Lo desconocido Del mismo creador de Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007), Terror en Chernobyl (Chernobyl Diaries, 2012), como es de suponer, transcurre en la ciudad azotada por la catástrofe nuclear más grande de toda la historia. Enmarcar una película allí es una decisión lúcida, ya que el pueblo fantasma es una ubicación lóbrega, pero sólo de ambientación no se vive. El título condiciona, y si se incluye la palabra terror difícilmente haya lugar para la sorpresa. Las películas de terror parecen convivir en un universo en donde el miedo suscita a partir de una imagen que no corresponde en tiempo y espacio y que sin embargo, por los clichés instaurados y la reiteración argumental, siempre pulula en los recodos sórdidos de alguien asustado que, sin advertir la ineficacia de su sufrimiento, recrea los peores escenarios posibles y especula en contra de su propia percepción. Por otro lado, en estas pesadillas terrenales juega un papel importante el espectro de personas, objetos y situaciones cotidianas, o por lo menos encuadradas dentro de lo concebible, y la manera en la cual logran resignificarse. Un oso comiendo en la tele es mucho menos urgente que un oso comiéndose la tele. En esta película los enemigos son deformes mutantes afectados por veinticinco años de radiación en Chernobyl. Habiendo apreciado su fisionomía, que no es mucho más estrambótica que la de cualquier víctima de catástrofe o de alguien maldecido por la genética, es seguro afirmar que los desfigurados de Chernobyl sólo representan una amenaza dentro de tu casa o en el medio de la suya. Películas sobre un grupo de humanos que se encuentra súbitamente combatiendo a una amenaza desconocida en su hábitat natural hay muchas y muy buenas. Terror en Chernobyl comparte esta característica con producciones como El enigma de otro mundo (The Thing, 1982) o Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979). Lo que condena al fracaso a la primera y a la gloria a las dos restantes, al margen de la intervención de sus realizadores, es el destino de sus protagonistas. Los clásicos mencionados retratan la tortuosa resistencia del humano en donde, culmine a favor de uno o del otro, las posibilidades de doblegar al enemigo son concretas y en donde el suspenso, alimentándose simbióticamente con la incertidumbre, no abandona nunca a la retina del espectador. En Terror en Chernobyl el director deja en claro que sus intereses radican simplemente en documentar el trayecto inevitable de una visita turística al desastre y de sus viajantes al perecimiento. El suspenso es inexistente. Lo único que sobrevive abúlicamente es el sadismo de querer presenciar las muertes de todos los personajes, con la esperanza ingenua de que allí se manifieste algún estilo de originalidad. No sucede. Lo audaz de la Actividad Paranormal de Oren Peli fue llevar el terror al núcleo cotidiano de sus personajes. Penetrar en su intimidad y así solventar el hecho de que los humanos fracasen. Situando la batalla allí, repite el esquema de Alien, el octavo pasajero o El enigma de otro mundo, en donde el local es derrotado por el extranjero, pero invirtiendo la perspectiva narrativa. Ahora nosotros contábamos con todas las comodidades y de la perspicacia de ellos dependía su victoria. El objetivo de estos filmes es recaudar mucho con poco presupuesto. Actividad Paranormal se terminó con 15.000 dólares y recaudo más de 193 millones. Terror en Chernobyl seguramente cumpla ese cometido pero, a diferencia de la primera, carece completamente de fortaleza.
