Un documental luminoso Durante 2010 se produjeron eventos y actividades que celebraban el Bicentenario. Uno de ellos fue juntar a 1800 chicos de decenas de escuelas, provenientes de extractos sociales diversos y de diferentes creencias religiosas, para que juntos interpretaran una cantata en el cierre de los festejos. El proyecto se llamó Argentina Canta por la Paz, y si la mayoría de los espectadores no tiene registro de esta simpática y abarcadora iniciativa, es porque el evento no tuvo la trascendencia que soñaron los que lo impulsaron. Entre el deseo, los sueños, las dificultades, la burocracia, el empuje y la frustración, Alexis Roitman construye su opera prima, un relato que habla de la dificultad de construir un proyecto, aun cuando las intenciones sean transparentes y tengan como eje al futuro, los chicos. Desde adentro del coro en formación, la película sigue los pasos de los maestros en los ensayos de canciones y coreografías con distintos actores (los niños de escuelas públicas, privadas, más humildes y de clase media). A ese gigantesco puzzle, plagado de dificultades, se le suman las idas y vueltas burocráticas, con los cambios de fechas y escenarios. De esta manera, los chicos son protagonistas y a la vez testigos del mundo adulto, un mundo al que están accediendo pero que ya intuyen que es áspero. Sin embargo, y a pesar de las contradicciones y los problemas, el documental es luminoso, en tanto trabaja sobre la idea de un proyecto como metáfora de una nación joven, muchas veces ahogada por los problemas, pero que sin embargo hace pelea y se esperanza. El conflicto y los intereses en pugna son el combustible, un territorio tan fascinante como abrumador: la patria.
Una comedia simpática En el universo de films que se centran en la imposibilidad de la amistad entre un hombre y una mujer, ¿Solo amigos? sería algo así como un planeta chiquito o apenas un satélite. Sin embargo, será un astro pequeño o un planetoide, pero tiene una luz propia, continuando con la metáfora cósmica. Wallace (Daniel Radcliffe) viene golpeado después de que su novia lo engañara y abandona sus estudios de Medicina y se flagela con un trabajo mediocre, mientras que Chantry (Zoe Kazan) trabaja como animadora gráfica y está más o menos bien con su novio Ben (Rafe Spall). Wallace y Chantry se conocen en una fiesta y comienzan una amistad llena de malos entendidos, supuestos y claro, el enamoramiento que surge inevitable aunque los protagonistas no lo quieran reconocer. La pregunta es qué harán los personajes y la película con eso. Después de la experiencia ineludible de Harry Potter, Daniel Radcliffe emprendió la titánica tarea de despegarse de la saga del niño-adolescente mago. Así probó con el terror clásico en La Dama de Negro, visitó a la Generación Beat y fue Allen Ginsberg en Amores asesinos y ahora llega a la comedia romántica en plan Woody Allen británico –un poco torpe, un poco perdedor– de la mano del director canadiense Michael Dowse. Así, cuidadosamente, ¿Sólo amigos? muestra todos los mojones de este subgénero de la comedia romántica y los va sorteando con inteligencia. Wallace es el atormentado candidato que le promete sólo amistad a Chantry, que tiene una relación estable con Ben, un buen tipo que no se merece que le soplen la novia. Desde este lugar incómodo es que el héroe de la historia tiene que trabajar, aun cuando no lo reconoce, para ganarse a la encantadora Chantry, con tantas dudas como principios inquebrantables sobre la pareja, el trabajo y el futuro. Con muchos de los tips del cine independiente americano, sólidos secundarios –buen trabajo de Adam Driver, el de la serie Girls–, leve, fácil de ver, ¿Sólo amigos? es simpática, agradable e inofensiva. Un producto tan calculado como bien hecho.
