La vida de los otros El dilema de la vida eterna, la inmortalidad de la conciencia, convertido en thriller sin muchas ideas nuevas. El tema de la vida eterna ha sido largamente visitado por la literatura, el cine e infinidad de expresiones artísticas tanto en sus variantes espirituales como científicas. En el caso de In/Mortal, la película de Tarsem Singh, la verosimilitud, la posibilidad cierta de que la medicina neuronal logre su cometido abruma tanto como la falta de ideas en las que cae el guión. Aún así, la película logra mantener la atención apoyada en una historia de acción, en buenas actuaciones y en una producción de altísimo costo. Damian (Ben Kingsley) sufre un cáncer terminal, y mientras se despide de su vida de magnate (es un selecto arquitecto de Nueva York) le ofrecen someterse a un procedimiento de criogenésis que pondrá su mente brillante en un cuerpo sano, pero que implicará iniciar una nueva vida, distinta a la que alguna vez tuvo. (Un caso muy similar al de la estadounidense que esta semana congeló su cerebro antes de morir para que, avances científicos mediante, reviva algún día en otro cuerpo). Sólo que Damian ya tiene la fórmula que funciona (a diferencia de la vida real). Y el dinero. Porque si algo deja claro la película es que la inmortalidad, como tantas otras cosas, sólo sería potestad de millonarios y poderosos. Así lo deja en claro Albright, el científico creador de esta logia que satisface los deseos de la gente acaudalada. Pero Damian no es tan inescrupuloso, y ni siquiera conoce el lado B de esta historia, que comenzará a revelarse a través de las pesadillas que inundan su mente. Una vez concretada la operación, renace en el cuerpo joven de un desconocido (Ryan Reynolds). Allí, la película que hasta entonces era pura ciencia ficción, se convierte en un thriller psicológico, en un filme de acción, y en una novelita con ribetes muy leves y predecibles que surge de las relaciones entre los protagonistas. Sobran lugares comunes, como el del padre millonario distanciado de su hija activista, el frenesí sexual de una mente vieja en cuerpo joven, el giro previsible que da la relación con su socio Martin, el origen impoluto de Edward (Reynolds) y el dilema ético que persigue a los hombres atrapados por esta secta científica. Demasiados frentes, trivializados en una ensalada que sin embargo está bien condimentada, pero que dice poco sobre los efectos secundarios de la inmortalidad.
Con pocos aportes nuevos La vida de Bergoglio antes de ser Papa está vista desde una óptica simplista. Grandinetti hace un buen trabajo. Francisco, el padre Jorge, la película del español Beda Docampo Feijóo, recorre el camino de Jorge Bergoglio hacia el Vaticano. Adaptación del libro de Elisabetta Piqué, ésta, la primera ficción sobre su vida antes de convertirse en el Sumo Pontífice, tiene ese gran pecado, es canonizante, le faltan matices, aún cuando el director ha dicho que el papa reconoce errores. Igual, la película mantiene el atractivo del hombre que retrata, con un peso político específico y manifestaciones infrecuentes para su investidura. Con un buen trabajo de Grandinetti, suenan simpáticos sus bergoglismos, su simpleza varias veces ejemplificada en su afición al transporte público, su lucha real por los pobres, su apoyo a las Madres del dolor, su denuncia de la esclavitud en Buenos Aires, su voz diciendo que el Vaticano es un nido de serpientes. Pero faltan las tribulaciones del hombre, el conflicto interno y el histórico. Para contar, el director elige un viejo y gastado recurso, el punto de vista de una periodista (Silvia Abascal) que investiga y cuenta la historia a la vez. Aporta poco esa trama paralela que sirve de excusa para visitar la biografía de Francisco. Y contrasta por banal ese recorrido inaugural por la arquitectura porteña con Balada para un loco sonando de fondo, un circuito turístico papal, que es casi una metáfora de una película que irá a los saltos entre Buenos Aires, Roma y Madrid. ¿A qué público le apunta? ¿Qué nos revela acerca del protagonista que no se haya dicho? En cuanto a los hechos polémicos, la película toma partido. No es malo que lo haga, pero sí lo es su argumentación simplista. Awada, ¿interpreta a Verbitsky? ¿Fue Francisco quien contó su encuentro con Massera tal cuál está mostrado acá? ¿Y quién es esa señora estirada que le pide a Bergoglio callar la corrupción? ¿Por qué nadie se acuerda ya de su entredicho con León Ferrari? Es compleja la historia de este país. Y fue demasiado oscuro el vínculo de la Iglesia Católica con la dictadura para cancelar dudas en un solo encuentro. Si Francisco... logra interpelar, es por las ideas del hombre, su pensamiento, su teoría del volquete, su enfrentamiento con la peor Iglesia. La ficción aporta poco, ¿porque ya era un hombre de película?