La más macabra de las voces El cuervo (The Raven, 2012) es, inversamente al rótulo impuesto, una adaptación. No lineal, no necesariamente verídica. Es el hecho de que El cuervo prescinda de esos elementos o los utilice en dosificaciones módicas y con propósitos dramáticos lo que la convierte en un sofisticado amalgama narrativo en donde, simultáneamente, la realidad y la ficción conviven y atentan una contra la otra en una persecución lúdica. En caso de manejar esa sinuosidad con sutileza y articular el misterio camuflando garantías con exageraciones y mitos, esta clase de relatos puede adquirir la cualidad insuperable de malear la percepción del espectador, confundiéndolos hasta un estado de incertidumbre ansiosa o desequilibrando su memoria fáctica. En cualquiera de los casos, el mérito de la perturbación se hace presente. De esta manera y al igual que otros ejemplos fulgentes como El Ladrón de Orquídeas (Adaptation, 2002) o JFK (1991) la película se propone horadar en los confines de la historia y presenta una versión propia, ocurrente y vertiginosa, allí donde la historia es imperfecta y las circunstancias se ven oscurecidas por la sordidez de su entorno o por la ineficacia de aquellos con la obligación de cristalizar sus enigmas. Así, parapetado invaluablemente por la oscuridad adiposa del universo de Edgar Allan Poe, los escritores conciben una obra en la tierra fértil que ofrece aquel hueco histórico, con la reconfortante impunidad que prima detrás del concepto de ficción. La película es una hipótesis que no se toma demasiado enserio a sí misma. El argumento gira alrededor de los eventos desconocidos que antecedieron a la muerte prematura, cuyas causas permanecen inciertas hasta la fecha, del escritor estadounidense Edgar Allan Poe. El actor John Cusack, de muchos logros y poca aclamación, es quien se encarga de darle vida a un personaje que se aleja de sus caracterizaciones habituales. En un extraño giro de eventos, un demente empieza a cometer una serie de asesinatos inspirados por la producción de Edgar Allan Poe y perpetrados de manera idéntica a los homicidios de sus relatos. Descolocado por el homenaje criminal, y luego de ser fichado como uno de los primeros sospechosos en las listas de investigación, Poe se une al detective Fields (Luke Evans ) para echar luz sobre el asunto. Con una de las figuras literarias más intrigantes de todos los tiempos y mucha espectacularidad visual, El cuervo es un thriller que no debería pasar desapercibido.
En el Barrio Al final la vida sigue, igual (2012) es uno de los segmentos del tríptico de Raúl Perrone. Tres obras aunadas por un patrón estético, personajes recurrentes y un entorno familiar: El barrio de Ituzaingó. La historia deambula por las calles del barrio de Ituzangó, haciendo foco en distintos personajes. Una madre joven con un sucinto ambiente familiar. Sus problemas, la inconveniencia de una maternidad apresurada, la incompatibilidad con sus necesidades de dispersión. Por otro lado un joven, de changas y cervezas, cajas de cigarrillos y salidas que adquieren dimensiones insospechadas. Todos conviven e interactúan bajo la misma mirada, bajo el mismo aire. De todas las cualidades de Raúl Perrone, la más reconfortante es su frontalidad. No se escuda detrás de la compulsión de someter el relato a artilugios vanos o a trampas emocionales. Lo que ves es lo que hay. Su directriz se encarga de suprimir el caricaturesco nivel de efusividad que prima en los trasfondos humildes y lo que aflora, en consecuencia y gracias a ello, es un reflejo sincero del día a día de gente relegada. Genuino e inescrupuloso. Carente de empatía y de connivencia enfática. El alegato sobre la cotidianeidad marginal se presenta vívido y verosímil. Lejos de ser mérito del voyeurismo infeccioso dictado desde la televisión, esto debe adjudicársele a los realizadores y su dinámica con el conjunto actoral. Esto no es documental, sino ficción. Si bien los actores son residentes del barrio, las situaciones son montadas y los diálogos guionados. Al margen de que algunos de los actores puedan compartir, fuera de cámaras, diferentes aspectos de su rutina, imperan un porcentaje de comodidad y fluidez que, a pesar de minúsculos exabruptos de impostación, es admirable. Los trazos técnicos y estructurales son decididamente minimalistas. Tal vez por la modestia presupuestaria o quizá como método para reforzar la sensación de intimidad, por momentos incómoda y enervante por su densidad y linealidad y por otro simple y escuetamente cautivante. Perrone es independiente, de órdenes y fórmulas preestablecidas. Una respuesta con pulso a la pregunta de si se puede vivir o no desacatando el ritmo marcado desde las cabezas del circuito comercial.
