Una rara (en el buen sentido) mezcla de sensaciones es la que deja “Escalofríos” luego de verse. La primera y principal es haberla pasado bien gracias a algunos aciertos de la producción, pero sobre todo por la capacidad inmediata (y necesaria) de sacarnos algunas décadas y mirarla con la apertura y el asombro de nuestros 10, 12 años. Esa puerta a la imaginación de la platea es abierta por la primera decena de minutos en los cuales la banda de sonido, con música de Danny Elfman, el estilo ochentoso (Spielberg, Zemeckis) para presentar los personajes, y un leve halo de misterio, que cubre el comienzo, permiten dejarnos llevar un rato más (sólo un rato más). Según como se la mire, “Escalofríos” es la historia de un chico que se acaba de mudar a un pueblito luego de la muerte de su padre, y teniendo que lidiar con la idea de que su madre es la vice rectora del nuevo colegio, al que él también asiste, y con los vecinos de al lado: una chica de su edad que le gusta mucho, y su hosco, huraño, y gritón padre quien lo insta a no pasar nunca la cerca que los divide. Por otro lado, también puede ser la historia de R.L. Stein, el susodicho vecino, un escritor de cuentos de terror (hosco, huraño y gritón), cuyas criaturas cobran vida poniendo en peligro a los que están cerca, que teniendo que lidiar con mantener los libros cerrados bajo llave por miedo a que los monstruos se escapen, y con la idea de que a su hija le gusta mucho un vecinito nuevo que se acaba de mudar al lado. Según cuál elija hay mejores chances de pasarla bien. Ocurrirán algunos cambios de punto de vista en el guión de Darren Lemke, pero esto no sería un problema per sé. Tal vez la mayor dificultad por la que atraviesa es tratar de abarcar todo en una sola película. Decimos todo porque en realidad R.L. Stein es, en la vida real el autor de los 48 libros de “Goosebumps” (el título en inglés), y también el presentador de los capítulos de la serie televisiva de fines de los ‘90 basados en su propia prosa. Imagine el lector entonces que si cada criatura mostrada en “Escalofríos” tuvo su propio libro hay, potencialmente, una película en cada uno de ellos. Meterlas a todas en un sólo lugar parece simplificar demasiado en desmedro de una mejor profundidad del personaje R.L. Stein, acá muy bien interpretado para el género por Jack Black. En especial porque cuando el escritor revela la oscura razón por la cual publicó todas estas historias aparece una veta muy interesante, pero sólo desarrollada en un par de líneas explicativas. En cuanto al género per sé, el cuento está. Los chicos desatan el desastre por un accidente y ahora es menester evitar el plan de un muñeco de ventrílocuo para destruir todo. Hay algunos momentos de transición que funcionan, otros no tanto. En definitiva, “Escalofríos” pretende ser una aventura entretenida que pueda abarcar las sonrisas de los millones de seguidores de Stein, y de paso jugar con los efectos especiales que por cierto, junto con la fotografía y la estética general de la película, parece todo un homenaje velado al cine y las criaturas de Roger Corman. Alguna vez hace muchos años Tim Burton coqueteó con la idea de producir la adaptación, y de hecho George Romero ya había bocetado un guión para ello. Quedará en la historia, pero está claro que estos nombres hubieran hecho otra cosa con todo este material. Pudiendo ser mucho más, éste estreno es sólo entretenimiento. Tal vez alcance con eso. Los chicos la van a pasar bien.