Ricki and The Flash: El rock & roll de una madre La gran Meryl Streep, que hace de rockera, es lo mejor de la nueva y discreta película de Jonathan Demme. Es cierto, lo mejor de Ricki and The Flash: entre la fama y la familia es Meryl Streep. Pero usar ese criterio sería redundante, aplica a varias de las historias protagonizadas por la actriz. Ocurre que en este caso se antepone a un director como Jonathan Demme (El silencio de los inocentes, Filadelfia). Quizá su propia historia de juventud con una rockera le jugara en contra o quizá comparta responsabilidad con Diablo Cody, el guionista, y su juego de estereotipos. Estamos frente a un típico ejemplar de dramedia, películas que suelen ser ni chicha ni limonada. Karma del que zafa Ricki..., provocando algunas risas discretas y planteando algunas preguntas que dependen más del espectador que de la pantalla. Y con el aliciente de Meryl Streep, qué duda cabe, capaz de interpretar lo que se proponga. Aquí es Ricki Rendazzo, la madura líder de una banda de rock a la que le dedica su vida. No es tan famosa como dice el título de la película. Le sobra pasión y le falta dinero, si hasta trabaja de cajera en un supermercado. Pero una llamada desde Indianápolis, donde vive su ex marido e hijos, a quienes no ve desde hace años, le cambian el panorama. Guitarra en mano, vuela con su imagen desgarbada y su pilcha de rockstar hacia la mansión de su conservadora familia. Una madre ausente yendo al rescate de su hija Julie (Mamie Gummer, hija de Streep en la vida real) quien intentó suicidarse tras el inesperado abandono de su esposo. Allí nace una película de contrastes, con preguntas tales como el lugar de una madre, los prejuicios sociales que enfrenta una rockera adulta, la vida pacata y contenida de unos y la libertad condicionada de otros como elección, y la necesidad de aceptarnos como somos. Todo esto rodeado por la institución familia, mostrada en opuestos desde un rancio conservadurismo y una triste libertad, mundos caricaturizados y etiquetados de manera extrema que, sin embargo, van encontrando puntos en común. Una película discreta, elevada hasta donde ustedes quieran por la música, por la propia Meryl cantando canciones que unen (ella canta y toca de verdad), como My Love Will Not Let You Down, de Bruce Springsteen. En esa atmósfera, la entrada vale su precio.
La leyenda del clown caníbal Vale el riesgo de un director intrépido que cree inmunizar su historia en base a un humor oscuro, insólito, perverso. La reacción del espectador frente a El payaso del mal es una cuestión de sintonía. Los más osados amantes del género, los acostumbrados a una perversión sin limite, seguramente disfrutarán de esta comedia macabra dirigida por Jon Watts con el nombre de Eli Roth, un gurú del cine de terror, encabezando el cartel (produce y también interpreta al sangriento clown). Quien no logre o no quiera decodificar semejante dislate, probablemente salga maldiciendo a Watts, Roth y a la cada vez más poderosa campaña anti payasos. La historia es tan macabra como sencilla. Jack cumple años y Kent, su papá, empleado de una inmobiliaria, debe contratar a un animador para la fiesta. El payaso avisa que no irá, pero Kent tiene la "suerte" de toparse con un viejo traje de clown en el sótano de la casa que arregla para vender. El traje está endemoniado, y el pobre Kent, que no puede quitárselo, asiste a su propia transformación en Dummo, un payaso canibal, devorador de niños, eterno resabio de una superstición nórdica, de las tantas que llegan de Islandia, mucho más macabra que las que cautivaron a Borges. Una historia de origen insólito que depende del humor con el que se la decodifique, pues el cine de terror naturaliza y se evade de la perversión de manera sorprendente. A Watts, que dirigirá a Tom Holland en la versión de Sony de El Hombre Araña, le gusta jugar con estas historias de origen cuasi ridículo que van creciendo. Y su apuesta parece exitosa. El payaso... nació cuando subió un trailer apócrifo de esta película, en la que ya anunciaba a Eli Roth como su factótum sin que este lo supiera. Roth aceptó el desafío, y aquí lo tenemos. Y también tenemos a Peter Stormare, el actor sueco que encaja a la perfección en la decodificación de esta leyenda. "Tenemos que matar a tu padre", le dirá sin anestesia al pequeño Jack, azorado por la transformación del payaso. ¿Comedia macabra? Sin duda, entenderla así es la única manera de relativizar lo que aparece en la pantalla, una lisérgica, terrorífica e injustificada historia de un clown devorador de chicos con imágenes fuertes y gags de los más oscuros. Sintonizar o no, esa es la (difícil) cuestión.
