Sin un click Jack y Jill (Jack and Jill, 2011) se suma a la larga lista de comedias producidas por la compañía de Adam Sandler Happy Madison Productions, que a su vez se encargó de financiar muchos de los films gestados por la dupla Dennis Dugan-Adam Sandler, desde su provechoso regreso en el 2007, con Yo los declaro marido y... Larry (I know pronounce you Chuck and Larry). Jack y Jill (ambos personificados por Adam Sandler) son hermanos mellizos. Desde su llegada a la adultez ambos se vieron separados en vidas totalmente diferentes. Jack es publicista y reside con su familia en Los Angeles mientras que Jill vive, desde la muerte de su madre, en el Bronx de Nueva York. Todos los años se reúnen unos días para la cena de acción de gracias, únicamente para cumplir el calendario formal de la familia. Esta vez Jill deberá demorar su partida, ya que una estrella de Hollywood (Al Pacino) fundamental para los negocios de Jack ha adquirido cierto interés amoroso por ella. Año 1996. Sandler se asocia por primera vez con Dougan conformando una falange colaborativa tradicional. El primero se encargaría del guión y el papel protagónico mientras el segundo de la dirección. La película es Happy Gilmore, y lo que ambos ignoraban, egos al margen, es que juntos producirían una obra fundacional y representativa de una vertiente humorística que luego se ensancharía en dimensiones inopinadas. Desde entonces, Sandler definió los atributos esenciales de todos sus personajes. Hasta Jack y Jill, es posible reducir a los papeles protagónicos, auto-escritos por el comediante, a una observación. Generalizadora, quizá, pero considerablemente aproximada. Mientras la irracionalidad inunda a su entorno y la absurdez de los personajes supura en las esquinas, los personajes de Sandler siempre se distinguieron por adoptar una postura neutral y por funcionar como el único nexo de cordura entre lo ordinario (encarnado siempre por su personaje) y lo estrafalario (personificada por la gran mayoría de los personajes secundarios). Lo que sucede en esta película es que Sandler rompe ese exquisito equilibrio por su doble interpretación. Como Jack aporta la mencionada dosis de sanidad mental mientras que como Jill se encarga de destruirla. Esa notable pulverización no es lo único que falla, sino que debido a la pobre caracterización de sus personajes, el espectador nunca podrá despegarse de la idea de que lo único que está viendo, y que cambia de escena a escena, es a Adam Sandler con una peluca y un vestido. A diferencia de Eddie Murphy, el actor neoyorkino no logra aportarles variedad de matices a todos sus personajes y eso, en la pantalla, es evidente. Esta reseña no se encargará de cuestionar los dotes actorales de Adam Sandler, ya que quien escribe considera que han sido demostrados hace mucho tiempo. Una indicación plausible, sin embargo, es que Jack y Jill se enlista dentro del retorno progresivo de Sandler al cine que lo hizo conocido. Existió una aventura, con frutos excelsos, por el cine de prestigio. En el drama, de la mano de Paul Thomas Anderson en Embriagado de amor (Punch Drunk Love, 2004) e incluso en la comedia, de la mano de Judd Apatow en Siempre hay tiempo para reír (Funny People, 2009). No obstante últimamente, Sandler cedió por completo ante esa transición que, si bien no es necesariamente negativa, cuando se trueca la solidez por la vaguedad y la elaboración por lo escatológico el resultado tiende a la pobreza. Jack y Jill tiene muchos guiños a las colaboraciones previas entre Dennis Dugan y Adam Sandler. Y si bien contiene muchos de los elementos que los caracterizan, no es un justo ejemplo de su dinámica laboral.
