Documental evocativo que rescata un hito en la historia deportiva argentina Hay leyendas del deporte mundial cuyo contexto histórico-político las hace aun más grandes. Las mitifica frente al tiempo, aunque el paso de este vaya diluyendo un poco la pintura y generación tras generación, son apenas recordadas de vez en cuando por algunos nostálgicos o especialistas. Gracias a ellos el inconciente colectivo funciona y las saca a la luz de su inmerecida oscuridad. El equipo argentino campeón del mundial de basquet 1950 es uno de estos ejemplos, y “Tiempo muerto” es un brillante documental que lo rescatan del olvido los hermano Ivan y Baltazar Tokman. Pocas veces se da tanta coincidencia entre el contenido conceptual de una obra y el juego de palabras que se propone honrando una historia tan cierta como irónica. Al comienzo uno ve que todo está y será dividido en capítulos con nombre y definición del reglamento del basketball, sólo para darse cuenta que dichas definiciones (posesión de balón, falta antideportiva, etc.) se usarán a manera de metáforas funcionales a un subtexto cinematográfico que apunta a una visión mucho más profunda. Así comenzamos a conocer a los protagonistas que vivieron los hechos de esta historia. Hombres que se reúnen todos los miércoles, desde hace más de 50 años, en el Club Palermo. Ex jugadores como Ricardo Gonzáles, Juan Carlos Uder y el “profe” Canavessi, entre otros, le ponen el cuerpo y la voz a la evocación para que todo sea tan claro como entrañable. Cada testimonio genera vivo interés porque los realizadores y compaginadores dan una lección de cómo aprovechar un material de entrevistas sin aburrir ni redundar. Simplemente dejando que los protagonistas le den el tinte nostálgico, junto al inapreciable material de archivo, mientras los inserts de un profesor enseñando en la facultad le van sacando el tinte rosa para ir contando cómo esta hermosa leyenda se enterró en el tiempo por burocracia, conveniencia política, y la complicidad de una sociedad que una vez más aplicó los prejuicios para destronar y condenar a aquellos mismos que puso en el altar. "Los pasamos por una picadora de carne" será una de las frases lapidarias. Es cierto, los titulares y la Revolución Libertadora ayudaron mucho para que se diluyera en el olvido. Momentos como la entrega de un reconocimiento internacional, el conjunto de los veteranos con la mirada perdida mientras recuerdan las luces del Luna Park que se encendían cuando había campeón argentino, o uno de ellos picando una pelota hasta dejar la cancha vacía, son de colección. Otro acierto es la música de Javier Ntaca está puesta en el momento justo para subrayar la emotividad. Realmente si con esta calidad de películas se pudiera enseñar la historia en cualquiera de sus aspectos seguramente seríamos los espectadores más concientes, sabios y, por ende, capaces de elegir mejor.
