Amor sin tiempo ni género El drama de descubrirse y asumirse de otro sexo, con grandes actuaciones de Redmayne y Vikander, nominados al Oscar. Si en El discurso del rey Tom Hooper ya había dado muestras de manejar el drama histórico en base a elecciones sensibles con La chica danesa el director vuelve esa humanidad más emotiva e interpeladora que nunca. Cuenta allí la historia de Lili Elbe, un caso real, y para ello reconstruye la intimidad del drama que vivieron Einar y Gerda Wegener, una pareja de artistas daneses que se casaron en 1904 interpretados de manera magistral por Eddie Redmayne, que es Einar y Lili, pero sobre todo la de Alicia Vikander, Gerda. Hay una historia de transformación, el drama de descubrirse y asumirse de otro sexo por parte de Einar, que se sintió y decidió ser Lili, y asumió esa condición con honestidad brutal provocando un terremoto en su matrimonio. El avance de ese descubrimiento es uno de los grandes logros del filme. Pero sobre todo hay una historia de amor y respeto desprejuiciada. Es cierto, la película plantea dudas para cualquier interpretación, y es bueno que así sea. Hay una escena iniciática en la que Einar modela para Gerda vestido de mujer y lo que parece un juego se revela en un deseo voraz que se transmite en caricia y que es un primer gesto para la gran transformación. Curiosamente los retratos de esa modelo significan el éxito de Gerda como artista, como pintora, un juego que da inicio a una metamorfosis real. Son los gestos de esa transformación, el impacto en la pareja y también en el mundo de la incipiente psicología, la medicina, la sociedad en general, uno de los logros de la película, y de dos actores que brillan en un filme de época que parece no tener tiempo. Es un drama actual transportado en el tiempo, y ese contexto de principios del siglo pasado, con otros prejuicios distintos a los de hoy, son la gran herramienta para leer lo que ocurre, fuera y dentro de la pareja. El vestuario, la ambientación de época en Dinamarca, París o Dresde, la tensión interpeladora en esta pareja, superan por decisión del director al debate por la identidad sexual, los derechos, la institucionalización de los prejuicios, debates necesarios todavía, que aquí el cine, y dos grande actuaciones se encargan de superar contando una historia, una historia de amor.
Derek y Hansel están de vuelta Ben Stiller y Owen Wilson apenas salvan con sus actuaciones la esperada segunda parte de “Zoolander”. Derek (Ben Stiller) y Hansel (Owen Wilson) están de vuelta. Literalmente. De eso se trata Zoolander 2. Uno se volvió ermitaño cuando le quitaron la patria potestad de su hijo, el otro se mudo al desierto con un harem, y allí esconde su cicatriz. Por lo demás, están igual de tontos. Pasados de moda, deberán volver a las pasarelas, copadas ahora por los hipsters. Pero de arranque hay un problema, un fuera de registro. Son tantas las tragedias que acosaron a los protagonistas tras el final feliz de la primera entrega, incluida la muerte de Matilda, esposa de Derek, que el humor y la parodia del filme suenan en solfa. No alcanza con el primer cameo de Justin Bieber, asesinado, haciéndose una selfie apelando a una de las caras de Derek mientras agoniza. Se necesitan unos minutos para recuperarse de shock. De a poco, Stiller (en su rol de director) lo logra. Y cuando esto ocurre, otra vez aparecen los baches, una inevitable sensación de repetición y una exagerada abundancia de subtemas conocidos. Las orgías de Hansel, la paternidad de Derek, la historia de la chica Interpol, que no es otra que Penélope Cruz (su inglés contribuye al solfa), el pulular de cameos y la nueva trampa de Mugatu, el diseñador rufián, siempre dispuesto a aprovechar la estupidez de los modelos. Dos generaciones de modelos, dos clases de estupidez. Ya no se discuten el trabajo infantil en Malasia, como en la primera entrega. Aquí el escenario principal es Roma, pero otra vez la parodia del mundo del modelaje, la ausencia de materia gris de los colegas del rubro, son la mayor argamasa para el gag. (Entre los cameos brilla el de Sting, que esgrime dos únicas diferencias entre un modelo y un rock star: talento e inteligencia). Los amantes de Zoolander van a divertirse, pero pasaron quince años con conspiradores modelando celebrities huecas. ¿Será que el público compró?
