Rescata la buena comedia estadounidense con su humor rápido y efectivo Rara esta ocasión en la que desde el título y el afiche pueden suponerse muchas cosas respecto del estado de la comedia norteamericana, incluso con algún preconcepto, pero que en definitiva termina siendo mucho más de lo que se evidencia a primera vista. En “Guerra de papás”, Brad (Will Ferrell) es un hombre casado con Sara (Linda Cardellini), la ex de Dusty (Mark Wahlberg), quien dejó a su mujer e hijos para irse de aventuras por el mundo. Ahora debe “enfrentarse” al regreso de éste último para competir (si se puede usar este término) por ser una mejor imagen paterna para los dos chiquitos que claramente la necesitan. Con esta premisa, Sean Anders aborda una película asentada en la base de un humor rápido y efectivo. Escrito para hacer reír, pero no necesariamente forzado, gracias a la instalación de un verosímil sólido que hace aceptable cualquier situación. Una tarea bastante difícil por la facilidad con la que se puede caer en la exacerbación de la obviedad. El director va por lo seguro: primero, presentar los personajes en forma contundente, en especial Brad, sobre quien recae el eje dramático, y segundo, establecer algunos cuadros de situaciones que funcionan como microsituaciones que se resuelven en el momento en lugar de estirarlas hasta el agotamiento. Podría parecer una Buddy movie, pero es interesante ver como hace para revertir la fórmula: estos antagonistas no están unidos por una causa, sino por una consecuencia común, que son los chicos. Brad ama ser padre y lo tiene como objetivo primordial porque es estéril. No puede tener hijos propios. Dusty, en cambio, podría tener todos los que quiere dada su virilidad de macho alfa, pero abandonó su rol de jefe de familia. Uno no puede y el otro no quiere. En el medio están ellos como víctimas de los errores adultos. En ningún momento estamos frente a situaciones incómodas porque el guión nunca abandona la idea de la comedia, pero a la vez la forma elegida combina muy bien los gags propiamente dichos, con la idea central de la responsabilidad de ser padre. El fuerte en “Guerra de papás” es la construcción de los dos personajes centrales. Brad es la devoción obsesiva por valores como la armonía social, actitud pacífica, la no confrontación, el diálogo y la comprensión apoyada en la paciencia. Dusty es recio, tosco. Un hombre hecho de puro físico y con pocas luces para el razonamiento. El macho alfa en su más pura expresión contemporánea. Cada uno con su discurso intenta la empatía con los chicos que denota la exacerbación del ego por sobre los verdaderos e importantes intereses. En este sentido, la actitud casi pasiva de la madre, aporta otra aguda observación sobre el rol de la mujer en todo esto, pero insistimos: Es una comedia y no reniega de serlo, al contrario, redobla la apuesta con diálogos y situaciones herederas de la impronta de la revista “Mad” o de la vieja y querida “National Lampoon” (la de aquellas comedias con Chevy Chase y compañía). Hay momentos realmente desopilantes, de carcajada limpia, como la secuencia del juego de básquet, o el intento de Brad por volver a usar su patineta. Todos los elementos que se van mostrando aportan al chiste y al remate. El guión de Brian Burns, Sean Anders y John Morris remite a rutinas de humor re escritas la suficiente cantidad de veces como para asegurar el funcionamiento. Tal vez el análisis no debería ser tan pormenorizado y la definición sea bastante sencilla. Más allá de las lecturas que puedan hacerse, “Guerra de papás” es para matarse de risa.
