Cuando la pasión por el cine se puede dosificar y atemperar, uno va adquiriendo una capacidad de análisis diferente. Para el cine y para cualquier forma de arte. Toda la experiencia adquirida durante años (libros, entrevistas, ensayos, obras de teatro, etc. y obviamente toneladas de películas vistas) conforman la caja de herramientas con la que uno es capaz de mirar, desglosar, rearmar y emitir opinión sobre, por ejemplo, “Solo por dinero”. Frente al teclado no queda otra que hacerlo; es cuando uno se da lugar para poder reflexionar. Aunque sea retórica la cosa; aunque uno mire el monitor y grite: ¿¡Por qué!? ¿Por qué a mí? Stephanie (Katherine Heigl) se quedó sin trabajo. No importa por qué o de qué macana sucedió. Vive sola con un hamster. Tampoco importa por qué ni desde cuando. Es más, ninguna de las tres guionistas parece considerar importante siquiera un mero lineamiento del personaje que justifique cómo una mujer cercana de perder, por idiotez, toda esperanza de lograr lo que aspira se convertirá en una cazarecompensas que maneja armas, pega piñas, patadas y sale airosa de situaciones que hasta Rambo dudaría de afrontar. Lo único importante es que la simpatía de la actriz protagónica se convierta en el colchón sobre el que descansa toda la película. Nunca nadie se preguntó: ¿Y si Katherine Heigl no resulta? No voy a discutir sus atributos como actriz, pero lo hecho en “Grey's anatomy” (la serie de TV) y el protagónico de “Ligeramente embarazada” (Judd Apatow, 2007) no es suficiente para encajarle toda la responsabilidad. Se supone que Stephanie debe caernos en gracia porque se aplica un disfraz naif sobre su ser y su circunstancia, pero si el libreto no tiene información el director no toma decisiones (o toma malas decisiones) y el resto del elenco cae en la misma red, esta o cualquier película está condenada al abucheo generalizado de una platea que difícilmente pueda esbozar una sonrisa. Si esto llegara a suceder (la sonrisa, digo), será por obra y gracia de la química entre Heigl y Jason O'Mara, que viene a ser como una suerte de contra-partenaire. Ambos remiten en su forma de vincularse a otra mala película llamada “Dos pájaros a tiro” (1991) de John Badham con Mel Gibson y Goldie Hawn. Esta tampoco ofrecía información que hiciera creíble a los personajes, pero de última eran Gibson y Hawn, caramba. Por cierto, ese gran actor que es John Leguizamo aparece en este proyecto. El chiste fácil sería proponer una vaquita entre todos para que su talento no se desperdicie por un cheque (no muy cuantioso a juzgar por la producción general), pero además de que no vamos a hacer eso, prefiero suponer que el hombre es muy amigo de los productores y les hizo un gran, enorme favor participando en esta película en desmedro de su carrera
La posibilidad de éxito de esta película será directamente proporcional a la cantidad de público que se renueve en este tiempo. Y cuando digo que se renueve, me refiero específicamente a espectadores que no vieron “50/50” hace un par de meses, o que no la estén viendo en alguno de los cines de barrio en donde todavía se proyecta. Ni que hablar de aquellos que hayan visto “Un milagro para Lorenzo” (1992), “Un par de colegas” (1991), “Antes de partir” (2009), “Mi vida” (1993), y todos los etcéteras que se le ocurran. El cáncer y el sida son LOS monstruos invencibles que ni Hollywood ni la humanidad han podido derrotar. Sólo por eso se convierten automáticamente en productos cinematográficos, y desde la textura de distintos filmes de todos los géneros ambas enfermedades tienen un tratamiento médico-artístico donde, por lo general lo médico, sólo ofrece un puente de información, casi nunca de contención y jamás de solución sino no hay melodrama. ¿Me comprende?) Supongo que debería dar por descontado que usted ya anda por estas líneas pensando: ¡Ufa! ¿Otra de alguien con cáncer que se quiere redimir o descubre que nunca amó a nadie? Si, caro lector, otra. Desde el último punto y aparte en adelante sólo quedan dos cosas por considerar. La primera, es si “Amor por siempre” está bien hecha. La respuesta es ni. O sea que es funcional a la propuesta de lágrima fácil. El melodrama pasa rápidamente de ser sólo un recurso a ser la herramienta principal, pero hay una especial habilidad en la directora Nicole Kassell para disfrazarla con la impronta de Kate Hudson quien, como todos sabemos, sonríe en la pantalla y conquista. Esto resulta una distracción. Confunde. La segunda, es si vale la pena ir a verla. Respuesta: si vio alguna de las anteriores empezando por “50/50”, no. “Amor por siempre” se parece a esta última sólo si uno hace una rápida síntesis argumental, pero con un análisis más minucioso uno descubre que esta producción peca de confiar demasiado en la actriz principal, en lugar de construirle un personaje desde la solidez de la palabra en el guión. Marley Corbett (Kate Hudson) tiene cáncer, por ende la historia trata de como va a lidiar con eso. Últimamente parece estar de moda encarar estas vicisitudes con personajes que construyen una coraza cómica alrededor de las mismas; pero a diferencia de esta, el humor de “50/50” nace desde un lugar mucho mas