Recuperar el abrazo El director vuelve sobre sus primeros temas, como en “El abrazo partido”: la relación padre e hijo a la cabeza. Aunque parezca que simplemente ha optado por volver al universo de sus primeras obras, a eso que aquí llama comunidad, Daniel Burman potencia la economía de su relatos en El rey del Once. Corre sino el riesgo de repetirse tal vez sí el de encasillarse. Pero, ¿será malo encasillarse? Hay decenas de grandes directores que se hicieron grandes exprimiendo flancos de un mismo mundo. Y Burman, aquí, muestra sabias elecciones. Para hablar de ese Once desde una perspectiva propia, El rey... necesitaba un buen casting. Alan Sabbagh sobre todo, pero también Julieta Zylberberg construyen dos figuras únicas en una atmósfera azarosa que se lleva puestos a los personajes y a la línea argumental con la que arranca el filme. Ariel (Alan) llega al Once desde Nueva York, donde vive y trabaja, para presentarle a Usher, su padre "rey", a una novia argentina que finalmente no viene. Pero él tuvo su excusa para volver. Y vemos su primera semana en el Once. Recuerdos, su padre omnipresente pero fuera de campo, mientras el barrio ebulle al ritmo de la preparación del Purim, el carnaval judío, con el gentío filmado cámara en mano, íntimo. Un mundo que a Ariel lo perturba, entre la atracción y la asfixia, caos y libertad. Burman recurre a personajes y símbolos que entran y salen en círculos. Las tradiciones, los negocios, la escarapela, y tres o cuatro interlocutores que apenas cimientan dos relaciones; la que comienza con Ana (Julieta), una judía ortodoxa muda por elección, y la que arrastra con Usher, típico amor padre hijo, complicado, como la mayoría. Claro que entre los himnos hebreos y ciertas tradiciones incluso cuestionadas, hay mucho material para el público de la colectividad, pero los temas de El rey... son a la vez universales. Conflicto generacional, dudas sobre el mandato religioso, relación padre hijo y una idea del perdón sobrevuelan ese suburbio del mundo judío, representado aquí por sus clases populares. También es cierto que el humor, la parodia de un puñado de situaciones, a veces roza el cliché. Allí es que Ariel busca una señal, y respuestas para preguntas que lo persiguen, aunque muchas suenen pueriles, porque se trata de volver, y del padre, porque Usher está en todas partes, pero para su hijo no está. ¿Será así? Cuando Ana decide hablar se pregunta si vivió equivocada. Y Alan, que eludió su destino de príncipe, no tiene una respuesta, pero a esta altura sabemos que también él puede recuperar su voz. Como Burman.
La ruta de la redención Ni el viaje ni sus peripecias alcanzan para sostener una riesgosa apuesta de transformación del carácter. Road movie con trasfondo religioso, Camino a La Paz es la opera prima de Francisco Varone, autor también del guión. Es una historia de redención la suya. Sobre la transformación de Sebastián (Rodrigo de la Serna) que de manera casi inconsciente emprende un viaje que lo llevará a confrontar con él mismo. Semejantes pretensiones humanitarias se diluyen en un recorrido por paisajes ruteros y en el acercamiento que van logrando los dos protagonistas. Pero el origen del cambio que sacude a Sebastián asoma escasamente sustentado siendo este la base del filme. Allí están los baches de esta película que es viaje y peregrinación a la vez, en la debilidad motivacional y en algunas situaciones bizarras e innecesarias que surgen de la nada misma. Sebastián lleva una vida anodina. En pareja con Jazmín, se convierte en remisero por azar, o por destino, y por las mismas causas conoce a Jalil (Ernesto Suárez), un anciano musulmán que lo elige para su gran travesía, viajar a la La Paz, Bolivia, contratado de chofer. (El plan de Jalil es llegar a La Meca, pero su remisero sólo llegará a Bolivia) Choque de personalidades fuertes, la del joven, egoísta y desganado, y la del viejo, sabio y decidido, que van tejiendo un relación por momentos exasperante. Discusiones, rezos, el Corán y la Biblia (de Vox Dei) sonando en el pasacasete del 505 SR de un tipo fierrero, vago y oportunista, encuentran en la ruta señales que van modificando el el paisaje, el vínculo, con diálogos variados sumergidos varias veces en el lugar común. Es cierto, así suelen ser los diálogos, pero aquí, por momentos, acorralan a la historia en un encierro del que cuesta salir. Sensación curiosa para una road movie con el trasfondo de la religión árabe en nuestro país. Vale el viaje, algunos momentos del vínculo entre Sebas y Jalil, la oda al Peugeot y algunas preguntas. ¿Por qué van, los que van? También están los sueños, los cuentos, las relaciones rebuscadas entre esas historias que buscan explicarse. Todas metáforas en riesgo de perderse en el camino.