Lo inmarcesible La presentación de esta película no es llamativa en absoluto. Si debiera esbozarse una síntesis de su argumento y su ambientación, su apariencia resultaría, inequívocamente, la de cualquier deyección hollywoodense. Afirmar, por otra parte, que su gestación se vio condicionada por algún ideal de innovación y que tras su razón de ser se esconde un genuino ímpetu de cambio, también sería incorrrecto. O improbable. A veces pasa, que en la reproducción en serie de la cadena vomitiva de cintas de acción un eslabón difiere de sus antecesores. Como una ligera pero perceptible deformación congénita. En esa deformación se entremezclan lo viejo y lo nuevo y a través de su coqueteo se arriba, muchas veces por azar, a atisbos de originalidad. Errores fortuitos los llaman, y por ellos (y para ellos) existimos. No hace falta ser Jean-Luc Godard para cambiar las cosas. Si bien ignorar por completo a las convenciones cinematográficas que pululan alrededor del ambiente sugiere una transformación, no siempre termina por ser la más interesante. Si bien Woody Allen experimenta períodos de igual duración entre desafío y aclimatación sobre lo impuesto, en su excelsa incursión dentro de la comedia negra, con Los secretos de Harry (Deconstructing Harry, 1997), parodia de Fresas salvajes (Smultronstället, 1957) de Ingmar Bergman, que logró trasegar el contenido de un género sin intención de replantear su estructura. Lo suyo hicieron Seth Rogen y Evan Goldberg en Superfumados (Pineapple Express, 2008). En Batalla Naval (Battleship, 2012) ocurre exactamente lo mismo. Todo lo que usted intuye que puede llegar a pasar, pasará. Pero son las pequeñas diferencias del proceso las catalizadoras del gozo y su verdadero logro fílmico. Analizando a partir del esquema genérico introducción-nudo-desenlace se puede apreciar cierta irregularidad en la sensación que acecha a los diferentes conjuntos de escenas. Al comenzar la película, cuando en los primeros minutos se conocen los protagonistas, quienes luego imprimirán la cuota romántica, los escritores parecen burlarse de lo habitual con una secuencia inicial más que auspiciosa generando, al mismo tiempo, una de las mejores ilustraciones de la personalidad de un personaje en los últimos años. Algo que se manifiesta en esta instancia y que no cesa hasta el final de la película es el humor, recurso inusual cuando se aborda un argumento sobre soldados, códigos de honor e invasiones alienígenas. Al pisar el nudo del film puede comenzar a saborearse un pequeño viraje en el énfasis de la historia. A partir de aquí la acción sin resquemores y los efectos visuales se apoderarán de la pantalla. Aquí el argumento deambula ausentemente por un impasse narrativo en donde lo único que sucede son proliferaciones de estruendos y destrucción. Sí, esto es un reproche. De títeres y fuegos artificiales no se vive. La falta de interacción entre los personajes frente al caos inflige sobre el espectador un nivel indeseado de desvinculación. Promediando la película, en la reagrupación de los humanos y el paradigmático enfrentamiento final, el ritmo introductorio amenaza con penetrar nuevamente pero no lo hace sino hasta una secuencia musicalizada, con los acordes infalibles de Angus Young en Thunderstruck. Alex Hopper (Taylor Kitsch) es un joven errante que no encuentra rumbo. Stone (Alexander Skarsgård), su hermano, es un marine con disciplina oriental. Cuando Stone decide inscribirlo en su fuerza, Alex se muestra reluctante. Madrugar y hacer ejercicios no son actividades de su agrado. Un tiempo después, ya al frente de su propio batallón, cuando una amenaza externa invade la tierra, entenderá que hay cosas más urgentes por las cuales preocuparse. Peter Berg, quien luego de su magnífico debut con Malos Pensamientos (Very Bad Things, 1998) se dedicó a materializar proyectos escencialmente comerciales, entrega otro proyecto en donde no escatima gastos. Cuenta también con una notable conducción de sus actores, donde ni la cantante Rihanna desentona.
