Robo con un fin político A través de testimonios, recreaciones dramáticas, material de archivo e intervenciones en la ficción de los propios protagonistas, Seré millones cuenta el robo al Banco Nacional de Desarrollo (Banade) de 450 millones de pesos (unos 10 millones de dólares de la época) que concretaron seis militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores para sostener las actividades operativas de la organización, un método de financiamiento habitual de las organizaciones armadas en la década del setenta. La diversidad de recursos que manejan los directores Omar Neri, Mónica Simoncini y Fernando Krichmar en una puesta que tiene como una de sus preocupaciones fundamentales los problemas de la representación en el cine, hacen que el relato logre superar el cerco del documental convencional para ofrecer una película que siempre sostiene el interés a partir de la intriga, el humor y sobre todo la información y que contextualiza a la distancia la desmesura del robo (expropiación para las fuerzas revolucionarias) y el contexto de una época convulsionada y fascinante. Oscar Serrano y Ángel Abus fueron empleados del Banade y a la vez, militantes del PRT-ERP que se convirtieron en los protagonistas del singular hecho -que los obligó a exiliarse en Cuba- y 40 años después también lo son de Seré millones, que reflexiona sobre la violencia y del clima de época para que se entienda en el presente, para que los actores que participan en el casting de la película, los que se pondrán en la piel de aquellos jóvenes, tomen dimensión de lo que significó el compromiso político de la época.
Efectivo relato tradicional Hijo de un Dios y una mortal, el héroe que transita su vida con esta dualidad es pintado desde su costado más humano y usando su fuerza en favor de la fragilidad del hombre. Hércules, hijo de Zeus y de la mortal mortal, Alcmena, desde siempre tuvo que luchar para existir desde su condición de humano y semidiós. Apenas llegó a la adolescencia fue obligado a superar 12 duras pruebas, sufrió la pérdida de su familia y entonces, alejado de la crueldad de los dioses y decepcionado por la maldad de los hombres, Hercules se convirtió en mercenario junto a un grupo de marginales –un vidente que no acierta con la fecha de su propia muerte, un guerrero autista, una temible amazona y a un amigo de la infancia– que sin dudarlo darían la vida por él. Mientras el grupo hace lo suyo por la mayor cantidad de oro posible y Hércules sufre horribles pesadillas en donde una y otra vez recrea la muerte de su esposa y de sus hijos–un crimen del que se cree culpable–, llega el encargo de convertir en una fuerza casi invencible al ejército del rey de Tracia, Lord Cotys (John Hurt), embarcado en una lucha contra el malvado Rhesus (Tobias Santelmann) que asola al reino con un ejército de centauros. Pero por supuesto, si bien detrás del encargo hay una buena recompensa y el innegable atractivo de la hija del monarca, Ergenia (Rebecca Ferguson), también se esconde un engaño bastante canalla. Ubicada en un espacio delimitado por Gladiador (Ridley Scott, 2000) y 300 (Zack Zinder, 2006), y por supuesto, respetando bastante las reglas del peplum –el género de aventuras que tiene como escenario a la antigüedad–, Hércules podría haber sido un mamotreto gigantesco condenado al estante del olvido donde las grandes estrategias de marketing se enfrentan y pierden con un público que no está dispuesto a dejarse estafar. Sin embargo, la película de Brett Ratner Ratner (X-Men. La decisión final) se asienta en el costado humano del héroe y entonces, desde el carisma indiscutido de Dwayne Johnson (desde El rey Escorpión para acá se convirtió en un actor confiable para los intereses de productores hollywoodenses) que claro, da perfectamente el physique du rol de forzudo y personaje noble hasta las últimas consecuencias, estructura un buen y efectivo film de aventuras que aunque se nutra de todos los efectos especiales a su disposición, no deja de ser un relato tradicional, con personajes delimitados por sus ambiciones y el destino que los espera inexorable. Así, la decisión de la puesta en favor de que la humanidad de Hércules sea el centro del dolor y a la vez sea el núcleo en donde resida su fortaleza dual, capaz de encaminar su gigantesca fuerza en favor del la fragilidad de los hombres, convierten a Hércules en una película disfrutable por su clasicismo sin aspavientos.
