En 1985 se estrenó uno de los mejores homenajes al cine de terror que se han hecho de ese año a la fecha. Su título era “La hora del espanto”, estaba dirigida por Tom Holland y protagonizada por William Ragsdale, Amanda Bearse, Chris Sarandon (como el vampiro Jerry Dandrige), y un genial Roddy McDowall como el anfitrión de un show televisivo de películas de horror clase B (justamente “La hora del espanto”). Para la época esa producción era todo un hallazgo de efectos de maquillaje, pero sobre todo (y a lo mejor sin proponérselo) traería nuevos aires al género que entonces estaba en decadencia. Por caso, fue una de vampiros en la que empezaba a vislumbrarse la necesidad de la industria de mirar a un público adolescente que ya no se interesaba por la temática terror con gente “vieja·. Muchos años después Hollywood extrapoló esta idea para llevar a los chupasangre a la estética de la historieta (la saga de Blade), o al melodrama romántico con los vampiros emo-andróginos de la saga Crepúsculo. En el medio quedan casos aislados como los “Vampiros” de John Carpenter (1998), o el caricaturesco “Van Helsing” (2004). Agotado casi todo, en 2011 Hollywood se propuso volver a las fuentes con una remake (ojo que hasta de Footloose se viene una). La historia era sencilla. Charley, un joven de colegio secundario, se da cuenta que al lado de su casa se mudó un vampiro. Ante la incredulidad de amigos y de su mamá recurre a un conductor / actor de TV para que lo ayude a matarlo y a rescatar a su novia. “Noche de miedo”, la versión de 2011 de “La hora del espanto”, está despojada de muchos de los elementos que convirtieron a su antecesora en un clásico. Por otro lado tiene algunos cambios intrascendentes para los que no vieron la original, pero molestos para los que sí lo hicieron, entre los cuales me incluyo. La comparación es inevitable. La trama, o sea la historia que se cuenta, sigue siendo la misma, sólo que con mayor vértigo de compaginación y efectos más modernos. El vampiro en cuestión no es otro que Colin Farrell, un actor con el porte seductor que le exige el personaje. El resto del reparto cumple, y apenas si servirá para impulsar alguna figurita nueva como Imogen Poots encarnando a Amy, la novia. La producción en sí, funciona bien. No hay mucho que reprochar. Hay cierto respeto por la original, la mitología vampirica y la generación de algunos sustos genuinos. En todo caso insisto con que no vaya al cine a buscar la mística de la original. Sería un error. En cambio, vaya a ver una de vampiros bien hechita.
Hacía rato que no me pasaba con una película de este género que las situaciones estén en una línea muy fina entre el drama y el ridículo. Esto sucede con “Splice” (que por cierto en inglés significa ensamblar o, mejor dicho, empalmar) Justamente, los jóvenes científicos Clive (Adrien Brody) y Elsa (Sarah Polley) descubren la forma de empalmar ADN de distinto origen para crear una vida superior física e intelectualmente. O al menos esa es la intención. Claro que sin el punto de vista filosófico es más difícil sostenerlo. Por eso los guionistas Antoniette Terry Bryant, Doug Taylor y Vicenzo Natali decidieron ir por este lado, el de la manipulación del conocimiento cuando el hombre juega a ser Dios. “Splice” está entre esto y Frankenstein. Respecto de tanto engendro de experimento una les sale más o menos bien. Resulta ser algo entre un canguro y un pollo sin plumas hasta que se va convirtiendo en Dren (la hermosa modelo Delphine Chàneac). No llega a ser ella, ¿está claro no?, sino sería una parodia y aquí surge la primera sensación ambigua. Dren es un híbrido para el guión, pero para nosotros humanos espectadores, no. Sabemos que es una modelo, que es flaca y hermosa empero, para que no parezca tanto, le ponen mucho látex, maquillaje; ojos de rata, cola de serpiente cascabel, con aguijón incluido, y manos largas al estilo jugador de la NBA. Todo para afearla lo más posible a los ojos humanos, o a casi todos, porque fíjese que, por alguna razón, a Clive le gusta lo bastante como para terminar con la virginidad de ambos, ya que el científico que compone Brody da la sensación de no haber tenido sexo jamás. Este es un ejemplo de lo que le decía antes. Efectivamente, la realización tiene momentos como ese, pero está también la virtud del director de ir a fondo con la propuesta, encausar la trama y las imágenes hacia eso que quiere lograr, mostrar a dos científicos con 10 en genética y 0 en responsabilidad. Esa mezcla hace que “Splice” funcione mejor de lo que se presupone. Vicenzo Natali no abusa del uso de efectos especiales otorgándole cierta dosis de realismo al verosímil que intenta instalar desde el principio. No es casualidad, porque las mismas características (con un mejor guión) tiene “El Cubo” (1997) de éste mismo realizador. Claramente no va a salir del cine preguntando, o filosofando, sobre la manipulación de la genética luego de haber visto esta producción; pero sí habiendo pasado un rato entretenido.
