Hemos de aceptarlo. Después de la jugarreta hecha con “Yo, Frankenstein” el año pasado está bien que varios estemos un poco escépticos frente a un título como “Victor Frankenstein”. El miedo existe, pero por razones distintas y, como suele suceder cuando uno entra al cine, con muy bajas expectativas, el resultado termina siendo auspicioso y entretenido. Está claro que más vueltas de tuerca a la historia publicada en 1818 son difíciles de aceptar. La última saga de “Hotel Transilvania” tiene al monstruo como monigote de sí mismo, comedia ya no se puede hacer porque la perfecta y definitiva fue escrita y dirigida por Mel Brooks hace 41 años (“El joven Frankenstein”), hay miles de engendros impresentables como “Jesse James contra la hija de Frankenstein” (1966) - la cual fue vista por quien escribe en “Sábados de Súper Acción -, y hasta Ken Russell, con su “Gothic” (1986), se dio el gusto de adaptar al cine la noche en la cual Mary Shelley concibió su novela. Como se ve, la cantidad y calidad ha sido variada, aunque aquí hay una nueva opción: Contarla de nuevo, pero desde el punto de vista de Igor, el eventual ayudante de Victor Frankenstein, que por cierto ha sido otro invento del cine desde el clásico de Whale en 1931, porque éste personaje nunca existió en el texto original. “Victor Frankenstein” abre con una imponente toma de un castillo en Escocia y la voz en off de Igor (Daniel Radcliffe) que dice: “ya conocen esta historia”. Esta primera señal de autoconciencia actúa como factor empático con el espectador pues automáticamente abre la mente a las concesiones para poder asimilar un relato que, al pretender ser contado desde la mirada del jorobado (la resolución de este problema físico es gratamente graciosa), debe construir primordialmente lo que la autora jamás puso en papel para luego acomodarse a lo que conocemos todos. El guión de Max Landis se instala entonces como una revisión, una visita turística al clásico en cuyo recorrido hay atracciones diversas. Deslumbra la dirección de arte de Grant Armstrong, garantizada por una estupenda fotografía de Fabian Wagner que conjuga casi teatralmente los matices cálidos y fríos en los diferentes escenarios. Más allá de esta buena combinación entre estética y pulso narrativo, hay dos factores que sobresalen en esta producción y que hacen de ella algo mejor de que realmente es. El primero es la dirección de actores y el trabajo de cada uno, en especial el de James McAvoy en el papel del Doctor que juega a ser Dios (o Prometeo, según bien se cita en un pasaje), y el de Andrew Scott que convierte a su Inspector Turpin en una suerte de olla a presión a punto de estallar. En cuanto a Daniel Radcliffe, sin desentonar, está un par de escalones abajo… intenta crear algo a partir de una criatura grotesca (beneficiada por el maquillaje) y luego empezar de cero cuando se transforma en Igor, llega a algún punto interesante, pero todavía no puede salirse de los recursos usados en las tres últimas de Harry Potter. El segundo factor es la dirección. Así como en aquella pequeña joyita llamada “7, el número equivocado” (2006) Paul McGuigan logra otorgar una razón de ser y accionar (en este caso a Victor) a partir de dos personajes que lo padecen y terminan siendo las dos caras de la misma moneda. Igor y el monstruo son consecuencia de una mente genial y sus logros alimentan su ego. A uno le cambió un destino de sufrimiento en el circo por una vida próspera y fructífera, al otro directamente lo creó y le dio vida. La construcción de la siquis es sin duda el plato fuerte. “Victor Frankenstein” es, en definitiva, un buen logro técnico con momentos de muy buena factura, toques de humor justos y actuaciones sólidas. La historia podrá quedar algo rezagada, pero al menos no abre posibilidad de secuelas. Ya es bastante.