Bien podría llamarse El secreto de Falconetti, y también estaría bien. No es la única licencia poética que Mirko Stopar se toma para abordar la enigmática vida de la actriz María Falconetti (Renée Jeanne Falconetti: Pantin, Francia, 21 de julio de 1892 - Mendoza, Argentina, 12 de diciembre de 1946), quien protagonizó “La pasión de Juana de Arco”, de Carl Dreyer, en 1927, acaso uno de los más importantes filmes del período mudo, pero que, paradójicamente, significó en la joven actriz un encasillamiento que opacaría toda su carrera anterior y posterior, hasta despojarla de identidad dentro y fuera de la pantalla (o arriba y abajo de los escenarios). Así es “Llamas de nitrato”. Toda una traslación al pasado, ya desde el título. La realización, instalada en una impronta cronológica, no llevará a conocer a Goldstuck, el mentor de la estrella, su aceptación en la Comedie Francaise, hasta detalles del viaje de Carl Dreyer a Francia para buscar a Juana. Con un montaje decidido y efectivo veremos anécdotas cómo que filmar la vida de Juana se decidió entre otras dos propuestas, según quien sacara el palito más largo, o el durísimo casting que no conformaba al director hasta que vio a Falconetti en el teatro. Las voces en off de una pariente de Falconetti, el propio Dreyer, el diario de Robert Sousse, miembros del equipo técnico, y alguna otra, van relatando y decorando imágenes de archivo y dramatizaciones con actores (la cámara en picado mostrando una prueba de cámara / casting entre la actriz y el director). Poco más de 40 minutos son los que minuciosamente describen su paso por el cine y su posterior decadencia económica. Luego vendrá su viaje a Sudamérica, particularmente a la Argentina, como Falconetti Orroza. Está claro que “Llamas de nitrato” es un valioso documental para construir otro eslabón en la historia del cine universal, y también una invitación a la recorrida por una vida nacida para ser contada en formato de ficción, pero que aquí sienta una de esas piedras basal que para los cinéfilos del mundo es oro puro.
Bien de “ciudadano de a pie” son las historias que cuenta David O. Russell. Personajes de la calle, del barrio, de la casa. Esos que sufren y gozan como cualquiera de nosotros, incluso si son delincuentes o con alguna patología que los marginan. Hay algo especial en eso. Una bella intención de encontrar esperanza donde parece no haberla, luz donde hay oscuridad y redención donde todo parece condenado a la tristeza. Así fueron sus obras previas “El lado luminoso de la vida (2013) y “Escándalo Americano” (2014), y también su último opus “Joy: el nombre del éxito”, basada en una historia real (¡ay!). “Al menos una de ellas es real” reza una frase al principio. La búsqueda de empatía se conecta con Joy Mangano (Jennifer Lawrence). Como si fuese un cuento de hadas escuchamos una voz que le augura a la niña un futuro en el que inventará grandes cosas. Elipsis mediante, nos encontramos con un ama de casa divorciada y con tres hijos, que además tiene a su madre Ferry (Virginia Madsen) viviendo en la pieza de arriba, aislada del mundo exterior luego del traumático matrimonio con Rudy (Robert De Niro) e inmersa en un culebrón televisivo a lo “Dinastía” como si su vida dependiese de ello. Tony (Edgar Ramírez), su ex, no es ninguna maravilla por cierto. Una vez decidió dedicarse a perseguir su sueño de ser cantante y así se cayó la familia que había formado descansando en Joy (sin eufemismos para la ironía: Es el nombre, pero también significa alegría, en inglés) todo el peso de sobrellevar la “locura de todos” y aguantar también la que recibe en su trabajo, que por cierto no alcanza para llegar a fin de mes. Este cuadro de presentación de personajes se condice con esa particular forma de decir “había una vez…” del comienzo, porque Joy bien podría ser una versión urbana de la Cenicienta. Puesto a contarnos cómo es que Joy tendrá una oportunidad para salir de esa situación exasperante para cualquiera. El director aborda esta producción con la loable idea de expresar que todo llega, y que cada uno debe creer en sí mismo para poder superar cualquier adversidad. Para ello, traza una bisectriz muy inteligente: un posible camino al éxito a partir de un curioso invento que facilita el trabajo del ama de casa. Luego llenará ese camino de palos en la rueda, tropezones y decepciones, como para ser casi una alegoría a la depresión, pero con la convicción del buen manejo de un humor que nace desde cierto dolor y que lo hace verdadero. Por cierto, ya no hace falta destacar la calidad de los actores, pero sí volver a ponderar la dirección de los mismos. David O. Russell es realmente bueno ensamblando y manejando elencos para narrar el cuento. De hecho es el único que logró nominaciones al Oscar (algunos ganó) para las cuatro categorías de actuación durante dos años consecutivos. “Joy: el nombre del éxito” adolece de alguna situación redundante o de un final algo estirado en la zona de definición respecto del ritmo de sus trabajos anteriores, pero al tratarse de una moderna versión de Cenicienta hay concesiones que son saludables hacer para disfrutar de una historia bien contada, con cierto lugar para la poesía urbana en algunas imágenes y claro, emocional.