Encuéntrame si puedes Al momento de ver Caballo de guerra (War Horse, 2011) el espectador no debe confundir algunas intenciones. La necesidad de Steven Spielberg de complacer a su público con los facilismos emocionales no es tan grande como la búsqueda de la conmoción genuina. La cristalización de los horrores de la guerra no es tan grande como la trágica universalidad de la misma y los deja-vú fílmicos no son sino intencionales y efectivos. Spielberg no tiene consideración ni reparos con las réplicas mediáticas y escupe este producto hábil que paga un solemne tributo al cine que alguna vez lo enamoró. Ted Narracot (Peter Mullan) se enfrenta a un importante terrateniente del pueblo durante una subasta. El objeto de la disputa es un caballo. El granjero Narracot ofrece una suma que lo dejará en la miseria y se hace con el caballo, bautizado Joey, quien pronto será culpado por toda la miseria de la familia. Quien lo acoge es Albert (Jeremy Irvine) quien apuesta su confianza y decide entrenarlo. La primera guerra mundial se desata, y ante la desesperación económica, Ted Narracot vende a Joey a la infantería británica. Albert, devastado, decide enlistarse en el ejército para reencontrarse con su caballo de guerra. James Beradinelli, en su crítica a Caballo de guerra menciona que en la novela sobre la cual está basada la película, los hechos se narran desde la perspectiva del caballo. Al sumirse en el trabajo de Spielberg, se percibe al animal como protagonista pero el énfasis con frecuencia migra hacia los personajes humanos. Si bien Beradinelli lo plantea como un problema de estructura, no es sino una resolución narrativa, adecuada al lenguaje cinematográfico, que se encarga de reemplazar y sustentar la ausencia de un narrador en tercera persona. Que tanto esta novela, como muchas otras, utilizan como recurso estructural. En esta línea, la inclusión asidua de interacciones humanas llena el vacío y permiten el desarrollo del argumento sin la tediosa necesidad de sumar a una voz en off. Si bien la atención podría dispersarse con la multiplicidad de personajes introducidos en los distintos segmentos de la historia, no lo hace porque sigue en todo momento la presencia latente del caballo. De esta manera, y al igual que en la novela, el caballo funciona como hilo conductor del relato, aunando interconexiones lejanas y reposando la atención en lo que realmente interesa. La gran declaración sobre la naturaleza tierna y deferente de la condición humana. Un grito de esperanza entre alaridos agónicos y estruendos armamentales. Muchas veces, los reclamos de la crítica y colegas apuntan al empleo indiscriminado de convenciones cinematográficas. Ya sea el joven perseverante cuya confianza posibilita al animal superar todas las adversidades, el carácter hosco y descorazonado del padre, la ternura incondicional de la madre, la personalidad artera del patrón de las tierras, la idiotez infantil del mejor amigo, la frialdad de un alemán, la buena educación de un inglés. En el plano de lo técnico, ya sea por las secuencias de batalla, los acordes tristes de John Williams (quien es una convención de por sí), los horizontes filmados durante el amanecer. Todo es convención. ¿Hay algo reprochable en eso? No. Nada puede reclamársele a alguien que conduce todas las convenciones con maestría. Nada puede objetársele al tradicionalismo cuando apoya humildemente sobre la mesa todas sus cualidades. Humberto Eco dijo alguna vez que la grandeza de la película Casablanca (Casablanca, 1942) se debía al uso excesivo de lugares comunes. Lo mismo puede afirmarse sobre El hombre quieto (The Quiet Man, 1952) de John Ford a quien seguramente este tributo fílmico va dirigido. Atrás quedó Las aventuras de Tintín y delante espera Lincoln. Caballo de guerra marca el regreso de Spielberg al género bélico y su continuación por la senda prometida.