Una sorpresa que ya no es tal A esta altura, con la tercera entrega de la saga ideada por Stallone, no alcanza con armar un casting (impresionante, por cierto) de viejos y nuevos valores del cine de superacción. Los indestructibles 3 comienza con el rescate de Doc (Wesley Snipes), uno de los viejos integrantes del team de mercenarios liderado por Barney (Sylvester Stallone), que esta vez –y a diferencia de las dos películas anteriores de la saga– no tendrá que luchar contra el dictador de una república bananera o algún remanente de la Guerra Fría, sino que deberá enfrentarse a un ex camarada: Conrad Stonebanks (Mel Gibson), uno de los fundadores del emprendimiento de los soldados de la fortuna que abandonó las causas nobles y ahora se dedica al tráfico de armas a escala global. Pero el primer round del enfrentamiento sale mal, Barney hace una evaluación rápida y llega a la conclusión de que el negocio cambió y que hay que incorporar sangre nueva a la ecuación, así que parte en plan de reclutamiento por el mundo buscando nuevos talentos, aunque por ahí se cuela Antonio Banderas, no precisamente un mozalbete. El nuevo grupo desplaza a los veteranos pero claro, Stonebanks es un zorro viejo que se las arregla para seguir dando pelea y de paso demostrar que sólo con jóvenes no se gana la pelea y los dinosaurios todavía son útiles. Con el estreno de Los indestructibles, hace apenas cuatro años, se concretó la anunciada reunión de Sylvester Stallone, Jason Statham, Mickey Rourke, Jet Li y Dolph Lundgren, un interesante rejunte de héroes del cine de superacción, algunos en franca decadencia y otros directamente caídos del mapa cinematográfico. Una mezcla deliciosa que daba como resultado un irresistible anzuelo para ver sin culpa a la testosterona (aunque fuera un poco rancia), los chistes sobre el paso del tiempo, cuántos villanos podían despedazar en pantalla, e incluso por ahí había una dosis inconfesable de voyeurismo canalla de ver la decadencia de los viejos ídolos. El éxito de la película dirigida por el propio Stallone dio lugar a la saga y en 2012 llegó el segundo film, que incorporaba a Chuck Norris, Jean-Claude Van Damme, Bruce Willis, Arnold Schwarzenegger y ahí sí, el chiste adquiría proporciones gigantescas bajo las órdenes de Simon West, un correcto artesano de Hollywood, responsable de títulos como Lara Croft: Tomb Raider o Con Air. Lo cierto es que en Los indestructibles 3 la sorpresa ya no funciona como en las dos películas anteriores, los veteranos que se incorporaron apenas hacen lo suyo con oficio (aunque como siempre, Mel Gibson pasado de rosca siempre tiene un atractivo adicional) y los nuevos valores aportan poco y nada, apenas un par de músculos más lozanos.
La hora de los nuevos monstruos El esperado film dirigido por Damián Szifron abarca seis historias que no están unidas por la trama, sí por su tópico. Un trabajo eficaz que se asienta en la efectividad de la puesta y un elenco con grandes intérpretes. Hace seis años el estreno de Historias extraordinarias, de Mariano Llinás, significó una pequeña revolución en el mundo cinéfilo a partir del abanico casi interminable de relatos de aventuras que tenían como escenario a la provincia de Buenos Aires. Y ahora es el turno de Relatos salvajes, otra película que incursiona en el género con una estructura episódica, que incorpora lo fantástico y el realismo en partes iguales para convertirse en un suceso que excede al cine. Sin embargo Relatos salvajes es puro cine y del bueno. Con seis historias (hay que aclarar que una es diferente y funciona como prólogo) sin relación entre sí pero unidas por la crispación, el enojo, la venganza y la violencia, Damian Szifron logra una tensión inusual que se sostiene durante toda la película, desde una visión brutal y descarnada del estado del mundo. Relatos salvajes muestra el lado oscuro de seis personajes que se convierten en monstruos, un camino transitado muchas veces por el cine para retratar anomalías, vidas oscuras y dañinas. Pero Szifron no. Si en el pasado lo monstruoso partía de la excepción, con el tratamiento feroz que le imprime a cada una de las historias –una venganza planeada al detalle, otra que se dispara por la fuerza de las circunstancias, una road movie sangrienta en el medio de la nada, una antológica fiesta de casamiento, un estallido de furia urbano, y el poder del dinero para tapar cualquier cosa–, Szifron trabaja sobre la idea de la bestia que vive en el interior de casi todos y que está allí, rascando apenas la superficie. Anclada fuertemente en la época, la película del director de Tiempo de valientes y El fondo del mar habla de la opresión de un sistema que enloquece a todos, pero también determina cómo reacciona cada individuo de acuerdo al lugar que ocupa en la sociedad. Sin entrar en detalles que revelen la trama, cada uno de los cuentitos que van apareciendo en la pantalla tienen su sentido, su razón de ser, cuando llega la resolución desde la liberación, entendiéndose por liberación al estallido, el golpe, la puñalada, el reaccionar sin meditar las consecuencias. El rojo embriagador de la furia. La efectividad de Relatos salvajes está más allá de toda duda y en buena parte se asienta en la espectacularidad de la puesta y un elenco con buenos intérpretes donde se destacan Oscar Martínez, Erica Rivas y los menos conocidos Germán de Silva (Las acacias, Marea baja) y Walter Donado (El perro). Pero una vez que pasa el entusiasmo inicial, hay que detenerse cuando las disonancias y alarmas que atraviesan el relato en su conjunto se enhebran y más allá de la superficie brillante, muestran que la molestia se asienta en el trazo grueso, la búsqueda del efecto dramático sin sutilezas. Sin embargo, más allá de estos recursos y simplificaciones destinados a una especie de tribuna que exige resultados a cualquier precio, Relatos salvajes es una gran película y de ahora en más, un ejemplo ineludible a la hora del hablar del mejor cine industrial. Argentino o de cualquier parte.
