Otra más. Estamos frente a otra más de estas producciones en las cuales se juega al falso documental con lo cual el espectador podrá acomodarse en la butaca y esperar mucha cámara en mano, cero estética, casi nada de encuadre (al menos no cinematográfico), y en este caso en particular una idea que suena bien para el género del terror. Suena bien “Juegos demoníacos”… Nada más. Fundido a negro. Imágenes de archivo. Desde la pantalla se lee que en 1932 el pueblo ucraniano sufrió la decisión de Stalin de no darles comida para provocar hambruna. Miles murieron de hambre y otros miles se volcaron al canibalismo. Por si este horror no le quedó claro al espectador, Jenny (Jennifer Armour), una de los tres estudiantes recién llegados al lugar, volverá a repetirlo ante una de las cámaras que llevaron para registrar el testimonio de Boris Glaskov (Yuriy Zabrodskyj) en una serie llamada “Caníbales del siglo XX”. Si, son estudiantes de cine, antropología o historia de la gastronomía mundial, no se revela y para cuando se dan indicios más claros a nadie le importa. Trasladada la acción al país de origen, Jenny, su novio Ryan (Paul S. Tracey) y Ethan (Jeremy Isabella) se juntan con Valeri (Vladimir Nevedrov), una especie de guía más vivo para el “mangaso” que el Negro Olmedo y Katarina (Alina Golovlyova) la traductora. A ellos se suma Inna (Inna Belikova), una suerte bruja con quien deben ir porque si no nadie querrá hablarles. Todos van en busca de la entrevista. Es más, se encuentran con él y éste les da la llave de su casa para que se vayan instalando. Así nomás. Lo cierto es que en la casa de este tal Boris hay gato encerrado (literalemente) y como algunas páginas del guión se perdieron, la resolución aparece por medio de una tabla Ouija que está convenientemente tallada en la mesa. Podrá imaginar el espectador lo que se viene (cortes de luz, cosas que se mueven, sonidos raros, etc), porque lo cierto es que sea en ucraniano o en inglés, el juego de la copa es el mismo. Para el director Petr Jákl, la acción se dividirá entre cuán estúpidas e inverosímiles son las decisiones de los protagonistas, y cuan sofisticadas serán las formas de manifestación de los ectoplasmas, más allá de que se vea poco, o que los encuadres sean deliberadamente caseros para justificar el registro supuestamente “real”. Si algo se puede ponderar es la intención de los guionistas de mantenerse fieles al texto con el cual comienzan y traigan a la memoria al verdadero inspirador de la historia. El verdadero asesino de más de 50 mujeres y niños que eventualmente se erige como el gran demonio de esta historia. Se puede apreciar que no siempre se recurra a los “violinazos” de la banda de sonido para asustar, y también la media tensión que genera la necesidad de una traductora para poder asimilar la información. Es raro decirlo; pero hubo un par de buenos estrenos este año como “El payaso del mal” (2014) o la reciente “Krampus” (2015), ambos miran a los ‘80 como punto de referencia para la búsqueda de la estética y la narrativa. No pasa lo mismo en esta producción tataranieta de “El proyecto Blairwitch” (1999). Con una fórmula completamente agotada, una forma que ya no surte efecto alguno, y un contenido que niega lo más interesante de la idea para centrarse en lo obvio, “Juegos demoníacos” se convierte en otro de los productos que engrosará la larga lista a ser considerada por un público argentino, a veces demasiado generoso con un género, que entrega cada vez menos.