Habría que hacer cuentas para saber cuánto ha recaudado en millones de dólares la saga de “Actividad paranormal” alrededor del mundo. Es mucha plata. Mucha. Ni hablar si se tiene en cuenta el costo. Pareciera ser que cada entrega recauda más que la anterior y ahí sí podemos establecer un patrón de comportamiento en el público porque cada entrega tiene un guión peor. Es decir, a peores ideas, más plata en las boleterías. ¿Habrá forma de analizar este fenómeno por los antecedentes? Ya de por sí lo primero paranormal de “!Actividad paranormal 5: la dimensión fantasma”, es que se hayan necesitado cuatro tipos para escribirla. ¿Qué hicieron antes de su vida artísitca? Adam Robitel y Gavin Heffernan vienen de escribir una bazofia llamada “La posesión de Debora Logan” (2014) y los otros dos, Jason Pagan y Andrew Deutschman escribieron “Proyecto Almanac” (2014), en todos los casos no hubo estreno en nuestro país más que en DVD. O sea, experiencia en los guionistas no hay y no se ve muy auspicioso que los primeros pasos sea un refrito que ya huele demasiado a rancio. Es irónico que al lado de esta entrega la primera ya parezca una idea genial, pero uno vuelve a ver el tráiler de aquella de 2007 y vuelve a cierto estado de raciocinio:. No tenía más novedad que la utilización de la realidad vista a través de los rigurosos registros estilo “vigilancia” y la mentira total a partir de traicionar su propio código con encuadres y tomas que se entrometían necesariamente por agotamiento total del recurso. Por su parte, Gregorý Plotkin dirige por primera vez un largometraje, pero fue el compaginador responsable de las tres anteriores. o sea que si de algo conoce es de incoherencia, inverosímil y de negación total de la propuesta estética. La redundancia narrativa y de propuesta se denota desde el afiche cuando leemos el título, pero además vuelve el registro actoral en tono realista, la cámara espástica que no para de moverse, la cámara fija que no cuenta absolutamente nada porque sólo sirve como puente para volver a traicionar el sentido común. Todo lo que funcionó hasta ahora y que claramente no cesará de repetirse hasta que la platea salga de su letargo. Esta vez un tipo que se dedica a diseñar video juegos se muda al lugar en donde todo está mal aunque parezca al principio que todo está bien. Cansa. Aburre. La saga de “Actividad Paranormal” ya debería formar parte de los personajes de la tercera entrega de “Hotel Transilvania·, esa de dibujos animados sobre monstruos que ya no asustan a nadie.
El cine de Spielberg goza de madurez, solidez, prestancia y capacidad narrativa Si hubiera que segmentar la filmografía de Steven Spielberg se podría decir que en estos últimos diez años, se ha decidido por revisar la historia lo ha hecho para contar el cuento, sí, pero también para sentar posición y su visión de los valores y las miserias humanas mirando el pasado para explicar el presente y acaso preguntarse por el futuro. La intolerancia y el odio en “Munich” (2005), la fidelidad y la amistad en “Caballo de guerra” (2011), y la lucha ideológica de la igualdad de derechos en ese largo registro de sesiones del congreso que fue “Lincoln” (2012). Ahora es el turno de la ética, la honestidad y las convicciones puestas en el personaje principal. James Donovan (Tom Hanks) es un abogado común. Destacado en el conocimiento de la ley, pero más que nada un ferviente creyente del sistema judicial como defensa de la justicia universal y de los valores amparados y promulgados por los “padres de la nación”. Rudolf Abel (Mark Rylance) es un espía soviético instalado en Estados Unidos. Ambos personajes son presentados de una manera particular, magistral. transparente y contundente. A Abel lo vemos reflejado en un espejo, en el óleo de un autorretrato que él mismo está pintando. Tres maneras diferentes de ver a una misma, sin embargo nunca de frente. Lo contrario sucede con Donovan porque lo hace en forma natural, sin rimbombancias. Ahora, por puro lenguaje cinematográfico, intuimos la manera de comportarse de cada uno. Pero falta un actor más. Uno omnipresente que se va