Mucho más que nostalgia El filme animado muestra a los populares personajes en su vida cotidiana y compartiendo sueños. Respeto a los clásicos. En Snoopy & Charlie Brown: Peanuts, la película, Steve Martino cuenta una historia y a la vez homenajea a Charles Schulz, el sagaz autor de la famosa tira cómica que animó durante 50 años en diarios y revistas. Y que generó, claro, una galería de personajes estrella que el público decodificó entre el poderío del marketing y el rótulo de figura de culto. Nada sencillo llegar a un filme con semejante historia detrás, operando sobre un mundo infantil que era otro. Martino, que ya estuvo al frente de títulos como La era del hielo 4 y Horton, lo consiguió con sensibilidad. Y tal vez con un excesivo respeto destinado a mantener vivo el legado, que aquí es contenido pero también forma, nostálgica en el trazado, en el dibujo que se impone a la animación, como gran desafío para los tiempos que corren. ¿Un mundo plano en 3D? Conviven en la película varias historias de amor superpuestas. Las que mencionamos en el párrafo anterior, por las viñetas, por el dibujo, y las propias del filme. Ambas son visibles para el público joven y adulto. También es evidente que Charlie Brown, punto de origen de todo el mundo de Schulz, recupera terreno frente a su mascota, siempre más bendecida que él por el mercado. (¿Qué nos pasa con las mascotas?) Este niño esperanzado pese a sus miedos y cierta timidez, encara con valentía su objetivo. Su historia es real, mientras Snoopy escribe a máquina la suya propia. Y ambas se solapan y conectan en el filme. Un perro que escribe, que se imagina persiguiendo aviones en la guerra, cazando al Barón Rojo, conquistando a Fifi. Sueña capítulos y finales para su mundo que es ficticio y es real. Ese destello creativo ya es rupturista, como lo son estos niños, y todos los Peanuts, que tocan y escuchan a Beethoven, que leen a Tolstoi casi por azar, pero que a su vez lidian con los entresijos del éxito, el fracaso, la esperanza y la resignación. Ese mundo infantil con los adultos fuera de campo, sólo representados por unas voces distorsionadas de una maestra, de una madre que sólo los chicos logran decodificar. ¿Qué nos quieren decir? Y vemos las arbitrariedades que convierten a un niño como Charlie Brown en alguien exitoso o en un fracasado, con su sonrisa nerviosa dibujada. Y el impacto desmesurado e incomprensible que tiene en un niño su idea sobre lo que los demás piensen de él. Pura imaginación y un desafío al concepto actual del bullying. Hay una galería de nombres. Todos rescatados de las tiras, respetados sus nombres, como Woodstock, el pajarito amarillo que entró en la serie en los 60 y que debe su apodo al festival de rock cuyo símbolo era un pájaro con una guitarra. Eso es llamativo en la película, cómo con unos trazos, y unas pocas intervenciones pueden definirse personalidades, características profundas, rasgos dibujados en la pantalla del cine. Y un mensaje, extensión, exacerbación del legado de Schulz, la defensa de un niño, o de un hombre esperanzado, acosado por sus ansiedades, por los traspiés cotidianos, por la imagen que proyecta en los demás que se empecina en no rendirse, en no darse por vencido. Película para chicos, tal vez, con un dejo demodé que también se refleja en la ausencia de cinismo, en el contenido social.