En El Fin de la Espera, Jacinto está grande ya. Anda por los setenta y largos pero sigue siendo un idealista. Uno de esos pocos hombres que uno se encuentra en la vida y no queda sino admiración por la fidelidad incorruptible a sus convicciones. Una fundación le otorga desde hace tiempo un subsidio para llevar adelante una suerte de granja que alberga chicos carenciados. Pero… La fundación decide torcer el rumbo de su imagen a otro lado y quiere quedarse con los terrenos ante la negativa de Jacinto quién se declara inamovible del lugar hasta que no quede un solo chico sin tener una oportunidad de subsistir. (Tamaña gesta la del viejo en la Argentina de hoy). A todo esto, hay un político corrupto dando vueltas, un hombre acusado de fraude que eventualmente ayudó a Jacinto durante la campaña y ahora necesita un lugar para “desaparecer” por un tiempo hasta que la cosa se calme y el periodismo deje de preguntarse donde está la plata. Este es el contexto que rodea la historia de un hombre y su lucha por sacar adelante un proyecto de ayuda a los más necesitados. El Fin de la Espera es un film “hecho con dos pesos”. Proporcionalmente, Mi Primera Boda tendría el presupuesto de Transformers para que se de una idea de lo que estamos hablando. Por eso el director, eligió una historia simple, llevada a cabo con lo que hay sin caer en lo pretencioso. Son estos y no otros factores, los que hay que tener en cuenta para disfrutarla. No podemos como espectadores de cine en este siglo, exigirle lo mismo que a un tanque de Hollywood porque los millones en esta película solo están en la ficción de la misma. El personaje de Jacinto está interpretado por Ulises Dumont pero la película es de 2008. El propio productor Enrique Muzio, presente en la función de prensa, contó en exclusivo para A SALA LLENA, que decidieron no estrenarla entonces porque Ulises se fue de gira el 29 de Noviembre de ese año. Casi tres años después podemos verlo en la última película que filmó. Su actuación es de esas con características consagratorias. El Fin de la Espera no hubiera sido posible sin Dumont. Una entrega y un sacrificio por su profesión como pocas veces he visto porque Ulises estaba mal ya en ese momento y sin embargo lo vemos cargar piedras bajo el sol tucumano o levantar una batería de automóvil. Admirable y conmovedor. Su Jacinto se enoja con la coyuntura, protesta y se planta en su posición como nos gustaría a nosotros. Grita o putea cuando es necesario y desde esa rigidez se maneja con los chicos. Un papel que valdrá seguramente algún premio vernáculo aunque suba otro artista a recibirlo en su nombre. Desde la realización, el director Francisco D’intino presenta y estrena su tercera película en lo que va de 2011. Considerando lo que había, sale apenas airoso de una propuesta en la que hubiera sido fácil caer en vueltas de tuerca innecesarias. Por el mismo motivo (plata) los rubros técnicos como el sonido o el arte, llegan a hacer pie y por el lado del guión parece un poco precipitado el final. Uno se queda masticando si había antecedentes suficientes para este desenlace o algo quedó fuera de la edición definitiva. El Fin de la Espera es para ver a uno de los grandes actores argentinos en su máximo potencial haciendo lo que sabe. Sólo alguien con mucho talento puede hacer eso en el estado en que estaba. Levantar algunas piedras y levantar la película entera.
La verdad es pensé que en el 2011 zafábamos de alguna película de éste tipo, pero no. Se vino otra de terror de “Archivos fílmicos encontrados”, cuyo guión parece cumplir con las reglas, pero ofrece un final que rompe con toda lógica. ¿Conoce el término “found footage”? Literalmente significa “película encontrada” o “recuperada”; pero en Hollywood sirve para determinar una especie de “sub-sub-género” en el que toda la estética, dirección de arte e ilusión de ficción se basa en compaginar una determinada cantidad de metraje que alguien supuestamente encontró y dio a conocer. Todo parecerá un documental (falso). Claro que funciona mucho mejor en el género del terror, ya que este material filmado fue dejado o abandonado, por alguien que desapareció o se murió, y luego revelado por algún familiar (“El proyecto Blairwitch”,1999), el departamento de policía (“Actividad paranormal”, 2009) o ente gubernamental (“Apolo 18”). Por tratarse de una de terror en el espacio con ese estilo, “Apolo 18” necesita instalar el verosímil desde un principio. Veamos: Hubo 17 misiones del programa espacial Apolo. Las 18, 19 y 20 fueron canceladas por razones presupuestarias. Todo esto es verdad, a partir de allí comienza la ficción al proponer al espectador que en realidad luego de la 17 hubo una más, que se ocultó al público y ahora se da a conocer para que entendamos por qué el hombre dejó de viajar al satélite más romántico de la historia. Fíjese que curioso. Este inverosímil resulta creíble más por razones coyunturales que lógicas. Vale decir, luego del asesinato de John F. Kennedy estamos mucho más dispuestos a creer que el gobierno norteamericano les oculta información a sus