a interponer entre la incorruptibilidad del abogado y su tares: el factor de poder. La tarea que “se le encomienda” al abogado es la de defender al espía luego de su arresto. Tremenda sorpresa le da el juez y el sistema al no escuchar la irregularidad jurídica de todo el procedimiento. Irónicamente hay algo kafkiano en su dilema y su accionar, aunque acá no hay mucho lugar para la reflexión porque gracias a un argumento casi inobjetable en 1957, respecto de la conveniencia de mantener a Abel con vida, la misión “por la patria” cambia de objetivo y de escenario. Ahora deberá haber un intercambio en Alemania Oriental, y adivinen quién está a cargo del asunto… Pasadas varias horas de la proyección, y luego de un debate interno y externo, las virtudes de “Puente de espías” afloran y maduran como los buenos vinos. La Norteamérica que muestra Steven Spielberg está escéptica y sufre de lavado de cerebro anti-comunista, como se ve en un diálogo magistral entre Donovan y su hijo. La paranoia por el invasor y por la bomba ya está sembrada y cosechada en las siguientes generaciones. Por eso hay poco lugar para la sonrisa y en una primera visión hasta pareceríamos estar frente a una obra “desangelada”. Pero el golpe viene por el costado estético. Todo es frío en “Puente de espías”: La cárcel, el estudio de abogados, la gente, el subte. Se respira una atmósfera de sospecha, de juzgamiento. Todos leen el diario y todos condenan a partir de los titulares. Los medios y su influencia en la opinión pública también caen bajo la lupa del cineasta. Por si fuese poco el talento, se establece una clara diferencia entre los escenarios y las culturas donde ocurren los hechos. Si USA está fría, Europa está congelada en todo sentido. Aquí la gran estrella, y clara candidata al Oscar, es la fotografía de Janusz Kaminsi junto a la edición (otra vez) de Michael Kahn. Entre ambos se conocen de memoria y generan los climas necesarios para retratar una época oscura, llena de sospechas y de temores colectivos. También es cierto que el guión de Matt Charman, Joel y Ethan Cohen pasa por alto el conflicto interno de Donovan. Es extraño porque allí radica una fuerza especial que enfrenta a un hombre y sus convicciones contra un sistema que por conveniencia va contra los derechos universales que la propia forma de vida estadounidense pregona a viva voz. En cambio, se profundiza en otros aspectos (no menos destacables, por cierto) que no tienen, para el personaje, la misma fuerza. Tal vez la explicación a este detalle esté justamente en los autores. Los hermanos Cohen han hecho casi siempre un cine que, desde el texto, ponderó más la circunstancia que el hombre, tales los casos como “Fargo” (1994) o “De paseo a la muerte” (1992). No por esto hay que interpretar incompatibilidad. Es una gran primera colaboración de realizadores que se han admirado mutuamente. Podría achacarse una exacerbada muestra de idolatría por Estados Unidos, subrepticiamente impuesta al espectador por comparación entre escenarios y su gente, pero rara vez Spielberg se ha corrido de la corrección política. La única vez que lo hizo fue con “El color púrpura” (1985) y la academia le dio la espalda a las once nominaciones que tuvo ese año. Como sea, el manejo del ritmo está abordado de una manera tradicional, a puro poder de imagen que los años y la sabiduría han convertido a la narrativa del creador de “Tiburón” (1975) en una experiencia más refinada y de sabor a clásico. Si había algún momento para comparar a Tom Hanks con la prestancia de James Stewart, ese momento son las dos horas veinte de “Puente de espías”. Hay una herencia implícita en la forma de abordar el personaje, en especial cuando su Donovan se enfrenta con la impunidad y si bien Mark Rylance ofrece un trabajo magistral basado en una austeridad de gestos y movimientos muy difícil de sostener durante tanto tiempo, en tiempos de carrera por el máximo galardón no extrañaría tener dos candidatos aquí. El cine de Steven Spielberg goza estos días de madurez ofreciendo solidez, prestancia, y una capacidad de contar el cuento de la que ya no hay.