Humanidad de un mito binario Recorte personal de la biografía del fundador de Apple. Un filme feroz con grandes labores de Fassbender y Winslet. Profética, psicológica, ambiciosa, condescendiente quizá, Steve Jobs, la película de Danny Boyle, es sobre todo una película. Y esa definición pueril y caprichosa se vuelve una gran virtud a la hora de lidiar con un mito, el del hombre que fundó Apple. Basada en la biografía autorizada de Walter Isaacson, catalizada con bastante libertad en el guión de Aaron Sorkin, el filme selecciona una trama de tres episodios fundamentales en la vida de Jobs manteniendo ciertas teorías de Isaacson para explicar sus evidentes contradicciones. El genio visionario incapaz de detectar obviedades en sus relaciones humanas, el héroe y el imbécil, el cínico obsesivo, el negociante, el ególatra... Puntos estos que estarían explicados por una temprana situación de abandono, un sentimiento como el de la búsqueda de la perfección en sus productos empleando una lógica binaria. Así lo escribió Isaacson, y así está reflejado en la película, en esta gran interpretación de Michael Fassbender, pero por suerte el filme no es el libro y tampoco esperamos que sea espejo de Jobs. Ya desde el comienzo nos metemos en una especie de profecía cumplida. En 1960 el científico Arthur Clarke intuye, o deduce, el mundo en el que viviremos con las computadoras personales y los teléfonos celulares. Es una imagen de archivo vieja y atrapante, la antesala de lo que vendrá. Y lo que viene es la trastienda del mundo Jobs, o Apple, abordado en tres momentos icónicos, el lanzamiento de tres productos. La Macintosh, en 1984, la inverosímil computadora Next, que Jobs “construyó” tras su alejamiento de la firma en 1988, y el de la primera iMac, diez años después. Detrás de bambalinas vemos al hombre en el momento de lanzar sus creaciones, con toda la tensión posible, al ritmo de la adrenalina y la ambición. Boyle y Sorkin desarrollan pocos vínculos para Jobs, pero con la precisión de un cirujano. El de su hija Lisa, un choque contra sus limitaciones de humanidad; el de Joanna Hoffman, jefa de marketing, poderosísimo personaje encarnado por Kate Winslet que es su cable a tierra, adorable y firme voz para su (in)conciencia. Obviamente está su relación con Steve Wozniak (Seth Roggen) y el inevitable flashback del garage en el que empezó todo. Y ese vínculo paternal que John Sculley (Jeff Daniels) mantiene a un alto costo con él. El pequeño mundo cotidiano de una historia, un hombre y un negocio global. Y un manejo de las emociones envidiable, que ebulle por contraste especialmente a través del dificultoso vínculo con Lisa, su hija. Boyle maneja ese claroscuro con genialidad, para ésta, una película polémica por humanizante. Tejida con diálogos poderosos, inteligentes, única salvación para escenas muy habladas. No vamos a medir la fidelidad biográfica de Boyle, se trata de Steve Jobs, película y laberinto.
