Otro tablero del miedo Cuando a fines de los años '80 el experto en efectos especiales Chris Walas realizó La mosca 2, destruyendo paso a paso a la obra maestra de David Cronenberg, aun no se pensaba que cualquier empleado de un estudio podía colocarse detrás de cámaras. Pero en los últimos años, especialmente en el género de terror, ya es moneda corriente que un especialista en el rubro (con las lejanas excepciones de Douglas Trumbull y Stan Winston) adquiera tal protagonismo. Los resultados, en general, son penosos y no van más allá de meros formularios de un cine para adolescentes en donde los estudios construyen una serie de materiales de olvido inmediato. Es el caso de Ouija, parida por el también guionista Stiles White, un nuevo desperdicio fílmico sobre el tablero genérico que reclama la presencia de fantasmas y gente que se fue y que es instada a volver. La desaparición de Debbie lleva a que Laine y su novio, junto a otros amigos que andan por ahí, aún sospechen de la triste ausencia. Oh casualidad, el grupito encuentra el tablero y desde la maderita intenta conectarse con el más allá, provocando el retorno de algunos individuos que andan con ganas de cortar cabezas y descuartizar miembros superiores e inferiores. Pobrísima aun en su aspecto artesanal, con un reparto actoral que pone cara de susto a cada minuto y medio, plagada de efectismos baratos que se apoyan en una ruidosa banda sonora, Ouija no hará historia dentro del género ni aun si se la compara con los repetidos asesinatos ochentosos de Freddy Krueger en Pesadilla y el Jason Voorhees de la saga Martes 13. Vaya manera de empezar el año con este casi nulo exponente del terror.
Simpática periferia del fútbol Una de fútbol pero contada desde bien abajo, con dos equipos de aficionados que pugnan por el campeonato en medio de jueces y dirigentes corruptos y jugadores que entrenan en paisajes inhóspitos. Pero El árbitro viene de Italia y por lo tanto la comedia como género impera en cada una de las escenas, entremezclando costumbrismo y una sutil dosis de patetismo a raíz del deporte. El Parabile es el team de décima categoría en la región sarda, siempre perdedor frente al Montecrastu, dirigido por un engreído presidente. Pero se produce un retorno, un tal Matzutzi, que viene de ganar poco y nada en Argentina y llega para cambiar la historia, o por lo menos, intentarlo. Y un árbitro fácil de sobornar, el maleable Cruciani, deseoso de dinero y de arreglar partidos por determinados goles con el club ganador de la zona. La película pese a los nombres italianos y al seco y despojado paisaje de Cerdeña, es una coproducción con Argentina, ya que Daniel Burman y Diego Dubcovsky aparecen en la inversión presupuestaria. De allí, seguramente, la tipología del goleador Matzutzi, que gambetea como Maradona y Messi y hasta tiene carteles con su rostro donde se vislumbra un parecido al Apache Tévez sacando la lengua. Pero la película de Zucca va más allá de referencias locales, ya que su apuesta estética se atreve a exhibir números musicales y algunas coreografías de los jugadores de ambos bandos con la intención de aligerar la matriz de denuncia que gobierna el film. Así, también hay lugar para un realismo bien italiano que recuerda a ciertos títulos de los años 50 (Pan, amor y fantasía, por ejemplo) donde la geografía de un pueblo adquiere una importante dosis de protagonismo. Pero el riesgo mayor del director es apelar a un riguroso esteticismo en encuadres y movimientos de cámara, aumentados por el uso del blanco y negro que provoca un singular extrañamiento en determinadas escenas. En efecto, El árbitro, más que profundizar en el lado corrupto del fútbol, muestra una galería de personajes secundarios que bordean el esperpento y superan con creces a la estética realista. Allí, claro está, Zucco se coloca al lado del fantasma de Federico Fellini, especialmente, en una lograda escena que remite a Amarcord y que transcurre en un cine donde se encuentran el recién llegado Matzutzi y su pretendida mujer, la vecina que abandonó para buscar suerte en otro paisaje.