Aguda y caleidoscópica mirada a la hipocresía humana Los extraordinarios primeros 15 minutos de “Marguerite” entregan una escena memorable en la cual el director no sólo presenta el tiempo histórico (Francia, años ’20), los personajes, y a la protagonista del título, sino que también instala plena y claramente la temática que con tono agridulce va a tratar en su película: la hipocresía. Claro, cuando nos damos cuenta de esto volvemos un instante a los 60 segundos iniciales para poder reconocer el grado de cinismo, acidez e ironía con el cual se manejará el realizador. El plano general nos muestra un gran y lujosísimo living de la mansión de Marguerite Dumont (Catherine Frot), en el cual decenas de invitados escuchan embelesados a una cantante soprano. Está cantando “Come ye sons of art”, la oda que Henry Purcell compuso para el cumpleaños de la Reina María II de Inglaterra. Así agasajan y homenajean a la “reina” de esta mansión. Todos vestidos y emperifollados para la ocasión en la cual las damas de beneficencia se reúnen para juntar plata en una canastita para “los chicos con hambre”, o algo así. Se cruzan miradas cómplices. Un secreto a voces corre entre tanta pompa y boato. La señora Dumont está a punto de cantar para todos los presentes y hay que adularla como sea. Los invitados saben algo que nosotros no, pero de eso no se habla. Lo que importa es tenerla en un pedestal. Una burbuja de idolatre tan inmensa que no pueda salir de ella, y se crea todo lo que le digan. Iremos descubriendo a los cómplices Georges (André Marcon), un par de críticos aburridos de serlo (tal vez sin proponérselo), Hazel (Christa Théret) una cantante lírica ignota de todo este mundo de clase social alta, que acude contratada para cantar como “telonera” de la dueña de casa que sólo canta para este círculo “intimo”. Sólo los niños que corretean se salvan del mote de alcahuetes. El juego está propuesto y aceptado por todos ¿Y ella? ¿Es consciente de la calidad de su canto? ¿Cuánto necesita de la adulación para creerlo? ¿Cuándo es “verdad” el talento?” ¿Tal vez cuándo se hace carne en otras personas dispuestas a aplaudir? Eso parece necesitar creer la protagonista, y en este sentido el supuesto talento de Marguerite, construido por todo su entorno en connivencia con su propia ignorancia, es análogo a aquellas ropas invisibles de El traje nuevo del emperador que Andersen escribió hace muchos años. Lo dicho, ese comienzo es una extraordinaria muestra de cine. Las verdades que irá descubriendo nuestra anti-heroína se presentan como un catálogo de sorpresas y de miserias generadas por ese círculo íntimo en donde la vergüenza ajena, la traición y la falsedad, son las principales. En especial la que siente su marido, brillantemente interpretado por André Marcon, pero no exactamente porque le importe el ridículo sino por intereses propios. Es que la sociedad tiene capas y capas de hipocresía. Marguerite va (involuntariamente y sin notarlo) revelando que detrás de una careta hay otra, luego otra más, y así sucesivamente, hasta desnudar que en el fondo toda esta parafernalia está vacía. Sin valores morales ni de ningún tipo. Pocas veces la dirección de arte y el diseño de vestuario han tenido semejante doble función: La de ponerle contexto histórico al relato, pero también la otra la de mostrar un mundo construido a base de la mentira, más allá del contexto histórico. Ese mundo debe ser desproporcionadamente rico y sobradamente esnob. Lo es. Cada objeto se adivina buscado al detalle. El elenco brilla. La impronta de Catherine Frot remite a una inocencia y una simpleza tal que parece la versión anciana de “Amelie,” (2001), aquél personaje compuesto por Audrey Tautou, pero Frot lleva su personaje a una altura notable cuando comienza a desnudar sus frustraciones. La música también juega su papel. Ninguna pieza parece elegida azarosamente y hasta se vislumbra cierta alegoría al humor negro (cuando la señora canta por primera vez, por ejemplo). A eso sumemos una buena dirección de fotografía que se ocupa de subrayar los momentos de oscuridad interna de los personajes. El director, Xavier Giannoli, vuelve a trabajar sobre esta temática luego de la magistral “La mentira” (2009) en la cual un estafador convence a todo un municipio de invertir en su empresa de construcción ficticia, pero también en la última de 2012. En aquella (ojalá recordase el nombre), un hombre común salía de la casa para enfrentar su rutina y encontraba que de repente era archi-famoso. En ambas, la mentira y la hipocresía venían de afuera, eran “invasores” externos, en “Marguerite” todo está armado desde las mismas entrañas del seno matrimonial hacia el exterior. Xavier Giannoli parece moverse cómodamente con temáticas en las cuales se exponen (y se potencian) nuestras miserias. Las consecuencias son el sufrimiento y esta comedia dramática es una gran forma de mostrarlo.