profundo que lleva a un optimismo mesurado y coherente. En “Amor por siempre” el humor está presente sólo porque las didascalias del guión de la novata Gren Wells dicen: "Marley Corbett es simpática, optimista, se ríe de todo, y nada parece afectarla". La trampita se deja ver cuando conocemos que Marley ha huido sistemáticamente de la posibilidad de enamorarse. Adivine cuando y con quién cae en los brazos de cupido... Acertó, el médico que la trata, Julian Goldstein (Gael García Bernal, en su primer paso fuerte en Hollywood). Muy poco puede hacer Gael con un guión que sólo le exige sonreír cuando da la situación. El joven anda por las escenas como tratando de que no se le note el acento latino en su inglés más que trabajar su personaje, aunque esto pueda resultar también un impensado golpe de efecto. Respondidas las dos cuestiones sabrá el lector con qué encontrarse. Por supuesto no faltarán las escenas con pianito emotivo, y amigos y familiares tratando de despedirse cada uno a su manera. Treat Williams, Kathy Bates y Whoopi Goldberg aparecen para manejar sus personajes de taquito, casi sin despeinarse, a la vez que para apuntalar un poco la trama cuando se marchita por la propia sequía de ideas. Por cierto, si nunca vio ninguna de las películas citadas es probable que “Amor por siempre” sea la primera de otras tantas que vendrán a comprobar si es verdad esto de que el público se renueva.
Tenía que pasar tarde o temprano. Dos o tres productores "lectores" de ratings en TV; encuestas sobre jóvenes, clicks en you tube, estadísticas de recaudación en cines y demás productos de consumo masivo, se han puesto a combinar lo más saliente de los elementos populares entre adolescentes y jóvenes para hacer una película. No es que no se haya intentado antes, pero en el caso de “Poder sin límites” hay una frescura escondida entre los montones de hojas A4 de un guión redactado al "tun tun", que no se molesta en explicar demasiado de nada, porque tanto los guionistas como el realizador supieron fehacientemente que el núcleo, la esencia, del producto final tiene con qué bancarse las falencias académicas. Un típico joven estudiante estadounidense (que registra todo con su cámara) es clásicamente maltratado y discriminado, tanto en el colegio como fuera de él. Golpizas e insultos son moneda corriente en su vida. Lógico candidato a protagonizar una nueva masacre de Columbine. Sólo lo soportan su primo y un candidato a presidente del centro de estudiantes. En este segmento de “Poder sin límites” se establecen claramente dos cosas: las características de los personajes principales y sus diferentes motivaciones. Todo cambiará cuando por azar los tres tienen circunstancial contacto con un cristal extraño, cuyo origen nadie se molesta en explicar. A partir de allí desarrollan poderes que van probando, cómo habrá hecho el primer hombre con el fuego, aunque cabe en este caso considerarlo como monos con escopetas. Aparece entonces la secuencia "Jackass"(*) de esta producción y por ende el humor. Inmediatamente después la trama tiene un giro repentino que desvía la atención a uno de los tres adolescentes. En este contexto todo es grabado. Primero con cámara en mano, luego de otra forma pero, en definitiva, la estética de “Cloverfield” (2008) (*) toma la posta hasta el final. Sin embargo, la fusión entre los formatos televisivos no suponen en este caso un hibrido, sino una amalgama de estilos convenientemente aplicados. Es cierto, hay cuestiones elementales que faltan en el relato, como por ejemplo de donde viene el cristal o como llegó allí. De todos modos el desarrollo de la acción va dejando en claro que la falta de explicación no sólo se hizo deliberadamente sino que, a pesar de ello, nunca se rompe el verosímil. Tampoco se descuida la observación del director sobre el afán de la juventud por las cámaras testigo. Cada aparato preparado para filmar, desde un celular a una cámara HD, están presentes como el baluarte de la era de la comunicación. Destacado el diseño de sonido y los efectos. No porque tengan aportes tecnológicos nuevos sino porque están bien utilizados para ayudar a alimentar el factor sorpresa. Por supuesto, queda todo preparado para la/s secuela/s que vendrán. “Poder sin límites” es un buen comienzo para esta, siempre y cuando se respete la esencia de la historia, y los responsables de la próxima revean esto que hicieron para corregir lo grosero que tiene, total, la buena idea ya está. (*) “Cloverfield” es una película sobre un monstruo que aparece en una ciudad una noche en la que hay gente participando de una fiesta de despedida de alguien que se va. La palabra explica el tipo de estética que se usa. Lo mismo sucede con la "secuencia Jackass., Jackass es un programa y una película de 2010 que tiene a una sarta de necios haciendo bromas y sometiéndose a vejámenes de todo tipo como correr arriba de un changuito hasta que se estrella. Con el empleo de estos términos aludo a lo que sucede en la película cuando los chicos empiezan a hacer bromas pesadas con los poderes. Se trata de referencias a películas con esas características, muy identificadas con los seguidores de esa estética.
