La necesidad de defender el corte. Se trata de la primera ficción del director Sebastián Schindel se desarrolla dentro de la idea de la inevitabilidad social. Basada en la novela El patrón, la película cuenta la historia de Hermógenes, un hachero santiagueño. En 1940 Richard Wright publica en los Estados Unidos Native Son, una novela que cuenta cómo la sociedad y el contexto de pobreza en donde se formó empujaron al joven negro Bigger Thomas a cometer un asesinato. Esta especie de "inevitabilidad social" fue el camino elegido por el criminólogo Elías Neuman para escribir El patrón, un libro basado en su propia experiencia como abogado defensor de Hermógenes Saldivar, un hachero santiagueño analfabeto que consiguió trabajo en una carnicería del Conurbano en donde su empleador lo sometió junto a su mujer a condiciones de servidumbre, por lo que el hombre tomó una decisión que lo llevó a la cárcel. El documentalista Sebastián Schindel (Mundo Alas, Rerum Novarum, Germán, Cuba plástica) concreta su primer largo de ficción en base a la novela de Neuman y adhiere plenamente al planteo del jurista, con una película que en principio tenía dos riesgos enormes a sortear, por un lado, los problemas de la caracterización de Joaquín Furriel como el protagonista, un excluido con problemas físicos; y el otro el desafío de mostrar de manera convincente los manejos inescrupulosos del mundillo de la carne en un país donde la preciosa proteína en una cuestión de estado. La puesta con ritmo de thriller logra el verosímil en ambos desafíos, con un Furriel exacto en su transformación, no sólo física sino desapareciendo detrás del carácter del protagonista, en donde la sumisión, la exclusión y el destino trágico se combinan con la violencia en la que se formó. Y todo se nota en la composición del actor. El patrón entonces muestra la luz de esperanza a la que se asoma Hermógenes cuando consigue trabajo en una carnicería, cuando va aprendiendo el negocio –extraordinario Germán De Silva como el maestro carnicero que le enseña a "defender" un corte en mal estado– y luego, o mejor, mientras tanto, las humillaciones, los malos tratos, el nivel de perversidad de Latuada, el patrón a cargo del enorme Luis Ziembrowski, un monstruo que somete a Hermógenes y a su esposa Gladys (Mónica Lairana) a la condición de esclavo mientras la tensión crece y los gusanos de la carne putrefacta se amontonan. El resto de la historia transita por el camino judicial, donde confronta el mundo acomodado y pleno de certezas del abogado Marcelo di Giovanni (Guillermo Pfening) y la desolación y el desamparo de su defendido, el otro eje del relato, necesario pero sin la contundencia del resto del film, potente y lleno de logros ante la magnitud de los riesgos que asume.
Política, realidad y el cambio de época. Si bien el británico David Oyelowo (El mayordomo, Interestelar) no llegó a estar nominado como Mejor Actor, esta película tipo biopic figura como Mejor Film. Muestra un capítulo estremecedor en la lucha por los derechos civiles. En 1964, el reverendo Martin Luther King ganó el Premio Nobel de la Paz, por su lucha por los derechos civiles. Parecía que las condiciones estaban dadas para que de los negros finalmente pudieran votar sin restricciones en los Estados Unidos. Sin embargo, los estados más racistas de la Unión estaban dispuestos a dejar pasar el tren de la historia, por lo que King ideó una marcha pacífica entre las ciudades de Selma y Montgomery, en los profundo del estado de Alabama, presionando al presidente para que enviara una ley al Congreso y se derogaran los obstáculos para poder registrarse y votar. Selma cuenta ese momento histórico donde Martin Luther King (gran trabajo del británico David Oyelowo, que según la Academia de Hollywood no le alcanzó para que decidieran nominarlo) lucha por imponer sus ideas en medio del racismo y también la incomprensión de buena parte de la comunidad negra, principalmente la liderada por Malcom X, por su estrategia pacifista. La realizadora Ava DuVernay, que ganó el premio a la mejor dirección con Middle of Nowhere en el festival Sundance, consiguió el apoyo de Oprah Winfrey que interpreta un papel secundario pero