De todas las producciones de Pixar que ya ha puesto la vara a una altura difícil de igualar en términos de creatividad, inventiva, utilización de los elementos clásicos para confeccionar las historias, poderío visual, mensaje, metamensaje, profundidad temática y otros etcéteras, “Un gran dinosaurio” resulta algo desconcertante al comienzo, e incluso algunos minutos entrados en la trama. Claro, luego todo cobra sentido, o mejor dicho adquiere una orientación hacia las razones por la cual será parte del catálogo del Estudio Pixar. Es posible que todos los cambios que sufrió esta producción para ver la luz hayan influenciado. Cambió de director por razones artísticas, además de sufrir modificaciones en el guión que obligaron a posponer el estreno varias veces. Debería ser la decimotercera, pero es la decimosexta. Pero vayamos al buen desconcierto. Ya de por sí el corto que precede a la proyección, “El súper equipo de Sanjay”, aborda una temática nunca tocada en forma directa y deja, pese a su buena factura y efectividad, algunas preguntas sobre el origen de la idea. El living de una casa en India de cultura y religión hinduista. De un lado el hijo fanatizado por los superhéroes en la televisión, por el otro el padre que está frente a otra caja (altar) dispuesto al ritual del rezo al cual el hijo es forzado a realizar. Es un choque cultural externo y ajeno que se resuelve a partir de la imaginación del niño que pone su imaginación a pleno para combatir el aburrimiento. ¿Se puede hablar de incorrección religiosa en lugar de política? Luego el plato fuerte. “Un gran dinosaurio” tiene una primera escena que sino fuese por lo que sucede después estaríamos hablando de la subestimación de la inteligencia. Asteroides en órbita. Uno de ellos sale de ella y se dirige directo a la Tierra y a rubricar la teoría del Big Bang. 65 millones de años atrás dirá un cartel. El problema es que mientras establece su trayectoria vemos que se dirige hacia el Continente Americano que por supuesto no existía como tal en esa era. Viniendo de artistas que no filman ese nivel de subestimación, es raro. Y se vuelve aún más cuando vemos una familia de Apatosaurios cultivar la tierra, alimentando gallinas, arando la tierra y construyendo un silo de piedra para proteger la cosecha de maíz de una criatura que se la roba sistemáticamente. No sólo no parece de Pixar; además se percibe cierto facilismo televisivo en la instalación de códigos. Sin embargo, la aparición de la criatura resignifica esos primeros 10 minutos. La criatura es humana. El contraste ya es mucho más claro. La película de Peter Sohn juega a tomar los elementos comunes que el público conoce de los dinosaurios para transformarlos, por oposición, en la primera declaración de principios: La naturaleza es sabia, más organizada, más armónica y mejor preparada que el hombre porque Spot (Jack Bright), tal el nombre del niño cavernícola que aparece, no hace otra cosa que robar, o intentar matar a cuanta criatura se le cruce. Mientras se emplaza este contexto también salen a la luz los temas a tratar en “Un gran dinosaurio”: La superación de los miedos a través de la búsqueda de coraje y el sentido de la pertenencia ya sea a un lugar o a una especie. Antes de la aparición de Spot, presenciamos en nacimiento de Arlo (Raymond Ochoa), el protagonista de esta aventura. Arlo le teme a todo, pero nunca deja de intentar. Sobre todo con la ayuda de su padre por quien siente amor, respeto y devoción. Pero como cada obra de Disney tiene su Bambi, Poppa (Jeffrey Wright) morirá inevitablemente. A partir de allí comienza otra película porque Arlo, perdido en la tormenta junto a Spot, deberá encontrar el camino a casa, y en este sentido presenciamos un “Temple de acero” (1969) y otros clásicos insoslayables, aunque también haya alguna autoreferencia a “Bichos” (1998), y un palmadita de hombro al cine de Don Bluth cuando hizo aquella entrañable “Pie Pequeño en busca del valle encantado” (1988). Todo esto se viene husmeando con algunas pinceladas ofrecidas por la excelente banda de sonido de Mychael Danna, el acento deliberadamente texano en la versión subtitulada, y por supuesto en la impronta de los paisajes que son sencillamente prodigiosos sin dejar de mencionar lo real y deslumbrante del movimiento del agua, la lluvia, el césped, etc. Una película cuyo guión fue tocado, removido y reescrito por tanta gente (cinco escritores en total) estaría condenada al olvido; pero este es un caso en el que Pixar logra, por inventiva y oficio, rescatarla, salir airosa pese a lo lineal de la historia y de paso regalar un par de escenas verdaderamente memorables como el “diálogo” sobre la familia entre Arlo y Spot o la del descubrimiento de más humanos. Intenso año para los estudios que por primera vez estrenan dos películas en un mismo año. Claro, la anterior, “Intensa-Mente” es una obra maestra que va a ganar el Oscar, y se sabe que de esas hay pocas.