"The Rock" en ascenso En Viaje 2: La isla misteriosa (Journey 2: The Mysterious Island, 2012) el relato se nutre, con anuncio previo, de dos obras preexistentes. La Isla Misteriosa, de Julio Verne y Los Viajes de Gulliver, de Johnatan Swift, nutren de fantasía a esta aventura que, contará con sus deslices, pero sostiene el nivel de entretenimiento a lo largo de sus 94 minutos. Sean (Josh Hutcherson) recibe noticias de su abuelo perdido (Michael Caine) con un mensaje cuyas intenciones son difíciles de descifrar. ¿Un pedido de auxilio o una invitación vacacional? Se pregunta el padrino de Sean, Hank (Dwayne Johnson) mientras determina si permitirle o no viajar hacia el lugar de residencia de su suegro, quien alega haber descubierto la célebre isla sobre la cual escribieron Julio Verne y Johnatan Swift. En la película, el armazón argumentativo está compuesto por dos recursos de empleo recurrente. El primero es el disparador de la aventura. La develación encriptada de la existencia de un mundo aún por descubrir, de características sobrenaturales, y oculto por una serie de fenómenos naturales, en conjunción, inexplicables (en este caso tifones marinos y tormentas eléctricas) que restringen la presencia humana. Establecido este, el escenario ambiental, lo único que resta por definirse es la liguilla de personajes, siempre dispares, temerosos o irascibles pero milagrosamente complementarios, que decidan embarcarse en la epopeya monumental. Ese lugar lo ocupan Josh Hutcherson, actor en ascenso con mucho ruedo en el género (Zathura, 2005. El Mundo Mágico de Terabithia, 2007.) Dwayne Johnson, también conocido como “The Rock”, quien luego de Tómalo con Calma demostró su habilidad actoral, Vanessa Hudgens, actriz popular por sus productos infantiles y Michael Caine y Luis Guzman, quienes no precisan de introducción. En esta afiliación de personajes, cada uno suele dar vida a un estereotipo diferente de la industria. Esta no es la excepción. Pero en este caso los estereotipos contienen a la película y evitan que naufrague en la sobreexplotación de sus clichés o en intentos irrisorios de originalidad. Estos lugares comunes reconfortarán a los adultos por su evocación y familiaridad y sentarán precedentes para los niños que recién comienzan a apreciar cine. La película cuenta con la actuación de Luis Guzmán, actor subvalorado como pocos que acostumbra a cargar sobre sus espaldas, con entrañable a veces, temerosa otras, idiosincrasia puertorriquense, proyectos de algunos de los mejores directores de la historia del cine. En su extensa carrera supo convertirse en un actor de preferencia de Sidney Lumet, Paul Thomas Anderson, Steven Soderbergh y Brian De Palma. Además de colaborar con Ridley Scott y Tony Scott entre otros. Viaje 2: La isla misteriosa reconoce desde el segundo inicial al público a quien será dirigida y, con plena aceptación de sus limitaciones, lo contenta con su empuje fabuloso y su intrínseca linealidad.
It’s showtime ¿Qué pasa cuando dos maestros en su oficio, contemporáneos pero circunscritos a dos líneas humorísticas diferentes, convergen en un espacio común? En ocasiones los realizadores reposan su esfuerzo y esperanza en la potencial convocatoria que sugieren dos estrellas de renombre juntas. En otras, más fortuitas y cobijantes, los realizadores exprimen la cantidad exacta de talento e hilvanan con ritmo lo mejor de sus cualidades. Robo en las alturas (Tower Heist, 2011), por fortuna, es uno de esos casos. Josh Kovacs (Ben Stiller) es el administrador de un exclusivo edificio residencial en Manhattan. Monitorea arduamente toda la actividad del complejo con la ayuda del portero, Lester (Stephen Henderson), y su cuñado y recepcionista Charlie (Casey Affleck). Es cuando el dueño de la torre (Alan Alda) es aprisionado por fraude financiero que los trabajadores toman conciencia de que habían sido estafados. Sin nada que perder, Kovacs, junto a habitantes y empleados, deciden contactar a Slide (Eddie Murphy) un ladrón de poca monta, para idear un robo que les conceda su anhelada retribución. Juntos, Murphy y Stiller conviven con una dinámica inopinada y complementan mutuamente sus estilos. La consideración comedida de los personajes más populares de Stiller que ocultan intemperancia a flor de piel y la elocuencia de Murphy, con sus respuestas ingeniosas, su lengua incontenible y sus bocadillos lunfardistas componen una mezcolanza expresiva muy divertida. En Robo en las alturas, adicionado a los papeles de Murphy y Stiller, se destaca un aspecto notable; la elección del elenco secundario. Casey Affleck como un recepcionista distraído, Matthew Broderick como un accionista frustrado, Michael Peña como un adorable novato y Téa Leoni como una cínica agente de F.B.I. Todos encajan a la perfección en sus respectivos papeles. Brett Ratner, fiel a su historial, entrega otra comedia cargada de acción y humor físico. Como espectador, lo único que resta es sentarse, respirar hondo y pagar tributo a dos de los más avispados actores de humor.