En tiempos de reciclaje no es extraño ver a Snoopy dándose una vuelta por éste siglo. “¿Por qué no?”, sería la pregunta natural en Hollywood. Al igual ocurrido con un par de obras maestras del cine de animación estrenadas el año pasado, como “El libro de la vida” o “Los Boxtrolls”, “Snoopy y Charly Brown: Peanuts, la película” hace su incursión en el siglo XXI con una gran apuesta: Mantener la estética, la esencia y la mística intacta sin traicionarla en pos del supuesto gusto del público por la tecnología y el diseño de artificio. Bien artesanal en su forma, y principalmente el contenido. Dos historias en forma paralela conviven aquí. El deseo de Charlie Brown por sentirse aceptado, y parte de su entorno (en especial con una nueva compañerita que llega al cole), y por otro lado una historia de aventuras salida de la mente de Snoopy en su intento por plasmarla en papel. Así como ocurrió históricamente en el mundo de la historieta a nivel mundial, las tiras que abordaban las aventuras y situaciones de una pandilla de amigos del barrio han calado hondo en el corazón de los lectores, quienes iban conociendo un universo a partir del cual se veía reflejada la realidad social por medio de la simpleza de pensamiento de los chicos. Esta pandilla ha sido a Estados Unidos lo que Mafalda a nuestro querido país, y por ende ha pasado las fronteras por la universalidad de la problemática que a la larga se pudo vislumbrar. El director Steve Martino decidió mantener a rajatabla el universo creado por Bryan Schulz en 1950. lo cual resulta beneficioso para “Snoopy y Charly Brown: Peanuts, la película”. No hacen falta celulares, ni Internet, ni robots para plantear un tema que ha sido y es de todas las épocas. Los personajes entrañables vuelven con toda su idiosincrasia a pleno en una película que resulta tan nostálgica como entretenida. Bienvenidos los nuevos espectadores, pero este precioso recuerdo se guarda en el corazón de los más grandes también.