El primer minuto de “Operación Zulú” tiene un gran poder de síntesis en el más amplio de los sentidos, pero además sirve de preaviso para que el espectador se acomode al nivel de brutalidad de la que será testigo en este policial. Sudáfrica. 1978. Pleno Apartheid. Un niño ve a través de su ventana como su padre sufre la cruel tortura del neumático incendiario. El hombre está literalmente prendido fuego. El niño echa a correr. A sus pies descalzos se le superponen otros en zapatillas y sobre una cinta para correr tipo gimnasio. Esta elipsis nos traslada a 2013. El detective de homicidios Alí Sokhela (Forest Whitaker) hace ejercicio con ese dolor y horror a cuestas. Corre sin moverse, corre para siempre. Poco después se encuentra frente al cadáver de una niña brutalmente asesinada a golpes. El detective Brian Epkeen (Orlando Bloom) se encuentra con tremenda resaca, al lado de una mina de cuyo nombre no tiene idea y en franco estado de abandono. No parece importarle mucho estar vivo (baja desnudo a la cocina y mantiene un “diálogo” con su hijo adolescente, le tira whisky al café, fuma todo el tiempo, etc.), pero es el partenaire de Alí y juntos, con su pasado y presente a cuestas, verán en el asesinato que investigan la punta de un peligroso iceberg que involucra a gente de todos los estratos sociales y políticos de esta Sudáfrica post Mundial 2010. Este policial amaga con ser una “buddy movie” por el nivel de contraste de personajes protagónicos, muy cerca de la gran “Arma mortal” (Richard Donner, 1986). Pero la idea es otra. La película intenta con su extrema crudeza y violencia acercarse a un panorama realista de la vida después de Mandela. Un registro cercano a “Ciudad de Dios” (Fernando Meirelles y Kátia Lund, 2002) por su conexión con personajes marginales, pero tomando la investigación como una forma de destapar la olla del mundo de las drogas primero, y de la hilachas de un pasado doloroso que parece arraigado a un odio desmedido. En este sentido no hay concesiones sobre la crudeza de las escenas de violencia, porque el asesinato de una chica, blanca, bonita, de clase alta, es la punta de un iceberg que amenaza con hundir a varios merced a una nueva droga llamada Tik (o algo así), que se inventó en su momento para aniquilar a los negros por su alto nivel de toxicidad y efectos secundarios extremadamente agresivos (acá sería como el paco). El guión de Julien Rappeneau y Jérôme Salle, basados en el libro de Caryl Ferey, tiene como ventaja principal el construir muy bien a todos los personajes, pero con especial foco en los protagónicos. Fuera de lo que es la investigación, hay dos subtramas muy fuertes que operan sobre el presente sórdido y oscuro de ambos, como si no tuviesen demasiado con un caso que claramente los desborda. Se trata de la desarmada y disonante vida familiar que cada uno lleva a cuestas. Hay momentos en los que el espectador se preguntará con justa razón si hay algo más que les pueda pasar a estos tipos como para hacer cartón lleno. Pese a todo, no deja de aparecer el humor que surge desde la catástrofe; un par de gags bien puestos y con buen timing para quien sepa entrar en el código propuesto por el director Jérôme Salle, cuyo antecedente más inmediato fue el guión de “El turista” (2010), lo que es conveniente pasar por alto para evitar rechazos por currículum vitae. Además, todo en este guión funciona y donde pareciera haber excesos, simplemente es coherencia con la propuesta. Un policial duro, bien filmado y con varias escenas que se paladean rato después de verla “Operación Zulú” es de lo mejorcito estrenado en el género.
Para disfrutar el género de terror en su mejor expresión del año Con el estreno de “Regreso a casa” parecemos asistir a otra etapa en la vida artística del director Yimou Zhang en la cual vuelve a revisar una parte de la historia reciente de China, tal como lo hiciera al principio de su filmografía pero esta vez con un contexto directo que obra como factor omnipresente de su historia: La transición entre la última Revolución Cultural y los años posteriores. Lu Yanshi (Chen Daoming) es buscado por las autoridades luego de escaparse tras diez años de encierro. Su momento furtivo lo lleva a tratar de volver a hacer contacto con Feng (Gong Li), su esposa, y con su hija Dandan (Huiwen Zhang) a quien apenas conoce. Arreglan para reencontrarse, pero todo es frustrado por las autoridades lo cual provoca un shock en Feng. Terminado ese régimen, Lu es liberado como preso político, pero su esposa ha quedado en un estado cíclico en el cual cada tanto va a la estación de ferrocarril a buscar a un esposo que no llega nunca, sin darse cuenta que lo tiene al lado. Con una generosa puesta y recreación de época, algo que en el cine de Yimou Zhang siempre es una caricia para la vista y el alma, el guión, basado en la novela de Yan Gelin, hace eje en la memoria, en los ideales estancados y en la consecuencias de cualquier régimen en la capacidad de pensar de las próximas generaciones. En este sentido, la presentación de Dandan, la hija, se vuelve fundamental para la historia como el catalizador del conflicto, pero también como la respuesta al intento de emplazar la coyuntura socio-política de la época, sin dejar de poner la inocencia como el motor impulsor. La niña se rompe el alma para quedar como protagonista del elenco de un ballet escolar que además supone la gloria o la deshonra para ella, en pleno régimen de Mao Zedong. Ser “la hija de…” es lo que signa su destino por encima de su talento, y en ese contexto su fidelidad al partido también la ha despojado del vínculo con la figura paterna. Al encontrarse