Otro secreto en el sótano Escasa sustancia argumental y actoral atentan contra algunos buenos momentos. La salva el final. Pretenciosa, La cabaña del diablo resulta una ambigua muestra de terror con metáforas del encierro y revelación de secretos. En la película del catalán Víctor García, David (Peter Facinelli), viudo de su esposa nacida en Colombia, viaja a Bogotá con Lauren (Sophia Myles), su nueva novia. Van a casarse y llegan para buscar a Jill, hija de aquel matrimonio que juega al periodismo con su tía linda y su noviecito cameraman. Discusiones mediante, viajan a Medellín cuando un alud destruye su auto. A duras penas llegan a un solitario hotel escondido en la selva, habitado por un viejo y su hija, encerrada en el sótano, una historia que se vuelve terrorífica, pero insustancial cuando deciden liberar a la niña. ¿Qué le aporta a la película la escenificación en Colombia? Paisaje, cruza de idiomas y un aire tercermundista apenas justificado por los baches ruteros. Al fin y al cabo, el contexto no tiene peso en La cabaña..., tampoco sus dos historias familiares. La foránea, por un lado, y la de los anfitriones, únicos habitantes de este hotel abandonado y misterioso que se llama La colina del patíbulo. Son todos personajes con secretos inocuos, débilmente atados para justificar el terror. En ese infierno caen los chicos lindos y extranjeros que llegaron a Colombia a buscar familiares para su casamiento. Hay una instancia de exploración de la casona. Y un hecho central, la liberación de Ana María, una niña cuya misión redentora queda apenas explicitada. Su candidez espeluznante junto a una sensación claustrofóbica bien lograda, es el mayor acierto del filme, pero ese juego de volver terrorífica a una chiquita ya lo hemos visto. Aunque aquí logre de a ratos su cometido, asustar, la investigación de los implicados es tan banal que ese miedo se diluye. También juega en contra que los espectadores siempre vamos varios pasos adelante de la historia, siempre sabemos más que los protagonistas. Todo se vuelve más previsible. E incomprensible. "Algunos secretos pueden destruir lo que amas", dice el padre de familia al comienzo de la película. Su sentencia se verá puerilmente justificada con el correr de los minutos. Sin contexto, con un mensaje rebuscado (el de los secretos), que hasta puede sonar a moralina, apenas queda la transformación diabólica de una niña encerrada. Es poco.
Cómo cazar a un nazi Dibuja dos buenos personajes y logra plantear preguntas mundanas y universales sin dramatizar. Salvo por el título anglosajón, el caso internacionalista que pretende investigar y porque está basada en un libro de autor colombiano, Mr. Kaplan es un filme bien uruguayo. Elegida por el país rioplatense para pelear por un lugar en los Oscar, la película de Alvaro Brechner entrecruza una curiosa trama de intrigas, drama y comedia. Jacobo Kaplan (Héctor Noguera), el míster aludido, y Rebeca llevan 50 años de casados, viven en Montevideo sin mayor tarea que envejecer casi por inercia. Pero la Historia tira, y el viejo Jacobo, un polaco que huyo de niño a América latina en los albores del nazismo, se propone dar un vuelco a su vida anodina, haciendo honor a su nombre de patriarca bíblico, a quien lo “espera un destino excepcional”. Descontento con su familia, su comunidad, a los 76 años descubre en la tele una historia de nazis escondidos, tema que tiene una amplia filmografía, sobre todo dramática, con títulos como Wakolda o Remember. También por azar, descubre a un posible nazi que timonea un chiringuito en la playa, y junto a Wilson (Néstor Guzzini), un ex policía que lo acompaña en la cruzada, empieza a acosar a este supuesto ex oficial con la idea de llevarlo a Israel para que lo juzguen, siguiendo el mandato de Simon Wiesenthal. “No mires hacia atrás, sólo mira hacia adelante”, le habían dicho sus padres cuando huyó de Europa, y ahora Jacobo decide redimirse con él y su pasado. Las peripecias de la investigación, las internas familiares y su relación con Wilson acompasan la reconversión de Jacobo en esta suerte de Breaking Bad paródico, donde un hombre que se apaga decide reinventarse con un fin. Así va atando cabos en un filme sin revelaciones históricas, con dosis discretas de humor, una investigación sui generis y hasta una teoría sobre la natación. Acompañan los enredos familiares, donde se impone el vínculo entre Wilson y Jacobo, dos tipos perdidos, cuya relación y los caminos que eligen para recomponer su orgullo se convierten en el gran tema volviendo la cacería nazi casi una excusa, un objetivo para justificar el rumbo de la historia. Una aventura leve montada sobre un tema pesado, con algunos baches y obviedades que no afectan el resultado final.