No es tan sencillo hacer un documental. “Putos Peronistas, cumbia del sentimiento” se suma a la enorme cantidad de obras de este género producidas y estrenadas en nuestro país con un costo incierto, una distribución exigua y una peor difusión. Por caso en Capital Federal y Gran Buenos Aires se estrenaron 33 títulos durante el 2011; este es el noveno de 2012. Cuestiones a margen, el análisis de una propuesta cuya intención es mostrar la militancia política de un sector de la población pasa por volver a las fuentes, o sea qué es un documental, para qué sirve, cómo se hace, etc. Convengamos que cierta avidez por la investigación es una condición fundamental para abordar estas producciones, y un realizador al que le faltan preguntas poco podrá hacer por su criatura. Sobre todo si confía que las respuestas se hallarán sólo por prender una cámara y tener a alguien, más o menos interesante, contando su historia delante de ella. No quiero alarmarlo, pero no alcanza. La idea es dar a conocer la inclinación y motivación política de gays, lesbianas, travestis y transexuales organizados en la agrupación nacional Putos peronistas desde hace bastante poco tiempo (2007), con un antecedente en los '70 debido a la presencia del Frente de Liberación Homosexual. Gran temática en tiempos en los que la militancia y la diversidad de género están a flor de piel. En este sentido es bien oportuno. Sin embargo, el andarivel elegido por Rodolfo Cesatti es el de establecer ciertas cuestiones sociales, en una zona más allá de la General Paz, como es el caso de los gays, marginados, golpeados, que además no tienen acceso a un sistema de salud sólo por ser homosexuales, este última una sentencia extrema bastante discutible pero, en todo caso, no hay más material que la palabra de los entrevistados para tomarlo por cierto. Aquí es cuando todo se vuelve discursivo y al espectador no le quedará otra que aceptar esta propuesta del realizador sin elementos que la sustenten. Con los testimonios de "La Matías", "La Lara" y Pablo Ayala (todos habitantes de La Matanza), el director pretende llevar a cabo esta joven historia. No hay investigación profunda, el material de archivo no aporta nada que no hayamos visto en la tele y lo único a rescatar es la palabra de los protagonistas, quienes nos van armando algo parecido a una estructura en la que se apoya el interés por saber de qué se trata. “Putos Peronistas...” se vuelve "entrevista-dependiente" para subsistir. La imagen, entonces, pasa a ser circunstancial; colocándose más cerca del reality show que del cine. Al menos no pude encontrar un sólo plano que exprese algo con la imagen. Son putos; son peronistas; por fidelidad partidaria están a favor del gobierno de la presidenta Cristina, y sufren marginalidad y discriminación. Punto. Es todo lo tenemos que saber y basta con que alguien lo diga para ser verdad. Pues bien, el género documental es claramente otra cosa. Y si no me cree, lo desafío a encontrar rápidamente las enormes diferencias entre esta película y “Tiempo Muerto”, el otro documental argentino que se estrenó esta semana. Según el productor-guionista-realizador la fuente de inspiración que lo llevo a encarar el proyecto fue una bandera que se podía ver en una marcha cuyo slogan rezaba: "Putos Peronistas, La Matanza Presente". Con ese llamado de atención el siguiente paso fue buscar a la gente detrás de esas banderas. Hasta ahí genial. Sólo faltó procesar todo el material y hacer cine.
Entrañable comedia con genuino humor británico animada por un elenco sin fisuras La semana pasada estaba decepcionado con “Los padrinos de la boda” (2011), no sólo porque carece de casi todo signo de ese gran humor inglés, hecho a base de una sólida elaboración de personajes y costumbres para llegar al punto irónico que lo caracteriza; sino porque, además, pretende imitar la fórmula que llena de dólares las boleterías en Estados Unidos y lo hace mal. Pero el cine, como el fútbol, siempre da revancha. Ha llegado a nuestras costas una de las mejores comedias inglesas de los últimos años: ¡Con ustedes: “El exótico Hotel Marigold”! Algo no se le puede negar a John Madden: Sabe presentar su idea integrando todos los componentes de una obra cinematográfica. Puede gustar más o menos, pero el hombre responsable de “La mandolina del Capitán Corelli” (2001), “Su majestad, Sra Brown” (1997) o “Shakespeare apasionado”, con la que le arrebató el Oscar a Steven Spielberg en 1998, conoce el paño en el que juega. Así, desde el primer segundo de proyección