con él, al comienzo su camino ético se bifurca. Denunciarlo podría entenderse como su prueba de devoción hacia el Partido, pero también como la renuncia a la relación padre-hija que, por otro lado, nunca existió. En el otro costado de la trama está la relación entre Lu y Feng. Se adivinan sus etapas como pareja, todas ellas marcadas por los acontecimientos históricos. La memoria de la mujer (shockeada por un golpe tanto anímico como físico) quedó detenida en ese tiempo, trazando una metáfora sobre la incapacidad para superar la opresión de las ideas. Allí es donde el texto cinematográfico enriquece su contenido para transformarlo en una verdadera lectura y visión de una época que sin dudas marcó un antes y un después en la historia. Según las palabras de Yan Gelin la gente es más víctima que responsable de la política. Más allá de la multiplicidad de lecturas, “Regreso a casa” se configura como una preciosa historia con tintes dramáticos muy bien logrados por las estupendas actuaciones de todo el elenco, en especial por la pareja protagónica. En la superficie podrían encontrarse reminiscencias con “El regreso de Martin Guerre” (Daniel Vigne, 1982) y “Como si fuera la primera vez” (Peter Segal, 2004), porque ambas jugaban, por un lado con la duda y la congoja ponderadas por el deseo de ser y la soledad, y por el otro con la amnesia emocional. Este estreno aprovecha algunos de estos elementos (porque no falta humor en esta realización) y los potencia para explicar y agigantar las dos palabras del título. Los regresos no son fáciles y casa, en tanto hogar, es un lugar gigante. Lleno de vacíos, de omnipresencias externas al seno dispuestas a influenciar en las rupturas y también en las reconstrucciones.
Finalmente llegó. La culminación de la mejor saga adolescente se ha estrenado y ahora sí, se puede hacer una lectura más importante porque, como decíamos el año pasado en esta misma página, al dividir el último capítulo en dos el análisis quedaba corto frente a lo abrupto del final y a la falta de desarrollo de las líneas argumentales planteadas en la tercera parte. “Los juegos del hambre: Sinsajo - El final” comienza en el punto exacto dejado hace un año. Los rebeldes comenzaron a usar a Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence) como líder mediática para unir a los sobrevivientes de los distritos en rebelión contra el Capitolio presidido por Snow (Donald Sutherland), el que a su vez perdió a su prisionero ideal, Peeta Mellark (Josh Hutcherson), convertido al oficialismo luego de un lavado de cerebro, a manos de los rebeldes. Peeta casi ahorca a Katniss, quien ya se había pronunciado como aliada a Coin (Julianne Moore) y al vocero Plutarch (Phillip Seymour Hoffman) para lograr el derrocamiento y el fin del régimen. Así las cosas. Desde el comienzo de este último capítulo la progresión dramática se parece más a un clímax constante, con algunas transiciones, que a la estructura propuesta hasta ahora en las dos primeras, lo cual era de esperar porque estamos frente al guión adaptado del 30% restante del libro en el que se basa. A lo largo de las dos horas y pico de duración iremos atando cabos finales, despidiendo personajes y cerrando el costado político inherente a toda revolución, con alguna vuelta de tuerca que en definitiva se transforma en lo más atractivo del discurso. Contrario a varios argumentos esgrimidos por ahí, “Los juegos del hambre: Sinsajo - El final” no es una película bélica, aunque por supuesto hay enfrentamientos. Es más, si es por eso la primera parte de este final se parece más a una de guerra que esta. Lo que se cuenta aquí es el final del camino elegido por la protagonista y lo que arrastra consigo como consecuencia. Los elementos sobre el paño narrativo son el avance hacia la mansión de Snow para asesinarlo (cuestión que, para no desaprovechar puntos de rating, también se televisa), y desenlace de la historia de amor con la que se viene coqueteando desde los primeros minutos de la saga. En el avance de los rebeldes hay un previo preparativo de miles de trampas emplazadas en la ciudad, instalando de hecho la fidelidad al mensaje original concebido por Suzanne Collins en sus tres libros: los medios como máquina devoradora de la juventud y de la explotación del morbo como justificativo para cualquier espectáculo. También hay lugar para mostrar la descontextualización de la información y para una batalla mediática entre Snow y Coin. En este sentido, la figura de Katniss se erige como la esperanza. Los jóvenes como bastión de la ruptura de las estructuras culturales impuestas por los mandatos generacionales anteriores. Si la rebelión es cultural, la tetralogía de “Los juegos del hambre” instala eso en el esqueleto de esta gran aventura. El director Francis Lawrence, responsable de las tres últimas, ha logrado no moverse un centímetro del concepto principal, del sub texto literario, y así logra un discurso coherente que se mueve dentro de la lógica propuesta desde el inicio. Por el lado narrativo, no estamos frente a otra cosa que un final, y como tal los tintes épicos aparecen por todos lados, los personajes tendrán su momento de redención y a cada cual le tocará lo suyo. El trabajo de todo el elenco es lo suficientemente sólido como para no poder disociarlos de estos personajes. Difícilmente se pueda pensar en alguien distinto para interpretar estos papeles. De factura técnica impecable y con un ritmo que balancea convenientemente las transiciones con la acción, “Los juegos del hambre: Sinsajo - El final” es un gran final. Como se merecían los fans y cualquier espectador del buen cine pochoclero.