Ácida critica al capitalismo salvaje y sus consecuencias sociales Al cine norteamericano no se le puede negar su inmensa capacidad de autocrítica, especialmente cuando se trata con humor, y esto es, precisamente, “La gran apuesta”: una denuncia implacable contra el sistema que terminó por quebrar y que todavía intenta su recuperación. Para lograrlo el vehículo fáctico es la historia de Michael Burry (Christian Bale), el hombre que analizó minuciosamente el mercado inmobiliario para anticiparse en dos o tres años a lo que sería la caída del sistema financiero, el que toda la vida había basado su solidez en el mercado de los bienes raíces y su proyección en los estados de cuenta de las hipotecas. Sobre sus acciones van a adosarse otras dos líneas argumentales en formato de montaje paralelo. Por un lado, tendremos a Mark Baum (Steve Carrell), el dueño de una financiera, o agencia de corredores de bolsa, que trata de mantener a flote algunos ideales, mientras lidia con su vida matrimonial y el hecho de reconocerse como un contestatario compulsivo cuando descubre que alguien se está “haciendo el vivo” La otra pata de la historia la aportan Charlie (John Magaro) y Porter (Hamish Linklater), dos novatos a los cuales les gusta la timba, y particularmente apostar a lo “no seguro” esperando la reversión de los pronósticos a su favor. Hasta aquí, la idea para contar y denunciar las consecuencias del capitalismo salvaje no es distinta del montaje paralelo que proponía Oliver Stone en “Wall Street” (1987), cuando hacía rebotar la acción dramática en los tres personajes principales encarnados por Charlie Sheen, Michael Douglas y Martin Sheen. Hasta se podría considerar una secuela temática, pero los enormes aciertos de “La gran apuesta” pasan por otro lado. En el caso de la construcción de los personajes el guión se ocupa claramente de mostrar quienes son, poniendo por delante la moral que los atraviesa. Ver a Michael es como estar mirando una ecuación. Fríos y secos números despojados de humanidad, un hombre que encuentra satisfacción orgásmica en el hecho de “tener razón”. Mark Baum, por su parte, tiene la premisa de la desconfianza, lo obsesiona descubrir la trampa y que los tramposos pierdan, pero no puede dejar de admitir que él mismo forma parte del sistema que trata de condenar. La doble moral se vislumbra de manera magistral aquí. Por último, Charlie y Porter son el brío, el espíritu joven y el afán por el dinero para vivir la vida loca sin temor al riesgo. Los tres vértices convergen hacia un mismo objetivo que se construye desde el minuto uno: Llevar al espectador al momento en que todo estalló en los mercados del mundo afectando a millones de personas y hogares como consecuencia de una de las más grandes estafas de la historia. Otro de los aciertos, a propósito de esto último, es lograr la traslación del villano visible a una suerte de cuco omnipresente construido magistralmente desde el texto y desde las actuaciones: la crisis económica. Esta crisis funciona como un manto en donde las caras visibles de las instituciones involucradas son lo de menos. Está claro que la codicia es en donde está puesta la lupa. Todo el elenco es homogéneo, pero Christian Bale ya hace otra cosa. Es difícil verlo equivocarse en su trabajo como actor, lo cual le sienta fenómeno a su personaje. “El posible que te hayas equivocado entonces…” le dice uno de sus colaboradores. “Es posible, sí…sólo que no veo cómo…” Y así. Quien cuenta la historia es un ácido Ryan Goslin (Jared) con una escena de juego de Yenga memorable como muchas otras en las cuales participa. Adam McKay no se guarda nada como director. No lo hizo en ninguna de las comedias con Will Ferrell (su elegido para parodiar la mente del norteamericano promedio), ni tampoco aquí. Es tan notable su trabajo que sus decisiones como realizador resaltan aún más en una película con un montaje vertiginoso, música elegida al milímetro (tan funcional como los silencios y las pausas), y en especial la edificación de un discurso de denuncia, crítica ácida e ideas contrapuestas a la corrección política. No queda títere con cabeza, aquí incluso cuando se trata de diálogos tremendamente técnicos pero que eventualmente son como mini discursos expuestos a la ruptura de la “cuarta pared” por un desfile de personalidades que explican “con manzanas” toda la terminología específica que podría dejar afuera a los espectadores que no sean a la vez corredores de bolsa. Un texto que logra comparar los bonos reciclados con un segundo uso para el pescado que no se pudo vender en un restaurante es digno de ser tenido en cuenta como uno de los grandes momentos escritos para cine de los últimos tiempos. “La gran apuesta” propone tomar con humor corrosivo la gestación de la gran estafa al público estadounidense que se hizo real en 2008, pero que tomó años de confianza ciega con el cuidado de no hacer lo mismo con sus consecuencias. Las fotos que forman parte del material de archivo son lo suficientemente contundentes como para no necesitar refuerzo de ninguna índole. El epílogo, escrito en pantalla al final, no sólo refuerza el texto, también deja para cualquiera con conciencia alerta un extraño sabor a incertidumbre. Algo más de dos horas de montaña rusa, de esas a las que uno quiere volver a subirse.