decisivo, ademas de ser la productora del film junto a Brad Pitt. Trabajó al biopic asentándose en la realpolitik de la época–como el Lincoln de Spielberg–, con las negociaciones del reverendo con el presidente Lyndon B. Johnson (Tom Wilkinson) que se opone a las reformas legislativas en un año electoral, los grupos más radicales que con su discurso violento son funcionales al poder y en el frente interno, la lucha del activista por mantener a flote su matrimonio con Coretta (Carmen Ejogo), aun con sus ausencias, sus infidelidades y los sucios recursos que emplea el todopoderoso jefe del FBI, Edgar Hoover (Dylan Baker) para complicarle la vida. Este equilibrio que va sosteniendo Martin Luther King en diferentes instancias, tiene en la película un ritmo de thriller político a medida que las negociaciones avanzan y se estancan, cuando se va desde el conflicto en general con las tres marchas ferozmente reprimidas desde Selma –que funcionó en la historia y en el relato como el centro de la segregación– hasta los crímenes que sufren los activistas, blancos y negros, por las calles de la ciudad. Es cierto, Selma compite a la mejor película en la próxima entrega de los Oscar en un momento donde los derechos civiles otra vez están en la tapa de los medios estadounidenses por los casos de violencia racial de la policía, pero se trata de un film interesante, pero más allá de la oportunidad.
Disquisiciones sobre el oficio del artista. El film de González Iñarritu, uno de los grandes candidatos a los premios Oscar, vuelve sobre el débil debate entre el supuesto prestigio del actor de teatro por sobre el de cine. Michael Keaton, sobresale con su protagónico. Sed Riggan es un actor veterano que bastantes años atrás fue célebre por interpretar en el cine a Birdman, un superhéroe que alcanzó una notable popularidad. Un par de décadas después, el protagonista intenta montar en Broadway De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver, una obra seria que se supone que lo volverá a poner en carrera, pero sobre todo, le dará el prestigio que nunca alcanzó cuando fue parte de la aceitada maquinaria de Hollywood. Durante mucho tiempo hubo un malentendido sobre el prestigio del actor que sólo hacía teatro vs. la falta de preparación y la liviandad del que trabajaba en cine. Sobre ese falso debate del que todavía algunos participan, se asienta Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) para hablar de los demonios de un artista y la desesperada búsqueda del respeto de sus pares. El director mexicano Alejandro González Iñárritu, alejado de las estructuras narrativas cruzadas que caracterizó su trabajo en conjunto con Guillermo Arriaga con el que realizó Babel, 21 gramos y Amores perros, apuesta por un relato lineal –con la colaboración en el guión de los argentinos Nicolás Giacobone y Armando Bo– pero complejo, donde se expone el caótico proceso de la obra de teatro en etapa de ensayo, con el egocéntrico Edward Norton que se parodia de manera despiadada, Naomi Watts como el vértice de un triángulo más o menos amoroso entre artistas, Zach Galifianakis como el productor que debe lidiar tanto con la locura del protagonista como con los números que no cierran y la asistente de Riggan, su hija, que acaba de salir de rehabilitación y reclama a un padre ausente. Y en el otro plano está Birdman, personaje ficticio que funciona como la conciencia del actor y le recuerda todo el tiempo que está metido en un lío tan grande como el ego que lo impulsó a jugar en una liga que no le pertenece. Rodada íntegramente en un plano secuencia –como el Arca rusa de Alexander Sokurov, como el comercial de una popular cerveza que actualmente se ve en la televisión–, un recurso arriesgado que demuestra su acierto al crear una tensión extraordinaria para reflejar los estados alterados del protagonista marcado por el sonido de una incisiva batería que recuerda a la alienación de Barry en Embriagado de amor e interpretado de manera tan desaforada como brillante por Michael Keaton, en un protagónico que lo ubica con justicia en la terna como mejor actor en la próxima entrega de los Oscar, en donde Birdman también competirá por la estatuilla a la mejor película.