El bosque de la madurez Muestra el drama del pueblo Yshir, con su lucha para mantener vivas costumbres y ritos en el Chaco paraguayo. “El escenario es el drama”. La frase, adjudicada a Albert Einstein, es la idea con la que abre la película La ceremonia. Aplicada quizá de manera caprichosa al documental de Darío Arcella, podría funcionar también como sentencia para explicar la construcción de esta historia, que muestra el drama del pueblo Yshir, su lucha para mantener vivas costumbres y ritos en el Chaco paraguayo, su lugar. Un escenario, un drama, con buena fotografía y colores poderosos, cuyo retrato no alcanza a redondear el poder que se adivina en la belleza de esta historia. No siempre alcanza con el escenario para tener drama. Como el título lo dice, el filme se enfoca en una ceremonia, rito ancestral de iniciación para los jóvenes de la comunidad, que deben subsistir en el monte durante tres meses para asumir su paso a la adultez. Un relato mítico de un pueblo de ancianos que recuerdan sus raíces, su cultura, su añorada relación con el río, la pesca, en el pueblo Yshir. La falla quizás esté en la difícil lectura que exige la explicación de esta historia con su contexto, inseparables, irremediablemente superpuestas en un esfuerzo por transmitir una cultura que choca contra la complejidad. Por un lado el rito, la Diosa que guía a los jóvenes iniciados, llevados al bosque en busca de su disciplina, de consejos. Por el otro el éxodo, el viaje inconcluso de los aborígenes. Por momentos parecen actores los miembros de la comunidad, un mérito de Arcella, que sueñan canciones dictadas por sus dioses y bailan con atuendos típicos, pintados. “Lo que más recuerdo es que una persona, para ser hombre, debe tener coraje. Dormir allá, solo, en el bosque. Enfrentar tus temores y saber superarlos, solo”, dice uno de los ancianos, y vuelve inevitable la odiosa y descontextualizada comparación con la infancia actual, reino del consumismo, con la pregonada adolescencia eterna, otras ceremonias, que sorprenden cada Día del niño, que contrastan cada vez más con aquéllas, las del paso a la adultez.
El demonio en Gran hermano Terror y creencias religiosas. Nada nuevo. Exagerando, magnificando su impronta y efectos, el cine ha mostrado la lucha entre santos y demonios de manera dispar, dando lugar a un subgénero, de exorcismos. Y Exorcismo en el Vaticano, qué más, es fiel representante de esa línea ultravisitada que necesita renovarse. Para ello, el filme de Mark Naveldine se vale de herramientas poco creativas. Apenas una actualización del contexto y de tecnologías, siempre la tecnología. En lo narrativo, muy poco. Se atreve a citar a Dante, a su infierno literario, pero también a Juan Pablo II y al mismísimo Bergoglio. Parece que Francisco, que hasta aparece en escena (no se asusten, no es un cameo) se ha referido varias veces al tema. “Nunca vimos tantos sucesos sobrenaturales”, dicen. Y muestran los cambios archivados y catalogados quizá en la Basílica de San Pedro (el título original es The Vatican Tapes). Hay una apuesta a la verosimilitud, que ellos denominan la evidencia de la presencia del diablo en la Tierra. Y esa evidencia está en videos, pues la película es como un Gran hermano que les permite a los exorcistas seguir el derrotero de Angela Holmes (Olivia Taylor Dudley), una bella joven sometida a una transformación terrorífica que mantiene en vilo a su padre y su novio. Todo empieza con un corte en la mano de Angela, a quien luego sobrevuelan los cuervos, en una obvia referencia a Los pájaros, de Hitchcock. Y de allí a un coma de 40 días del que despierta milagrosamente. Diabólicamente. Hay inocuos juegos de nombres, algunos sobresaltos, relleno y una batalla final que puede ser un comienzo, en el que Dios y el Diablo no se enfrentan personalmente sino a través de sus supuestos enviados a la Tierra. Y todos vemos, en este mundo orwelliano, al demonio actuando en tiempo real.