la música, la fotografía, la edición y los restantes rubros se presentan armónicamente. Como una sinfonía bien afinada en su ejecución. En los primeros minutos nos presenta a los personajes como si estuviéramos en una reunión familiar. Todos son de la tercera edad, viven en Inglaterra y tienen motivos para no seguir haciéndolo. Evelyn (Judi Dench) ha realizado una operación inmobiliaria que la dejó sin techo; Muriel (Maggie Smith) quiere operarse de la cadera pero es bastante xenófoba y además quiere pagar poco; Graham (Tom Wilkinson) no da más del trabajo en la corte de justicia y quiere volver al lugar en donde vivió sus años felices; Madge (Celia Imrie) y Norman (Ronald Pick Up) no son pareja, pero andan buscando tener una; finalmente el matrimonio Ainslie (Bill Nighy y Penelope Wilton) sólo conviven en una aparente estabilidad y con problemas en su economía familiar.. Cada uno de estos personajes tiene una razón para hacer caso del brochure sobre un lugar en India que se presenta como un paraíso. El guionista en complicidad con el realizador los reúne en un aeropuerto de Inglaterra. A partir de ese momento, la visión del mundo a la edad planteada genera grandes diálogos y situaciones a cual mas graciosa. Esta gran comedia sobre la vitalidad, el amor, la convicción, la posibilidad de cambiar sin importar la edad y, especialmente, el no renunciar nunca a ser feliz, se sostiene a partir de la ratificación del tipo de trama que el espectador sospecha que va a ver, desarrollo que encuentra su mayor apoyo en los estupendos trabajos de todo el elenco. Gracias a estos talentos tenemos la posibilidad de asistir a verdaderos duelos actorales donde se destacan dos características: La apropiación de los personajes y el profesionalismo para hacer lo que le conviene a la película y no a la estrella. El realizador invita a conocer a estos abuelos, con sus mañas, ñañas, y toda la experiencia a cuestas, sin buscar redimirlos ni juzgarlos, sino explorarlos para encontrar un humor muy profundo. Una comedia entrañable sobre la que no conviene adelantar nada más que el hecho de poder salir del cine con una amplia sonrisa y el corazón emocionado.
Una de las obras fílmicas más humanas de los últimos tiempos Menos, es más. Escuchar esto tantas veces en mi otra profesión tiene más de una utilidad cuando se aplica en cualquier rama del arte. No tiene que ver con hacer poco, o despojarse de ademanes y ampulosidades pretenciosas, sino llegar a los extremos de la búsqueda para registrarlos y luego reducirlos hasta la expresión más conveniente. Menos, es más. En la cinematografía es más fácil caer en la tentación de recargar las explicaciones, la redundancia y el exceso de información (signo claro de la inseguridad de la propuesta) que en la simplificación. Hay un cuento de Kafka, titulado “El desaparecido”, en el cual un adolescente de 16 años huye a Estados Unidos e ingresa como inmigrante ilegal, no sin antes conocer a un trabajador (creo que era marinero) de un barco, con quien comienza algunas de las tantas peripecias que vive en el país del norte. Yendo y viniendo sin rumbo ni destino cierto pero, a la vez, influenciado por los distintos estratos humanos con los que se va encontrando. Es muy posible que Aki Kaurismäki halla leído ese cuento y lo referencia en “El puerto”, con la que participó en Cannes en 2011. Menos, es más. Kaurismäki lo sabe porque despoja a su obra de la influencia literaria kafkiana, y de todos los condimentos, para centrarse en la confección de una de las obras más humanas de los últimos tiempos, con la que establece su discurso e inquietud como artista en forma simple y sin eufemismos. Le Havre es en realidad el nombre de la ciudad donde transcurren los hechos. Marcel Marx (André Wilms) es un septuagenario limpiabotas que vive en su pequeño universo barrial donde el bar (con el tango y los muchachos), la panadería (de donde lleva fiado), el almacén, y su casa, funcionan casi como los confines de su necesaria, establecida, y bien ganada rutina. Sin ella Marcel no podría vivir. Es el hombre y su circunstancia. Uno de esos días (concepto perfectamente instalado y filmado con el protagonista haciendo un alto para almorzar), Marcel se ve extrapolado por dos nuevas circunstancia. Primero, su mujer Arletty (Kati Outinen) cae enferma, con internación incierta incluida. Segundo, conoce a Idrissa (Blondin Miguel), un chico senegalés en plena huida de la policía que lo busca por ser inmigrante ilegal, aunque su deseo es sólo pasar por Le Havre