Frente a una tragedia que le cambia la vida a un país, y por qué no al mundo, el cine, el teatro, la literatura, las demás arte y la cultura en general, va manifestando la inspiración y el sentir de sus creadores. Frente al dolor de lo real no hay nada que discutir. Está ahí, presente, candente, a flor de piel, y con la contundencia de la alucinante soledad ante la falta de quienes ahora tienen el insuficiente mote de víctimas. El cine ha encarado las grandes catástrofes y los mayores acontecimientos dramáticos de la humanidad. En el caso de las Torres Gemelas, a once años de ocurrido el atentado, está siendo abordado de a poco. Sin entrar en polémicas, queda claro que cada víctima ofrece una historia para contar. Hasta ahora hay sólo dos producciones destacadas que aludieron al tema: “Las torres gemelas” (2006) y “Tan fuerte, tan cerca” que nos ocupa hoy. Va a ser muy difícil ver este tema tratado cinematográficamente sin que sus realizadores caigan en el melodrama, olvidando prácticamente la incomparable posibilidad expresiva que ofrece el arte cuando se va a fondo con una propuesta, o sea cuando se toman riesgos. El 11-9 es el marco histórico donde se centra el guión sobre la historia de Oskar Schell (Thomas Horn), un chico que perdió a su padre (Tom Hanks) aquel día, y que un año después está buscando las razones lógicas del suceso. En este aspecto se fundamenta la construcción de éste personaje en particular, donde reside la mayor virtud de la obra, el resto de las elecciones parecen desacertadas, empezando por la ausencia de subtramas que apoyen la narración, o al menos disfracen la clara intención de lágrima fácil. El chico decide ir tras la pista de una llave que encuentra circunstancialmente, que él entiende le dejó su padre para descubrir vaya uno a saber qué cosa, siguiendo un juego cómplice que jugaba con su padre cuando éste perece en el atentado, Es como una suerte de McGuffin mal utilizado por Stephen Daldry (“Las horas”, 2002, “Billy Elliot”, 2000), quien elige en este caso quedarse en la superficie de un relato que bien podría animarse a ir a fondo con su propuesta. En el contexto de la ausencia del padre, Oskar se muestra como un chico de conclusiones tan inocentes como brillantes, extremadamente sensible y necesitado de afecto. Quien sufre todo este proceso es la madre (Sandra Bullock), otro personaje poco desarrollado, pues se queda entre la presencia física y la virtual, según las dudas del realizador. La novela de Jonathan Safran Foer a través del guión de Eric Roth desvían la atención hacia la relación que Oskar entabla con alguien a quien llamaremos Viejo inquilino (Max von Sydow), un hombre adusto y solitario que decidió no hablar nunca más. Para comunicarse con sus semejantes recurre a escribir textos en una libretita, a lo que suma mostrar la palma de su mano izquierda con la palabra “sí”, y haciendo lo propio mediante la palma de su mano derecha cuando la respuesta le merece un “no”. Otra muestra de capacidad dudosa para resolverlo, pero es probable que tampoco haya habido muchas opciones dado el contexto. Eso sí, la actuación de Max von Sydow es notable. Oskar y El viejo ofician de escapismo en la historia, y la decisión de darle un tinte a lo Dickens parece otro recurso utilizado por el realizador para no hacerse cargo de su propia idea. Imagine al Hugo de Scorsese, pero serio y autodestructivo. Los rubros técnicos están al servicio del melodrama, por lo cual se puede decir que funcionan como tal. Los espectadores podrán contar con que las lágrimas queden sobre la superficie de los pañuelos. El cine será para otro momento.