Con una botella de ron y el Yo-Ho-Ho El cine de animación es, discutiblemente, donde se aglomera la mayor cantidad de ocurrencia estética. Su potencial inventivo se expande a la par del desarrollo tecnológico que posibilita la inserción de nuevos artilugios y nuevas técnicas. Las manos juiciosas de los artistas se encolumnan detrás del detalle y no lo pierden de vista nunca. Si lo impecable pudiera adquirir alguna forma, sería una muy similar a esta. Existe, luego de la irrupción lucrativa de numerosos resultados afamados, una rivalidad taciturna entre la animación stop-motion y los contenidos digitalizados del CGI. La tendencia de la primera hacia lo caricaturesco y la evidente intervención humana en su aspecto artesanal contra los personajes computarizados de la segunda, que buscan la emulación más aproximada a las facciones humanas. Piratas! Una loca aventura (The Pirates! A Band of Misfits, 2012), así como la mayoría de los productos animados, decide diferenciarse de esa disputa ya que no le pertenece. Ese contraste entre máquina y humano parece sólo estorbar en las conciencias de los fanáticos y algunos sectores informativos. Afortunadamente, el género animado parece invitar constantemente a separarse de las estructuras y a ignorar a las convenciones. Avatar (2009) pudo demostrar que la animación digital puede operar como el condimento de singularidad necesario para transformar un escenario real y humano en otro irreal y fabuloso. Lo mismo, pero con un stop-motion maravilloso, hizo Wes Anderson en Vida Acuática (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004). Piratas! Una loca aventura Adhiere elementos de ambos estilos y logra avenir esas diferencias en un híbrido colorido. Por momentos fantasioso y por momentos increíblemente realista. Luego de más de veinte años recorriendo los siete mares, Capitán Pirata (Hugh Grant) decide desembarcar con su tripulación para postularse al premio más prestigioso en la ilegalidad marítima: El Pirata del Año. Su deseo de reconocimiento queda inmediatamente opacado cuando, en ascendentes demostraciones de poder, sus competidores comienzan a llegar al lugar citado. Conciente de su falta de merecimiento, Capitán Pirata se lanzará en la aventura más importante de su vida. La película tiene su cuota de humor, por supuesto. Y ya que se trata de una producción esencialmente inglesa, aquella gracia la proporcionan algunos de los referentes más distinguidos. Martin Freeman, de la superlativa serie televisiva The Office (2001), Ashley Jensen, de la aún más superlativa serie Extras (2005) y David Tennant , de Doctor Who (2005). Entre sus muchos méritos, la película se encarga de devolver la temática pirata a la comedia y al público infantil. Siguiendo en la misma línea técnica de Pollitos en fuga (Chicken Run, 2000) el film demuestra la inopinada capacidad que poseen un poco de plastilina y una computadora.
Vasitos rojos de cerveza Luego de cuatro películas de relleno, el elenco original de American Pie (1999) se congrega en su totalidad en American Pie Reunión (American reunion, 2012); una producción que intenta sobrevivir a base de guiños y reiteraciones. Jim (Jason Biggs) regresa a su pueblo natal de East Great Falls junto a Michelle (Alyson Hannigan) y su pequeño hijo para asistir a su reunión del secundario, organizada por John (John Cho). Después de reunirse con sus antiguos compañeros, la promoción del 00’ entenderá que hay cosas que nunca cambian. La saga “pie”, trece años después del estreno de la obra inaugural, parece vivenciar los mismos cambios que la audiencia a la cual está destinada. Quizá existió un estudio de marketing, quizá la percepción de los realizadores viró. Los personajes envejecieron a la par de sus seguidores pero se encallaron en la contraparte enervante del crecimiento: La oxidación. La maduración y su indisociable sabiduría brillan por su ausencia y en su reemplazo se acomodan la puerilidad y la idiotez compulsiva. Sí, aquellas cualidades integraban el atractivo de las primeras películas, y no, ninguna de ellas es negativa de por sí. Pero cuando se inmiscuyen en una mixtura insípida con la mera directriz de subrayar la gloria del pasado, el producto resultante está condenado a complacer a los acérrimos desvelados que, en sus desvaríos justificatorios, se aproximan día a día a la más impía irracionalidad. Por fortuna para sus realizadores, ellos somos muchos, por lo que el fracaso económico no debería figurar en su lista de preocupaciones. En lugar de la admiración o el desprecio, lo que asoma es una vieja incógnita. ¿La reacción debe dirigirse a la producción particular o al género que la contiene? Dentro de sus propiedades, en la comedia ligera siempre reina la predictiblidad. Reconstruyendo viejos argumentos con demagogia, los directores recorren esos trayectos prefijados bajo el rictus indulgente de la crítica. La comedia debe ser cómica pero en estos casos puede no serlo. Es ligera, su rótulo la exculpa. La evolución del concepto en American Pie Reunión la representa su protagonista, Jim Levinson, quien sin desprenderse de la tarea incansable de auto-humillarse públicamente logra adaptación. Su historia es la de aquel que se lanza con brazos abiertos hacia el matrimonio, la rutina, los barrios residenciales y otros analgésicos primermundistas. En el devenir del personaje se distingue la antítesis de quien era originalmente. El conflicto inicial de la carencia de oportunidades para consumar sus deseos sexuales se convierte en la disolución del apetito y su fortaleza para repeler proposiciones que atentan contra la unidad familiar. American Pie Reunión es una declaración involuntaria sobre el conformismo burgués y la relegación de los anhelos personales para la perpetración de las tradiciones impuestas. En definitiva, un producto que merece la mínima puntuación posible. Si obtiene un poco más, deben saber, es únicamente por la gloria del pasado.