para completar su meta que es Londres, donde está radicada su madre. El director y guionista propone el crecimiento de una relación (lustrabotas–niño) a partir del decrecimiento de otra (marido–mujer). Todo bajo la estricta vigilancia del Inspector Monet (Jean-Pierre Darrousin) quien, eventualmente, será el personaje utilizado como catalizador para atar cabos narrativos (también parece un homenaje al inspector Renault de “Casablanca”, 1942). Un agregado más a todo este mundo es la presencia fantasmal del aparato del estado con su falta de tolerancia y políticas de inclusión. El director muestra a Monet recibiendo órdenes de sus superiores sentado en una silla en un despacho mirando fuera de campo. Como si el gobierno de turno fuera un monstruo omnipresente y poco humano. Claro, para lograr la fluidez del discurso y del excelente cine que genera, el realizador deja que los personajes y sus actitudes sean el vehículo de su observación profunda sobre la falta de solidaridad, compasión y humanidad de nuestro tiempo, aunque se ubique con pequeños guiños en los sesenta (tipografías de diarios, autos viejos, etc.) gracias a la dirección de arte y una fotografía que parece impregnada de melancolía. El Kaurismäki elige encuadres y acciones que por momentos parecen congeladas, como si a cada actitud antepusiera un microsegundo de reflexión. Menos es más, cuando los personajes de una película hablan poco, pero explican mucho más con sus actitudes. Así, “El puerto” abre la ventana a una historia bien contada y con un gran espacio dedicado a la reflexión sin banderas políticas, sin golpes bajos y sin rasgarse las vestiduras a favor de un discurso demagógico. Todo eso quedará en manos del espectador. Aki Kaurismäki lo hace todo bien simple para llegar a esta gran lección. Porque a veces, menos es más.
Distinto de Luján es el doble mosaico que Raúl Perrone ofrece con Los actos cotidianos y Al final la vida sigue igual. Es cierto, también aquí tenemos acciones que se suceden en esa pequeña aldea (Ituzaingo) con la que el artista pinta el mundo; también se despoja de actores profesionales para contar la vida diaria y, de paso –cañazo-, agudiza su poder de observación desde el estado prácticamente natural de su cámara, los registros realistas de las actuaciones de sus criaturas y la cotidianeidad de las situaciones por las que pasan. La cámara de Perrone, además, rara vez toma a la gente de frente; la mayoría del tiempo están de perfil o con tres cuartos de la cara visibles. Hay también en su trilogía una idea de mostrar a los ciudadanos mientras desnudan la condición en la que viven a través de su hacer y su decir. El director lo hace sin echar culpas y sin tomar partido por ninguna ideología o partido. Y, sin embargo, éste posiblemente sea el tríptico con más contenido político en mucho tiempo. Después de todo, esta trilogía reflexiona permanentemente sobre la calidad de vida, la educación, el poder adquisitivo, las oportunidades y la vida digna, todo enmarcado en un contexto en el que la vida ideal parece estar en un lugar muy lejano. Esto queda plasmado en la película en varias charlas y en el zapping televisivo. Por ejemplo, hay un momento en el que se muestra a una señora en plano americano, parada en una pieza con paredes agrietadas. La mujer está despintada, las conexiones eléctricas se notan precarias y hay humedad en el techo. Mira la tele y, visiblemente interesada y consternada, ve cómo los hijos de Michael Jackson -fallecido hace horas- van a estar bien con todos los millones de dólares que van a heredar. Este tipo de humor, nacido desde una profunda observación, impregna a ambos largometrajes del agridulce sabor de la realidad. Así es como en casi todos los personajes de estas películas veremos, al mismo tiempo, resignación y esperanza. Mientras que Luján se centra en una generación a la que podríamos llamar de la tercera edad, Los actos cotidianos se detiene en la vida de una pareja joven (de unos veintitantos), cuya situación económica es muy complicada para ambos -para la hija de ella y el hijo de él-. El nexo hacia Al final la vida sigue igual será la madre de ella, que adquirirá en esta última otro tipo de protagonismo. Las tres películas pueden vivir una sin la otra, pero claramente es mucho más interesante transitar el recorrido del tríptico con la paciencia que se requiere al entrar en un museo. Eso y la contemplación son los secretos para que cualquier espectador dé de sí mismo lo necesario para disfrutar del arte y sus propuestas.