Los agujeros negros de la vida conyugal. El film, dirigido por James Marsh se ocupa de la historia familiar de Stephen Kawking, uno de los máximos científicos de los últimos tiempos. Con grandes actuaciones, tiene todos los condimentos de una biopic, abordados con cautela. Cuando un científico plantea una teoría que trasciende los augustos ámbitos académicos, llega a las revistas especializadas y después a los medios masivos, más temprano que tarde un film sobre su obra, pero sobre todo sobre su vida, es casi inevitable. El inglés Stephen Hawking –que en la década del setenta habló de las singularidades del tiempo y popularizó el concepto de los agujeros negros en el universo–, cumple a rajatabla con todas las condiciones para una biopic y claro, además de su capacidad y su inteligencia, arrastra desde sus días de universitario una enfermedad degenerativa que con el paso de los años lo confinó a una silla de ruedas, desde donde solo puede comunicarse con una computadora, con lo que un film sobre su fascinante existencia es casi una obligación. Ahora bien, a la hora de contar la historia de esta mente brillante que alcanzó la popularidad de Albert Einstein, James Marsh (director de Man on Wire, Oscar al mejor documental en 2008) eligió ir por lo seguro y junto a Anthony McCarten adaptó el libro de Jane, la primera esposa de Hawking, que escribió Travelling to Infinity: My Life with Stephen, sus memorias donde relata su vida junto al genio de Cambridge. El resultado es una película clásica en tanto el género biográfico debe prescindir de las aristas punzantes y concentrarse en el cometido original, esto es, el centro del relato es el personaje a retratar y nada ni nadie debe mancillar su brillante trayectoria. Entonces Eddie Redmayne tiene a su cargo el protagónico, un papel soñado por cualquier intérprete (un desempeño que por supuesto despertó la atención de Hollywood que lo nominó como mejor actor, una de las cinco categorías en que compite por los Oscar, incluyendo mejor película), acompañado por Felicity Jones como su esposa Jane, una pareja agradable para conducir una historia pasteurizada, en donde sus teorías y conclusiones se repasan rutinariamente y en cambio la relación de la pareja ocupa la mayor parte de la película. Esta elección no tiene nada de malo, teniendo en cuenta que si el film se concentrara en la física teórica, sería una proeza que mantuviera el interés de la mayoría del público, lo que es discutible es que Marsh pulió tanto la historia –aunque presentes, el romance de Jane con un profesor de piano y el vínculo del protagonista con la enfermera que luego sería su esposa se abordan con una cautela extrema–, que incluso la hazaña de superación que significa por sí sola la vida de Hawking termina desdibujada por el tono calculador elegido por la puesta.
La búsqueda del ser. Yermén Paula Dinamarca es una transexual que desea operarse para completar su transformación. Pero además, la protagonista es pobre, por lo tanto la incomprensión social y su situación económica hacen que la exclusión que sufre sea de doble vía, ubicando la cuestión de la identidad en una marginalidad cuasi perfecta. La película de Camila José Donoso y Nicolás Videla, emergentes del vital cine chileno de los últimos años, es una mezcla sin fronteras precisas de ficción y documental para contar una vida que se va a ir desarrollando en pantalla de manera paulatina, con Yermén en el centro del relato –deliberadamente fragmentado, intrigante pero preciso en el objetivo último de servirse de la ficción para escaparle a la narración del documento chato y bienpensante–, una figura inasible pero concreta que en la pantalla lucha por ser, mientras la cámara acompaña ese deseo y la va descubriendo poco a poco. En ese sentido, el recurso del reality que tiene como premio la soñada cirugía y al que Yermén pretende ingresar, es un universo negado para ella, una persona sensible que lucha por su identidad sin gestos espectaculares, en silencio, sin la tragedia expuesta que exige el show televisivo. El otro elemento es una cámara para que la propia protagonista refleje su mirada sobre ella como sujeto en cambio y de la sociedad chilena, contradictoria y todavía llena de póstulas de la dictadura que se resiste a retirarse. Naomi Campbel indaga sobre lo complejo para llegar a la simplicidad de lo real, se ubica distante para lograr la cercanía, es paradojal para transitar la nobleza, en suma, un film interesante lleno de búsquedas. Como Yermén.