Spartacus reformista Los juegos del hambre (The Hunger Games, 2012) tiene todas las de ganar. Si bien el concepto de suceso y trascendencia es voluble y varía en su significancia histórica, hay una definición común que subyace en toda producción de gran presupuesto sobre adolescentes y para adolescentes. La plata. La recaudación. Eso es lo que importa, a eso hay que apuntar. ¿Por qué? Porque con la conclusión de franquicias de adhesión masiva como Harry Potter, el casillero de la industria destinado a los imperios erigidos sobre la obnubilación juvenil queda nuevamente vacante. Despoblado. Expectante. Sólo por eso, la migración de prioridades se vuelve más evidente. La desesperante y calamitosa carrera de los estudios por arrebatarse para sí mismos ese lugar privilegiado obliga a los realizadores a relegar sus aspiraciones artísticas en busca del billete. El triunfo no lo determinan las críticas sino las taquillas. El objetivo, en el fervor de la contienda, es financiar una secuela. El futuro. Norteamérica cesa de existir y en su lugar nace la nación de Panem, dividida en una capital con excesiva concentración de la riqueza y doce distritos sumidos en la miseria. Todos los años, dos jóvenes de cada distrito son seleccionados con el motivo de participar en un concurso televisivo perverso y sanguinario denominado Los Juegos del Hambre. En él, los veinticuatro competidores son colocados en un mapa artificial diseñado por un equipo de arquitectos con la capacidad de, en pos del entretenimiento y la diversión, modificar el clima, disponer de súbitos cambios ambientales y asistir o condenar a los neo-gladiadores si las circunstancias lo ameritan. Con el vitoreo constante y la tensión en los distritos, los participantes deben abrirse paso hasta la victoria. Incluso si ello significa asesinar a sus conciudadanos. El encanto esporádico de la película se manifiesta en los trazos englobantes de la trama. La pragmática eficacia de un relato sobre la batalla entre numerosos adversarios con características y especialidades propias por momentos establece una atadura aliciente entre el espectador y la pantalla. Su rudeza es la de la inclemencia instintiva de un ser humano empujado al asesinato y las expectativas se reposan en la supervivencia del más hábil por sobre el más fuerte. Una desafortunada verguenza sobreviene a aquellos diminutos instantes de tirantez e incertidumbre cuando el guión trillado, en su función evanescente, se encarga de paliar cualquier fragmento ponderable con sus salidas fáciles, con sus frases hechas, con expresiones acartonadas o coreografías innecesariamente bruscas. El único acierto que no se desvanece con el correr de los minutos pareciera ser la edición de sonido de Lon Bender y Paul Hackner, que luego de Matrix recargado (Matrix Reloaded, 2003), Corazón Valiente (Braveheart, 1995) y Drive (2011), es seguro afirmar que saben lo que hacen. Quizá un poco abusado el recurso de enmudecer la escena para demostrar la frustración de los personajes, pero eso es gusto personal. La selección del casting, a cargo de Debra Zane, es digno de mención. Tanto por la abundancia de estrellas como por las apropiadas designaciones de personajes. Si bien hay actores de mucha audacia desplazados siempre a un segundo plano, como Wes Benttley o Toby Jones, en la película coexisten otros intérpretes de mayor popularidad con poco espacio. Tal es el caso de Woody Harrelson, Donald Sutherland y Elizabeth Banks. Los juegos del hambre es insulsa. Parece avanzar de manera implacable por momentos sólo para auto-sofocarse y volver sobre sus propios pasos inmediatamente después.