Existe un apotegma que nos enseña V. F. Perkins, que para empezar analizar un texto audiovisual hay que tener en cuenta que un filme comienza en el titulo. Es verdad que mientras somos espectadores de una película, en el cine, que es donde se la debe ver, no tenemos presentes en forma permanente su título. Sólo en algunos casos la vuelta de tuerca imprevista nos hace pensar, ¿¡Ah, por eso se llama así!? Bien, “Misión screta” es un típico producto ejemplo de lo que acabo de definir. El titulo original en ingles es “The Double”, que le cierra mucho mejor, pero en la Argentina se estrena como “Mision Secreta”. En ambos casos al estar frente al ultimo quiebre narrativo la expresión es la misma. El filme abre con la impericia de un grupo del FBI que esta investigando- custodiando a un senador de los EEUU. En un descuido, tanto de los guionistas (ya que aquí comienzan los lugares comunes, clisés y todo se hace previsible) como de los agentes de la Federal, éste senador es asesinado. El modos operandi del asesino lleva la firma de un “Cassius”, terrible y despiadado agente al que nadie vio nunca, tal cual en “El Dia del Chacal” (1973), pero en este caso no es un “sicario contratado” sino un miembro de la ex KGB, ¿disuelta hace veinte años?, desaparecido desde esa misma fecha y al que se lo daba por muerto. La CIA decide hacerse cargo de la investigación, pero el FBI no quiere ceder terreno. Los primeros cuentan con el agente que lo persiguió en aquel momento, Paul Shepherdson (Richard Gere), ahora retirado y con una vida apacible, quien opina que “Cassius” esta muerto, que el asesino del senador es un muy bueno, pero simple, imitador. El FBI presenta a Ben Geary (Thoper Grace), un joven investigador y analista que ha estudiado a fondo a “Cassius” como personaje, del mismo modo que a Paul, su más empedernido pero fracasado perseguidor que, eso si, en esa persecución de años logro eliminar a todo el equipo del ahora supuestamente reaparecido. La producción cuenta con un diseño de montaje que es lo que le da ritmo al filme, con las escenas de acción, que si bien no son la vedette, están muy bien resueltas, más allá de constituirse o no como verosímiles. Así, en una de ellas Paul y Ben persiguen a un sospechoso, corren y corren, por supuesto llevando Ben delantera, pero con Paul siguiéndolo a corta distancia. Luego de varios minutos, tal cual “Maratón de la muerte” (1976), Paul esta como Alan Ladd, el hombre de Hollywood, con el jopo eterno y sin haber transitado ni una gota. Una pareja despareja en donde uno es obligado a la acción en tanto para el otro se trata del honor, primero distantes, luego con identificación reversible, para terminar en casi amigos. Es una historia de la cual ya hemos visto muchas versiones, que versan sobre lo mismo. Si de desentrañar intrigas se trata entonces fracasa. Pero por otro lado la producción se enrola en el subgénero del espionaje y confabulación Han vuelto los rusos malos y con ellos todo sus elementos característicos y tipificados. Un dato para tener en cuenta es que desde su estructura narrativa el realizador sabe imprimirle cierto grado de interés por lo que mantiene atento al espectador, o sea que no aburre. Y ese es su punto más favorable. El factor más bajo lo encontramos en las actuaciones, Richard Gere vuelve a demostrar que sólo es un galán, ahora maduro y canoso, que tiene dos gestos, los mismos que siempre uso, mientras Thoper Grace intenta darle carnadura a su personaje, pero ni lo tiene ni se lo puede otorgar.