Así como sucede con el género de terror, la comedia tampoco está pasando un gran momento en Hollywood. El año pasado apenas pudieron salir airosos con un par de títulos, lo demás no paso de algunos buenos momentos, o un par de gagas metidos en guiones flojos. El caso de “Jack y Jill” es uno de esos en los que el peso específico del guión descansa exclusivamente en el actor protagónico, y la posibilidad de éxito recalará en la incondicionalidad de aquellos que lo siguen. Esto, obviamente, no es novedad, ha pasado todo el tiempo desde que existe la cinematografía, desde Buster Keaton y Jaques Tatí hasta Jerry Lewis y Jim Carrey. El cómico es así, amor u odio casi sin términos medios. Esta producción se inicia con una serie de tomas en plano entero de varios hermanos gemelos sacando algún trapito al sol en tono cómplice, lo cual sirve de introducción para ingresarnos en la historia de Jack (Adam Sandler) y su hermana Jill (Adam Sandler). El actor y productor se ocupa de establecer las diferencias entre ambos, colocando a su versión masculina como un jefe de publicidad algo renegado que sufre la peor noticia: su hermana gemela, por la cual siente bastante rechazo, caerá de visita. En contrapartida, al resto de la familia de Jack (esposa e hijos) Jill les cae de maravillas. Las situaciones se suponen graciosas sólo por el cuadro de antagonismo entre hermanos y por las ocurrencias de Jill, que más que pertenecer a esta comedia parecen remates salidos de una rutina de stand up. La subtrama que "apoya" la historia es el encargo profesional que tiene Jack, quien debe conseguir a Al Pacino para protagonizar una campaña publicitaria. El trabajo de Adam Sandler como Jack no pasa de lo rutinario; como Jill, la actuación está cercana a la subestimación de la inteligencia. En principio el personaje no cuenta con un vestuario apropiado, está disfrazado y, para continuar, no hay un sólo momento en el que se vislumbre algún esfuerzo para lograr un registro vocal que denote preocupación por la composición del personaje. Al Pacino y Johnny Depp están de visita, en tanto Katie Holmes está lejos de mostrar siquiera ganas de estar en el set. Poca imaginación para un guión contado cientos de veces, cien veces mejor que en esta película. ¿Jack y Jill funciona? Sólo para los fanáticos a ultranza de Adam Sandler.
Antes de que arranquemos con polémicas pueden ir dejando la lectura dos grupos de personas: los que odian como escribo y los fanáticos de Robert Rodriguez en tanto realizador rescatista de cierto cine al que peligrosamente se le está asignando motes de género tipo "grindhouse" y demás mamarrachos catedráticos que no hacen otra cosa que alejar a espectadores que mucho antes de saber o querer saber semejantes falacias, simplemente estaban dispuestos a ir al cine a ver algo estilo "Sábados de super acción" y punto...