Como si fuera un mandato autoimpuesto en la industria, cada año algún escritor y/o guionista indaga en el archivo de las crónicas policiales para escribir una de mafiosos. Más pequeña o de gran producción, siempre tenemos alguna visita hollywoodense al mundo del hampa, tradición que no ha cesado desde Raoul Walsh a esta parte. Tal vez la mafia irlandesa sea la menos recorrida, pero este año vimos dos. Una convencional que no pasaba de unas cuantas piñas que se propinaban mutuamente Liam Neeson y Ed Harris en “Una noche para sobrevivir”, y la que nos ocupa hoy, “Pacto criminal”. Desde el inicio en una sala de interrogatorio, todo se nos presenta en el tradicional enlace entre el presente y el pasado. Un agente le dice a Kevin (Jesse Plemons) "quiero saber todo". El “Empecemos” que recibe como respuesta da pie también al formato de flashbacks con el que está armado el relato. No será el único que declare por cierto, pero al ver que en 1975 este tal Kevin trabajaba para Whitey Bulger (Johnny Depp), el mafioso más importante de Boston y en el presente anda “cantando” para el FBI, mucho de lo que veremos está anticipado por el simple uso del sentido común. Al tener toda la trama armada en su cabeza (o casi toda), sin haber llegado a finalizar el primer acto, al espectador de “Pacto criminal” sólo le quedará ver un desarrollo sin sorpresas y al director Scott Cooper ver cómo se las arreglará para entretener ante semejante anticipación. Poco importará la trama. Ya sabemos que Whitey se rodeó de secuaces. Los que hacen el trabajo sucio y los otros. Los que representan, la connivencia del poder político por un lado y del poder policial por el otro, ya que Billy Bulger (Benedict Cumberbatch) es hermano del capo y el agente Connolly (Joel Edgerton) es amigo de toda la vida. Ambos hacen la vista gorda porque usan a Whitey para llegar a la mafia italiana que, como siempre, es la más peligrosa. De ahí el pacto del título, aunque no es el único pacto que nos muestra esta película, a juzgar por su comienzo y por el desarrollo de la historia que se extiende a lo largo de 20 años en la vida de esta gente. Con todo esto dicho, es de esperar (y de hecho ocurre) que la razón de ser de esta producción se apoye en el trabajo de Johnny Depp quien entrega una segura y sólida performance, clara candidata al Oscar de este año. Más allá del cambio radical de máscara (los lentes que usa son “demasiado” artificiales), este villano está construido a partir de lo que se adivina como una profunda investigación del personaje en su forma de hablar, de caminar y de mirar, pero también por su lógica. Probablemente el gran triunfo de un actor sea el de estudiar y entender la manera de conducirse del personaje a encarnar hasta comprender su carácter, su forma de ser y su filosofía de vida en conjunto, con asimilar el entorno en el que se mueve. Así, Whitey “habita” en el cuerpo de Johnny Depp al punto de adueñárselo. Ahí está la clave. También el resto aporta lo suyo. En este aspecto el casting es una selección de fútbol. A los ya mencionados agregamos a Kevin Bacon, Dakota Johnson, David Harbour y varios etcéteras, cada uno aportando lo suyo para construir este universo. Los asiduos concurrentes a espectáculos cinematográficos del mundo entero conocen el ecléctico cambio de mascara de Johnny Depp. A esta altura ya es difícil recordarlo "a cara lavada", o simplemente con una base de maquillaje básica, esa que se pone para que la luz del set no rebote en la piel. A veces el abuso de la máscara supera todo comiéndose al personaje (y al filme) como en “Mortdecai”, estrenada este año, otras veces (como en esta oportunidad) el talento pasa a formar parte del todo y entrega actuaciones notables que justifican el valor de la entrada. “Pacto criminal” vale su peso en minutos.