Los regresos no son fáciles y casa, en tanto hogar, es un lugar gigante Nada más reconfortante y entretenido que ver a un artista divirtiéndose con lo que hace porque esa diversión se transmite a su obra y contagia. M. Night Shyamalan tuvo la dispar suerte de hacer un primer superhit con la primera plata “en serio” que le dio Hollywood, luego de dos intentos de comedia sentimentaloide que nunca vimos acá de manera oficial. “Sexto sentido” (1999) no sólo sorprendió y dejó las uñas de todos los espectadores de la época incrustadas en los brazos de las butacas, también marcó un hito en la forma de ver y tratar a los ectoplasmas al punto de haberse acuñado como punto de referencia. De películas como “Los otros” (Alejandro Amenábar, 2001) se decía “es tipo “Sexto sentido”; y así con tantas otras. Con la vara tan alta era de esperar que cualquier tráiler que dijese “Del director de…” volcaría masivamente al público a comprar una entrada. Así, cuanto más dinero tuvo el norteamericano para filmar, peor le iba. Abordaba buenas ideas, pero parecía dejarse llevar por la hipnosis que generan las mismas cuando se escuchan, en lugar de ocupar su tiempo en resolverlas de manera convincente en las páginas del guión. Su pericia incuestionable para generar climas ha entregado (en toda su filmografía) una primera media hora sólida, contundente, creativa e intrigante que luego se escurre como arena en las manos. Desde “Señales” (2002) en adelante fueron trece años en los cuales el creador no pegó una. Trece años que finalizan (esperemos) con este estreno. En “Los huéspedes” la idea es simple. Dos hermanos, Becca (Olivia DeJonge) y Tyler (Ed Oxenbould) crecieron con su madre separada (Kathryn Hahn). Nunca conocieron a los abuelos maternos porque hubo una terrible discusión, y desde entonces se rompió el vínculo. Becca, aspirante a cineasta y fanática del lenguaje de la imagen, quiere matar dos pájaros de un tiro: por un lado, viajar a conocer a los abuelos junto a su hermano, por el otro, realizar una pieza documental sobre dicho viaje. Ambos viajan (solos) para ser recibidos por los ancianos. Todo va bien hasta que los chicos comienzan a percibir comportamientos extraños y hasta temibles. El astuto guión del propio Shyamalan hace anclaje en el punto de vista de los chicos y sus miedos al mundo adulto. Al mundo frente al cual se sienten débiles, vulnerables y a la vez emocionalmente dependientes. En el tiempo que pasó desde 1999 a hoy, el cine de terror tomó los registros naturales, los reality show, el falso documental y el archivo encontrado como plataforma esencial para contar las historias. Tomó el lenguaje televisivo y de la era de youtube para hacer “más real” la ficción con resultados más predecibles (y mentirosos la mayoría de las veces) que novedosos. Se puso de moda la forma y hasta se trasladó a otros géneros. M. Night Shyamalan parece haber tomado buena nota de estas modas para poder construir un relato que logra reírse de esos recursos todo el tiempo, justamente porque se lo toma en serio y al pie de la letra. Hasta en eso tira palos irónicos, porque, de verdad, esta es la primera vez que se cumple la propuesta. Todo es con una cámara primero, a la que se suma (de manera inteligente y creativa) otra. Nunca el relato traicionará este código, al revés de lo visto hasta ahora (empezando por la saga de “Actividad paranormal”, 2007-2015). La enorme cantidad de guiños al género que el realizador incluyese suma al gran manejo del balance del relato en las dosis justas de tensión, suspenso y humor del bueno (hay un par de gags inolvidables). El aferramiento a la idea central de una película de este tipo, que es la de asustar, sorprender y sobresaltar, constituye la mejor virtud de “Los huéspedes” pues la capacidad narrativa no se ha perdido y se mantiene hasta el final, con una vuelta de tuerca de esas que hacen abrir la boca al espectador que para esa altura ha sufrido varios sobresaltos y momentos tensos. Claro, como siempre se necesita un buen elenco. Olivia DeJonge y Kathryn Hahn ofrecen solidez y credibilidad a la hija y la madre respectivamente, pero Ed Oxenbould se calza el traje de líder y tiene momentos tan desopilantes como esenciales para la construcción de su personaje. No es de extrañar la buena dirección de actores porque ya el pequeño Haley