Otra mirada sobre la vejez Desde hace muchos años la mayor cantidad de películas está dirigida al público adolescente y en el mejor de los casos, a los adultos jóvenes, los dos segmentos que se supone, tiene mayor poder adquisitivo y destinan una parte importante de sus ingresos al entretenimiento, la cultura, etcétera. En ese sentido son pocas las películas que se ocupan de los mayores y menos aún las que tienen como protagonistas a gente de más de 60,.Una dama en París, de Ilmar Raag; Amour, de Michael Haneke; Rigoletto en apuros, de Dustin Hoffman y Las confesiones del Sr. Schmidt, de Alexander Payne, son algunos de los ejemplos más o menos recientes. El último amor se asienta sobre el magnífico y siempre eficaz Michael Caine, en una película que explora los recovecos de la vejez, coquetea con el deseo aun latente y luego pega un volantazo para convertirse en un melodrama. Así, la muerte de su esposa Joan dejó sin demasiados deseos de afrontar sus últimos años a Matthew Morgan (Michael Caine), un profesor jubilado de filosofía que vive solo en Paris, aislado, que no sabe francés porque prefirió que su esposa se comunicara por él. Pero un día conoce a la encantadora Pauline (Clémence Poésy), una profesora de baile tan sola como el protagonista. Desde ese momento se comienza a forjar una amistad rara para el mínimo entorno de ambos, sobre todo para Miles (Justin Kira) y Karen (una Gillian Anderson brillante ), los hijos de Matthew, que además de pasarle varias y viejas facturas, sospechan que la chica va tras su herencia. La directora Sandra Nettelbeck se asienta en el melodrama, construye una historia donde los lugares comunes se complementan con algunos momentos luminosos, el drama existencialista y claro, utiliza a París como escenario y a la vez personaje destacado del relato. Pero por supuesto, todo el frágil aunque inteligente andamiaje se sostiene por Michael Caine, un intérprete extraordinario, con una dignidad, elegancia y naturalidad que parece sin techo, y que aun a los 80 años parece disponer de una gloriosa fuente de recursos.
Cómo fallar con una fórmula infalible Denzel Washington vuelve a trabajar bajo las órdenes de Antoine Fugua (Día de entrenamiento) en esta película donde, una vez más, el bien enfrenta al mal –encarnado en la mafia rusa– y donde hay varias escenas de manual. Robert McCall (Denzel Washington) trabaja en algo así como un supermercado para carpinteros, hace bromas, es simpático, pero se lo nota un poco corrido de ese entorno, como si no perteneciera. Claro, no pertenece. A la noche, cuando no puede dormir, envuelve cuidadosamente en una servilleta de papel un saquito de té y se va a un bar a tomar su módica infusión, mientras observa, lee, está alerta. Y allí, en ese lugar se va tejiendo una relación entre el viejo trabajador –que no es tal, que es un hecho que perteneció a alguna fuerza de seguridad– y Teri (Chloë Grace Moretz, la de Carrie), una joven prostituta, tan sola, tan indefensa para soportar la brutalidad de los clientes y el maltrato del ruso que la explota. Lo que sigue es la moral esperable del tipo que vivió, se equivocó y busca a través del compromiso con una desconocida la posibilidad de una nueva vida para la chica que todavía está a tiempo y, por supuesto, su propia redención. Un poco a la manera del film de David Cronenberg, Promesas de Este o bastante más atrás en el tiempo vía Martin Scorsese y su legendaria Taxi Driver, el relato se dispara con la casi niña explotada y el héroe que hace lo que debe hacer. Justicia por los fierros, por las artes marciales, por las diferentes maneras de provocar dolor en el otro, de ser posible en Tedy (Marton Csokas), suerte de sofisticado cleaner ruso que viene a poner orden en el desastre que sembró el McCall. Sin embargo, y a diferencia de los dos títulos citados como ejemplo, el enfrentamiento del protagonista con el mal, en este caso con la mafia rusa, es un festival del lugar común, la violencia porque sí y un montón de situaciones, escenas y formas de manual de películas parecidas. Y mejores. Denzel Washington y el director Antoine Fuqua vuelven a trabajar juntos 13 años después de Día de entrenamiento, aquella interesante película que mostró al intérprete en un momento alto de su carrera, en un papel que le valió el Oscar al mejor actor en 2001. Washington es un actor extraordinario, todavía en forma y con un dominio absoluto de su oficio, mientras que el paso del tiempo hizo que Fuqua se convirtiera en uno de esos directores de Hollywood llamados artesanos, esos tipos confiables para la industria que hacen lo suyo con solvencia pero que son apenas un engranaje (pequeño) de la maquinaria que implica una superproducción. Entonces, el nuevo trabajo en conjunto da cuenta de un presente oxidado, una unión de conveniencia para llevar adelante un trhiller sin corazón, mecánico, hundido en las fórmulas supuestamente infalibles, que aquí fallan y aburren.