Terror Menesteroso En 1975 Steven Spielberg encandilaba a la crítica y horrorizaba a viejos moralistas con su thriller Tiburón (Jaws). En aquel entonces, el director multi-galardonado recién comenzaba a deslumbrar con sus proezas cinematográficas y durante la filmación de la película, Spielberg se topó con un contratiempo que definió la esencia de la misma. El presupuesto se había consumido y no restaba dinero para la reparación y el mantenimiento de los tiburones mecánicos. Quizá doblegado por la carencia o quizá iluminado por su audacia, el director estadounidense comprendió que no sólo podía prescindir de las máquinas sino que al no ofrecer una definición visual inmediata de su criatura la audiencia le adjudicaría sus propias características, aumentando así el suspenso, la tensión y la expectativa que, dicho sea de paso, son tres pilares fundamentales del género. Steven comprendió que, para sus fines, sugerir probaba ser más efectivo que mostrar. David R. Ellis, director de Terror en lo profundo (Shark Night 3D, 2011), engaña al espectador haciéndole creer que adopta esta premisa para luego sacrificarla en pos de algunos sobresaltos malogrados, con el propósito de justificar su formato (tres dimensiones). Los dos filmes mencionados, entonces, no comparten nada más que lo evidente. Sí, hay postrados algunos tributos por parte de la segunda; la primera víctima es una señorita excitada y figura un primer plano de una extremidad sumergiéndose hasta el fondo de la masa acuática. Pero no. A pesar de ello, la película no absorbe ni una minúscula parte de la grandeza de su antecesora espiritual. Nick (Dustin Milligan) es un universitario dotado de mucha perseverancia. Vive aplicadamente en una habitación del campus con su mejor amigo Gordon (Joel David Moore) y ayuda con deferencia a su compañero Malik (Sinqua Walls) en sus estudios. Juntos se sumarán a Blake (Chris Zylka), Maya (Alyssa Diaz) y Beth (Katharine McPhee) para pasar un fin de semana en la casa de lago de Sara (Sara Paxton). Algo más que placer aguardará en las aguas pantanosas. La historia no cuadra. No sólo eso, incluso los giros dramáticos despojan al tiburón de su posición privilegiada y comprometen su estatus de depredador. Volviendo a Tiburón, uno de los elementos más atractivos constaba en posicionar al ser humano en el mar, territorio en donde el enemigo se desenvuelve con comodidad, para poder asistir a una batalla intrincada y presenciar, eventualmente, una hazaña contra todos los pronósticos. En Terror en lo profundo los tiburones, por intervención humana, son sustraídos de su hábitat natural y posicionados en lagos y lagunas. Los locales, de esta manera, pasan a ser los humanos, y tanto su instinto asesino como su efectividad mortífera permanecen opacados frente a los artificios humanos y la limitada extensión de su lógica aterrorizada. En el terreno interpretativo nada llama la atención exceptuando a Donal Louge, eterno actor secundario, que nunca defrauda con su comicidad y Joshua Leonard que personifica a uno de los rednecks encargados de atormentar al grupo de estudiantes. Claro que después de Tucker and Dale Vs Evil (2010) para este tipo de personajes se estableció un estándar de calidad muy difícil de alcanzar, pero no obstante, y aunque no alcanza ese nivel de espectacularidad, Leonard cumple. David R. Ellis, luego de reconocer la inconsistencia de su proyecto, podría haber optado por una reconstrucción gore del guión. La sangre de los desmembramientos suele rellenar la vacuidad privativa de muchas películas del estilo. No lo hizo. No hay ninguna escena particularmente impactante y la explicitud es escasa. Una película que carece de ritmo y balance.