Joel Osmenttuvo su nominación al Oscar en 2000 por su niño con visiones de “Sexto sentido”. Ed Oxenbould, a quien ya habíamos visto lucirse en “Alexander y un día terrible, horrible, malo, muy malo” (2014), tiene una naturalidad, un desparpajo y una desfachatez frente a cámara que parecería haber nacido dentro de ella. Tendremos un gran proyecto de actor si puede manejar los excesos de gesticulación. Párrafo aparte para los abuelos. A Deanna Dunagan la hemos visto muy poco en cine, porque eminentemente es una actriz de teatro, que aquí pone toda la carne al asador. Lo que hace con su cuerpo en varias escenas resulta estremecedor y efectivo. Una delicia. Algo parecido sucede con el contrapunto que maneja Peter McRobbie, pues al revés de su partenaire es en el estatismo y la máscara neutra en donde hace anclaje para componer su personaje. Sin dudas el despojo de presupuesto le sentó bien a M. Night Shyamalan. Volvió a las fuentes y se prepara para estrenar la próxima dentro de poco. Por ahora, a disfrutar del mejor estreno del género del año.
James Bond parece eterno. 53 añitos en la pantalla cumple el agente británico, y un poco más en las librerías del mundo. Ha tenido, como todo personaje longevo en el cine, sus buenas épocas, sus altibajos, pasos en falso y momentos dorados en este recorrido que no parece tener límites. Mientras los productores andan intercambiando mails y llamados por celular para insistirle a Daniel Craig que se calce el traje una vez más, se estrena la cuarta que lo tiene como protagonista desde hace nueve años. 2006 con “Casino Royale”, fue claramente un renacer para el fanático de los Martinis con vodka. Más duro, humano, actual y también más conflictuado. Conocimos un héroe con costados oscuros, pasado turbulento y futuro incierto. No fue lo único que aportó esta etapa. Como nunca los guionistas se ocuparon de amalgamar más de cincuenta años de historia con referencias, nombres, regresos y varios eslabones perdidos. La idea de esta empresa es que el espectador tenga poca necesidad de recurrir al archivo y enfrente lo venidero con una noción global de la saga y del personaje que tuvo su mayor exponente en la anterior. “Skyfall” (2012) fue perfecta. Dejó la vara muy alta y ahora “Spectre” (que ya desde el título nos lleva a 1962, cuando la organización criminal apareció por primera vez), trata de ponerse a la par repitiendo casi el mismo equipo de la anterior: Sam Mendes en la dirección, los tres guionistas, Thomas Newman en la banda de sonido, etc. El capo di tutti capi de la organización Ernst Stavro Blofeld, alguna vez interpretado por Donald Pleascense, Telly Savallas y en 2015 por Christoph Waltz, anda con ganas de dominar el mundo otra vez, pero como ya no estamos en la Guerra Fría la cuestión se dirime con el control total de las redes y de la unión de todos los servicios de inteligencia de las potencias mundiales comandados desde el cuartel general en Londres. “¿Cree que se puede comparar a Bond con drones y tecnología?” espeta C (Andrew Scott). Claro, tratar a 007 como algo obsoleto podría sonar a chiste, pero resulta que como todo tiene que ver con todo, el ser enemigos no va a ser el único vínculo que une a James Bond con el resto de los villanos. Por ahí pasa la cosa en “Spectre”, pero en lugar de apoyarse por completo en los hilos dramáticos propuestos desde “Casino Royale” a esta parte, el guión elige darle la misma importancia a lo circunstancial de las escenas de acción (muy bien filmadas por cierto) con lo cual algunas situaciones parecen algo demodé y hasta suenan a culebrón durante algunas fracciones de segundos. Esta circunstancia en particular alargan el relato pues los momentos de transición son tanto para conocer el pasado de James Bond como para unir a la chica de turno, Madeleine (Lea Seydoux), en la red hereditaria de los viejos enemigos. Un eslabón que si no existiese no cambiaría mucho de la trama pero, claro, nos quedaríamos sin “la chica Bond” de este año. Aparecerán numerosas referencias al mundo de Ian Fleming, incluso en los títulos decorados por la canción más insulsa, melosa e intrascendente de la historia del personaje. Se podría decir que la jugada por el entretenimiento sale bien, pero es en lo otro en donde la saga ha ganado terreno y sería bueno no abandonarlo para la que viene.