Una película inolvidable, por lejos de lo mejor estrenado en el año Qué falta nos hace. Qué necesario es el arte cinematográfico de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, tal vez los mejores retratistas de nuestros tiempos. El hombre y la mujer occidental visto a través de la sencillez de sus conceptos merecen un tratado aparte, como también su forma de filmar cronológica según lo que indica el guión. Capaces de visitar un set dos, tres, o más veces con tal de que el nivel interpretativo de los elencos que reúnen puedan, además de poner su talento al servicio de la construcción de los personajes, transitar la progresión dramática respecto de las circunstancias que viven. Prácticamente afiliados a los premios en todos los festivales del mundo (en especial en Cannes), sólo hace falta mencionar “El niño” (2005), “El silencio de Lorna” (2008) o “El niño de la bicicleta” (2013), como para que cada vez que se avecina un nuevo estreno uno se vaya relamiendo y esperando con ansiedad. Así llega, luego de un par de postergaciones y el paso por Pantalla Pinamar y por Les Avant Première de este año, “Dos días, una noche”. Lo primero para señalar es el contexto de crisis económica en el cual se emplaza esta historia pero, en lugar de utilizarlo para esconderse detrás del folletín de ocasión, los hermanos utilizan la situación como un manto, un velo invisible debajo del cual están, conviven e intentan sobrevivir los personajes. Sandra (Marion Cotillard) se entera de una mala noticia: ante una violenta reducción de presupuesto en la fábrica, y sin que ella hubiese asistido ese día, sus compañeros han optado por obtener un pago extra de dinero a cambio de votar a favor de su despido. Según las reglas, ella tiene un fin de semana para convencer a sus excompañeros de rectificar su decisión y así poder conservar su empleo. A partir de ese momento somos testigos del derrotero de Sandra que junto con su marido (Fabrizio Rongione) van casa por casa tratando de hablar con todos. El guión y la dirección de Jean-Pierre y Luc Dardenne, además de estar fenomenalmente escrito en función del balance entre narración pura y transición, plantean la profundidad de las miserias humanas a partir de la necesidad y del instinto de conservación. Ya no hace falta contar que el sistema se fagocita a la clase trabajadora y por eso pueden coquetear con los dos factores que amplían el drama en grandes proporciones. Sin ampulosidades ni golpes de efectos innecesarios, los talentosos artistas confían en la suficiencia que de por sí supone enfrentar o mejor dicho, confrontar la humillación y la búsqueda de dignidad contra la culpa y la indiferencia. Cada dialogo, cada gesto y cada paso que dan los personajes van aumentando el nivel de angustia en ambos extremos, mientras que la parte patronal, el gran cuco de este cuento, oficia como una omnipresencia que no parece desaparecer, aún si este problemita tuviese un final amable. Lo magistral de este planteo es que desde el vamos ningún espectador puede imaginar que alguien salga ganando aquí. Gracias a un argumento que ofrece un personaje muy generoso, pero sobre todo por su capacidad, Marion Cotillard ofrece por lejos el mejor trabajo de su filmografía. La postura corporal, la forma urgente de caminar, la contención ilimitada para o dejar salir la bronca y la impotencia, el vacío de mirada frente al golpe, son sólo algunos de los recursos que esta extraordinaria actriz (nominada al Oscar por este papel) entrega en cada plano. “Dos días, una noche” tiene ya en su título una idea del tiempo disponible, otro factor fundamental que juega como un irreductible e insobornable enemigo. Una película inolvidable, por lejos de lo mejor estrenado en el año. Brillante.
Para qué negarlo, el comienzo de “Operación Ultra” tiene algo que llama la atención. Deja enganchado al espectador y probablemente no sea por una sola cuestión. Mike (Jessie Eisenberg) está en una sala de interrogatorio de la C.I.A. Se lo ve golpeado, sangrando y maltrecho, pero nervioso y atento. Más allá de encuadres y planos detalle con una compaginación extremadamente vertiginosa, banda sonora estridente y fotografía filtrada con colores fríos, hay diez segundos en los cuales vemos literalmente retroceder la acción desde esa sala hasta un living. Esa decena de segundos tiene varias (por no decir casi todas) escenas que luego, por interpretación automática del código visual planteado, volveremos a ver pero con más detenimiento. Es decir, la película comienza con un flashback revelado al ojo del espectador en lugar de una elipsis a contratiempo como es habitual. Así Mike nos cuenta que su vida actual, de adolescente semi drogón, empleado en un autoservicio 24horas, con pánico a volar y aparentemente sensible a cualquier sobresalto producido por un cambio en esta rutina narcótica, tiene su razón de ser gracias a la existencia de Phoebe (Kristen Stewart), su novia con la cual comparte todo. Sin embargo, esta vida casi resignada no es casualidad. Alguien en algún lugar está digitando éste destino,y aparentemente, que éste chico esté vivito y coleando no le conviene a la institución. Si el hecho de tener un protagonista cuya verdadera identidad fue tapada para ser parte de un programa para convertirlo en súper agente letal con sólo escuchar una frase clave le resulta familiar, no se sorprenda. Lo es. Y resulta tan ridículo como siempre, aunque en el caso de “Operación Ultra” estamos frente a una autoconciencia que termina convenciendo. Es decir, si quitamos de en medio factores como verosimilitud o sentido común, estamos frente a una aventura con mucha acción y algunos toques de humor físico bien logrados, pero que no alcanzan a empatar los goles en contra de un guión que poco a poco va perdiendo interés en retratar una adolescencia adormecida, para centrarse en lo anecdótico de la puesta. Habría que analizar la conveniencia de algunos argumentos para vender éste buzón, empezando por pregonar en el afiche que este producto es del director de “Proyecto X” (2012) Con semejante antecedente la tendencia debería ser la de alejarse de la boletería o, como en este caso,volver a usar chupete para pasar el rato y hacer de cuenta que no nos dimos cuenta.