Todo sobre mi desmadre Cuando se decide llevar a cabo un proyecto de comedia sobre estudiantes hay herramientas que son fundamentales. Un guión ocurrente, una casa, una fiesta y la necesaria dosis escatológica y de humillación. Proyecto X (Project X, 2011) no sólo cuenta con eso. Con la asistencia y supervisión de Todd Phillips, el éxito en las taquillas está garantizado. En la vida de Thomas (Thomas Mann) se dan dos circunstancias provechosas. Su cumpleaños número dieciocho coincide con las vacaciones de sus padres. Siendo su último año de secundario y sin aún vislumbrar un nivel de popularidad entre sus pares muy anhelado, Su amigo Costa (Oliver Cooper) lo persuade de despedirse de la escuela con una fiesta monumental y sin precedentes. Sin estar muy convencido, Thomas accede con una sola condición; la casa deberá quedar en perfecto estado. Proyecto X reproduce el paradigma de fiesta norteamericana expuesto por películas como American Pie (1999) y repetido en otras más recientes como Super Cool (Superbad, 2007) o Viaje Censurado (Road Trip, 2000). Casas de dos pisos, patios frontales y traseros abarrotados y vasitos de cerveza de color rojo. Así, en ese contexto, las adversidades a sobrepasar tienden a relacionarse con la cantidad de alcohol, la concurrencia en aspecto general y la concurrencia femenina en particular. En esta película el primer obstáculo mencionado ni siquiera asoma a la superficie. De hecho, el trío protagonista es lo suficientemente osado y valeroso (de acuerdo al estándar actitudinal predominante en este tipo de personajes) como para hacerse con algunas drogas de la manera tradicional, con un dealer como único intermediario, y no con un segundo intermediario como en muchos otros casos. En cuanto a los problemas de concurrencia, si bien el exceso de gente termina generando el nudo conflictivo de la trama, inicialmente es utilizado para representar el temor constante al fracaso y a la intrascendencia de un conjunto de estudiantes cuya popularidad no excede a los límites de su propio endogrupo. El desafío en una historia tan genérica y reiterada es encontrar singularidad. Arribar a algún tipo de distinción. Si bien las diferencias se manifiestan en los signos de época (ropa, música, jerga y tecnología), que ciertamente han mutado con el correr de los años, el fuerte de este film es el carácter súbito en la bisagra narrativa que experimenta durante su segunda parte. Todo lo que hasta ese momento fue baile, intercambio de fluidos y jugos gástricos desperdigados se convierte en caos, miedo y destrucción. Y quien escribe no habla de euforia juvenil o espíritu adolescente, sino de un genuino y portentoso desmadre. Una vuelta de tuerca a lo ordinario, Proyecto X se encarga también de presentar nuevas caras de la comedia adolescente con un futuro promisorio.
Otro hombre en llamas Vuelve Nicolas Cage a la carretera con sus cadenas y su chaqueta de cuero. Ghost Rider: Espíritu de Venganza (Ghost Rider: Spirit of Vengance, 2011) se estrena este jueves en el país y amenaza con llenar todas las salas. Después de los eventos sucedidos en Ghost Rider: El Vengador Fantasma (Ghost Rider, 2007), Johnny Blaze (Nicolas Cage) busca ahogar sus penas en el alcohol y en el confinamiento. Escapando vanamente a su condena eterna y suprimiendo todos los impulsos del vengador, Blaze es contactado por Moreau (Idris Elba), un joven religioso que le ofrece liberarlo de su demonio a cambio de un favor; rescatar al hijo del diablo de las manos del mismo, su verdugo, Roarke (Ciarán Hinds). Existen dos maneras escenciales de adaptar un cómic en la pantalla grande. Detrás dejaremos a los superhéroes ancestrales cuyos espíritus deambularon a través de las décadas por numerosas manos, estilos y formatos. En la actualidad se distinguen dos ramas conspicuas. Una es la encabezada por Frank Miller y los de su escuela (Robert Rodríguez, Zack Snyder) quienes consideran efectivo rodar con un panorama estético lo más aproximado posible a la obra original. La materialización de esta premisa ha otorgado resultados excelsos y extraordinarios como la obra maestra La ciudad del pecado (Sin City, 2005), la dirigida por el mismo Miller El Espíritu (The Spirit, 2008) o Batman: el caballero de la noche (The Dark Night, 2008). Por otra parte, otros optan por separarse, con mucha prudencia, de la obra original para agregarle a la película un poco más de empuje y arribar así a un público más masivo. De esta manera se convoca tanto a los seguidores de la historieta como a quienes disfrutan de una buena película de acción. Películas como Linterna Verde (Green Lantern, 2011) o Capitán América: El primer vengador(Capitan America: The First Avenger, 2011) son prueba de ello. Ghost Rider: Espíritu de Venganza se encolumna detrás de las últimas. Si bien los elementos básicos están presentes (Ghost Rider y Roarke) se hace más hincapié en las secuencias de acción y en los efectos visuales. Esta vez, al contrario de la primera entrega, la película entretiene más por sus enfrentamientos que por tratarse de un relato sobre el vengador en llamas. Nicolas Cage deja entrever sólo atisbos de su agudeza interpretativa. Alguna carcajada a lo Castor Troy y alguna mirada melancólica a lo Ben Sanderson. Si bien esas pequeñas irrupciones de talento son valoradas, una pregunta emerge; ¿Cúando volverá a todo su esplendor? La nueva producción de Charlie Kaufman, acaso uno de los mejores guionistas de los últimos quince años, lo contará a Cage entre sus filas. ¿Será ese su aclamado regreso? Públicamente se declaró en bancarrota. Últimamente, sus películas están condenadas al fracaso de taquilla. Nicolas Cage desea volver al éxito en recaudación y al aclamo popular. Esta no será su oportunidad, pero bien podría ser un primer paso.