Todo por ver a Gandolfini El último trabajo del gran actor de Los Soprano lo muestra como el gángster que no fue en una historia donde dos personajes centrales exhiben su temple y su real naturaleza. Es inevitable abordar La entrega desde el tono elegíaco, a partir de que en la película se ve el último trabajo del formidable James Gandolfini. Y curiosamente, el relato tiene algo de otoñal, una mirada curiosa sobre un mundo de dinosaurios, Brooklyn, un territorio todavía anclado a las mafias, que como único gesto de aggiornamiento pasó de estar controlado por los italianos, a ser el disminuido reino de los chechenos, las nuevas bestias que cumplen con el rol cinematográfico que les toca en suerte en estos últimos años, ya sea como gángsters o terroristas para todo uso. La mirada entonces es curiosa y el director belga Michaël R. Roskam cuenta con el bagaje que se supone, tiene el espectador medio en cuanto al cine noir, los bares tristes, personajes quebrados y que por supuesto, lo que va a salir mal inevitablemente va a salir muy mal. Desde allí comienza a contar una historia que tiene dos afluentes, por un lado está Bob Saginowski (Tom Hardy), un barman de pocas luces que trabaja para Marv (James Gandolfini), un hampón sin grandeza que administra el local para la mafia chechena, que utiliza el lugar como punto de entrega y lavado de dinero de negocios sucios. En paralelo, Bob rescata a un perrito de la basura y se encuentra con Nadia (Noomi Rapace), que lo ayuda con el cachorro que dicho sea de paso, pertenece a su ex novio Eric (Matthias Schoenaerts), un psicópata a tener en cuenta. El robo del bar y el acoso de Eric a la chica porqué no quiere que reconstruya su vida, van a ser los motores que llevarán a los personajes a mostrar su temple y de qué están hechos frente a la violencia que va subiendo de intensidad. Inteligente trabajo de guión del veterano Dennis Lehane (Río místico, Desapareció una noche, La isla siniestra), con diálogos cargados de pesadumbre y derrota haciendo honor al género y correcta la puesta de Roskam, que después de lograr una nominación al Oscar a la mejor película extranjera con Bullhead, parece que está dispuesto a convertirse en un artesano de Hollywood, esto es, alguien confiable, obediente y con imaginación negociable. La entrega es un buen policial, claro, disfrutable pero sin grandes aspectos para destacar, aunque Tom Hardy y Noomi Rapace se destaquen y logren una rara empatía como los desplazados que inesperadamente se encuentran y que en cada escena en que participa como el gángster que no fue, James Gandolfini imponga su presencia, agigantada porque el espectador sabe que ya no va a volver a verlo. Y ahí si, la elegía cobra toda su dimensión trágica.
Semana de catarsis familiar Basada en la novela de Johathan Tropper, la película suma a varios personajes que en un universo reducido, entre el humor y dosis de dramatismo, sacan a relucir viejos asuntos. Judd Altman trabaja como operador en una radio, está casado y en general cree tener una vida ordenada, sin sobresaltos. Sin embargo, un día llega temprano a su casa y descubre a su mujer teniendo sexo con su jefe. Separado y sin trabajo, poco después se entera de que su padre murió y para complicar aún más el panorama, le dan la noticia de que su último deseo fue que la familia guardara el shiva, una costumbre judía que consiste en reunir a la familia durante siete días para recordar al difunto y recibir visitas. Basada en la novela de Jonathan Tropper, también responsable del guión adaptado, el relato ubica a Judd (Jason Bateman), Wendy (Tina Fey), Phillip (Phillip Altman) y Paul (Corey Stoll), hermanos distanciados que vuelven a compartir la casa de la infancia, bajo la tutela de Wendy (Jane Fonda), una madre liberal, psicóloga, que contó cada una de las intimidades de sus hijos en un libro de autoayuda que se convirtió en best seller, la convirtió y una celebridad y llenó de vergüenza a los cuatro hermanos. La semana de convivencia, sumada a todo un batallón de ex parejas y personajes secundarios dentro de ese universo reducido que se da cita en la casa de los suburbios, pondrá sobre la mesa la disfuncionalidad familiar a través del humor y bastante drama, pautará la catarsis colectiva y la síntesis de que todavía los vínculos no están completamente desechos. Si el puntapié inicial recuerda a Agosto, el melodrama de John Wells con Meryl Streep y Julia Roberts que también comenzaba con la muerte del patriarca y la reunión familiar, Hasta que la muerte los juntó, dirigida por Shawn Levy, responsable de la saga Una noche en el museo y Una noche fuera de serie, luego se encamina hacia la comedia del tipo Muerte en un funeral, aunque sin la incisiva mordacidad del film británico dirigido por Frank Oz. Con un elenco en donde sobresalen los contrapuntos entre Jason Bateman y Tina Fey, Jane Fonda en plan de comediante (aunque un poco pasada de registro) y la fantástica Rose Byrne, la divertida crueldad de algunos chistes con origen en el patetismo de cada uno de los integrantes, las situaciones absurdas que se producen a partir de la historia en común y la convivencia forzada, se opacan por la necesidad de introducir el drama y la corrección política como el centro de varias historias con final feliz, aunque con una considerable cuota de amargura, cuestión de que quede claro que las acciones de los personajes tienen sus consecuencias.