Distinto de Luján es el doble mosaico que Raúl Perrone ofrece con Los actos cotidianos y Al final la vida sigue igual. Es cierto, también aquí tenemos acciones que se suceden en esa pequeña aldea (Ituzaingo) con la que el artista pinta el mundo; también se despoja de actores profesionales para contar la vida diaria y, de paso –cañazo-, agudiza su poder de observación desde el estado prácticamente natural de su cámara, los registros realistas de las actuaciones de sus criaturas y la cotidianeidad de las situaciones por las que pasan. La cámara de Perrone, además, rara vez toma la gente de frente; la mayoría del tiempo están de perfil o se le ven tres cuartos de cara. Hay también en su trilogía una idea de mostrar a los ciudadanos mientras desnudan la condición en la que viven a través de su hacer y su decir. El director lo hace sin echar culpas y sin tomar partido por ninguna ideología o partido. Y, sin embargo, este posiblemente sea el tríptico con más contenido político en mucho tiempo. Después de todo, esta trilogía reflexiona permanentemente sobre la calidad de vida, la educación, el poder adquisitivo, las oportunidades y la vida digna, todo enmarcado en un contexto en el que la vida ideal parece estar en un lugar muy lejano. Esto queda plasmado en la película en varias charlas y en el zapping televisivo. Por ejemplo, hay un momento en el que se muestra a una señora en plano americano, parada en una pieza con paredes agrietadas. La mujer está despintada, las conexiones eléctricas se notan precarias y hay humedad en el techo. Mira la tele y, visiblemente interesada y consternada, ve cómo los hijos de Michael Jackson -fallecido hace horas- van a estar bien con todos los millones de dólares que van a heredar. Este tipo de humor nacido desde una profunda observación impregna a ambos largometrajes del agridulce sabor de la realidad. Así es como en casi todos los personajes de estas películas veremos, al mismo tiempo, resignación y esperanza. Mientras que Luján se centra en una generación a la que podríamos llamar de la tercera edad, Los actos cotidianos se detiene en la vida de una pareja joven (de unos veintitantos), cuya situación económica es muy complicada para ambos -para la hija de ella y el hijo de él-. El nexo hacia Al final la vida sigue igual será la madre de ella, que adquirirá en esta última otro tipo de protagonismo. Las tres películas pueden vivir una sin la otra, pero claramente es mucho más interesante transitar el recorrido del tríptico con la paciencia que se requiere al entrar en un museo. Eso y la contemplación son los secretos para que cualquier espectador dé de sí mismo lo necesario para disfrutar del arte y sus propuestas.
Sin contar “Cuatro noches con Anna” (2008), Jerzy Skolimowski había estado más de 15 años sin filmar como realizador, aunque sí actuó en varias producciones. Recuerdo un corto papel en “Promesas del este” (2007). El polaco se despachó en 2010 con “Essential killing” que recién se estrena ahora entre nosotros y que, como su nombre lo indica, habla de lo esencial, lo indispensable, lo básico. Lo hace desde un no-comienzo, o sea que las primeras imágenes muestran a un talibán (Vincent Gallo) de quién sabremos dos cosas (y sólo dos) a lo largo de la narración,: que tiene miedo y que escapa desesperadamente. El por qué importa poco (pero importa), y el cómo es la fuerte soga sobre la que se sostiene la acción dramática, gracias también a la superlativa entrega física y emocional del actor protagónico. Toma aérea desde un helicóptero (perseguidor) de un hombre que corre. Corre hasta el más tremendo de los cansancios por un rocoso y desértico valle hasta llegar a una cueva. Allí tomará una bazooka y volará en pedazos a tres estadounidenses, uno de los cuales es militar. Es apresado y llevado del desierto a la fría Polonia para seguir siendo "interrogado" (espero se entienda el eufemismo), pero lograr escapa hacia otra geografía, y a la vez a ninguna parte. Todo lo que sucede tiende, cada vez con más creces, a revelar la verdadera intención del realizador: mostrar a un hombre que, a medida que transcurre la huída, va despojándose de todo signo de civilización hasta transformarse en una bestia acorralada por el miedo y por ende peligrosa para él y para los demás. El espectador acompaña este proceso lógico hacia el salvajismo, principalmente porque el director conoce muy bien a quién está retratando. No hay una sola escena en donde la acción pierda credibilidad o no esté justificada. Los procesos por los que el talibán atraviesa van colaborando con su dolor físico y psíquico en donde la adrenalina juega un papel fundamental. Jerzy Skolimowski, que alguna vez trabajó con Andrej Wajda, propone un relato en el cual ni siquiera busca una relación empática entre el espectador y el protagonista. Vincent Gallo asume un personaje ideal para desplegar entrega física pocas veces vista en el cine. Cuerpo y mente al servicio de un personaje sufrido e inagotable. “Essential Killing” trata sobre el hombre y su circunstancia. Una carrera sin principio ni fin, pues lo que importa es el recorrido.