Un universo diferente Al igual que el resto de su entorno, Shira no cuestiona los arreglos de los adultos a la hora de definir casamientos entre los jóvenes. Con sus 18 años está cómoda dentro del universo del judaísmo ortodoxo y a decir verdad, está más que satisfecha con el candidato que eligieron sus padres para que sea su marido. Sin embargo, mientras sueña con su próxima boda, su hermana mayor muere y deja a un marido viudo y a un bebé recién nacido. Entre el dolor por la tragedia y un sentido práctico y a la vez egoísta, a la madre de Shira se le ocurre que la chica puede ser la nueva esposa de su ex yerno, lo que impediría que el hombre se case con una extraña y deje de traer a la bebé a la casa de los abuelos. Suerte de acertijo moral sobre un territorio lleno de complejas reglas, tradiciones e impulsos amorosos, La esposa prometida va trazando un mapa casi antropológico de una comunidad sobre la que se sabe poco y nada. Así, en un segundo plano que va tejiendo una trama decisiva, diferentes personajes van influyendo en la dirección del relato, como la solterona, el rabino familiar que va maniobrando entre diferentes intereses y la madre, claro, que al igual que el resto de los protagonistas no carga con cuestionamientos desde la puesta. Si el cine es entre otras cosas la posibilidad de asomarse a mundos diferentes para tratar de entenderlos, la película de Rama Burshtein es un claro e inteligente ejemplo de una mirada puesta sobre una historia particular –entretenida y con todos los elementos de una tragedia– pero que en ningún momento abandona la pretensión de contar un universo tan fascinante como desconocido.
En busca de la felicidad, aunque sea por un rato En el plano afectivo a Carmen no le va nada bien. Arregla más de una cita con Javier pero las cosas salen mal, aun en la intimidad. Su mejor amiga, se pelea y reconcilia con su pareja, y esto provoca una nueva postergación para un viaje de ambas, acaso añorando sus años de adolescentes. La noche de Navidad se aburre en la casa familiar en medio de los fuegos artificiales, en tanto, sus papás le recuerdan a sus ex parejas, es decir, sus fracasos de pareja. Carmen tiene 36 años, se la ve malhumorada, le grita "fascista" al guardia de seguridad de un parque, anda en bicicleta, da clases en la facultad... Su hermano representa lo opuesto a ella viviendo en un country y más de una vez devora con placer un cuarto de helado de dulce de leche. Pero Carmen gana un premio navideño en la heladería vecinal: un viaje todo pago a Mar del Plata por cinco días para dos personas. Rodolfo Durán sigue el andar sin suerte de la protagonista, eligiendo un tono de comedia leve y sin pretensiones, observando al detalle las mañas y obsesiones de una mujer de más de treinta años buscando la felicidad, aunque sea por un rato. La puesta en escena es realista con sus virtudes y desbordes en personajes estereotipados y situaciones que provienen de un guión básico para un programa de televisión. Allí, El karma de Carmen retrotrae por su simplicidad narrativa al cine argentino de décadas pasadas, con su estética teñida de euforia naturalista convertida en imperiosa necesidad formal. Los encuentros con Javier, en un restaurante comiendo sushi (toquecito actual Palermo Hollywood), en un parque y en la casa de la protagonista, por su parte, invitan a contemplar algún instante gracioso, que siempre termina resultando frustrante para la fastidiosa Carmen. Pero el viaje a Mar del Plata, meter y mucho más la cabeza en el mar, un beso necesario y las vueltas de la vida, tal vez, sirvan como salvavidas para un personaje particular al que Malena Solda le entrega todo su fervor interpretativo, con una mayor contundencia y riesgo que la rutinaria trama argumental que describe el film.