Compleja sencillez En el 2010 Alamar (2009) se adjudicaba la distinción a mejor película del certamen BAFICI, que premia a las mejores producciones independientes. Primer largometraje del director belga Pedro González-Rubio , luego del documental Toro negro (2005), Alamar relata la historia de una pareja separada y de un nexo, hijo en común, que transita ambas realidades con un elevado porcentaje de entusiasmo e ingenuidad. Dos personas completamente diferentes coinciden emocionalmente durante un verano en México. Jorge (Jorge Machado ) es un pescador humilde de origen maya. Roberta (Roberta Palombini ) es una italiana que padece cada segundo lejos de las grandes metrópolis. Fruto de ese afecto vacacional nace Natan (Natan Machado Palombini ) e inmediatamente se asenta con su madre en el continente Europeo. Los años pasan y Natan viaja a México para pasar un tiempo junto a su padre que, luego de avistar el fin de su visita, decide llevarlo a recorrer el arrecife de coral de Banco Chinchorro. Para su primer largometraje, Pedro González-Rubio no termina por desenraizar de su núcleo narrativo algunos rastros de la estructura de documental. No porque sea incapaz de hacerlo, sino porque no lo necesita. En Alamar esos vestigios acompañan a un argumento esencialmente ficcional, complementan por su aspereza inherente a la línea coloquial del relato y terminan ensamblando, junto a algunos planos estáticos que sobresalen por mantenerse sobre una estricta línea de sublimidad contemplativa sin trastabillar hacia lo profuso, un producto riguroso, donde hasta sus brusquedades parecen estipuladas. Si debe definirse un elemento predominante a lo largo de la cinta es la austeridad en todos sus aspectos y variantes aplicables. Ya sea por sus diálogos acotados o la modestia en el vestuario, la película se ve exenta de ampulosidades y de interacciones innecesarias. El trayecto narrativo que desemboca en las situaciones dramáticas está tan bien acompañado por los dictámenes ambientales que el director logra guarecer su obra alrededor de una coraza de verosimilitud pocas veces vista. Incluso si hubiese forjado a sus personajes y al mundo en el cual habitan acudiendo a los recodos más fantasiosos de su imaginación, todos resultaría factible y hasta familiar. Además de su particular sensibilidad a la hora de afrontar la nostalgia que deviene del desarraigo afectivo, el director encuentra una cara atractiva a la monotonía religiosa y logra conmover sin fatalidades ni golpes bajos.
¡Qué tierno! Quienes paguen por ver esta película conocen qué artilugios les deparará. Y es que ¿Cómo lo hace? (I don’t know how she does it, 2011) es un film destinado a satisfacer a un público específico. Aún teniendo en cuenta esto, y aún circunscribiendo el proyecto a un género cuyas ambiciones no son más que la de aggiornar al producto anterior para no padecer denuncias de plagio, el trabajo de Douglas McGrath es mediocre. Kate Reddy (Sarah Jessica Parker) es una ejecutiva de las finanzas encargada de garantizar el sustento de su esposo (Greg Kinnear) y sus dos hijos. Sumida en la monotonía, Kate decide aprovechar una oportunidad laboral que supone abandonar su ciudad de residencia con más frecuencia de la habitual. En uno de esos viajes conoce a Jack Abelhammer (Pierce Brosnan) y comienza a familiarizarse con él. Al afianzarse la relación, Kate se encuentra con la posibilidad de emprender una nueva vida con Jack o continuar con su vida cada vez más insulsa. La película enfatiza en una confrontación de pareja producto del desgaste temporal, agregando también, un tercero en discordia que implanta dudas en la consciencia de la protagonista. Adentrada la historia y expuestos los puntos de vista de ambas parcialidades frente al conflicto (aquí se plantea, inicialmente, una dualidad vincular armónica) los personajes huyen hacia el fruto de la tentación, a quien es erigido como un obstáculo en el apacible camino hacia la prosperidad matrimonial y hacia la consolidación paradigmática de la falange familiar. En ese encuentro es donde se monta una de las falacias más estólidas y repudiables del género; Si el espectador presta atención puede apreciar cómo, en la mayoría de los casos, inmediatamente después de que la chance de concretar una circunstancial unión disoluta se le presente al protagonista (destruyendo de esa manera el consentido pacto de fidelidad de la pareja) un instante quimérico y algodonoso de epifanía obnubila el reflejo instintivo de desligarse del sopor cotidiano y encausa, de manera correctiva y con una precisión rítmica que