De la ligereza a la gravedad sin atenuantes Tres personajes con una patología similar pero canalizada de diferentes maneras intentan encontrar juntos la solución. Pese a las correctas actuaciones el film no logra conectar las historias y se diluye buscando el tono. Se supone que después de las comedias edulcoradas que saturaron la década del ochenta y las agridulces que poblaron las pantallas en los noventa y bien entrado el nuevo siglo, el género necesariamente debía mezclarse con otros y la sonrisa tenía que ser apenas la excusa para reflexionar sobre la alienación y otras taras mundanas. En ese sentido, Gracias por compartir bien podría ser el paradigma de este tipo de películas con aspiraciones, un relato que habla de la soledad, la imposibilidad de las relaciones –material siempre en stock para las comedias, en todas sus variantes– desde las adicciones, principalmente al sexo, uno de los más o menos nuevos problemas que deben enfrentar los neuróticos habitantes del mundo (y por mundo se entiende las clases medias y urbanas, según la mirada recortadísima de Hollywood). Entonces el film de Stuart Blumberg (guionista de Los chicos están bien, La vecina de al lado y Más que amigos) tiene tres ejes que parten desde la adicción al sexo de tres personajes bien diferentes, con distintas patologías, pero todos infelices aunque tratando de recuperarse a partir de contar sus problemas y buscar soluciones en el grupo de apoyo. Así, Adam (Mark Ruffalo) comienza una relación con Phoebe (Gwyneth Paltrow en su faceta deslumbrante y hot), que también carga con lo suyo, mientras que Neil (Josh Gad) consume pornografía desaforadamente y desperdicia su talento como médico y Mike (Tim Robbins), un fanático de la terapia que esconde sus miedos trabajando de una especie de Mesías para el resto mientras mantiene una coraza con su esposa y no puede relacionarse con su hijo. Que también es adicto. Lo cierto es que más allá de la corrección del elenco, que hace lo suyo y nada más, con una puesta que va de la ligereza a la gravedad sin atenuantes (ciertamente, desde una perspectiva escandalosamente conservadora), Gracias por compartir es un relato que no logra conectar las historias, navegando en la indecisión de recorrer con convicción el camino de la comedia o por el contrario, sacrificar el género en pos de todos los tips que quiere abordar en cuanto a la gravedad de la modernidad y lo que hace con el género humano.