En su tercer largometraje como directora Angelina Jolie Pitt (tal el nombre con el cual firma esta vez) se mete de lleno en la temática de los conflictos de pareja, particularmente en las que llevan mucho tiempo de convivencia. Una doble apuesta si se tiene en cuenta que el actor elegido para hacer de su marido, es su marido en la vida real. El matrimonio conformado por Vanessa (Angelina Jolie) y Roland (Brad Pitt) llega a un precioso páramo de la costa francesa en el cual se alojarán para “desenchufarse”. Hay poco diálogo entre ellos, escasas miradas, y hasta se diría que nada de contacto físico. Nada de nada pese al deseo de él de poder res Pero algo anda mal con Vanessa. Desde el comienzo la tenemos en un registro que denota una gran pena de la cual no se puede recuperar. Ella es bailarina, él un escritor casi consagrado que aprovecha este viaje para buscar inspiración. Seamos honestos, desde la butaca barajamos algunas opciones ya. Los espectadores vamos a hacer la pregunta inmediatamente luego de verla a ella triste, con la mirada perdida y tomando pastillas. ¿Qué le pasó? La negación a que esto ocurre en la platea es el camino menos aconsejable que la directora toma, porque el tratamiento que le da a “Frente al mar” establece códigos en los cuales “dice” que en cualquier momento se sabrá una verdad que ya es anticipada una hora y pico antes por el uso del sentido común. De nada ayuda emplazar la historia en la década del ‘70, cuestión buscada para evitar que celulares, redes sociales y computadoras interfieran con el estado de pena y dolor por el cual atraviesan los personajes. Así, para el momento en que sucede el punto de giro (la llegada de una pareja más joven, con más vida y más ilusiones como factor de oposición), el ritmo, ya de por sí lento, se ralenta aún más. Es loable la utilización de los contrapuntos en el tratamiento de la imagen. La extraordinaria dirección de arte de Tom Brown y Charlo Dalli, sumada a la fotografía de Christian Berger (tanto en interiores como exteriores), funcionan como el contraste perfecto de la oscuridad interna del estado de ánimo de ésta pareja. Solamente la pareja de al lado, y en especial la forma en la cual se vincularán, le pone algo de especias a una vida que ya parece derrotada. El problema en el cual cae “Frente al mar” es la auto compasión para con el personaje de Vanesa, que no solamente está apoyada por los intentos de rescate de Roland, sino también en la actitud preciosista de los planos que lejos de ser un reflejo de la fragilidad buscan sumar fotogramas para la cartelera, así, lo que vemos pasa a ser externo, superficial, y si bien es cierto que las transiciones en las escenas del bar del hotel aportan la cuota de escapismo para una vida que desde la clase alta debería ser más simple, también lo es que se vuelven situaciones que agotan su poder narrativo. De esta manera, el motivo del dolor llega al espectador sin el peso específico del mismo. Al menos no con la suficiente fuerza como para justificar todo lo visto anteriormente, y al no explotar la situación que dispara “Frente al mar” es eso, un plato refinado que se ve lindo y apetitoso, pero que no tiene el mismo gusto.
Conociendo hasta la médula la historia de la mejor pareja de baile del tango de la historia Cuatro minutos y veinticuatro segundos, desde el logo de Cine Argentino; hasta el título, “Un tango más”, es lo que se toma Germán Kral para dar el grandioso golpe de síntesis de su película. Sólo ese tiempo necesita para establecer, en una colección de planos, una parte gigante de la historia del tango y por carácter transitivo de Buenos Aires. Es más, la brillante presentación podría ser un cortometraje en sí mismo y estaríamos hablando de una joyita, pero habrá mucho más. Se habla de música ciudadana aquí. Por eso la primera y soberbia toma aérea panorámica nocturna de la 9 de Julio tiene sí, el significado geográfico en donde se emplaza el género, pero también la idea de que éste ha sobrevivido a la modernidad. A color o en blanco y negro, en mono o en estéreo; Buenos Aires parece haber sido construida tanto con ladrillos, como con notas y compases. Entran los personajes en primer plano. María Nieves en un taxi, Juan Carlos Copes en su auto. El bandoneón se va colando en esos rostros marcados a fuego por la vida. Los dos saben perfectamente que van al mismo lugar, aunque los planos los muestren llegando desde direcciones opuestas. Hay un abismo separando sus corazones. Un abismo de vida, dolor, llanto, alegría, experiencia, arrabal, calle, viruta, tacos gastados… Por eso cada uno por separado. Cada uno en su camarín. Con su maquillaje. Y cada uno entrando por lados opuestos del escenario. El pasado aparece un millón de veces en alguna imagen de archivo. Se miran. Serios. Se enfrentan. Caminan al centro… y ese mismo gesto con el que venían, que asustaría a cualquier juez de divorcio, cobra otro sentido. Sobre el escenario, es arte puro. Se vuelve patotero y sentimental. Esas miradas que ahora se juntan son seducción pura. El abismo desapareció… y para ellos dos se convirtió, como miles de veces, en “Un tango más”. Con recuerdos contados por ambos y preciosas recreaciones que universalizan la historia, iremos conociendo hasta la médula la joven y fructífera