Familiar y divertido plato en pantalla El director de la saga Iron Man se pone tras la cámara y protagoniza esta película que narra la historia de un hombre que estalla tras las críticas de un experto a uno de sus platos y decide darle un giro a su vida, en un camión/cocina. Hace poco más de un año llegaba a la cartelera local El chef, una comedia industrial rústica y fallida de Daniel Cohen protagonizada por la estrella francesa Jean Reno. En ese momento daba la sensación de que, en la relativamente nueva obsesión por la comida en el cine de ficción y el documental –también en la televisión, en los libros y en un larguísimo etcétera–, se había llegado a un punto de saturación. Sin embargo, las historias ambientadas entre cacerolas humeantes, genios de mal genio y romances gestados al costado de platos moleculares y osobucos resignificados, parece que siguen siendo un material apetecible para los realizadores, como Jon Favreau, que de la saga Iron Man y Cowboys & Aliens, escribe, dirige y protagoniza Chef: la receta de la felicidad, una comedia dramática simpática, que en buena medida logra eludir los transitadísimos tópicos del subgénero. Carl Casper (Jon Favreau) es un cocinero que estalla un día luego de que el crítico culinario Ramsey Michel (Oliver Platt) escribe en un blog una reseña devastadora sobre su cocina, a la que acusa de obsoleta. Por supuesto, el ataque de furia queda registrado en las redes sociales y Riva (Dustin Hoffman), el verdadero responsable del menú oxidado y sin riesgo, lo despide por el exabrupto. Sin trabajo, con una ex esposa a la que sigue queriendo (Sofía Vergara), el protagonista encara un nuevo camino laboral a bordo de un camión donde, junto con su amigo Martin (John Leguizamo), aplica la cocina de autor a las comidas rápidas, ayudado por su hijo preadolescente que lo instruye sobre las bondades de Twitter para limpiar su imagen. Suerte de cuento de Navidad anticipado, Chef: la receta de la felicidad es una road movie gastronómica que está atenta a las líneas narrativas que se vienen repitiendo en las películas que tienen como centro del relato a la cocina, pero se desmarca al incursionar en cuestiones como la crisis de la mediana edad, la realización personal, la relación con los hijos y el tiempo necesario para fortalecer el vínculo, además de las segundas oportunidades. Y es ese camino elegido el que marca la diferencia con los films que lo preceden, con un artesano que tiene oficio y sabe narrar –qué duda cabe después de trabajos con una sorprendente medida humana para la mastodóntica saga Iron Man–, la participación de amiguitos como Scarlett Johansson, Robert Downey Jr. y Andy García, que hacen lo suyo y se divierten, para conformar una película familiar, como las de antes, liviana pero disfrutable y sin pretensiones.
Una remake algo obsoleta Kathy (Sharni Vinson) remplaza a una enfermera que desapareció misteriosamente de una clínica psiquiátrica que atiende a pacientes en estado vegetativo en donde trabajaba. Allí, en ese lugar tétrico de una ciudad costera, Kathy comienza a tener señales de que algo no anda bien y entonces conoce a Patrick Thompson (Jackson Gallagher), en coma luego de un intento de suicidio, al que se lo somete a electroshock y sustancias que le inyectan; un cóctel explosivo que tendrá sus consecuencias. La inexperta enfermera queda fascinada por el enfermo, que comienza a comunicarse con ella a través de la telekinesis y la particular relación va creciendo a la par de la obsesión de Patrick para que nada ni nadie se interponga entre él y Kathy. Remake del film de Richard Franklin de 1978, la nueva versión está dirigida por Mark Hartley –documentalista, responsable entre otros títulos de la extraordinaria Not Quite Hollywood: The Wild, Untold Story of Ozploitation!–, que trasladó el relato a un hospital de estilo victoriano como los clásicos de los famosos estudios ingleses Hammer, especializados en films de terror. Por esto mismo, recurrió a todos los tics de este tipo de películas, es decir, sonidos extraños y sorpresivos, parpadeo de luces, sombras y claro, sangre. Bastante. Sin ninguna intención de resignificar la historia original y menos al tipo de cine en donde se encuadra, sin ser negativo el resultado es endeble y más allá de cierta efectividad, el proyecto tiene algo de obsoleto y sin razón que justifique este nuevo intento de un original que tampoco fue demasiado destacable.