Si cada familia es un mundo, en navidad se potencia todo. Para bien o para mal, según el ojo con que se mire, pero todo se potencia. Si lo saben los Cooper que están organizando una cena navideña en la víspera de una separación, porque uno quiere viajar y el otro no (¿qué?). Pero claro, como el guión no se molesta en explicar toda la historia que los precede como para entender que la cosa viene de antes, y bastante pesada el sustento, no tiene más asidero que algunas frases aisladas en los diálogos que invitan al espectador a suponer más de lo que se supone que debería. Es cierto que después de muchas nochebuenas en el cine, algunos parámetros culturales están ya instalados por lo cual, si de verdad se profundizase en esta relación matrimonial entre (Sam) John Goodman y (Charlotte) Diane Keaton, estaríamos frente a un dramón de aquellos que jamás sería aprobado por un productor de Hollywood que quiera conservar su trabajo para el año entrante. “Navidad con los Cooper” es, por antonomasia, la típica comedia familiar que el público recibe año a año. No concordamos con la idea de la liviandad, o sea la “comedia liviana”, si ésta tiene poco sustento como para que el espectador tenga elementos mejor construidos de los cuales agarrarse y pueda empatizar. Aunque más no sea por una idea central que funcione como gancho, por ejemplo aquella de “El regalo prometido” (Brian Levant, 1996) que enfrentaba a Arnold Schwarzenegger con su antagónico eventual en la lucha por conseguir el último muñeco del superhéroe de moda. Esa lucha externa manejaba la acción, pero de fondo teníamos a dos padres que intentaban lograr la admiración de sus hijos, no por el juguete; sino por poder cumplir lo prometido. Aquí en cambio la directora Jessie Nelson se conforma con contar con un elenco multiestelar que “garantice” por peso propio la posibilidad de darle vida a diálogos y situaciones algo traídas de los pelos. Un logro parcial, si se quiere, porque hay momentos que funcionan bien y otros que se diluyen al seguir incorporando personajes a la trama que no necesariamente están balanceados todo el tiempo, esto de abarcar mucho y apretar poco ayuda a definir el tema. Es decir, si es por el elenco, se puede ir tranquilo aunque la historia vaya decayendo como cuando se enfría el pavo y se descubre que en realidad estaba un poco seco.
A lo mejor es uno el que se vuelve algo más quisquilloso con el tiempo y en realidad ya no ve con los ojos de quien se deja llevar por la historia per sé. No. No es eso. Lo que pasa es que uno puede haber visto el cuento muchas veces, y disfrutarlo igual hasta volverse experto, es decir que llega un momento, por simple cuestión de crecimiento intelectual, en el cual está bueno hacerse preguntas básicas para que el autor del cuento pueda responderlas con la acción del texto que justifica tales respuestas. Ya se escribió “Caperucita Roja”. Es inútil tratar de interpelar al autor de la leyenda. Si uno tiene 6 años, se va a creer todo de principio a fin, y chau. Si uno tiene, no sé… 30 años, podrá volverse más escéptico. ¿Cómo una madre va a largar a la nena en medio del bosque? ¿Qué distancia recorre en el cuento? ¿Por qué habla un lobo? ¿Nunca vio en su vida a la abuelita, como para preguntarle que dientes grandes tiene? ¿No se da cuenta que son colmillos? Antes no importaba. Cuando uno crece sí. ¿Por qué se llama “La cabaña del diablo”? No hay cabaña acá. Listo. Me voy. ¿A qué me quedo? ¿El título en inglés? “Gallows hill”, algo así como: La colina del patíbulo. ¿Es el nombre de un hotel abandonado en medio de la selva colombiana? El que puso el antiguo hotel ahí ¿compró un fondo de comercio barato? ¿De verdad algún turista que no sea oriundo de Transilvania iría a pasar una noche ahí con ese nombre, aún en tiempos de esplendor? Un hombre que está a punto de casarse otra vez, va a buscar a su hija a Medellín para