Pasión por el cine Fue el cine el que llevó hace muchos años al director de fotografía Gabor Bene a rodar una película en el Amazonas, y allí fue donde contrajo una infección en los ojos que le disparó un glaucoma que lo dejó ciego. Fue el cine, o mejor, una idea sobre el cine, la que el realizador argentino radicado en España, Sebastián Alfie, hizo conocer al húngaro ciego para que le alquile una sofisticada cámara. Y fue el cine, la pasión por el cine, la que unió a ambos personajes para que juntos se embarcaran en la aventura de trabajar en el altiplano boliviano para filmar un corto por encargo para una institución que ayuda a personas de bajos recursos que perdieron la vista. Documental moderno que interpela al espectador, que hace las preguntas necesarias delante de la cámara y desde lo personal y hasta afectivo (la relación entre los protagonistas del film va creciendo a la par del relato en plan buddy movie) se permite reflexionar sobre el objeto de su búsqueda, Gabor transita el camino del aprendizaje de dos personajes radicados fuera de su país por distintas razones, desplazados que tal vez por esa condición están dispuestos a avanzar sobre territorios desconocidos y nutrirse mutuamente. Los prejuicios sobre la discapacidad y la manera de tener otro abordaje están presentes desde el comienzo, entonces el tono de la película es liviano, coloquial (a veces demasiado), alejado de la solemnidad. La película levanta vuelo cuando Alfie permite que su fascinación por el protagonista se filtre en la pantalla, en los momentos donde Gabor recuerda películas plano por plano, cuando habla de la luz, cuando muestra la pasión, la de ambos, por el cine.
Imágenes de lo real Boliches oscuros, apenas iluminados tubos fluorescentes, kioscos amurallados, ropa barata, rock, transas, casas bajas, calles perdidas, pasiones de cabotaje y la distorsión moral de una clase media empobrecida, sobreviviente. Mauro, ópera prima de Hernán Rosselli, Premio Especial del Jurado en el último Bafici, sigue la cotidianidad de un falsificador y su grupo más cercano, en pleno conurbano, un espacio reacio a ser retratado por su gigantismo, pero que Rosselli parece conocer como nadie antes en el cine argentino. La película tiene un montaje urgente, que acompaña los desplazamientos del protagonista (extraordinario trabajo de Mauro Martínez) y muestra su contexto crudo, lleno de aristas filosas, trampas de un territorio hostil en donde hay que saber moverse. Mauro es sobre todo un "pasador", que con los billetes falsos que fabrica junto a su amigo Luis y su esposa Marcela –notable trabajo a la hora de mostrar la manufactura artesanal de proceso–, compra cosas, estafa a otros desesperados, a muchos miserables que, como ellos, tratan de sobrevivir. Y la rutina funciona, sigue su lógica hasta que Mauro conoce a Paula, un personaje tan desplazado como el resto pero extraño al trío inicial y que desencadena el quiebre, la tragedia. La verosimilitud se transmite en cada fotograma del film, que logra una autenticidad devastadora, una verdad incuestionable, un verosímil visceral y arrebatador en 80 minutos de relato, para mostrar un universo conocido pero a la vez distante y ajeno. Si Pizza, birra y faso sentó las bases de lo que luego se llamó Nuevo Cine Argentino, 15 años después, cuando el paradigma se convirtió en norma e incluso le aparecieron clones al NCA, Mauro –sin obviar Vil romance y Fantasmas de la ruta, ambas de José Celestino Campusano–, viene a redefinir el realismo en el cine nacional con una puesta precisa, asentada en un tratamiento documental que no hace más que aportar verdad a la ficción.
Una vida incomprendida En plena posguerra, cuando la miseria tuerce valores casi naturalmente, Violette Leduc, sobrevive contrabandeando comida en París desde su pequeño departamento. Pero un día conoce a la deslumbrante Simone de Beauvoir, una escritora agudísima, conectada con su tiempo, con la que entablará una relación en donde la búsqueda de la libertad será uno de los elementos fundamentales de la relación. En plena posguerra, cuando la miseria tuerce valores casi naturalmente, Violette Leduc, sobrevive contrabandeando comida en París desde su pequeño departamento. Pero un día conoce a la deslumbrante Simone de Beauvoir, una escritora agudísima, conectada con su tiempo, con la que entablará una relación en donde la búsqueda de la libertad será uno de los elementos fundamentales de la relación. Al igual que en Séraphine (2008), donde abordaba la vida de una pintora desconocida y torturada, el realizador francés centra su relato en el martirio de un personaje trágico, primero sojuzgada por un intelectual homosexual con el que finge estar casada, luego por su familia, pero por sobre todas las cosas por su tiempo, que no le permite vivir su sexualidad y menos aun que la de a conocer a través de textos incendiarios, de una notable sinceridad erótica. La película entonces muestra todos los rechazos por su figura poco atractiva (aunque Prevost se encargue de desmentirlo en cada toma, sobre todo en una escena donde Emmanuelle Devos se baña, espléndida y cargada de sensualidad) y la carencia afectiva que sufre la protagonista, para después abordar la relación que establece con Beauvoir (Emmanuelle Devos), segura, inalcanzable, desbordante de logros. Sin embargo, Violette Leduc es para la escritora el caso particular, una entre miles de mujeres que la ven como su portavoz, alguien que muestra un camino posible para el feminismo. Pero además, los textos de Violette son para Simone de Beauvoir otro motivo de fascinación, aunque siempre manteniendo la distancia, por lo que el deslumbramiento entre ambos personajes es evidente. Entonces Violette es una biopic, una vida marcada por la incomprensión de la época que le tocó vivir a su protagonista y la soledad que la persiguió siempre. Sin embargo, como uno de esos raros ejemplos donde el cine y la literatura se complementan, Prevost logra filtrar los textos de Violette Leduc mientras cuenta su infelicidad y entonces, más allá de construir un buen relato, también invita a leer a una escritora olvidada.