Otra mirada crítica al sistema El empleo del tiempo (Laurent Cantet), Arcadia (CostaGavras), El método (Marcelo Piñeyro) son sólo algunas de las películas recientes que desde diferentes lugares y miradas exploran el mundo del trabajo como el lugar donde se potencia la lucha por la supervivencia en un sistema competitivo, injusto y desigual. El examen es otra vuelta de tuerca sobre el tema, con ocho hombres y mujeres que llegan después de un arduo proceso de selección a competir por un único y extraordinario trabajo, un puesto que se supone, es uno de los más codiciados en el mercado laboral y que de acuerdo a la información que se va desprendiendo gradualmente del relato, cualquier ejecutivo "mataría" por conseguirlo. Los aspirantes, capaces, ambiciosos y dispuestos a todo, son encerrados en un cuarto que tiene mucho de celda en una prisión de máxima seguridad, se les da un tiempo determinado y una corta lista de reglas para atenerse: no se puede salir de la habitación, está prohibido hablar con el examinador y la hoja (en blanco) que tiene cada uno de ellos candidatos no puede ser alterada. Pronto se dan cuenta que antes de la batalla final, van a tener que trabajar en conjunto para ir descifrando el mecanismo de selección para que solo quede un elegido. El relato se centra entonces en delinear las personalidades de cada uno de los participantes del perverso juego, donde rápidamente se van acentuando las diferencias entre los aspirantes y hasta dónde son capaces de colaborar entre sí o tomar el camino individual, confiados en su talento y claro, la magnitud de su ambición. Feroz crítica al mundo del trabajo al sistema capitalista, la opera prima del inglés Stuart Hazeldine llega a la cartelera Argentina cinco años después de su estreno, un thriller sin sorpresas aunque hay un inesperado e innecesario giro hacia la ciencia ficción, donde una acción adelanta a la otra que confirma lo que el espectador está esperando y la denuncia sobre lo inhumano del sistema termina siendo de una obviedad ramplona.
Conflictos vidrios adentro Suerte de prima hermana de cualquiera de las películas de Claude Chabrol, el viejo maestro que dedicó buena parte de su obra a criticar a la alta burguesía francesa, Antes del frío invierno de Philippe Claudel (Hace mucho tiempo que te quiero, Tous les soleils) hace lo propio desde un estilo más suave, menos feroz, y retrata –con cierta fascinación por el vacío existencial– el proceder de una clase social que lidia con sus demonios siempre puertas adentro de sus siempre confortables lugares de residencia. La casa de Paul y Lucie (extraordinarios Daniel Auteuil y Kristin Scott Thomas) entonces está ubicada necesariamente en las afueras de la ciudad, es hermosa, vidriada, cómoda y fría, el lugar donde apenas se encuentra, se ve, ese matrimonio mayor, una pareja que construyó una vida en común aunque no demasiado cercana. Mientras que Paul es un exitoso cirujano totalmente dedicado a su trabajo, Lucie se queda en la casa cuidando el extenso jardín y los afectos más cercanos son apenas un hijo de 30 años preocupado casi exclusivamente por su carrera en la bolsa, Mathilde, con problemas pero lúcida a la hora de evaluar la vida de Lucie –"¿cuánto hace que vivís en este ataúd de vidrio?" le pregunta a su hermana– y Gérard, amigo de ambos y vértice filoso de un triángulo amoroso que nunca llega a ser. Ese juego de relaciones comienza a tambalear con la llegada a la vida de Paul de Lou (Leïla Bekhti), una mesera que persigue al protagonista justo cuando atraviesa una crisis y debe tomarse unas vacaciones forzadas, y explicita el malestar de todos los personajes de ese pequeño universo en aparente orden, profundamente insatisfechos con sus vidas acomodadas. A pesar de que la historia tiene una resolución un tanto torpe, que no se corresponde con el resto del relato, Antes del frío invierno fluye sin problemas, es distante, fría y precisa en su objetivo de recorrer las miserias de sus criaturas y tiene una deliciosa cuota de maldad para ir desmontando las complicidades, silencios y conveniencias de los protagonistas, rehenes voluntarios de su propia desdicha.
