenders, el término middle of the road se aplicaba, en los años ’60 y ’70, a un espectro musical que tendía a aggiornar la música melódica con toques levemente “roqueros”. Neil Diamond era middle of the road, y también The Carpenters y David Gates, líder del grupo Bread. Hay un cine middle of the road, cada vez más frecuente en festivales y salas de estreno. Esta clase de cine “humaniza” el tratamiento de cuestiones políticas, salpimentándolas con sentimientos, love stories y toques de buen humor. Son películas que abundan en el cine llamado “independiente”, tanto estadounidense como europeo y hasta periférico. La indie Little Miss Sunshine, la reciente London River, la asiática Mil años de oración, la palestina El árbol de lima: todas ellas son middle of the road. A esa serie se suma ahora Amérrika, ópera prima de la realizadora Cherien Dabis, en la que una madre palestina y su hijo dejan los territorios ocupados, llegando a Estados Unidos justo en el momento en que ese país acaba de invadir Irak. Amable, naïf y bien intencionada: el espíritu de Amérrika sintoniza o busca parecerse al de su protagonista, Muna (Nisreen Faour). Cuando el impasible empleado de aduanas del JFK le pregunta por su ocupación, Muna contesta que sí, que viene de un país ocupado. Tras algunas dudas, la dulce Muna decidió emigrar de Israel, donde el muro recién construido hace sentir cada vez más parias a los suyos. Y donde ella, además, se cruza más de lo que quisiera con su ex, que la dejó por una más joven. Muna parte a “Amérrika” (Amreeka, en el original) junto a su hijo adolescente Fadi (Melkar Muallem), llevando en la valija los pepinos que le dio la abuela para el viaje. Pepinos que madre e hijo deberán consumir a las apuradas en el JFK, si no quieren que los ursos de vigilancia se los confisquen. Lo que Fadi terminará tirando en el aeropuerto es una caja en la que su madre no guardó un dulce casero, como él cree, sino los 2500 dólares que constituyen todos sus ahorros. Por suerte, en el aeropuerto los esperan la hermana de mamá, Ragdha (Hiam Abass, rostro popular gracias a Munich, a El visitante, a la mencionada El árbol de lima) y su marido médico, que desde hace rato viven, y muy bien, en el estado de Illinois. Aunque desde hace un tiempo los pacientes del marido comenzaron a preferir médicos que no sean de origen árabe. La dificultad de integración a un nuevo medio, las diferencias culturales, el desarraigo del emigrado, el prejuicio antiárabe, la intolerancia, la violencia inherente a la sociedad estadounidense: basándose en experiencias personales (nacida en Nebraska, es hija de un padre médico que debió afrontar una situación parecida), la realizadora y guionista Cherien Dabis “baja” todas esas cuestiones al plano de lo íntimo y cotidiano. Lo cual está muy bien, por cierto: al cine, como a toda clase de forma narrativa, las minúsculas le sientan mejor que las mayúsculas. Llevadera, bien actuada, con una mayoría de rostros anónimos que la beneficia, los problemas de Amérrika pasan por otro lado. Un problema de fondo de esta ganadora del premio Fipresci en Cannes 2009 es la obsecuencia, esencial al middle of the road, por cantar “una que sepamos todos”. Desde la humillación de los ciudadanos palestinos a manos de los soldados israelíes hasta la ceguera racista del “yanqui medio”, en Amérrika no sucede nada que el espectador no conozca o no haya visto en otras películas. Por otra parte, no todos los diálogos son tan respetuosos de las minúsculas. “Vivimos como prisioneros en nuestro propio país”, dice en un momento la protagonista, y no es la única línea de ese tenor. Otro lastre de Amérrika es el cálculo de efectos que preside temas y escenas, otra constante del middle of the road. En su afán alegórico y ecuménico, el guión de Dabis cruza a Muna con un director de colegio secundario amplio, tolerante, libre de prejuicios, divorciado... y judío. Todo un ejemplo de integración, ella, su parentela y este judío bueno de Illinois terminarán comiendo jawarma y bailando danzas árabes. Por suerte, la película termina antes de que ambos empiecen a salir. Pero podría jurarse que después del último plano de la película eso es lo que va a ocurrir.