historia de la mejor pareja de baile de la historia. “Al principio era un carrito, no sabía bailar” dice María refiriéndose a la forma de bailar de Juan. “Yo era pintón, aprendí pisando mujeres”, se define él. Los días del Club Atlanta en la década del ‘40, la niñez, el metejón… Es notable como de distintas maneras, German Kral se dedica a abolir el tiempo narrativo con un montaje preciso. La pareja que representa situaciones del pasado es inmediatamente supervisada por la propia Nieves, y luego de indicaciones, la ficción se enciende otra vez. De la misma manera, el testimonio parlante es interrumpido para conservar la curiosidad documentalista mostrando la propia entrevista de donde surge el material. Los bailarines de hoy con los de ayer construyen el pasado y el presente. La extraordinaria música de Luis Borda, El Sexteto Mayor y Gerd Baumann hacen casi imposible ver “Un tango más” sin mover constantemente la patita. Básicamente, el espectador que la pueda ver sin moverse deberá chequear su pulso inmediatamente. Desde lo visual, da la sensación que la presencia del Wim Wenders en los títulos no es decorativa. Ya habíamos visto esa obra maestra dedicada al baile que fue “Pina” (2011), sobre la bailarina Pina Bausch. Difícil saber cuánta influencia hay aquí porque desde la dirección se transmite mucha seguridad. “Un tango más” es en sí misma un tratado sobre más de 50 años de pareja artística que es necesario recorrer para poder comprender como han podido mantenerse fieles a esa luz que generaban en el escenario. Pero además es una muestra de la historia del tango. Cientos de letras pueden encontrarse que hablan de un par de vidas como estas, y sin embargo ahí está la leyenda de quienes supieron elevar el baile del tango a la categoría mundial. Copes y Nieves lo han logrado a pesar de ellos mismos, sólo hace falta verlos y escucharlos para comprender que la vida no es como en cine, aunque sus vidas son guiones en estado puro que merecen su homenaj Eso se propone y logra esta notable película.
Firme candidata al Oscar en la categoría documental en la entrega de 2016 Malalai es un nombre de origen paquistaní cuyo significado es “la que guía”. Solamente un giro del destino como el que le tocó a Malala Yousafzai en 2012 podría confirmar la certeza de la elección del nombre por parte de su papá, y se explica en este estreno: “El me nombró Malala”. A partir de un atentado talibán que la niña sufrió hace tres años y que casi termina con su vida, su rostro y su oído, el mundo comenzó a posar su mirada sobre la historia que en definitiva terminó por galardonarla con el Premio Nobel de la Paz en año pasado. Los hechos se remontan a mucho antes del fatídico día. Malala ya había comenzado a sentir, por herencia del discurso y la dialéctica de su padre, que las cosas no solamente no estaban bien respecto de la educación, sino también desde lo socio-cultural, allí en Mingora, Pakistan. El régimen talibán cercena, en especial a las mujeres, la posibilidad de recibir educación. La creación de un Blog que denunciaba esta situación a partir del registro cotidiano de la vida en su ciudad natal, fue una de las razones para que un fanático intentara poner fin a la vida de la adolescente. Lo demás es historia conocida, con la familia hoy instalada en Inglaterra desde donde continúa con la ardua tarea de mejorar la calidad de vida de la gente de su país. Davis Guggenheim abordó “Él me nombró Malala” con la premisa de no convertir este delicado y jugoso tema en un mero guión épico sobre la supervivencia y el alcance de logros máximos, por el contrario, evita a toda costa los golpes que puedan desviar la atención de lo que pare él parece ser el tema central: La educación. Ya antes había hecho un trabajo excepcional con “Esperando a Superman” (2010), en el cual desmenuzaba el sistema de educación pública de los Estados Unidos, quitando un puñado de ejemplos del frío número de las estadísticas para concientizar al espectador sobre la despersonalización de los porcentajes, en función de cómo estos determinan las decisiones de gobierno. Estableciendo un montaje paralelo entre la calidad de vida de Malala en Europa y lo que se ve en Pakistán (aquí está todo el lugar para criticar el discurso, aunque el director no parece querer alzar las banderas de nadie), el relato va progresando en intensidad a medida que los contrastes avanzan, porque son varios los aspectos de la vida de la niña (ahora está en plena adolescencia) que son tomados en cuenta como pilares para contarla: su estado de salud, la vida familiar, la vida política, etc. Aquí sorprende como alguien de esta edad puede hablar en las Naciones Unidas con tanta claridad, pero también como “La que guía” sirve como punta de lanza de denuncia para mostrar los defectos sociales de una humanidad que no parece avanzar. También queda lugar para cuestionar si la utilización de su figura de esta manera no atenta contra el natural desarrollo de su vida, y aquí también tiene que ver la educación de su padre. Todo tendrá respuestas. Archivo, animación, compaginación dinámica, “Él me nombró Malala” es, por temática y por realización, un claro candidato al Oscar de la categoría en la próxima entrega de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood.