Terror de gran potencia visual Necrofobia empieza con un entierro, el del Tomás, hermano gemelo del sastre Dante (Machín por dos), en una escena que de acuerdo a sus climas y posiciones de la cámara, sella las ambiciones formales y temáticas del último opus de Daniel de la Vega, un especialista nac and pop del género, como se observara en la anterior Hermanos de sangre. Si desde el inicio se describe el padecimiento mental de Dante, exhibido al detalle entre lápidas, cruces y entierros prematuros y oníricos, la trama irá desovillando un confuso entramado de situaciones efectistas, con música apabullante y planos rebuscados, algunos justificados en su exposición y otros gratuitos para la autocomplacencia del director. Daniel de la Vega, en ese sentido, explora al género desde las explosiones sangrientas del “giallo italiano”, el “gore” como exhibición necesaria y un suspenso que se necesita explicitar a través de los rubros técnicos. Allí Necrofobia navega de forma incómoda entre un impecable diseño de producción (maniquíes deteriorados, por ejemplo) y un argumento que no trasciende en originalidad. Hay otros personajes que rodean al eufórico Dante: un psiquiatra (Taibo), una investigadora policial (Saccone) y la novia del protagonista (Cardinali). Las reglas del género también invitan a que se cometan una serie de crímenes, momentos en que el film encuentra sus mejores minutos, donde las imágenes impactan por su potencia visual y, otra vez, por el gran trabajo de escenografía y vestuario, meticuloso al detalle en la mostración de los cadáveres. Como si se tratara de una instalación sobre el género, Necrofobia también recorre el tema del doble, haciendo eco en El otro (1973) de Robert Mulligan. Pero en este punto la película mira a su referente y le da un significado distinto, bien lejos de la sutileza de aquel film, más a la búsqueda de un target adolescente seguidor del género. Los silencios, por lo tanto, no interesan tanto enNecrofobia, ya que exclusivamente se dedica a sustentar sus virtudes a través de un sonido cercano a la furia.
Todo sobre mi madre (y sobre mí) El film de Galliene funciona casi como una autobiografía donde convergen los recuerdos de su infancia y adolescencia. Un artefacto sofisticado y poderoso que no deja de ser popular. Les garçons et Guillaume, à table!", algo así como "Los chicos y Guillaume, a comer (a la mesa)", es la frase diferenciadora con que la madre del protagonista llamaba a sus hermanos y a él, Guillermine, estableciendo ya desde su niñez su carácter de diferente, su identidad en conflicto. Desde ese llamado original, el director, actor y guionista Guillaume Gallienne convirtió los recuerdos de su infancia y adolescencia en una obra de teatro que tuvo mucho éxito y luego la trasladó al cine, transformándose en un suceso de taquilla en Francia y alzándose con varios premios César, el Oscar francés. Guillaume es parte de una familia burguesa, un tanto disfuncional, con una madre siempre elegantemente fastidiada y, para el protagonista, su modelo de feminidad. Pronto comienza a imitarla en sus gestos, se viste con su ropa y sale al mundo (unas vacaciones en España) solo para asomarse y empezar a confirmar quién es y lo que quiere para su vida. Desde el comienzo, la película deja claro que pertenece a cierto tipo de cine que ya no se hace y a un modelo de interpretación un tanto añejo, sin embargo, por eso mismo resulta encantadora y probablemente logre la empatía del espectador en el desarrollo de un relato que cuenta la vida de un niño que va descubriendo un mundo, en donde su lugar todavía no está definido, pero además, el director asume otro riesgo y es el de interpretar a su propia madre, con el que el juego de roles suma complejidades a una película centrada casi en una autobiografía. Y todo este artefacto sofisticado logra ser popular, por lo que los méritos del film son indudables. Es cierto que enrolada en la comedia pero con muchos elementos del drama y el absurdo, Yo, mi mamá y yo está siempre al borde del abismo de la sensiblería y la autocomplacencia, pero aunque tal vez el final no hace honor al resto del relato, en la mayoría de los casos sale adelante con inteligencia y una eficaz utilización de los recursos que cuenta.