Puede que sea una triste coincidencia, pero el año pasado, a esta misma altura más o menos (en realidad alrededor de marzo), tuve que escribir sobre una pésima película llamada “Invasión del mundo: Batalla Los Angeles”. En ella daba cuenta de cómo un argumento básico sobre extraterrestres que nos odian se transforma en un folleto para alistarse en el ejercito estounidense, por lo lindo que es ir por ahí instalando su modo de vida bajo el eslogan de “somos lo más grande que hay”. Un mero disfraz. Un año después heme aquí frente al teclado dudando ¿Se darán cuenta si transcribo el mismo texto cambiando actores, director y título? Es tentador, por la cantidad de tiempo que me ahorraría, pero no. Debo ser honesto. “Battleship: Batalla naval” está basada en un videojuego que, a su vez, está inspirado en el clásico con papel y lapicera (esto dicho en términos de la cantidad de tiros de una nave a otra que se despliegan en la cinta). Básicamente son extraterrestres pendencieros de un planeta muy parecido al nuestro, al que la NASA envía señales mediante un súper satélite. Se ve que la reciben nomás, porque en seguida aparece una cantidad de naves que surcan el espacio hacia acá con varios de “ellos”. Por suerte hay un poquito más de diseño esta vez, y en lugar de ser cuatro kilos de bofe con fierros incrustados, como en la anterior producción, son la “versión full” del dorado robot C3PO de Star Wars. De todos modos, estaría genial que los guionistas Erich y Jon Hoeber nos explicaran para qué catzo vienen esta vez. Pero eso no ocurrirá, con lo cual habremos de colegir que simplemente han llegado para romper cosas, en especial barcos. Habrá varias escenas larguísimas de acorazados estadounidenses apuntando a las naves de estos seres cuya inteligencia superior está por verse, ya que pudiendo volar para arrojar todo el arsenal que llevan deciden igual quedarse a distancia para dirimir la cuestión a bombazo limpio. Total, cuando la cosa quema, porque los terrestres se niegan a ser sometidos, tienen un arma secreta: Nos tiran con rulemanes. ¡Sí señor, como lo lee! Rulemanes que dan vueltas y ofician como taladros histéricos que destrozan todo. ¡Ah! ¡Cierto! Los terrestres… Perdón por no haberlos mencionado hasta ahora; pero como el director se las arregla para que a nadie le importe lo que les pasa decidí empezar por aquello que resulta más atractivo, o sea el diseño de producción, algunas tomas aéreas muy interesantes y el aporte del resto de los rubros técnicos. Alex (Taylor Kitsch) es un vago, bueno para nada, que comete idioteces como el tratar de conseguirle un snack a una rubia preciosa (Brooklyn Decker). Para ello el hombre destrozará un autoservicio que recién cerró, mientras suena la música de la Pantera Rosa de Henry Mancini, en una de las peores escenas jamás filmadas en Hollywood. Si es por esa estadística Ed Wood ya puede descansar en paz en su flamante anteúltimo lugar (por favor no empecemos con el esnobismo de que Ed Wood en esta época parece un genio incomprendido). El hermano mayor (Alexander Skarsgård) lo quiere encauzar para que demuestre que es un hombre y que pude hacer grandes cosas por su país. Nunca el director Peter Berg se decidió por la parodia o por la acción en serio, razón suficiente para que el público se confunda y no sepa