Una primera escena que arranca con tanta narrativa en unas pocas imágenes dejan paladeando al espectador que seguramente esperará más. Y vaya que lo obtendrá. Casa de Ruth (Hannelore Elsner). Interior. Día. El jefe de un grupo de hombres de una empresa de mudanza le da órdenes a Jonas (Max Riemelt) de vaciar la casa de todos los objetos que están allí. Jonas es un hombre joven que acepta changas y sobrevive como puede mientras vive y duerme en su camioneta. No hay hogar. Tal vez por eso se queda mirando algunos objetos arraigados a esa casa como si no pudieran disociarse de ella y perdiesen su valor intrínseco. Algunos cuadros en la pared le meten historia y por ende un pasado. El juego de miradas entre la curiosidad y cierto asombro entabla un código que de allí en adelante se convertirá en la búsqueda constante de satisfacer las carencias. La dueña de casa, Ruth, es una ex cantante judía de café concert que ya ha pasado hace rato la cresta de la ola, y ahora debe Con ayuda de Jonas la mudanza se consuma y los primeros minutos de “¡Por la vida!” junta a estos dos seres cuya impronta se va descascarando para mostrar su soledad. Uwe Janson, un director con carrera televisiva, no duda en otorgar información concreta y concisa al relato, empezando por la secuencia inicial, siguiendo por la brillante construcción de personajes por un lado, y sus carencias por el otro. La soledad y los seres que se complementan es en definitiva la temática central de éste estreno que tiene en su estética por momentos sepia, o de colores fríos, y en el texto cinematográfico, la mayor de sus riquezas.
Los primeros fotogramas de “Valdenses” hablan por si solos. En el Aula Sinodal, Giorgio Tourn, un pastor, habla del rescate de una vieja película de 1924 que Marcel Gonnet Wainmayer utiliza como disparador para ir tras las huellas de los Valdenses. Equipo y director se trasladan a un pequeño páramo en Europa en donde comenzarán a hallar las respuestas que buscan. Los valdenses no tenían sacerdotes sino predicadores que, luego de aprenderse la Biblia de memoria, iban de a pares para tratar de evangelizar a la gente. Esta doctrina se sustenta de despojo de los bienes materiales y de humildad ante Dios para predicar el evangelio, lo que claramente iba contra los intereses históricos de la iglesia, razón por la que no tardaron en condenarlos. La historiadora Bruna Peyrot va poniendo algo de información cuando cuenta que fue de ésta congregación considerada como hereje, un conjunto de personas que hacían cosas prohibidas. Para poder obtener la mayor cantidad de respuestas posibles, “Valdenses” se apoya en tres pilares: La película, los testimonios de pastores y especialistas, y la puesta de una obra de teatro en cuyo texto y música se revisa la historia que data de más de 800 años. “Valdenses” tal vez represente uno de esos puntos que la historia y las personas con ciertos intereses se ocuparon de ocultar o condenar, y por eso, dentro del vasto mundo de las religiones, estamos frente a una interesante propuesta, bellamente fotografiada y bien montada, a los efectos de ir generando misterio y expectativa sobre el nacimiento de la iglesia protestante. Desde ya que para el corazón cinéfilo conocer el derrotero de la película de Paolo Bossio, prohibida en Italia por “Vilipendio contra la religión del estado”, es el plato jugoso y fuerte de acuerdo con lo sucedido hace más de 90 años, pero esto no deja afuera a ningún espectador con avidez de dejarse llevar por una realización que arranca como una curiosidad pero que se agiganta a medida que suceden los minutos.