Una Navidad distinta Basada en una leyenda escandinava, en la que Papá Noel castiga en vez de premiar, el tono es de comedia. El espíritu navideño tienen un Lado B, más oscuro y tenebroso que la moralina familiar reivindicada, aunque cada vez menos, durante los fines de año. Krampus: el terror de la Navidad recupera una vieja leyenda escandinava, la de un Santa Claus que castiga en lugar de premiar, y pone en vilo a una familia estadounidense desintegrada, enfrentada, cuyos miembros se “inmolan” en cada Navidad. Si el espíritu es viejo, la adaptación de que hace el filme de Michael Daugherty tiene varios componentes actuales. Ya es entretenida esta juntada navideña entre dos ramas de una familia que son agua y aceite, y que comparten las fiestas por obligación. Personajes estereotipados, pero graciosos al fin, situaciones que pueden resultar comunes a más de una familia, se van sucediendo en este encuentro forzado hasta que Max (Emjay Anthony), el más pequeño de la casa anfitriona, avergonzado y enojado al ver la hipocresía de estos encuentros renuncia a mandar su carta a Papá Noel. Sin querer, evoca una vieja historia que ya sufrió su abuela nórdica. Convoca así a una antigua fuerza demoníaca dispuesta a castigar a los escépticos como él, pero sobre todo a quienes construyeron ese escepticismo. Sin abandonar el tono de comedia, la película va convirtiéndose en una historia siniestra, un especie de Toy Story demoníaca en la que juguetes, galletitas y peluches empiezan a asediar a esta familia aislada en su casa azotada por una tormenta de nieve. Aflora la valentía de los tímidos, y recrudece la brutalidad de los brutos. Es cierto, es viejo ese esquema que va amigando a los protagonistas de una historia frente a sus situaciones límite, y es algo moralista pensar que esto puede ocurrir justo en Navidad, tras esta especie de llamado a creer y a querer pues de lo contrario, convocamos a los demonios. También hay una subtrama, la de la abuela paterna, que es previsible de principio a fin, pero la película va dando algunos giros que le devuelven jerarquía cada vez que se va a caer y no es poco mérito tratándose de un género tan venido a menos.
Noticias de La Habana Este documental se centra en la figura del hombre, del cineasta y del político Santiago Alvarez. Es un homenaje dinámico El camino de Santiago. Periodismo, cine y revolución en Cuba. Un filme que habla del hombre, del cineasta, del político Santiago Alvarez, pero a la vez de su contexto, y de cómo evolucionó la mirada de ese contexto resumido en la revolución hasta nuestros días. Es dinámico porque es un retrato vivo, y ése es un logro de este grupo de realizadores, autores de joyitas como Seré millones, encabezados aquí por Fernando Krichmar. “Si no hubiera imperialismo, yo no haría cine”, define al comienzo Alvarez, famoso realizador del mítico Noticiero ICAIC, que en los ‘60 fue un arma fundamental de contrainformación. “Yo soy un director de cine panfletario”, decía este hombre cuya historia es sólo comprensible bajo la revolución cubana. Pero esa definición es la asunción de una posición política que Krichmar se encarga de cuestionar, revelando sus posiciones críticas, sus dudas y desafíos. Se lo describe como un férreo militante, pero también como un crítico furtivo de lo que ve y muestra en su país. Como el derrotero de una ventana, abandonada en un depósito, en una isla como Cuba, que no puede permitirse la burocratización de sus sistema constructivo. Además del recorrido por su vida y obra, por sus trabajos más famosos, la película recupera discursos de Fidel, el Che, y tiene a un protagonista interesado, Silvio Rodríguez, a quien Alvarez defendió cuando la Nueva Trova era acusada de ser influenciada por The Beatles. Los cubanos hoy pueden reírse de aquella historia, y allí también está el germen de su crítica, reflexión sobre el modelo, desembozado en la factura artística, en la estética del noticiero. Su facilidad de improvisación, sus juegos, su odio por la voz en off valen como definición casi tanto como algunas anécdotas. Y mientras todo esto ocurre, el documental recurre a un grupo de jóvenes cineastas que filman un nuevo Noticiero ICAIC en la Cuba actual. ¿Qué puede hacer el cine, el documentalismo, el periodismo por volver interesante temas abandonados a la lógica oficial? Si les gusta el cine, si los atrapa la historia cubana, si los emociona Silvio Rodríguez, El camino de Santiago es un gran plan.