Los últimos días de un asesino Santos (José Sacristán) es español, también es un asesino profesional y sabe que se va a morir en poco tiempo, por lo que decide que aunque ya no haya mucho por qué luchar, al menos vale la pena morir en otro lado, lejos del hospital donde está internado en Buenos Aires. Con una respetable cantidad de morfina para soportar los dolores que vendrán y a bordo de un Falcon Rural De Luxe de 1976, el protagonista se lanza a carretera a donde sin saberlo, lo espera Érika (Roxana Blanco), que al igual que Santos, sólo quiere poner distancia con su pasado. Así, la desigual pareja, tan desesperada, tan falta de propósitos, enfila hacia el Norte argentino sin demasiadas expectativas, en principio satisfechos porque al menos están en movimiento. Tardío arribo a las salas argentinas de El muerto y ser feliz, el film de Javier Rebollo (La mujer sin piano, Lo que sé de Lola) que tuvo una buena recepción en España en 2012, ganó el Festival de Cine de San Sebastián el premio de la crítica y la Concha de Plata al mejor actor para José Sacristán –también formó parte de la competencia oficial en Mar del Plata–, y llega dos años después dentro del pelotón de estrenos de fin de año. Lo cierto es que la película es una road movie que descansa buena parte de su atractivo en Sacristán, el actor español más argentino del mundo, en una composición ajustada de los últimos días de killer veterano, una suerte de western crepuscular donde el protagonista comparte soledades con otro personaje trágico. El director Rebollo aspira y a veces lo consigue, romper ciertas estructuras narrativas y así, además de incursionar la idiosincrasia Argentina con una mirada crítica y cínica sobre el ser nacional, el realizador madrileño también toma algunos elementos de las puestas de directores argentinos como Mariano Llinás (como el uso que hizo de la voz en off en Historias extraordinarias) y los climas de Lucrecia Martel, sobre todo cuando el relato transcurre en Salta, donde hay muchos puntos de contacto con La ciénaga. El resultado es desparejo, por momentos caótico y los chispazos de humor y originalidad no alcanzan para sobrellevar cierto tono canchero y banal sobre el destino de los personajes.
Un film potente, maduro y tenso La nueva realización del director Diego Lerman (Tan de repente) cuenta con muy buenas actuaciones de Julieta Díaz y el debutante Sebastián Molinaro. El calvario de una mujer golpeada que reacciona a tiempo y huye con su hijito. Los ojos de Matías (Sebastián Molinaro) registraron la última golpiza que sufrió su madre Laura (Julieta Díaz) y probablemente muchas otras a manos de parte su padre Fabián, que la acusa de que el bebé que espera no es suyo. El espectador nunca va a ver a ese hombre violento, pero sentirá su presencia durante todo el relato que lleva a Laura y Matías a escapar de esa terrible realidad y pasar por instituciones oficiales, hoteles de mala muerte, amigas que acercan su ayuda, y las calles de una ciudad oscura, hostil. Pero además, y sobre todo, queda claro que ese chico vio demasiado y aunque logre finalmente escapar y empezar una nueva vida junto a su madre, Matías sufrió demasiado y va a ser ardua su recuperación. El cuarto film de Diego Lerman (La mirada invisible, 2010; Mientras tanto, 2006; Tan de repente, 2002) recorre cada una de las estaciones del calvario de una mujer golpeada que reacciona a tiempo –a tiempo es después de una última paliza que casi la mata– y huye con su pequeño hijo. Desde el principio parece que la idea rectora del film, en las decisiones de la puesta, al contar una historia que reflejara el estado de las cosas se debía actuar con pudor ante la violencia de género pero sin esquivar ninguna de sus implicancias –la relación de la pareja sigue ahí, a pesar de todo–, y que la perspectiva del chico era decisiva. Lerman cuenta lo que debe con dos intérpretes extraordinarios, porque tanto Julieta Díaz como el debutante Sebastián Molinaro transmiten el miedo, las dudas y la desesperación de sus personajes. Entonces, el director imprime a su relato un ritmo de thriller, que lo aleja de los lugares comunes y las denuncias desgarradoras para concentrarse en el escape, con la cámara bien encima de los protagonistas, en una patrulla de la policía, en un albergue para las mujeres y sus hijos que sufrieron violencia doméstica, y después en hoteles, en la casa que hasta hace poco era su hogar, siempre amenazados por la presencia omnipotente (auque fuera de campo) de ese hombre, padre, esposo y amenaza. La tensión de Refugiado es por momentos inaguantable pero no sólo por la fuga, sino que las contradicciones de los protagonistas (el chico que no se resigna a clausurar la figura del padre, su madre que vacila a la hora de abandonarlo para siempre), aunque son comprensibles, suman zozobra a la historia, configurando una film potente, maduro y lleno de aristas interesantes.