A lo mejor para cualquier otro país no, pero en la Argentina, con todo lo que “El secreto de sus ojos” (2009) representó culturalmente por la millonada de espectadores que la vio y los premios obtenidos, Oscar incluido, es imposible no comparar esta versión norteamericana que se estrena hoy. Los antecedentes inmediatos de remakes de producciones nacionales han sido “Elsa y Fred” (2005), de Marcos Carnevale, y “Nueve reinas” (200), de Fabián Bielinsky En el primer caso, la versión con Christopher Plummer y Shirley McLaine, en el 2014, salió airosa con alguna vuelta de tuerca sobre uno de los personajes; El segundo caso (2015) fue tan burdo y mal realizado que nunca se estrenó aquí, más que una edición en DVD no muy promocionada Veamos que sucede con “Secretos de una obsesión”. Desde ya que las figuras que conforman el elenco llaman a acercarse a la boletería. Chiwetel Ejiofor, el protagonista de “12 años de esclavitud” (2014), Julia Roberts y Nicole Kidman tienen con qué prometer, al menos buenos trabajos actorales. Si uno tuviese que “hacer de cuenta” que no vio la original, está claro que “Secretos de una obsesión” es una historia decentemente bien contada, hechas las concesiones básicas. Años después de cerrado un caso de asesinato en el cual no se encontró culpable, Ray (Chiwetel Ejiofor) pide reabrirlo ante la total convicción de poder probar la culpabilidad del sospechoso. La jueza, Claire (Nicole Kidman), está reticente a hacerlo, pero parece que éste caso en particular dejó varios años de amargura a los involucrados oportunamente. Flashback y primer cambio importante. La agente Jess (Julia Roberts) es llamada junto a sus compañeros policías a investigar el asesinato de una adolescente que aparece ultrajada en un container de basura. La niña es su hija. Hay que ver ese primer plano de la actriz aferrándose al cuerpo inerte. Una lección de efectividad frente a cámara, propia de los grandes talentos. El guión de Billy Ray amalgama una parte importante de los personajes interpretados por Guillermo Francella y Pablo Rago, y los concentra en el de Julia Roberts quitando toda importancia a Bumpy (Dean Norris) quien apenas se queda con el par de chistes telefónicos que conocemos todos, y acaso algo de la acción. También hay un cambio en el final pero, sobre todo, esta historia tiene bastante lavados, los dos ejes por los cuales pasaba la original: la pasión (que aquí sí se cambia aunque Julia Roberts diga lo contrario), y la impunidad que generaba esa sensación de impotencia. Todas estas diferencias no juegan tan a favor del relato porque el vínculo entre personajes es más endeble. Ahí es donde se nota la diferencia entre los directores. De todos modos “Secretos de una obsesión” entretiene y conforma un buen policial con tintes políticos porque la acción y la justificación de la impronta del villano de turno se emplazan en un tiempo post Torres Gemelas. Será imposible no compararls, pero en el peor de los casos estamos ante un policial correcto y sin pretensiones. Ah, la toma del estadio no falta, y es casi calcada.