Actuar para vivir (y viceversa) Intimidad teatral y un gran Al Pacino que actúa de sí mismo en esta adaptación de la novela de Philip Roth. El ocaso de un actor y la eterna pregunta shakespereana, ser o no ser. Esa es la crisis que se desata en Un nuevo despertar, la película en que Barry Levinson (Rain Man) dirige a Al Pacino, una adaptación de la novela La humillación, de Philip Roth. No es la mejor novela de Roth, tampoco la mejor película de Levinson, pero sí es una buena actuación la de Al Pacino, que en cierto modo hace de sí mismo. Interpreta a Simon Axler, un actor maduro que empieza a olvidar sus líneas y a enfrentarse a sus propios fantasmas, los de actuar para vivir, la ficción y la realidad. En Broadway, donde es una eminencia, tras un delirio de camarín, Simon da fin a As You Like It (comedia de Shakespeare) con un salto mortal desde el escenario que lo manda al hospital. Como ya no separa su vida de su vida de actor, bromea con las enfermeras, ensaya gemidos para testear su credibilidad. ¿Sigue siendo convincente? ¿Es el fin de su carrera? Y allí tiene su escopeta, y piensa en Hemingway, a quien, dice, recuerdan más por su escopeta que por sus libros. Más allá de estas preguntas retóricas, en el mundo real lo consideran un suicida potencial, y va a parar a un internado, para hacer catarsis, para inventar nuevos días. Aparentemente recuperado vuelve a su casa, y a cruzarse con su propia historia, o tal vez inventársela, tomando como salvavidas a Pegeen (Greta Gerwig), hija de una pareja de actores que fueron sus amigos, una joven lesbiana que siempre estuvo enamorada de él y que ahora lo obsesiona y enamora. Como obsesiona la juventud, la sexualidad vital, a un tipo de 67 años que en este caso es Axler. Monólogos, diálogos, escenas de psicoterapia vía Skype, y la crisis del actor siempre de fondo, dramática, trágica, cínicamente cómica, y por momentos aburrida. Es un mundo interior el que muestra Levinson, una comedia sutil entonces. Y al final vuelve a estar Shakespeare, su Rey Lear, y Roth, y Pacino, que se asume en el rol de una historia interior oscura, escrita con malicia, a veces demasiado lenta o dispersa, que tiene en el actor, y en las tormentas internas que le muestran el fin de sus días, de su magia, lo mejor del filme.
Sexo limitado Por suerte, y por su propia decisión, el cine comunitario de José Celestino Campusano no tiene límites artísticos. Eso no significa, claro está, que todas sus películas sean logros. Placer y martirio, su última obra, podría funcionar como ejemplo de esa libertad sin grandes resultados. ¿Por qué? Campusano recurre a su fórmula. Entrecruza actores con no actores, escribe un guión en base a testimonios cercanos y sale a rodar. Pero esta vez, a diferencia de Vil romance o Vikingo, el director y creador de Cine Bruto desembarca en Puerto Madero para seguir el desesperado derrotero de Delfina, una mujer de clase acomodada que busca nuevas experiencias sexuales en un mundo de superficialidad. Placer y martirio se transforma entonces en una metáfora entre paródica y pueril del sexo insulso de las clases altas vernáculas, los nuevos ricos. Cuenta el indolente y temprano epílogo de una vida leve, la oscura transformación de una mujer en una historia de la que no surge una sola gota de amor. Ambientada principalmente en Puerto Madero, con autos de lujo, hoteles cinco estrellas y mujeres pos cuarenta aburridas de ellas mismas, transmite una monotonía intencional que no logra superar su propio riesgo y desafío. Esto se traduce en diálogos y actuaciones corridas, exageradas. Y en promesas que espantan. “Dos horas con vos valen más que años con otras”, dirá Kamil, un oscuro millonario que se adivina gigoló. “¿Sos real, o sos parte de un sueño?”, preguntará Delfina en su ceguera amorosa. La incomunicación en la familia, un marido indolente, un grupo de amigas que se autoconsideran fiesteras, la forzada madurez de una hija criada entre las resacas de su madre, contextualizan esta historia con altibajos, y con algunos logros, como esa escena de la borrachera de Delfina con su empleada doméstica y una amiga. Pero la irreverencia del relato no alcanza para quebrar el tono monocorde en esta oscura búsqueda de una relación que no “dependa del sexo, ni del tiempo compartido ni de los proyectos en común”. De cualquier manera, es bienvenido el salto de Campusano a estas historias más psicológicas. Un tiempo de transición con más espinas que rosas por ahora. O martirio que placer.