como reaccionar ante tanta ridiculez. También aparecen la hermosa Rihanna haciendo de soldado que, por su tamaño, parece la versión femenina de un “temerario” (¿se acuerda el juguete?), y Liam Neeson, el hombre que ya cuenta con mi envidia incondicional por la cantidad de ceros en su cheque. Así como sucede con “Transformers” (2007), las secuencias de acción son tan largas que por momentos hacen olvidar por qué estamos peleando contra los bichos. Mientras tanto, es justo advertir a aquellos espectadores (aún los amantes de la acción por la acción misma) que no soportan ser encandilados con la bandera yanqui y el resto de los emblemas cada diez minutos, que Batalla naval tiene un montón de eso y mucho más (sobre todo hacia el final). Para aquellos a quienes estas cuestiones aquí planteadas no les importa nada de nada, pueden ir tranquilos total; a los productores, director y guionistas tampoco.
Pequeña joyita del cine argentino: imaginación, nostalgia, poesía Es tan inmensa Buenos Aires, tan llena de rincones, veredas, zaguanes y barrios que por si sola conforma un catalogo de historias, anécdotas y arrugas del tiempo. Sus calles y su gente. La del 510 y la del 2000 también. Escuchar una conversación en una esquina es, al pasar por allí, una caricatura oral de la idiosincrasia de los habitantes de esta ciudad, sobre estos parámetros se apoya una suerte de consigna implícita para la lista de los grandes artistas detrás de esta pequeña joyita del cine argentino: “Ánima Buenos Aires”. Dotada de poesía de arrabal; imaginación y nostalgia, el guión se pone al servicio de conformar cuatro mosaicos porteños tangueros y atorrantes. En términos futboleros tenemos una suerte de dream team. Empecemos por los magistrales trazos de Caloi, Carlos Nine y los hermanos Pablo y Florencia Favre. Cada uno, con distintas técnicas, aborda la temática de cada segmento con su estilo, como si fuera una invitación a la variación visual. A esto se le agrega la extraordinaria banda de sonido de Daniel Meleros, Gustavo Mozzi y Fernando Kabusacki y, por si fuera poco, y por el mismo precio, Jorge Stavropoulos vuelve a demostrar su mano (y oído) artesanal, un auténtico maestro del sonido sin el cual esta “Anima Buenos Aires” no sería la misma. Todos se han reunido para brindarnos este verdadero prodigio que se ubica muy por encima de la actual producción cinematográfica argentina en cuanto a calidad artística. Como nexo de los cuatro cuentos está el baile. El tango de toda la vida inundando las calles de Buenos Aires, dejándolas impregnadas del sonido del fuelle y la guitarra, todo funcionando de empalme entre cada propuesta, los que conservan sus valores autónomos intactos. Este segmento denominado Stencil Tango está a cargo de otro talentoso: Juan Pablo Zaramella, el director de “Luminaris” que representó a la Argentina en la carrera por las nominaciones al Oscar a mejor cortometraje en la entrega del 2012, pone su oficio para que en ningún momento decaiga ese sabor a nostalgia y vereda con el que está teñido la película. Sin ser adivino, uno puede anticipar la suerte que una gran producción como esta puede tener. Es de esperar que los amantes de la ciudad, el tango, la historieta, la animación y sobre todo el buen cine; le den a “Ánima Buenos Aires” la chance que merece.