Para analizar una película como “Krampus” habría que remontarse al cine de terror de los ochenta, y mezclarlo con algo de la mirada ácida de Seth McFarlane cuando se trata de temas específicos. Acostumbrados a que año a año recibamos un par de propuestas ultra edulcoradas y familieras que ensalzan el espíritu navideño, el tiempo de dar paz, amor y otros eslóganes, el hecho de ver un producto cuyo sub texto la navidad y sus efectos me tienen re-podrido, resulta como mínimo una curiosidad. Así es éste estreno, la antítesis de Papá Noel (o Santa Claus, o San Nicolás, usted elija). La secuencia de títulos inicial es toda una declaración de principios. Una compaginación a velocidad ralentizada, con acciones que muestran la degradación del consumidor durante la fiebre de navidad mientras suena un villancico meloso y amable como contraste. Así la letra que dice “que tengas una feliz navidad, etc, etc” va decorando un shopping con caras largas, fastidio, peleas por ofertas, chicos gimoteando algún capricho, hastío y una violencia humana contenida. Es como si el director estuviese convencido que la navidad saca lo peor de nosotros y si la tradición dice que los regalos corresponden a los que se portaron bien, nadie parece merecerlos. Llevado desde el macro de la escena del Shopping a un plano menos general y más acotado, los títulos nos depositan en el seno de una familia tipo; David (Adam Scott), el papá y Sarah (Toni Collette), la mamá tienen, dos hijos, Max (Emjay Anthony) y Megan (Stefania LaVie Owen). Entre ellos tienen sus líos, pero son acrecentados por recibir a la hermana de Sarah, Linda (Allison Tolman), y a su familia encabezada por el esposo Howard (David Koechner) más tres hijos. El padecimiento no es final porque como peludo de regalo cae la tía Dorothy (Conchata Ferrell). Todos compiten para ver quien es más desagradable, y si la familia visitante tiene mucho de grotesco, viendo a la tía se nota que tienen a quien salir. Misteriosa, distante y hablando en alemán, está la abuela Omi (Krista Stadler) quien, como suele suceder en el género, sabe algo del pasado que nadie sabe. En el guión de Todd Casey, Michael Dougherty y Zach Shields hay tantas referencias al cine de terror de los ‘70 y ‘80 que sería imposible enumerarlas, pero aparecen homenajes a Miner, Craven, Raimi y varios otros, porque además “Krampus” amaga (juega con el espectador) en dos o tres oportunidades a irse de la propuesta (o mejor dicho a volver a la senda del final felíz), pero luego se mantiene firme con lo que vino a contar. No son los únicos indicios por supuesto. La fotografía, los escenarios, las decoraciones, la estupenda fotografía de Jules O'Loughlin que vuelve a los tonos azules para “mostrar” que es de noche, y por supuesto los lacayos del villano que parecen salidos de la fábrica de Jim Henson, es decir, bien artesanales. Dosis justas de humor, pero sobre todo ritmo y diálogos punzantes, hacen de “Krampus” un gran homenaje que respeta a rajatabla la tarea de entretener, asustar, y jugar muy bien con los climax del género.
Hay algo del orden del oportunismo si se quiere pensar en algo más o menos razonable para este (¿RE?) lanzamiento de otra entrega del personaje encarnado tres veces por Jason Statham. “El transportador recargado” propone una idea (repito, una idea) de argumento que se condice con las estrenadas en 2002, 2005 y 2008. Frank Martin (Ed Skrein) debe seguir las instrucciones de un trío de mujeres, comandadas por Anna (Loan Chabanol), que fueron prostituidas y ahora quieren vengarse de su proxeneta Arkady (Radivoje Bukvic). Ahora, ¿por qué Frank haría semejante tontera de tirarse contra la mafia rusa? Porque las chicas, que se visten igual y usan pelucas rubias iguales, han secuestrado a su padre y no se lo van a devolver si no cumple con sus demandas. Esa es la idea del guión de Adam Cooper, Bill Collage y nada menos que Luc Besson. La sensación es que se pelearon entre los tres y se filmó algo de cada uno para conformarlos a todos. El primero de los desaciertos está en el casting. Ed Skrein tiene porte de modelito de relojes de lujo o de calzoncillos en esas revistas de moda que uno encuentra en las peluquerías. En la pantalla tiene el mismo nivel de expresividad que las fotos publicitarias: Duro, estático y sin emociones. La ventaja de las fotos es que no hablan. Acá sí, y duele un poco. Es cierto que no tiene la culpa de los diálogos, pero al ponerle la tonalidad de un clavicordio desafinado se vuelve insoportable. Ante semejante muestra de falta de criterio la figura de Jason Statham cobra, por ausencia, un tinte de imprescindible. Las chicas son muy lindas, refinadas, finas, esculturalmente bellas