Hace 800 años, casi todo el mundo “civilizado” (Europa digamos) andaba ocupadísimo con Las Cruzadas. Toda persona de género masculino iba en busca del Santo Grial (más todo lo que pudiesen “encontrar”). Los pocos que preferían quedarse andaban con problemas de salud. Una peste terrible azotaba toda el área, así que habrían de matar a las brujas responsables de esto o no quedaba nadie. Entre todos los feroces cazadores está Kaulder (Vin Diesel), el más pensante de todo el grupete que convenientemente sugiere matar a la Reina Bruja (Julie Engelbrecht), para que todas las otras mueran con ella. Así lo hace este buen hombre, pero antes de morir ella le lanza la terrible maldición de la inmortalidad, condición que nos lleva, elipsis mediante, a nuestro atribulado presente y de paso explica el título: “El ultimo cazador de brujas”. Este guión de Cory Goodman, Matt Sazama, Burk Sharpless es un disfraz para reciclar y maquillar ideas de antaño. Como si mezcláramos en una licuadora el de “Highlander” (1986), el de “Blade” (1999) y el de “Constantine” (2005), entre otros cientos de ejemplos. Al no poder ponderar la originalidad de la idea, cualquier espectador del género de aventuras querría al menos contar con buena factura técnica, que el planteo sea creíble y las escenas de acción cuenten con cierto nivel de aceptabilidad entre el diseño de arte, vértigo, sonido, suspenso, música, etc. Hay varios nombres notables en el equipo como Dean Semler en la fotografía, Steve Jablonski en la banda de sonido o Chris Lebenzon como uno de los compaginadores aunque de todos modos, por más talento que se tenga si el cuento es flojo… “El último cazador de brujas” zafa raspando algunas materias gracias a esos nombres y a contar con Vin Diesel en el elenco. El actor conoce su paño y se pone a sus espaldas todas las falencias de esta producción porque su figura está emparentada con el género de acción, por lo cual, una historia que gira alrededor de su casi constante presencia puede acomodarse a la complicidad de un público que simplemente quiere ver cómo gana la batalla. Los demás integrantes del elenco dejan diferentes sensaciones. Michael Caine parece haber tomado a su Alfred de la última trilogía de Batman para conseguirle trabajo en esta película, mientras que Elijah Wood no sabe bien como seguir luego de la saga de “El señor de los anillos” (2001), Rose Leslie compone el único personaje con crecimiento dramático a lo largo de los 105 minutos, pues Chloe (la bruja buena, digamos) será en definitiva quien acompañe a Kaulder en su derrotero por salvar al mundo. Por el lado de los villanos, tanto Belial (Ólafur Darri Ólafsson), como la mencionada Reina Bruja, nunca parecen terminar de constituirse en verdaderas amenazas que comprometan la suerte de los protagonistas. En esto, la figura de Vin Diesel es un arma de doble filo como varias veces lo fueron los viejos y queridos actores del cine de acción de los ‘70 y ‘80. Así y todo, la película llega a puerto. Maltrecha, golpeada por tormentas de situaciones conocidas pero manoteando aire con líneas de diálogos apuntadas al humor referencial (“nos equivocamos con Salem”, dice Kaulder en un momento), e intentos por instalar elementos que construyan las futuras continuaciones. ¡Ah!, porque va a haber otras ¿eh? A ver… no nos engañemos. Si hay una “Reina” es porque hay un “Rey” ¿no? La taquilla es y será la que decida, si es o no “el último”.