que asista a la ceremonia (ok, ponéle). Ella no está muy convencida. En realidad no tiene ni un poquito de ganas. Además, está laburando de lo que le gusta: Periodismo (ponéle). Y el novio es camarógrafo. Parece haber una barrera idiomática entre el inglés horrible que habla el padre y un país de habla hispana, pero no importa porque el director Víctor García decide que a veces se entienden entre ellos, y a veces no. Por ejemplo cuando un viejo que vive en el lugar en cuestión (al cual acceden luego de un accidente mal contado desde el verosímil) es atado e interrogado. Pese a que todos en las butacas escuchamos que este señor está intentando advertir que si abren la puerta del sótano se viene la hecatombe, el responsable de “La cabaña del diablo” decide que ahí no lo entiende nadie. Es más, lo amordazan. No vaya a ser que comprendan que hay una bruja poseída, de esas que hablan como si se hubiesen tragado a Julio Sosay a María Marta Serra Lima juntos, y salgan todos corriendo a la media hora de proyección. No cabe aclarar más. Eso sí. Técnicamente es un prodigio de efectos sonoros y fotografía. Ellos sí entendieron lo que el género pide y logran hacer del hotel y sus alrededores un verdadero clima opresivo y difícil, en desmedro de algunos diálogos que remiten a la referencia literaria anterior. De naif al ridículo hay una pequeña diferencia, pero “La cabaña del diablo” no se molesta en diferenciarla. No se preocupe, si no lo echaron de la sala al reírse a carcajadas con situaciones que deberían provocar el efecto contrario, todavía podrá usted presenciar el momento exacto en el cual los personajes entienden el modus operandi de éste diablo. Ahí sí, prepárese para un plato tan fuerte que rompe cualquier atisbo de sentido común. El género del terror ha sido y es un gran prodigio del uso metafórico para hablar de temas más profundos (George Romero o John Carpenter lo saben bien), pero el único diálogo interesante sobre las FARC en el cual podría haber nacido la gran oportunidad de esta película es tapado por una corrección política que asusta para una idea nacida en Latinoamérica. No hay cabaña, no hay diablo… no hay casi nada.
La vida vista desde lo alto de la edad puede tener muchas aristas en todos. Hay un gran camino recorrido a lo largo de los años. Algunos reciben el “click” de “estoy viejo” de distinta manera. Con cierta depresión por ejemplo, y como se muestra en éste estreno sólo hace falta ver la mirada desganada, o escuchar la voz resignada, de Jacobo Kaplan (Héctor Noguera). Descansando en el nombre y en la historia bíblica que indicaba una vida destinada a hacer y ser algo extraordinaria, Jacobo siente que su vida pasó sin pena ni gloria. Así vive éste uruguayo que no se mata porque una noticia (el punto de giro de la trama, por otra parte) le despierta una curiosidad detectivesca. Allí va, junto a un casi involuntario ayudante Wilson (Néstor Guzzini), a investigar la pista de un supuesto nazi viviendo ahí nomás y escondido en la impunidad del anonimato. “Mr. Kaplan” es ante todo una comedia reflexiva que no por plantear este asunto como excusa para darle un sentido a la vida del personaje central en el último tramo de su presencia en el planeta, deja de lado momentos de humor muy logrados. Esos gags y situaciones funcionan porque el guión se arma desde la construcción del personaje y por ende es lo que le sucede en sus intentos, lo más logrado de toda la producción. Tal vez la decisión de Alvaro Brechner de no abandonar la idea de que, en cualquier edad, todo depende de uno, solidifica la estructura dramática y le da consistencia al relato. “Mr. Kaplan” es una película que se disfruta de principio a fin, apoyada en los buenos trabajos actorales de la dupla y de una edición que se toma el tiempo para contar todo lo que puede, lo mejor que puede. En el último tramo del año, una que vale la pena buscar.