Obra maestra que opera como un espejo del alma de Scorsese Hugo Cabret (brillante actuación de Asa Butterfield) es un chico que vive entre las paredes de una estación de ferrocarril. En la primera escena la cámara viene del aire y va adentrándose como rápida testigo de la vida cotidiana de la terminal: gente que viene y va, sube y baja, compra boletos, flores, souvenirs, toma café o lee el diario; vendedores, clientes, guardias y... un reloj. Hasta allí llega el travelling, hasta un número 4 detrás del cual el protagonista encuentra su lugar en el mundo, al lado del engranaje de un reloj de estación recorrido al detalle, para dejar en claro que para éste director "ver" y "hacer" cine son parte de un mismo evento artístico y revisten el mismo grado de importancia aunque sean cosas distintas. Hugo transita su vida buscando poder completar el armado de un Automatón (un muñeco de metal) dejado por su padre (Jude Law) a medio terminar antes de morir. Para ello debe conseguir las piezas que faltan. De hecho, cuando Hugo es obligado por George Meliés (Ben Kingsley) a vaciar sus bolsillos, considerándolo un ratero, no vemos dinero, ni joyas, ni comida, vemos tornillos, tuercas, arandelas, en fin, piezas de un mecanismo, y un libro con instrucciones para el armado final. Por si faltara alguna referencia a homenajear, el realizador le guiña el ojo a Hitchcock y nos presenta un McGuffin casi perfecto, pues lo importante no es "el objeto" en sí, sino para qué creemos que sirve. Este es sólo uno de los cientos de homenajes presentes a lo largo del film, donde el autor de la obra explota su enrome cantidad de recursos como artista, además de su costado melómano, amante de la memorabilia (los juguetes en el negocio de Meliés son una invitación a la nostalgia), y sobre todo ferviente guardián del material fílmico de toda la historia del sétimo arte. Hugo (y Scorsese) encuentran en Isabelle (Chloë Grace Moretz) la aliada ideal para unirse en la cruzada por la restauración, la misma que desde hace años ha encarado el director para recuperar películas. Ambos personajes mantienen un diálogo funcional al arte y a una declaración de principios: Ella (mostrándole obras de Verne, Stevenson y otros): -¿Nunca leíste un libro? En tanto él se sorprende: -¿Cómo es que nunca viste una película? Para luego ambos colarse en un cine y ver a Keaton, Chaplin y otros. El nexo entre ambos es un bibliotecario, que además trabaja como leyenda viva del cine fantástico. Como vemos, esta es una realización para que el espectador se sienta parte de ella dentro y fuera de la pantalla. Se trata de una aventura para toda la familia, en donde la utilización del 3D tiene vida propia y se constituye en un elemento fantástico que suma. Resulta un fabuloso recorrido por el mundo de los lenguajes cinematográficos. Es el parque de diversiones con todos los juegos en un sólo lugar, y cuando nos damos cuenta del truco de magia renunciamos automáticamente a la tentación de saber conocer como se hace para seguir disfrutando de la ilusión que nos propone. “La invención de Hugo Cabret” está muy lejos de cualquier cosa que Scorsese haya hecho antes, pero a la vez es un espejo de su alma. Todo el elenco hace maravillas al servicio de la historia, especialmente un contenido Sacha Baron Cohen en el papel del guardia de estación quien mientras tiene todo bajo control busca en su sonrisa algún atisbo de corazón (¿homenaje al “Mago de Oz”?, de 1939). La utilización de CGI, efectos visuales, la fotografía del maestro Robert Richardson,y la extraordinaria partitura de Howard Shore son elementos fundamentales en el armado de la obra, a partir de un sólido guión, de cuyo desarrollo narrativo no me parece oportuno revelar más que lo ya expuesto. Mejor comparta la aventura descúbralo, compruébelo y disfrutarlo. Los que amamos al cine nos llenaremos la boca durante meses hablando de esta producción, bien o mal, pero tenga la seguridad que no pasará desapercibida. Al momento de escribir estas líneas la habré visto al menos dos veces (de varias más), pero es importante comunicarle, caro lector, que deje de lado todas las palabras que lea y escuche. Usted no necesita saber de cine para ver esta obra maestra. Con haber cometido alguna vez la hermosa travesura de una escapada a una proyección alcanza. Va ser difícil olvidar “La invención de Hugo Cabret” de Martin Scorsese. Es un índice temático de lecciones de narración fílmica; un homenaje a los primeros creadores desde el punto de vista histórico/romántico; un autorretrato en que él mismo realizador abre su corazón como artista y como espectador; una declaración de amor al espectáculo de magia más impresionante que el hombre ha sido capaz de inventar: el cinematográfico.