San Murray, patrono de la comedia. Diseñada para el lucimiento del genial actor, la película dirigida por Theodore Melfi narra la historia de un viejo malhumorado, peleado con el mundo, que establece una relación con un tímido niño que lo modificará (un poco). Vincent (Bill Murray) no es ningún santo, más bien demuestra ser todo lo contrario pasando sus días embotado por el alcohol, apostando su escaso dinero en carreras en las que inevitablemente pierden los caballos que elige y cayéndole mal a su reducidísimo entorno, incluyendo a Daka (exagerada pero deliciosa Naomi Watts), una prostituta rusa embarazada que a pesar de que le cobra por sus servicios, podría considerarse su pareja. Es decir, viviendo como un cerdo hedonista al que aparentemente no le importa nada del mundo –o sí, tiene una esposa internada desde hace años a la que atiende con amorosa dedicación–. Un día llega a la casa de al lado del derruido hogar del protagonista Maggie (Melissa McCarthy), con pocos recursos y a punto de comenzar a trabajar como enfermera a tiempo completo, por lo que se ve obligada a dejar al cuidado de Vincent a su hijo Oliver (Jaeden Lieberher), un chico tímido, que casi de inmediato sufre bullying en la escuela católica que le toca en suerte. Desde allí el viejo malhumorado que fue un héroe condecorado en Vietnam, instruirá al niño sobre los beneficios de la comida enlatada, la suerte de los principiantes en el hipódromo y la necesidad de adquirir algunas técnicas de la lucha cuerpo a cuerpo frente a la agresión de sus compañeros de clase y a cambio, además de los dólares que cobra como niñero, el chico será un elemento clave para que Vincent se reconcilie más o menos con el mundo. Pero a no confundirse, no se trata de una historia de redención y de mensaje esperanzador, sino que el relato muestra una galería de gloriosos perdedores que apenas tratan de mantener la cabeza a flote. La inteligente dirección de Theodore Melfi (Winding Roads), que también escribió el guión, trabaja con justa precisión la comedia y el drama, sabiendo que tiene a sus ordenes un buen elenco que acompaña con eficacia al formidable Bill Murray, un actor de culto que surgió allá por los setenta de la legendaria cantera de Saturday Night Live y que fue construyendo un sólido recorrido con varios títulos inolvidables, como Hechizo del tiempo, Tres son multitud o Perdidos en Tokio, tal vez sus trabajos más notables. Y si, la película está edificada alrededor del actor y diseñada para su lucimiento, que son sus muecas sardónicas, sus silencios y la manera de poner el cuerpo al género de la comedia marcó desde el inicio de su carrera un estilo, una forma de hacer cine que es una manera de ver el mundo. Y St. Vincent hace honor a esta visión.
Grata sorpresa croata. Bienvenida una novedad proveniente de Croacia y Serbia que narra una historia original con personajes que irradian simpatía. La acción se ubica en una isla croata, adonde llega el joven cura Fabián, prontamente alertado de que el índice de natalidad de la población disminuye día a día. Pues bien, el sacerdote y un kioskero todoterreno, especialista en la venta de profilácticos, planifican la idea de pinchar los globitos y así aumentar el número de habitantes. La primera hora del relato es lo mejor, ya que desde allí Con pecado concebidos ("Los niños del sacerdote" sería la traducción del original) articula un discurso leve pero eficaz, con escenas invadidas por personajes que parecen extraídos de una comedia italiana pero en tono minimalista, junto a un aprovechamiento integral del espacio geográfico que atañe a la isla balcánica. Allí, el experimentado cineasta Bresán emplea recursos de la comedia clásica en lo que se refiere a situaciones contadas a toda velocidad a través de certeros cortes en el montaje, además de enviar más que un dardo certero a la Iglesia Católica y su posición frente a la anticoncepción. En el último trayecto, la comedia trastoca al tema de la culpa del cura (la historia está contada como si se tratara de un secreto de confesión del protagonista a otro clérigo), surgiendo un caso particular –el de una mujer que vive en la isla– que se manifiesta por un tono grave y solemne que el film no tenía hasta entonces. Pese a esto, Con pecado concebidos resulta una grata sorpresa en medio de semanas con títulos candidatos al Oscar, por lo que sería una pena que pasara desapercibida por el público.