Para poder apreciar “Cuentos de Halloween” habrá que declararse ultra fanático del género por la tonelada de guiños, cameos, referencias, homenajes y menciones implícitas y explícitas que hay a lo largo de los poco más de noventa minutos de duración de esta producción coral. Tal es así que aquellos ocasionales espectadores del cine de terror poco adeptos a explotar su costado nerd probablemente sientan insultada su inteligencia. Por ejemplo, en este estreno hay una locutora que tiene un programa de radio en Halloween, lo cual sirve como introducción a los relatos que vamos a ver o como nexo de la mística entre las historias. Esto está particularmente actuado con despreocupación y displicencia para el espectador común. Para el fanático, será una delicia porque esa locutora es Adrianne Barbeau que hacía lo mismo en “La niebla” (John Carpenter, 1980). Eso es el botón de muestra de un amplio surtido. En definitiva, así como ocurría con el zombi de la serie “Cuentos de la cripta” (1989 – 1996), el duende de “Creepshow” (1982), la voz de la TV que aseguraba que “no hay nada malo con su aparato de televisión” en “La dimensión desconocida”(1959 - 1964), o para los más memoriosos de la radiofonía argentina, la voz de Juan José Piñeyro que ponía los pelos de punta en Radio El Mundo con los espeluznantes “Cuentos de la Vieja Abadía”, “Cuentos de Halloween” también tiene lo suyo. Once directores para una hora y media. Acá, probablemente empieza parte de la explicación. Parece poco tiempo para contar el cuento y todo tiene una sensación de hecho a las apuradas, en forma burda e inverosímil. Paradójicamente, al ir tan al extremo algunas cosas funcionan, como la pelea final del cuento de los extraterrestres, el del hijo del diablo que sale a pedir golosinas y arma un desastre, y el homenaje al cine clase Z con una calabaza carnívora que anda devorando gente por ahí Es realmente muy poco lo rescatable de una película que justifica su existencia más por una cuestión melómana que por la solidez de las historias o la pericia narrativa. En todo caso, si es por lo primero, habrá varias razones para ir al cine con ganas de nostalgia, empezando por la posibilidad de volver a escuchar música de Lalo Schiffrin que salió de su retiro para esto por pedido de su hijo, quien dirige uno de los cuentos Todo lo demás dependerá solamente de las ganas de reírse del ridículo.
Clara demostración de ganas de hacer buen cine Es admirable lo de “7 Salamancas”. Más allá de los méritos propios producto de un profundo conocimiento de lo que se está hablando, se trata de la extrapolación del deseo de contar una historia que deriva en un proyecto cinematográfico, ponderado por una notable virtud para exprimir hasta la última gota los escasos recursos con que se cuentan. Así, estamos frente a un ejemplo de los tantos existentes en el cine que aportan a la teoría más simple: si se tiene un buen guión y la convicción para saber cómo contarlo tomando riesgos propios, lo demás es secundario. Es decir, los demás aspectos de la realización integral serán una consecuencia natural de lo primero. “La salamanca es un lugar sagrado en el Norte Argentino. Es un cruce de caminos, una cueva o un paraje. Allí quien tenga el coraje necesario puede invocar al Zupay –el diablo- para entregarle su alma a cambio de un don” Con este enunciado, cruza entre una vieja leyenda del Blues (Robert Johnson) y el cine de terror tradicional, Marcos Pastor da comienzo a una suerte de búsqueda mística y onírica, que si bien utiliza elementos puros del documental, estos se convierten en la base para darle forma a un relato que desentrama un mito telúrico, bien argentino. Según esta leyenda, esparcida entre el norte de Córdoba y el sur de Santiago del Estero, pero nacida en la entrañas de la zona de Quimilí, siete son los pasos que llevan a La Salamanca, por lo cual podremos esperar el desarrollo de cada uno de ellos separados por su respectivo título. Así, Besar el sapo, Sacrificar un ser amado, Renunciar a la fe cristiana, Recorrer la Salamanca, Sexo con la vívora, Escuchar a los propios muertos y El banquete en la Salamanca, serán los disparadores para que el engranaje visual y sonoro, comandado por el director y sus notables colaboradores Iván Gierasinchuk y Marina Guitelman, se ponga en marcha para generar todos los climas de los episodios de 7 Salamancas; por momentos tensos, por momentos inquietantes. El grupo de no actores van desplegando su “habitar” en cámara. Se intuye un gigantesco recorte de todo lo registrado. Milimétrico es el montaje, lo cual ayuda a que Leylen Segundo, Manuel Echegaray, Juan “El diablo” Saavedra, Doña Gregoria Buenaquema y todo el resto de las personas que aparecen a lo largo del metraje actúen como un elemento más casi sin proponérselo. Sin desentonar con el resto de los espacios mostrados. Los mitos, las leyendas, las criaturas alrededor de ellas. El culto a San la muerte y otros rituales paganos van aportando alguna forma de subtrama, pero sin salirse del eje central. “7 Salamancas” puede ser un gran ejemplo de inventiva o de aprovechamiento de recursos, pero sobre todo es una demostración de ganas de hacer buen cine.