Los niños de la noche descoordinados En la cuarta película de la saga Inframundo, Selene vuelve con todos sus artefactos, su voracidad y sus atuendos de cuero al cuerpo. Nada de ello solventa, en este caso, a la pobreza argumental de Inframundo: El despertar (2011). Luego de los eventos sucedidos en Inframundo: Evolución (Underworld: Evolution, 2006), los humanos se organizan para llevar a cabo una “limpieza”, iniciando un genocidio contra vampiros y licántropos. Después de destruir al único híbrido sobre la faz de la tierra (Scott Speedman) la vampira Selene (Kate Beckinsale) es apresada y congelada dentro de un laboratorio con el objetivo de analizar su sangre y composición genética. Doce años pasan hasta que Selene logra escapar guiada por el rastro de su amado, Michael Corvin. En 2003 se estrenaba la primer película de la saga Inframundo. Esa vez, siguiendo la línea impuesta por Blade (Blade, 1998), la historia retrataba al universo vampírico con heterodoxia mesurada. Atrás habían quedado las seducciones enigmáticas o las ambigüedades retozonas de antecedentes fílmicos como Entrevista con el Vampiro (Interview With the Vampire: The Vampire Chronicles, 1994), Nosferatu (Nosferatu: Phantom Der Nacht, 1979) o Drácula, de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992). Ahora, estos paradigmas se extinguen en pos del entretenimiento. Vertiginosamente, los vampiros y hombres lobos se convierten en carcasas de productos de acción y son bienvenidos, de esa manera, al desproporcionado mundo del entretenimiento popular. Inframundo: El despertar se atiene a estos parámetros pero sofoca su efectividad al intentar llevar la pelea a la calle. Los enemigos aparentes, en esta historia, son los humanos. Científicos de investigación y sus ramas militarizadas. De repente el solapado submundo de los vampiros aflora a la superficie y son los humanos quienes toman el control. No sólo están a cargo por primera vez en toda la saga, sino que son plenamente conscientes de la vastedad del imperio hemofílico construido de manera subrepticia. Esto despoja a la película de su única fuente de potencial que sus antecesoras supieron aprovechar; el desarrollo de una contienda histórica recluida en una sociedad subterránea con la completa ignorancia del ser humano. En este caso, y en contrapunto absoluto con la entrega anterior, los vampiros y los licanos son especies en decadencia, al borde de la extinción. Con el empecinamiento humano por neutralizar a los agentes externos, este podría ser cualquier historia sobre el cercenamiento sistemático de la autoridad sobre las minorías, su resistencia y profética superación. Con la masacre en las películas anteriores de los antiguos villanos, Inframundo: El despertar exigía la introducción de una nueva cara con vuelo y categoría, ya que las presencias de Bill Nighy y Michael Sheen son difíciles de sustituir. Ese lugar queda vacante y, aunque Stephen Rea lo ocupe momentáneamente, sus pocos minutos en pantalla imposibilitan una construcción sólida de su personaje y de la rivalidad entre él y Kate Beckinsale. Si bien Inframundo siempre fue una saga de acción subvalorada, secuelas como estas dificultan la reversión de las circunstancias.