De todas las obras nominadas a los Oscar este año “Los descendientes” se presenta como la menos grandilocuente en términos de producción, sin embargo brota claramente la gran idea central del guión, y si bien no termina de desarrollarse del todo, deja un mensaje interesante. Matt (George Clooney) está a cargo del manejo del fideicomiso familiar sobre la última porción de tierra virgen que queda en Hawaii, perteneciente a sus ancestros. También es padre de una familia cuya madre sufre un accidente, cuya consecuencia es el estado vegetativo irreversible. En este contexto su vida se ve alterada notoriamente, pues desde el punto de vista de las relaciones humanas hay dos cuerdas que tiran para lados opuestos. Por un lado, debe tratar de relacionarse con sus hijas Scottie (Amara Miller), de 10 años, y Alex (Shailene Woodley), de 17, en función de comunicar la noticia y fortalecer los vínculos para afrontar el problema. Por el otro, sus numerosos primos (miembros del fideicomiso) presionan para que suscriba finalmente la venta de las parcelas familiares antes de que pierdan valor, operación que además lo afectará emotivamente con alguna sospecha nunca aclarada. “Los descendientes” debe su nombre justamente a la conexión entre pasado y futuro de un linaje familiar, a partir no de la búsqueda de raíces sino de la esencia sentimental que las riegan. Alexander Payne elige instalar este concepto más sutilmente de lo que hubiera convenido para centralizar su obra en un tema que ya se convirtió en su preocupación y fuente de inspiración como artista: el hombre común sometido a situaciones que lo obligan a una difícil adaptación obligada por las nuevas circunstancias. Lo hizo con Jack Nicholson en “Las confesiones del Sr. Schmidt” (2002), con Paul Giamatti en “Entre Copas”(2004), y con George Clooney en el film que nos ocupa. Sucede que a diferencia de las antecesoras por querer circunvalar el melodrama termina encontrándolo al terminar la vuelta, lo cual desdibuja un poco esa idea de reconexión familiar que culmina permaneciendo oculta por debajo de la sutileza. Tengo mis dudas si la Academia de Hollywood le debe a Clooney un Oscar, considerando la larga lista de actores todavía postergados. En todo caso la actuación del galán no sería la misma sin esas dos chicas brillantemente dirigidas, la espontaneidad de Miller y Woodley, que apuntalan el trabajo de Clooney a niveles insospechados y, de hecho, son contribuyentes fundamentales al crecimiento de la realización.. “Los descendientes” propone cosas para pensar, no llega a fondo pero alcanza para tenerla como una obra correctamente culminada.
A diferencia de lo que ocurrió el año pasado con un par de películas infantiles de origen local, Selkirk –el verdadero Robinson Crusoe- ofrece varias aristas disfrutables de principio a fin y en el mejor de los casos una mirada nostálgica para los más grandes.
Desde hace muchísimos años el cine ha ido incrementando su capacidad tecnológica. Desde los dragones de George Meliés a los extraterrestres azules de Pandora en la “Avatar” (2009) de James Cameron, toda investigación y posterior incorporación de efectos especiales y visuales persiguió un sólo objetivo: tener escenas creíbles, reales. O sea que no se noten los hilos de una nave espacial o la superposición de imágenes entre una iguana y cavernícolas rubios. El objetivo se cumplió con creces porque los adelantos tecnológicos nos dejan con la boca abierta pero, increíblemente, surgió un problema inesperado, todo eso se convirtió en la “estrella” de la película, quitándole lugar a ideas, guiones e historias con peso específico. Ni hablar de llevarlas a cabo. “Inmortales” es una fiel muestra de ello. Al parecer todo se centra en los conflictos de los dioses griegos. Aparecen algunos conocidos, y otros de dudosa procedencia, necesarios para llenar la pantalla de gente que se mueve y se pelea sin que el espectador tenga muy claro quién va ganando o para qué lado patea. Como la mayoría de todo lo que se ve es CGI (Computer Generated Images), o sea "espejitos de colores", el realizador Tarsem Singh (“La celda”, 2000) hace travellings y "paneos" tan vertiginosos como inverosímiles. Por ejemplo, hay acantilados tan altos hasta llegar a donde se desarrolla el concierto de piñas y patadas, que el lugar parece estar más cerca de la Luna que de la Tierra. Lo vemos a Mickey Rourke y a John Hurt como elementos decorativos ofreciendo los mejores momentos actorales, y a un Henry Cavill mostrando la trabajada musculatura que veremos en la próxima Superman. El Rey Hiperión (Rourke) quiere apoderarse de una super arma para romper toda Grecia, pero Zeus (Luke Evans) manda a Teseo (Cavill) para impedirlo. Le conté la historia en menos de 25 palabras. Que mal, porque esto queda expuesto claramente en los primeros 10 minutos, para luego espera por otros 100 de puro caos. Funciona igual que un video juego moderno al que el espectador nunca es invitado a participar intelectualmente. Nobleza obliga, estéticamente es interesante y, por supuesto, que el diseño de sonido, vestuario y demás rubros son impactantes, se sirven a sí mismos, pero no alcanza. Falta la historia, un desarrollo acorde, construcción de personajes y sobre todo un conflicto que sustente todo eso, para que, cuando uno salga de la sala, y se lo olvide de todo a los 10 minutos, no lo tome como síntoma para visitar a su médico. Simplemente vio una mediocre realización fílmica.