Emotivo film de actores La posibilidad de apartarse, de tener una mirada sobre el todo de una familia caótica, cruzada por las peleas y los deseos de cada uno de los integrantes pero en donde se nota el amor que los une es el primero de los aciertos de la mexicana Claudia Sainte-Luce, que en su ópera prima combina una historia con mucho de su propia experiencia para reflexionar sobre la soledad, el miedo al futuro y las sobre la soledad, con una mirada amorosa sobre sus criaturas que la alejan del golpe bajo a pesar de los temas que toca el film. Martha (Lisa Owen), madre de cuatro hijos, enferma de VIH y que a pesar que soporta la enfermedad desde hace años trasmite paz y felicidad, algo que cuando la conoce en un hospital, sorprende de inmediato a Claudia (Ximena Ayala), una mujer joven, solitaria, con una existencia bastante gris. Invitada por Martha a su casa, Claudia ingresa a ese mundo familiar que le es ajeno pero también irresistible, un espacio que le será dado por Martha pero que tendrá que ganarse entre los hijos, principalmente la más grande, que entre los celos y la desconfianza, la ve como una intrusa. Película de actores, mejor dicho de actrices, donde los afectos llevan el pulso de la narración, Los insólitos... es emotiva pero precisa, aunque en algunos pasajes se excede en tratar de dar una lección de vida. Pero más allá de eso, cada uno de los personajes está perfectamente delineado y cumple una precisa función en el relato, que es sereno, emotivo, sin altibajos, dispuesto a jugarse por los sentimientos desde una visión del mundo piadosa y humanista que apuesta a la vida.
Sin lugar para los débiles Después de su ópera prima, El sueño del perro, Paulo Pécora regresa al delta del Paraná para contar otra cosa, una historia llena de presagios, de sombras, enrolada directamente en el policial negro. Después de su ópera prima, El sueño del perro, Paulo Pécora regresa al delta del Paraná para contar otra cosa, una historia llena de presagios, de sombras, enrolada directamente en el policial negro. El delta, un borde de la civilización que la mayoría ve como un lugar de descanso, como un espacio para estar en contacto con la naturaleza, para otros, los que viven en los márgenes, bien puede ser el lugar ideal para esconderse, guardarse hasta que pase lo peor. Hasta allí llega un hombre de unos cincuenta años, un delincuente que en tránsito hacia el Uruguay para, descansa de la huida de sus cómplices que lo buscan para saldar una deuda. Pascual (Germán de Silva, el protagonista de Las acacias) allí se relaciona con dos mujeres y pronto el triángulo está armado a la espera de la ruptura mientras todos esperan, deambulan, imaginan lo que vendrá. Porque en Marea baja la tensión no se controla, en todo caso se potencia con más tensión y lo que salió mal, no importa si fue allí o en otro lugar, definitivamente va a tener un destino trágico entre esa naturaleza violenta, donde los débiles no tienen ninguna posibilidad de sobrevivir. En su segundo largo, Pécora, que tiene una notable obra como cortometrajista y además es periodista y crítico de cine, abandona lo onírico y la perspectiva luminosa de El sueño del perro –una típica ópera prima sobrepoblada de ideas y promesas a futuro de un realizador en formación–, para concentrase en un policial seco, con muchos silencios que no hacen más que acompañar la tensión en aumento, en un escenario natural dado por la vegetación salvaje que asordina la tragedia en progreso y enmarca el sino de los personajes. Los aciertos de la puesta dan cuenta de la madurez del realizador, concentrado en transmitir su mirada desencantada sobre la naturaleza humana, seguro y sin pretensiones al cumplir con las reglas del género y por eso mismo, efectivo y preciso.