Jubilados con 82 por ciento de riesgo A diferencia de las buenas comedias de acción, donde el elemento cómico vuelve inteligentes las escenas de rutina, aquí los sobreabundantes tiros y explosiones están filmados como una de acción común y corriente y el humor tira a complaciente. “Retirado extremadamente peligroso”, quiere decir, en inglés, la sigla RED, se supone que inventada para la ocasión. Basada en un comic, RED es al asesinato profesional lo que Jinetes del espacio a la astronáutica, Nunca es tarde para amar al sexo, Antes de partir a las últimas oportunidades o Los indestructibles a la condición de mercenario. La festiva aplicación de una verdad cada vez más contemporánea: que la tercera edad no es el fin de nada. ¿El comienzo de algo? En la mayoría de las nombradas se trata, más bien, de un back to action. Teniendo en cuenta que los protagonistas de RED son ex agentes de la CIA, se comprenderá que lo de la peligrosidad extrema es algo más que una frase. Peligrosidad extrema de ellos y de quienes quieren hacerlos desaparecer de la faz de la tierra. La primera escena es magnífica. Las que siguen, menos. En ese comienzo, RED presenta los dos ámbitos de la película –el de lo ordinario y lo excepcional– de un modo que al resto le cuesta bastante más conciliar. Sentado en el living de su casa, un tipo que parece jubilado de todo (Bruce Willis) intenta levantarse a una operadora a la que conoció por teléfono (Mary Louise Parker, nunca tan frágil y simpática). Es de noche y la ausencia de ruidos colabora con el clima relajado, la falta de apuro, el carácter cadencioso de la escena. El intento de levante funciona, y la cámara filma a ambos muy pegada a ellos, participando visiblemente de la situación. Que el tipo cometa alguna torpeza ayuda a que el espectador se identifique con él, y además la torpeza no es tan importante como para que no arreglen un encuentro. Cuelga, va hasta la cocina a servirse algo y allí, como quien no quiere la cosa, la cámara deja ver las sombras de un grupo comando, metido en su casa y apuntando sobre él sus miras láser. Se supone que a esa superposición de lo excepcional y lo ordinario debería apuntar la película en su conjunto, dirigida por el alemán Robert Schwentke (el de Plan de vuelo, con Jodie Foster). Superposición que le dio razón de ser a Mentiras verdaderas y a Los increíbles, más recientemente a las series Héroes y No Ordinary Family. Lo ordinario es que los protagonistas sean jubilados. Lo excepcional, su carácter de ex asesinos profesionales. Enterado de que lo quieren despachar, como en una Watchmen sin superhéroes, Frank Moses (Willis) va a reclutar a sus viejos camaradas. Estos son Joe Matheson, desahuciado en una clínica (Morgan Freeman, repitiendo el papel de paciente terminal de Antes de partir), Marvin Boggs, paranoico alla Unabomber, que vive en un refugio bajo tierra (John Malkovich, bajando un poco de las alturas teatrales), y Victoria (Helen Mirren, que esta vez no hace de reina, pero sí lleva nombre de una). A esos cuatro mosqueteros se les suma un quinto: Ivan Simonov, ex espía ruso (Brian Cox), que colaborará con ellos un poco por solidaridad de ex y otro poco porque desde hace rato que está locamente enamorado de Victoria. ¿A quiénes se enfrentan nuestros muchachos? A sus superiores, como el agente Bourne. Como en esa serie, la responsable directa del search & destroy es una mujer (Rebecca Pidgeon). Aunque como allí también, siguiendo el hilo se llega mucho más alto. Un elenco que a los nombrados les suma a Richard Dreyfuss, James Remar (perverso en jefe de las películas de Walter Hill) y hasta un reaparecido e increíblemente vital Ernest Borgnine (caminando a saltitos a los 93 años, él solo expresa la idea entera de la película con más gracilidad que ella misma) no puede no ser disfrutable. Pero RED es agradable, algo monotemática y menor, pudiendo haber sido entretenimiento de alta gama. Hay una razón para ello. A diferencia de las muy buenas comedias de acción, donde el elemento cómico vuelve inteligentes las escenas de rutina (Mentiras verdaderas, por ejemplo), aquí los sobreabundantes tiros y explosiones están filmados como una de acción común y corriente y el humor tira a complaciente.