Una empresaria solitaria pero jefa de muchos hombres, una chofer de colectivo con deseo sexual reprimido, una ama de casa que descubre otra identidad sexual, otra que recibe una mala noticia como corolario de su constante paranoia, y varias historias más. En tiempos en donde en nuestro país hay estadísticas de dos femicidios cada tres días (la semana pasada con cuatro en menos de un día), y a poco más de un mes de la marcha “Ni una menos”, el estreno de una película como “Ellas saben lo que quieren” parece un agridulce guiño del destino. Según el guión de Audrey Dana la mujer como ser universal puede ser empresaria, ama de casa, novia, amante, soltera… no importa demasiado, porque la multiplicidad de situaciones que ellas viven aquí es tan grande que los temas aparecen por separado, dispersos, y están obligados a juntar a los personajes al final para darles algo de congruencia. Matrimonio, deseo sexual, cáncer de mama, menopausia, maternidad, identidad sexual, infidelidad, soledad, menosprecio, igualdad de derechos, frigidez, y podríamos seguir hasta llegar a Eva, la manzana y la costilla de Adán. Es como si se hubiese hecho una lista, y de acuerdo a esa enumeración hubiera surgido la cantidad de personajes con la consiguiente dificultad de mantener un montaje paralelo más o menos armonioso pese al gran esfuerzo de los compaginadores Ismael Gomez III y Julien Leloup, quienes hacen lo que pueden de todos modos para tenernos al tanto de lo que le pasa a tantas mujeres, en donde claramente el hombre es causal de casi todos sus males de acuerdo al discurso. Si “Ellas saben lo que quieren” la va de feminista o de anti-machismo es una cuestión que pasa a un segundo plano, ya que las casi dos horas de duración no alcanzan para abarcar tanta catarsis de una guionista y directora que se preocupa más por mostrar el listado que por los temas. Más por los dardos hacia los hombres que por el contenido, así se pueden escuchar frases com: “¿Se imaginan un mundo en donde los hombres no hacen nada?”, “Queremos hombres que saquen la basura y que nos hagan delirar con el sexo”, “¡Soy mujer!, ¿ entendés? ¡Quiero champagne, burbujas!”, y así por el estilo. Hay, por supuesto, momentos realmente logrados, en especial cuando el conflicto está ahí, a punto de manifestarse. El trabajo de todas las actrices es sin duda la estrella de ésta producción Isabelle Adjani, Alice Belaïdi, Laetitia Casta, Audrey Dana, Julie Ferrier, hay más pero sería demasiado, dejan todo en el set para darle realismo a esta mixtura gruesa entre amas de casa desesperadas, “Sex and the city” (2008) y todas las viñetas de “Lo que ellas quieren” (1999), pero sin Mel Gibson y sin que casi nadie pueda ponerse en el lugar del otro. Por el lado del hombre (cuando aparece) tenemos un tipo que se vuelve a la casa con su mamá, otro que se tiene que hacerse cargo de los chicos mientras su mujer sale del armario, un abogado de divorcios, y un par de médicos que son los que dan malas noticias. Si quedan dudas sobre si las mujeres son dueñas del mundo habrá que llegar a la escena final. Y si con el baile no alcanza, quédense en los créditos para ver cómo cada uno de los hombres aprende su lección. Demasiado. Uno se pregunta realmente como hacer un comentario sobre una película como esta sin que parezca una postura contrer, pero sucede que frente a tanto estereotipo que no busca otra cosa que entretener con chistes del vuelo de una rutina de stand up, es inevitable pensar que tanto diálogo de cabotaje no hace otra cosa que acartonar la figura femenina, tal cual sucede con las publicidades d Es el siglo XXI. La mujer sigue luchando por sus derechos de igualdad, y hay que dudar si productos como este ayudan a que eso pase.