privilegia a la tranquilidad de consciencia, su vida en el loable trayecto de lo moralmente prefijado. La secuencia que sucede a esa mágica comprensión existencial es, esencialmente, la misma de siempre. Una variante angustiosamente asténica de aquel Dudley Moore corriendo por la playa hacia su objeto de deseo en 10, la mujer perfecta (10, 1979) del legendario Blake Edwards. En esta instancia, ya que la escena mencionada constituye la algidez emocional en este tipo de películas, la reacción del público concurrente debería dividirse en dos polos opuestos, posicionándose sobre dos márgenes irreconciliables; Existirán aquellos que materializando la necesidad masturbatoria de legitimar sus traspiés irrumpan en llanto y existirán, también, aquellos que terminen por perecer en sufrimiento cerebral ante el descomedido despliegue de cursinerías y lugares comunes. Sobre el personaje principal, interpretado por Sarah Jessica Parker, sólo es necesario decir que se atiene a las características arquetípicas instauradas en las “Chick Flicks”. Vale remarcar el carácter egoísta de estos personajes, ya que todos los demás operan en función a sus intereses. No hay nada azaroso en su devenir y sus entornos afectivo y laboral priorizan un nivel de gentileza excesiva e injustificadamente condescendiente que es difícil de digerir. Ante la ridiculización del día a día de la mujer independiente y la trivialización conveniente de sus pesares, cuesta comprender cómo quienes simpatizan con los personajes no se retuercen en indignación hacia los realizadores.
Mi Isla Maciel Pablo César presenta Orillas (2011), su más reciente producción, como la excusa perfecta para crear conciencia sobre una etnia relegada en Argentina; los afro descendientes. Si bien este objetivo se concreta, en el camino se gesta un argumento atractivo y con independencia propia. Con dos historias que terminan confluyendo, la película se divide en dos partes: Una situada en África, la otra, en Sud-América. En la Isla Maciel, Shantas (Leonel Arancibia) se asocia con sus dos amigos (Esteban Díaz y Cristian Gutiérrez) para delinquir en los barrios aledaños. La vida del joven se divide entre su manera de sobrevivir, su relación con una mucama (Dalma Maradona) y sus visitas a Julio (Daniel Valenzuela) un sacerdote que profesa el poder de los dioses Orishás. Del otro lado del océano, en un país de la África subsahariana, Babárímisá (Ilias Akala) agoniza por una extraña enfermedad que afecta al corazón. Su madre, Morenike (Carole Lokossou) recorrerá kilómetros de desierto para proporcionarle a su hijo una curación efectiva. Muchos de los recursos narrativos utilizados por los realizadores (Jerónimo Toubes está a cargo del guión) ya figuran en otras cintas. Los prejuicios y las presunciones desacertadas que desembocan en tragedias ya han sido tratados con maestría insuperable por Alfred Hitchcock en Los 39 escalones (The 39 Steps, 1935) o por Clint Eastwood en Río Místico (Mistic River, 2003). La temática marginal remite siempre a Ciudad de Dios (Cidade de Deus, 2002), la violación a Irreversible (Irrevérsible, 2002) y de hecho el personaje de Carole Lokossou llevando en brazos a su hijo podría ser interpretada como una versión con más apego sentimental de Franco Nero en Django (1966), arrastrando un ataúd durante toda la película. Hay que aclarar que, independientemente de lo antes expuesto, Orillas funciona. ¿Por qué? Existe una explicación y consiste en la convivencia de tres elementos. Para comenzar, un porcentaje significativo del film transcurre en África, en una aldea del estado de Benín en donde ni los artificios de la civilización ni la dinámica cotidiana del occidente terminan por asentarse de manera definitiva. ¿Pero acaso la cultura africana no ha sido retratada por otros cineastas? Sí, pero nunca de manera tan intimista, nunca con tanta eficacia por un argentino y nunca con un trayecto poco pretencioso, no demasiado “golpebajero” y reconfortantemente lineal. Porque la predictibilidad en las reacciones ambientales no siempre es negativa. A veces, este es un caso, contribuye a la amenidad narrativa, ayuda al espectador a disminuir la intensidad de los engranajes psíquicos que activan el razonamiento deductivo y posibilita uno de los goces más sinceros; aquel que se experimenta cuando la conciencia se sumerge sin resistencia en la trama y comienza a disfrutar genuinamente del viaje fílmico. El segundo elemento es la inclusión de prácticas religiosas poco familiares en una atmósfera enigmática. Tres de los protagonistas del segmento de la película que