Emotiva música del pasado El cuarto largometraje de Acuña retrata sobre todo un clima interior, el de una amistad, el de un músico y el de un amor. Con la mirada extraviada en sus recuerdos y en las luces de una ciudad que asoma entre la lluvia, Guille avanza en el asiento del micro hacia un invierno que transcurre en Mar del Plata. Lo acompañan sus fantasmas, símbolos de una tragedia tal vez. Una ruleta, una imagen de él mismo disparando un rifle, tres amigos caminando por las rocas con el sonido de la rompiente. Son los primeros trazos de La vida de alguien, el ingreso a un clima emocional, una cadencia atrapante en la que se desarrolla éste, el cuarto largo de Ezequiel Acuña (Nadar solo, Como un avión estrellado, Excursiones). Podría ser un ensayo sobre una banda de rock el de Acuña, o la historia de una amistad rota sin querer, la de un disco jamás editado, o de un amor que crece con esa tranquilidad tan propia, a veces exasperante, de sus películas. No tiene importancia. Es todo eso, pero sobre todo es un clima. Un clima interior, donde el reencuentro con amigos vuelve a jugar un papel crucial como en su anterior Excursiones, donde los actores amigos vuelven a ser de la partida, un mundo de jóvenes y no tanto que añoran con melancolía el tiempo que se les escurre en la memoria. Santiago Pedrero (participó de las cuatro películas de Acuña) es Guille, el músico que vuelve, que intenta rescatar algo de ese pasado, un disco grabado con sus amigos que jamás salió quizás. ¿Es presente o es pasado ese disco? ¿Y la amistad, de qué tiempo es? Lo espera el Gordo (Matías Castelli), la voz de una banda sin tiempo, testigo de aquella ruptura. Y a su vida se asoma Luciana (Ailín Salas), otro enigma para esta historia de invierno, conciencia de la pérdida y la recuperación, de una época, de un sonido que se escapó y vuelve resignificado. Una constante en la obra de Acuña. La cámara lenta, la banda sonora que pertenece completa al grupo uruguayo La Foca (si ésta es su historia es una linda historia), la estética de videoclip que integra las canciones, letra y música, al relato, son detalles que contextualizan un clima de búsqueda interior. Una búsqueda que Acuña guía entre el presente y el pasado, entre el camino individual y el colectivo, entre la fidelidad a los amigos y las pretensiones de unos productores discográficos sin contemplaciones. El negocio de la música. La música de la vida. La vida de alguien que corre fantasmas guitarra en mano. El mérito quizá esté en esa amalgama entre el pasado, los personajes, los escenarios, cosido todo con letra y música que acompasan un relato introspectivo, sin estridencias ni exacerbaciones trágicas, naturalmente emotivo.
Romance bajo firmamento cursi El director de “Casi famosos” cuenta una historia con héroe redimido en pleno Hawai, con dos mujeres por las que caer rendido. Cameron Crowe, director de Casi famosos y Jerry Maguire, arranca Bajo el mismo cielo con una serie de imágenes espaciales cruzadas con otros tantos paisajes hawaianos. Y nos cuenta un tal Brian Gilcrest (Bradley Cooper) que era él un amante de la vida en el espacio. Hasta que se corrompió. Pero allí tenemos el primer problema, el personaje de Cooper no da con el perfil de corrupto con un pasado cuasi mercenario en Afganistán, cuando dejó el paraíso hawaiano no sabemos por qué. Sigamos. El militar cínico que está de vuelta de todo va a reencontrarse con su pasado en una última misión. Gilcrest llega a Hawai contratado por un magnate (Bill Murray) obsesionado con poner un satélite en órbita. Lo precede una buena relación con los nativos del lugar, con quienes deberá negociar un permiso para su operación. Y aparece la vieja historia de nuestro héroe en Hawai, contextualizada por un enfrentamiento entre corporaciones superpoderosas y militares de antaño, el poder del dinero, sometiendo al poder militar. Ya lo dijimos, ésta es una nueva misión que deberá desandar junto a Allison Ng (Emma Stone), su asistente en la Fuerza Aérea, una apasionada por el espacio, y también por los mitos de la isla. Se suman una, dos, tal vez tres historias de amor con epicentro en la isla polinesia, en un contexto de militarización. Porque allí está Ng, y sigue también el amor de su vida (Rachel McAdams), con dos hijos y Woody, un nuevo compañero que apenas habla pero que dice muchas cosas (los diálogos sin palabras entre Gilcrest y Woody son lo mejor de la película). Todas situaciones que hacen tambalear al héroe de un filme que tiene demasiados condimentos y pretensiones, con señales obvias y enredos de pareja que navegan entre la levedad de la comedia y unos conflictos políticos tratados con poca seriedad. Historia de amor banal en una isla que reclama soberanía; contrataciones militares corruptas y soluciones demasiado previsibles.