Marca un nuevo momento histórico en el cine de ciencia ficción espacial Cuando uno se encuentra como espectador frente a un fenómeno semejante como lo es la saga de Star Wars, indefectiblemente se ponen en juego las múltiples sensaciones que se conjugan y revuelven en la mente: espectacularidad, nostalgia, espíritu curioso, cierto temor, capacidad de reflexión, emoción, y por supuesto una profunda admiración. El estreno de “Star Wars Episodio VII: El despertar de la fuerza” viene precedido de mucha/s historia/s. En principio, lo logrado por la trilogía basal (entre 1977 y 1983) como fenómeno cultural y re significación del cine de aventuras imbuido claramente en la lucha del bien contra el mal, nombradas “la fuerza” y “el lado oscuro” respectivamente. Luego, lo hecho por George Lucas dirigiendo los Episodios I, II y III que terminó por confirmarlo como el gran creador de este universo en desmedro de su capacidad como director. Finalmente la gran noticia del año pasado cuando Disney confirmó la compra de la franquicia y la puesta en marcha de una nueva trilogía para regocijo de billones de fans en todo el mundo. Acá sí que la gran decisión, el gran cambio fundamental conformado como una apuesta a futuro, fue el iluminado llamado a otro iluminado como J.J. Abrahams. Es, para Star Wars, como si el Real Madrid comprase a Messi hoy. La referencia al equipo madrileño, en términos de rivalidad, no es casual porque el creador de “Lost” (2004/2010) venía de reinventar Star Trek, la saga que siempre ha corrido detrás del mundo de Darth Vader y compañía. “Hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana” (la particular forma de decir “Había una vez” acuñada por Lucas) es lo primero que leemos. Luego vendrá la obertura de la banda de sonido de John Williamas que arranca el aplauso de todos. Estamos situados unos 30 años después de que los Ewoks y los rebeldes festejaran el triunfo sobre el Imperio. Luke Skywalker (Mark Hamill) ha desaparecido, y la princesa Leia (Carrie Fisher) ha mandado a un piloto para tratar de encontrar el mapa que lo lleve a él, pues hay rumores de que el Imperio se está rearmando con un arma mucho más poderosa que la frustrada Estrella de la Muerte. Así las cosas. Poe (Oscar Isaac) es el piloto, Finn (John Boyega) es un soldado desertor, Kylo (estupendo, Adam Driver) viene a ser como el “nuevo” Vader, y Rey (Daisy Ridley) es una chatarrera que, como Luke en Episodio IV, vive casi resignada. Sobre estos cuatro personajes girará una historia que se beneficia con la inclusión de los viejos y queridos de antaño. En especial Han Solo (Harrison Ford) y Chewbacca (Peter Mayhew) que se transforman en el puente que une la generación del “medio” con la actual. Dos factores influyen claramente: la dirección de J.J. Abrahams que logra balancear (como un Jedi) las transiciones con las escenas de acción cada una en sus dosis justas para aportar dramatismo sin llegar al regodeo. “Star Wars Episodio VII: El despertar de la fuerza” es perfecta en ese sentido porque si bien toma un código que ya conocemos todos, y hasta se podría decir que es una remake de los (ahora) episodios del medio, logra adquirir personalidad propia a pura fuerza narrativa y estética. Desde el punto de vista de la presentación de los nuevos personajes es Una nueva esperanza, con el manejo de la oscuridad que tiñe el mal y el despertar del bien es El Imperio contraataca, y en la dinámica de la aventura es El regreso del Jedi. Todo es posible gracias al invalorable aporte de Lawrence Kasdan como guionista junto a Michael Arndt y al propio realizador que lleva su obra a un ritmo más cercano a su admirado Steven Spielberg. Aparecerán homenajes por todos lados, desde armas y vehículos a referencias puntuales. El aspecto del mundo de los fanáticos está claramente muy cuidado en esta producción, pero sin dudas se trata de un relanzamiento que impulsa e inyecta una energía arrolladora para lo que se viene. Es más, estando en plena temporada de premios, no sería de extrañar una decena de nominaciones que incluso haga justicia con las 10 recibidas en su momento por la original. Un momento histórico en el cine que arranca su carrera para romper todos los récords, todo el marketing; pero principalmente todos los corazones.