Dorado verano en los noventa Seis chicas de entre 20 y 30 años, de clase media media, sin demasiado para destacar, salvo que son amigas, que les gusta tomar sol, que quieren estar espléndidas para la final de un concurso de salsa en el que participan como equipo y que sospechan, no sin cierta razón, que se quedaron afuera de la fiesta de consumo, frivolidad y del fin de la historia que se imponía allá por los noventa. Ubicada en un asfixiante 30 de diciembre de mediados de la década menemista, Las insoladas, segunda película de Gustavo Taretto partió de un corto de 2002 al igual que su ópera prima, Medianeras, que primero tuvo una versión breve y multipremiada en 2004. Las protagonistas que van llegando a la terraza de un edificio céntrico, un espacio para desgranar sus penas y la falta de horizontes, solo parecen tener en común el desánimo y la posibilidad de compartir unas horas en ese lugar deslumbrante de membranas aislantes para el techo, un lugar que significa una pausa a sus problemas y en donde incluso se permiten soñar. Porque mientras que se suceden las historias de amores truncos, trabajos grises y falta de dinero –las seis serían algo así como las distintas facetas de una clase media tilinga, aspiracional y claramente golpeada por la crisis que parece no tener fin y que sabemos, en los próximos años iba a empeorar–, las chicas comienzan a planear un viaje a Cuba, la metáfora del escape para amplios sectores argentinos en ese entonces. Si en Medianeras el corto original daba paso a un largometraje con unos cuantos aciertos en cuanto al humor y su mirada punzante sobre las imposibilidad de las relaciones para construir un simpático artefacto pop, en Las insoladas la misma operación fracasa al querer construir una historia sólo a golpes de efecto y de viñetas ingeniosas sobre el universo femenino que tiene como telón de fondo una época egoísta y aparentemente sin futuro, dando como resultado una puesta desflecada, donde cada personaje suma irritación a un relato que nunca alcanza a ser fluido.
Un thriller de factura clásica En el comienzo Luis Vega (Pablo Echarri) le explica a sus alumnos las principales características de una buena ficción, poniendo el acento en que el principal atractivo se genera cuando el autor da pistas para comprender el universo que ven y piensan los personajes. Y a continuación, lo que sigue en Arrebato es cumplir con esta premisa a partir de un thriller de factura clásica, que adhiere con reverencia al género. Tal vez demasiado. En el comienzo Luis Vega (Pablo Echarri) le explica a sus alumnos las principales características de una buena ficción, poniendo el acento en que el principal atractivo se genera cuando el autor da pistas para comprender el universo que ven y piensan los personajes. Y a continuación, lo que sigue en Arrebato es cumplir con esta premisa a partir de un thriller de factura clásica, que adhiere con reverencia al género. Tal vez demasiado. Centrada en un personaje atormentado como Vega, un profesor de literatura y escritor de policiales que recibe el encargo de su editor para que trasforme en un libro el mediático caso del asesinato de un tal Grotzki, un dentista sin demasiadas aristas interesantes pero que dejó viuda a una mujer que sí resulta fascinante, Laura (Leticia Brédice), la principal sospechosa del crimen, la historia suma a Carla (Mónica Antonópulos), atractiva, distante y con algunos secretos, que agrega inestabilidad a la vida del escritor, en plena faena de investigar el mundo del intercambio de parejas (el posible detonante de la muerte de Grotzki) y con la sospecha de que su mujer lo engaña. La rubia fatal, el desmoronamiento de la vida ordenada del protagonista, el oficio de escritor para borrar las fronteras entre la ficción y el crimen sangriento, son los elementos de una puesta sin aire, tan cuidadosa de respetar los tips del policial tradicional como por caso lo hacían también dos films recientes que seguían la misma línea como Betibú (Miguel Cohan) y Tesis de un homicidio (Hernán Goldfrid), pero que a diferencia de aquellos, no se permite reelaborar el género. Y entonces, la trama comienza a anunciar su desenlace con demasiada antelación y se desdibuja el resto de los valiosos elementos de la puesta, desde el triángulo amoroso que funciona y da aire para a la primera mitad del relato, las participaciones de Gustavo Garzón como un fiscal implacable y Claudio Tolcachir como el editor y una ciudad retratada como una superficie brillante que, sin embargo, sugiere varios pecados inconfesables.