Cuidado, niños en peligro. Cada vez surgen con mayor rapidez las secuelas, precuelas, series, sagas y continuaciones de films anteriores. La dama de negro (2012) de James Watkins, con el protagónico de Daniel Radcliffe (sí, Harry Potter), tenía sus momentos interesantes, especialmente, cuando el director trabajaba con astucia el espacio y el tiempo para provocar sustos en el espectador. Más allá de su reiterativa historia puede decirse que aquella película era un aceptable ejemplo de cine de género que se sostenía debido a sus climas antes que por su eufórica banda sonora. Pasaron un par de años y al mismo caserón abandonado donde mora "La dama de negro" y su pequeño llegan dos maestras y un grupo de niños escapando de las bombas nazis que caen en Londres durante la Segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, la saga avanza cuatro décadas para ubicarse en el mismo paisaje: casa derruida, pasillos interminables, paredes mohosas, luz mortecina y esa sensación clásica del terror de que en cualquier momento se escucharán voces y murmullos por vía del fuera de campo. En un momento, las dos maestras (una dócil, la otra una rígida directora) prevén la llegada de los nazis, cuestión que hubiera sumado como aporte coyuntural a la trama, pero de esto poco habrá en honor a los requisitos básicos del género que describe a un grupo de chicos asustados por una presencia fantasmal. La dama de negro 2, establecida como otro ejemplo más para que el público adolescente vea en pareja, construye su trama desde el diseño de producción, ya que la escenografía, el vestuario y la ambientación donde se recrea un caserón abandonado se impone con creces al rutinario argumento. Pero la diferencia sustancial con el film de hace tres años es que el pueblo que rodeaba a la casa no existe, como tampoco se invocan aquellos sucesos anteriores. Semejantes ausencias y omisiones, por lo tanto, produce que la historia se circunscriba a narrar los peligros que vive un grupo de personas, corriendo despavoridas por los pasillos de la casa e intentando escapar de la presencia de la señora que habita con frecuencia el lugar. Desde esa decisión, el responsable de la banda sonora arremete con una música que en lugar de anunciar con sutileza un momento trágico, cobra importante protagonismo, invade al silencio y anula cualquier señal de inteligencia al asunto.