De hacer una especie de carta de amor a las comedias de enredos y al “cine de antes”, como se lo reconoce aquí, “Latin lover” luce como una agradable muestra de simpleza narrativa. Según el guión de Cristina Comencini y Giulia Calenda Saverio Crispo (Francesco Scianna) fue un actor de la época dorada del cine italiano, un hombre con toda la pinta que de haber existido hubiese sido otro Marcello Mastroianni, que además de ser fetiche de Fellini, ingresó al Film Noir francés y seguramente lo hubiese contratado Truffaut para alguno de sus clásicos. Por supuesto que su etapa en Hollywood fue la peor (un guiño a las cualidades cinematográficas de cada uno) y terminaría de vuelta en Italia en donde falleció finalmente. El punto es que este guapo pintón dejó un tendal de hijas y esposas las cuales, luego de muchos años, deciden reunirse para participar de la celebración de la carrera del ídolo en el 10º aniversario de su muerte. Sus hijas Stephanie (Valeria Bruni Tedeschi), Segunda (Candela Peña), Solveigh (Pihla Viitala) y Susanna (Angela Finocchiaro) se reúnen en la casa de la madre de ésta última porque claro, Rita (Virna Lisi) todavía vive en la hermosa finca que Saverio compró durante su estrellato. También llega Ramona (Marisa Paredes), la mamá de Segunda; un biógrafo que quiere saber mucho más (Claudio Gioè). En la introducción la voz en off de un famoso crítico, Picci (Toni Bertorelli), nos va contado quién fue la estrella mientras una banda sonora a lo Nino Rota (hasta en esto hay homenaje en esta producción) decora la apertura de las ventanas de la gran casona. Como si nos estuviesen abriendo la puerta al corazón de la historia. De a poco van ingresando los personajes a la pantalla y pese a que las hijas han nacido en distintos países, la directora Cristina Comencini evita a toda costa el choque cultural para centrarse en la relación de toda esta gente, ignota de algunos secretos íntimos de la vida de Saverio que por supuesto servirán como catalizador de las situaciones. Más allá de las referencias al cine y demás menciones, “Latin lover” es una comedia sobre el deseo de apropiarse de la figura paterna, pese a deber convivir con la infidelidad como sensación omnipresente. Ninguna de estas hijas es ajena a la vida “donjuanesca” de su padre, y si bien el estado de autoconciencia hace que el espectador suponga mucho de las situaciones venideras, también sirve para que el guión pueda ocuparse mejor de las distintas formas en las que estas mujeres lidian con eso. En este sentido, si uno tuviese que apostar, es probable que haya alguna referencia autobiográfica de parte de la directora que encuentra en cinco personajes, la forma de establecer los distintos estados de ánimo por los que se puede atravesar ante la ausencia. Desde luego las actuaciones (en un buen trabajo de casting) son lo más sobresaliente de “Latin lover”. Ese costumbrismo no forzado le da frescura a una trama que se apoya en la relación familiar, y por supuesto en la tolerancia. El vínculo que las actrices logran hace que situaciones y gags muy vistos anteriormente en el cine y en la TV luzcan verdaderos y graciosos. Al final un cartel dirá que Saverio es ficticio, pero el cine glorioso de esa época sigue con nosotros. Enhorabuena para revisarlo y para ver éste cálido abrazo entre el presente y el pasado.