se desarrolla en Argentina profesan la religión de Umbanda. Como consecuencia, los personajes padecen reflejos místicos y llevan a cabo todo tipo de rituales y sacrificios. Esto tampoco es nuevo, Wes Craven adentró en los cultos religiosos con más profundidad en La Serpiente y el Arcoíris (The Serpent and the Rainbow, 1988). Pero en este caso existe una diferencia digna de subrayar; el argumento entero de la película del director estadounidense transcurría en Haití, tierra desconocida por el protagonista. Con este trasfondo, la adición a cultos religiosos puede percibirse como un aspecto más en el estrambótico manto que envuelve a las culturas desconocidas. En el caso de Orillas, y porque siempre es mejor contextualizar las cosas, este componente habita de manera disonante, atractivamente impropia junto a la mundanidad genérica del ser humano marginal. Como todo transcurre en Buenos Aires, el espectador convive con la noción intestina de que todo sucede bajo sus narices. Para concluir, el tercer elemento consta también de una reivindicación merecida. A Daniel Valenzuela, eterno actor secundario que no necesita más para demostrar su talento y que enaltece cada uno de los proyectos en los que participa con su sola presencia (recientemente también en Desbordar, como un enfermero perverso). Orillas es un producto con detalles admirables. Algunos descuidos, sí, pero nada que no pueda ser obviado mientras se concentra en la multiplicidad de personajes y sus ricas – y bizarras – experiencias.
¿The Horror? ¿The horror? En Actividad Paranormal 3 (Paranormal Activity 3, 2011) cada acción remite a otra similar de alguna película de la saga. Entre presencias abyectas y sombras confusas, el espectador recorre el camino del horror con una indisociable sensación de Deja vú. La película inicia como una posible precuela a los hechos acontecidos durante las dos primeras entregas. El comienzo está situado en el año 2005, un año antes de que la trama de la primera Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2008) se desarrollara. Katie (Katie Featherston) decide visitar a Kristi (Sprague Grayden), su hermana menor embarazada y requerirle algo de espacio para almacenar unas cajas con viejas pertenencias de su abuela. Luego de acceder, Kristi examina las cajas sólo para encontrarse que contienen cassettes de video. Una escena de cumpleaños posiciona al espectador en el pasado, donde las pequeñas hermanas corretean alegremente entre los invitados. Kristi, sin embargo, introduce a la familia a un invitado invisible. Toby, como la niña lo llama, probará ser algo más que un mero producto de su pueril capacidad imaginativa. En su crítica a Actividad Paranormal 2 (Paranormal Activity 2, 2010), Lucia Roitbarg afirmaba que la película ya volvía a repetir la estética documental de su antecesora. Esta cuarta edición, para el disgusto, toma un paso más en la tediosa senda hacia la reiteración. El director repite, con inaudita y condenable minuciosidad, la estructura técnica y narrativa de las dos ascendientes para luego, con un porcentaje pasmoso de impunidad, conformar un compendio ecléctico de todas las anteriores. De la primera toma a la pareja adulta como protagonista, desde cuya perspectiva se aprecian los hechos y la utilización insistente de la frase “What the fuck” que anticipa siempre una sucesión de sobresaltos catastróficos. De la segunda toma a la familia para el núcleo de la trama y la colocación de cámaras en todo el escenario. También como en la tercera, reinciden con un paradigma contemporáneo del género de terror; nenas de apariencia poseída acechando inmóviles en la oscuridad. Actividad Paranormal 3 es, fundamentalmente, una emisora sistemática de pequeños sustos o lo que el crítico norteamericano Roger Ebert llamaría “Gotcha! Moments”: Aquella costumbre arraigada en el cine de terror de causar intranquilidad por medio de irrupciones súbitas de entidades, inescrutables para el breve instante en el que son expuestas. Desde que inicia el film hasta el primer Gotcha! Moment (a los 20 minutos aproximadamente) el director manipula los hilos sin descuidar el suspenso y amenazando con sugestión desatar la cadena de azoramientos. En esa expectativa se encuentra el único elemento intrigante de la película y, una vez agotado el primer impacto, el interés se atenúa de manera gradual. La nueva colaboración de Henry Joost y Ariel Schulman no irrita ni emociona. Intenta asustar, pero termina por producir ráfagas insignificantes de sobresaltos repetidos. Un nuevo trabajo fílmico que evoca nada más que indiferencia.