y delicadas. Se imaginará el lector que verlas empuñar un arma o dando una piña resulta tan bizarro como ver a Rambo bailar un vals. Ray Stevenson, el hombre con más experiencia del elenco, parece ser el único que entendió que para estar en “El transportador recargado”, había que reírse de lo que le tocaba hacer y es lo mejorcito de un elenco mal elegido y peor dirigido. Los villanos son de cartón corrugado y encima obedecen al mandato hollywoodense: si no se llaman Arkady, Yuri o Iván, entonces no son villanos rusos. Otro desacierto del resto de esta producción es el de querer sacarse el guión de encima lo antes posible. Las transiciones no parecen estar construidas como tales, sino como puentes artificiales entre una escena de acción y la siguiente. Acá tampoco es muy feliz el resultado. Nadie pude negar la calidad técnica (sobre todo en la post producción), pero todo parece un regodeo en el preciosismo más que de utilidad narrativa o estética. En cuanto a las escenas de peleas coreografiadas no hay sorpresas, pero de nuevo, este actor hace que una trompada parezca un gag. No es por ensañarse pero lo cierto es que esta intención de mantener la franquicia entrega la nada misma en términos de construcción de personajes e instalación de situaciones verosímiles, entre las cuales hay un auto que entra en la manga de acceso de un avión, o el secuestro del padre a quien dos de las chicas torturan terriblemente encamándose con él. Lamentablemente el director Camille Delamarre, responsable de la cuestionable “Brick mansions” (2014), no ejerce la autoconsciencia como para mofarse de sí mismo y sobrevivir en su propio mundo. Estaríamos hablando de otra cosa.
Eslabón fundamental para conocer la historia y ver un documental muy bien hecho “Hago cine porque hay imperialismo. Si no hubiese imperialismo no haría cine” dice la voz en off de Santiago Alvarez. Sus palabras serán secundadas con hechos cuando vemos los títulos de uno de sus documentales filmados en la época de la revolución cubana: “Van a ver un film didáctico, informativo, político y… Panfletario! Sobre un pueblo en revolución”. Con estos dos golpes de historia arranca “El camino de Santiago, periodismo, cine y revolución en Cuba”. Desde sus comienzos en CMQ, pasando por toda su trayectoria, las múltiples entrevistas a gente como la guionista Rebeca Chavez, el director de fotografía Raul Perez Ureta, o al hombre detrás de Nuevo Cine Latinoamericano, Fernando Birri, van ayudando a construir al hombre y al artista dando testimonios del compromiso con las ideas que el padre del documental en Cuba ha tenido con su manera de hacer cine. Aquí, si algo tiene una riqueza inconmensurable es precisamente todo el material de archivo. Una delicia verdaderamente, porque es fácil tomar éste documental como una suerte de sinécdoque de los ideales de la Revolución. En este aspecto el film es un egregio exponente de esa época, siendo loable la tarea de Omar Neri en la compaginación, y un destacado especial en la post producción de sonido de Rubén Piputto porque no es nada fácil “empatar” tanto material de archivo con el presente y amalgamarlo en una misma unidad conceptual junto a la banda de sonido. Entre las pequeñas gemas está la creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfico apenas consumada la revolución, el noticiero ICAIC y otros episodios históricos que también influyeron en la propagación de la cultura popular, como la rebaja de los precios de entradas en todos los cines o echar a patadas a las distribuidoras de cine yanqui. Obviamente, Santiago Alvarez es mirado con admiración y devoción por Fernando Kirchmar y todo el equipo porque su obra sobrevive al mero hecho histórico (que tiene su peso específico), y se transforma en la piedra basal de cualquier cineasta abocado a concebir obras de género documental, su realización y su difusión, tarea que DOCA puede dar cuenta con orgullo desde hace varios años. Gente que ve en el cine una forma de mostrarle al mundo un claro camino para mirar el mundo. El relato es lineal y progresivo, como se merece una figura de la talla de hombre retratado aquí, porque de pretender otra cosa, se perdería la gran posibilidad de conocer lisa y llanamente a un artista político. Si existió (y hoy con otra realidad, existe) un Cine de las Bases, en parte es gracias a la obra del cubano. Un encuentro entre la obra pasada y el presente cuando las noticias se transformaban en arte por obra y gracia de la deducción e interpretación periodística, “El camino de Santiago, periodismo, cine y revolución en Cuba” es un eslabón fundamental para conocer la historia, pero además una oportunidad para ver cine documental muy bien hecho.