Nota importante antes de comenzar. Desde el lanzamiento de la notable “7 cajas” el cine proveniente de Paraguay está experimentando un crecimiento importante. Parece ser que el Ministerio de Cultura y los eventuales productores entendieron de una vez que el público (de cualquier país del mundo) puede ir a ver masivamente un producto de Hollywood, pero siempre va a responder de la misma manera frente a una realización local que habla, se viste, se mueve, y se enfoca en temas que lo refleja. Se podría decir que la realización de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémboriha puede marcar un antes y un después si se capitaliza su éxito. Esto no quiere decir que todo lo que se haga de ahora en más serán obras maestras. En este sentido por calidad de dirección, tipo de registro, temática, género, y originalidad “Luna de cigarras” está lejos de “7 cajas”, pero sin dejar de intentar tener vida propia. Flitner (Nathan Christopher Haase) llega a Paraguay para hacer negocios. El marco de corrupción, impunidad y facilidades otorgadas por la diferencia dólar / moneda local hace que la mafia, liderada por el Brasiguayo (Beto Barsotti), tenga amplio radio de acción en este país que se presenta como tierra de nadie. Gatillo (Javier Enciso) es quien lo recibe pero no anda muy contento con esto de ser “segundo” en la cadena de mando. Hay, por otro lado, otra gente que responde al capo representado en autoridades locales corruptas. Con todos estos elementos y personajes, “Luna de cigarras” arma su estructura alrededor de dos tipos de estilos: El de Guy Ritchie a la hora de mezclar personajes y entornos alrededor de un mismo catalizador,y el de Quentin Tarantino cuando se trata de delinear personajes. El problema es que ni Jorge Diaz de Bedoya dirige como el inglés; ni Nathan Christopher Haase escribe como el norteamericano. Además, claro, hay menos presupuesto. Por esta razón, por querer “parecerse “a”, en lugar de ser por sí misma, la película cae en los estereotipos de villanos, diálogos y resoluciones del cine al cual quiere emular. Fuera de estos conceptos, lo que tenemos es una realización entretenida, de compaginación liviana y con algunos guiños a la propia cultura. Las escenas de acción y las de diálogos punzantes por parte de personajes, casi salidos de una historieta, están al servicio de cumplir con un producto que pretende divertir a costa de arriesgar falta de profundidad y de solidez en la construcción de personajes pese a contar con un elenco que se adivina ideal para este género. “Luna de cigarras” no pasará a la gran historia, pero seguramente formará parte de ella en esta etapa de surgimiento.
Travelling sobre el agua. Un canto que se adivina milenario en esa voz aguda de Wasanyaca (la madre del protagonista) junto a una particular banda de sonido generada por el entorno. Siempre hubo en toda civilización un enorme respeto por los ancestros y su palabra sabia, lo cual le da a la voz en off del chamán Sene Nita, al comienzo, una presencia trascendental cuando cuenta una vieja leyenda. La de un árbol especial que daba frutos a la orilla del río y de los cuales, al caer en él, se alimentaban los peces que por su pureza se transformaban en pájaros. Acaso los Icaros del título. Las imágenes van de a poco instalándonos en un lugar en donde el paso del tiempo es apenas circunstancial porque está naturalizado en sus habitantes. El ritmo de vida acompaña al impuesto por la geografía del lugar en el cual también habita Mokan Rono, un joven que guiado por sus mayores está a punto de emprender su “dieta”. Su jornada en busca de la experiencia. “Icaros” nos introduce directamente en el corazón de los Shipibo, uno de los pueblos originarios del Perú, con el río Ucayali como testigo. El viaje de Mokan Rono tiene que ver con atravesar una etapa de la vida en la cual se mancomuna y se aprende el respeto por los seres vivos. Gracias a esas bellas imágenes, captadas por la cámara curiosa de Georgina Barreiro, todo se vuelve esclarecedoramente lúdico. En especial cuando los más viejos cuentan viejas travesuras, o con las preguntas del propio Rono. Un bosque, Árboles cuyas copas observan desde la altura. Guía y guiado andan los senderos. “Por aquí viven muchos hombres pero no los vemos. Hay muchos buenos hombres pero otros son malos” Un bosque. Una cascada. Un arroyo… “Icaros” es un documental, pero también una poesía sobre otros tiempos.