Con el pie izquierdo Jim Sheridan, en su incursión perpetua por el cine estadounidense, entrega con Detrás de las Paredes (Dream House, 2011) un thriller psicológico prescindible. Naomi Watts, quien brilló en una perla del género como El camino de los sueños (Mulholland Drive, 2001) acompaña con decencia a una trama fastidiosa. Will Atenton (Daniel Craig) decide abandonar su puesto como editor en un prestigioso medio gráfico para asentarse con su familia en las afueras de Nueva York y dedicarse al desarrollo de una novela. Poco tiempo pasa hasta que la familia descubre que su hogar oculta un pasado siniestro. Cuatro años antes un padre de familia había perdido el juicio y asesinado a sangre fría a toda su familia. Hace tiempo que Jim Sheridan se alejó del cine que otrora le brindó reconocimiento. Hoy, en retrospectiva analítica, se puede observar una bisagra entre dos concepciones artísticas. La película Tierra de sueños (In america, 2002) marcó su distanciamiento de las problemáticas pertinentes a su lugar de origen y la ruptura con aquel universo costumbrista nutrido por la experiencia personal. A partir de allí el director abandonaría al trasfondo irlandés y situaría sus obras en los Estados Unidos. Los productos resultantes de esa migración compartirían dos características; la aproximación a un cine comercialmente redituable y su calidad, quizá por abordar con recurrencia temáticas ajenas, de menesteroso. Este cambio quizá sea sincero e involuntario, propio de quien replantea inconscientemente los cimientos de su operar, o quizá sea deliberado. Steven Soderbergh admitió haber ideado la saga de “Oceans Eleven” con el objetivo de recaudar dinero para financiar sus siguientes proyectos (Che, el argentino y Che: Guerrilla) mucho más personales y socialmente comprometidos. ¿Será esa la intención de Sheridan? ¿Estará el espectador en presencia de una antesala insulsa hacia proyectos más interesantes? Con películas como Golpe a la vida (The Boxer, 1997) el director irlandés logró conturbar la sensibilidad adormecida por el monocromático sinfín de films destinados al esparcimiento fútil, a veces plausible y necesario pero nunca trascendente, de la industria hollywoodense. En el presente, alejado de esa realidad, contribuye a la cinematografía con películas más bien olvidables. Detrás de las Paredes se presenta como una oportunidad para acercarse a la industria de cine nacional y regodearse en un maravilloso contraste; mientras Hollywood ofrece, en el rubro de los thrillers psicológicos, piezas trilladas e insoportablemente símiles, realizadores argentinos como Carlos Sorín, con películas como El gato desaparece (2011), ofrecen alternativas cargadas de austeridad y contundencia estética. Mientras Hollywood designa a protagonistas idílicamente cincelados, con semblantes cuya cursi seducción no se altera ni ante el peor de los horrores, los realizadores argentinos se deciden por personajes genuinos, que no temen evidenciar su consternación hasta en el último músculo facial. El nuevo filme de Jim Sheridan es simplemente mediocre. Las vueltas de tuerca narrativas se incluyen de manera vaga y a destiempo. Otra más del montón.