Un emotivo alegato antibélico El film de David Ayer, protagonizado por Brad Pitt y Logan Lerman, dice lo suyo desde las entrañas de Hollywood. Lejos del heroísmo de varias muestras del género, muestra los horrores de la guerra desde otro punto de vista. Promediando el relato el sargento Wardaddy (Brad Pitt) sentencia: "Mucha gente tiene que morir antes de que termine esta guerra", un poco resumiendo lo que vivió junto a su tripulación en el tanque Sherman desde que comenzó el conflicto y adelantándose al final, que intuye, será trágico. Corazones de hierro se ubica en la marcha final, de triunfal nada, a Berlín en la Segunda Guerra Mundial y centra su mirada sobre un grupo de tanquistas que vivieron la contienda desde el principio y en el camino fueron dejando buena parte de su humanidad, convirtiéndose en hombres dañados, sin esperanza. A este grupo se une Norman (Logan Lerman), un joven que intenta acoplarse al grupo de veteranos y a la vez, conservar su sentido moral en medio de matanza, en tanto Wardaddy será el encargado de doblegar las creencias del muchacho y darle su visión sobre el estado de las cosas. Sucia, con varias escenas bien lejos del heroísmo que muestran decenas de películas del género bélico –hay ejecuciones a soldados desarmados, mujeres que se entregan por un paquete de Lucky Strike–, el film de David Ayer, guionista de Día de entrenamiento, director de En la mira y Vidas al límite, muestra los horrores de la guerra desde un tanque estadounidense (gran trabajo del DF Roman Vasyanov), siempre en inferioridad de condiciones frente a los monstruosos Panzer alemanes, metáfora obvia pero efectiva de la perfección tecnológica al servicio del mal de un régimen que cobra un altísimo precio por su derrota. Si en Pelotón el alma del soldado Chris estaba tironeada entre los sargentos Elias y Barnes, en Corazones... el novato Norman tiene una sola opción y es el personaje que interpreta Pitt (cada vez más preciso y convincente), bestial la mayoría de las veces pero de un tipo necesario para todas las guerras, convencido de que para él no hay un después cuando se termine el conflicto –tampoco para el tosco mecánico Grady (Jon Bernthal), el conductor Gordo (Michael Peña) ni para el artillero Boyd (Shia LaBeouf)–, con un fuerte sentido del deber y que hará lo necesario para que su discípulo pueda vivir. Y para eso lo obliga a intervenir en los hechos más miserables, lo que le permite al director mostrar un abanico de atrocidades. Lejos de la épica de Rescatando al soldado Ryan o de la serie Band of Brothers, dos creaciones de Steven Spielberg que refundaron el género, aún con la crueldad de algunas innecesarias escenas propias del gore, Corazones de hierro es un potente y emocionante alegato antibélico y tiene el coraje de decir lo suyo desde las entrañas mismas de Hollywood.
Varios universos en conflicto Dos familias se enteran que les entregaron el hijo equivocado. Dos familias, una de clase media en ascenso, la otra más humilde que vive en los suburbios, se enteran de una noticia devastadora a través de las autoridades del hospital donde nacieron sus hijos. Seis años atrás hubo un error, una terrible negligencia y los bebés fueron entregados a las familias equivocadas. Este comienzo que bien podría ser el nudo central de una trágica telenovela, es cine y del mejor. Ganadora del premio del Jurado de la 66ª edición del Festival de Cannes, el film del director Hirokazu Kore-eda (Un día en familia, 2008; Nadie sabe, 2004; After Life, 1998) va desandando las distancias afectivas de varios universos en conflicto. El film hace pie en Ryota Nonomiya –gran trabajo de la estrella del pop japonés Masaharu Fukuyama–, un arquitecto exitoso, adicto al trabajo, tan severo como distante no sólo con su pequeño hijo Keita sino también con su esposa Midori. A partir de la inesperada revelación, la película cuenta cómo el protagonista comienza a revisar su relación con el niño –sin poder contenerse dice frente a su esposa "Ahora todo tiene sentido", en relación a las exigencias que su hijo no podía cumplir– y su mirada sobre el mundo, en donde la tradición, su educación, la herencia cultural y el vínculo sanguíneo entran en tensión con lo afectivo. Y si el relato está centrado en un hombre cargado de contradicciones pero dispuesto a hacer lo correcto, el abanico de personajes que rodean al protagonista tiene un espesor extraordinario, que no hace más que enriquecer una historia triste y a la vez luminosa, en donde juega un papel menor pero igualmente decisivo Yuday, el otro padre de familia, un comerciante humilde que se siente pleno en compañía de los suyos más allá de sus escasos logros económicos y las dos madres, entre quienes se establece una corriente de afecto y de comprensión ante una situación para la que nadie está preparado. Kore-eda, humanista de principio a fin, establece una puesta sencilla pero elegante, exenta de golpes de efecto y confiado en que el tiempo, del relato, del crecimiento de los personajes, hará lo suyo y que esa historia sin héroes tendrá una resolución tan noble como todas las criaturas de ese universo tan frágil como amoroso.