habitantes (sobre todo en aras de preservar la “seguridad nacional”), que en un hecho tecnológico como el de una decimoctava misión a la luna. No sé. Será que en la Argentina al final nunca vimos el aparato que “se remonta a la estratosfera y nos deja en Japón en 15 minutos” En 1974 tres astronautas Ben Anderson (Warren Christie), Nathan Walker (Lloyd Owen) y Johnson (Ryan Robbins) son reclutados para traer más kilos de suelo lunar. Luego del despegue todo lo veremos a través de las dos cámaras instaladas en la nave, las que portan los astronautas, una quinta (detectora de movimiento) instalada en suelo lunar, y dos más que están en la nave satélite que gira alrededor de la luna esperando dar por terminada la misión. El clima de suspenso se va gestando a medida que, ya en suelo lunar, vemos como Ben y Nathan descubren una misión rusa que no terminó bien. Nathan entra en la nave abandonada y tomando un manojo de cables que cuelgan de algún lado dice que está destrozada (aunque después la veamos funcionando de mil maravillas). Por su parte Ben descubre a uno de los rusos, de la tripulación de la susodicha nave, en un oscurísimo cráter, pero no obtendrá mucha información dado el estado de putrefacción en el que se encuentra. Además, la cámara detectora de movimiento (me permito dudar si ya se había inventado) nos va mostrando que Ben y Nathan no están solos. La obra iba bien. Se tomaba su tiempo para preparar los climas, pero… La dirección de Gonzalo López-Gallego es correcta sólo en lo técnico. El manejo de la luz y la oscuridad ponen un buen marco de incertidumbre, mientras el sonido juega un buen papel aportando lo suyo en los momentos de silencio. Pero casi todas las decisiones tomadas, a partir de un guión deficiente, tienden a ir revelando todo lo que podría resultar sorpresivo, y para cuando el enemigo se muestra en potencia queda la sensación que con un rociador de DDT se solucionaba todo. Si el terror depende del diseño de los extraterrestres de esta película quédese tranquilo, algunos personajes de Plaza Sésamo asustan más. Para colmo, el inaudito final de esta producción es un insulto a la inteligencia de cualquier espectador y al uso del sentido común, pues deja instalada la pregunta de cómo demonios hicieron para “recuperar” el material que acabamos de ver. Menos mal que fue sólo una misión secreta la que ocultaron. Si es por el cine de terror, al menos puedo estar agradecido con la NASA. Calificación: Mala. (Iván Steinhardt).La verdad es pensé que en el 2011 zafábamos de alguna película de éste tipo, pero no. Se vino otra de terror de “Archivos fílmicos encontrados”, cuyo guión parece cumplir con las reglas, pero ofrece un final que rompe con toda lógica. ¿Conoce el término “found footage”? Literalmente significa “película encontrada” o “recuperada”; pero en Hollywood sirve para determinar una especie de “sub-sub-género” en el que toda la estética, dirección de arte e ilusión de ficción se basa en compaginar una determinada cantidad de metraje que alguien supuestamente encontró y dio a conocer. Todo parecerá un documental (falso). Claro que funciona mucho mejor en el género del terror, ya que este material filmado fue dejado o abandonado, por alguien que desapareció o se murió, y luego revelado por algún familiar (“El proyecto Blairwitch”,1999), el departamento de policía (“Actividad paranormal”, 2009) o ente gubernamental (“Apolo 18”). Por tratarse de una de terror en el espacio con ese estilo, “Apolo 18” necesita instalar el verosímil desde un principio. Veamos: Hubo 17 misiones del programa espacial Apolo. Las 18, 19 y 20 fueron canceladas por razones presupuestarias. Todo esto es verdad, a partir de allí comienza la ficción al proponer al espectador que en realidad luego de la 17 hubo una más, que se ocultó al público y ahora se da a conocer para que entendamos por qué el hombre dejó de viajar al satélite más romántico de la historia. Fíjese que curioso. Este inverosímil resulta creíble más por razones coyunturales que lógicas. Vale decir, luego del asesinato de John F. Kennedy estamos mucho más dispuestos a creer que el gobierno norteamericano les oculta información a sus habitantes (sobre todo en aras de preservar la “seguridad nacional”), que en un hecho tecnológico como el de una decimoctava misión a la luna. No sé. Será que en la Argentina al final nunca vimos el aparato que “se remonta a la estratosfera y nos deja en Japón en 15 minutos” En 1974 tres astronautas Ben Anderson (Warren Christie), Nathan Walker (Lloyd Owen) y Johnson (Ryan Robbins) son reclutados para traer más kilos de suelo lunar. Luego del despegue todo lo veremos a través de las dos cámaras instaladas en la nave, las que portan los astronautas, una quinta (detectora de movimiento) instalada en suelo lunar, y dos más que están en la nave satélite que gira alrededor de la luna esperando dar por terminada la misión. El clima de suspenso se va gestando a medida que, ya en suelo lunar, vemos como Ben y Nathan descubren una misión rusa que no terminó bien. Nathan entra en la nave abandonada y tomando un manojo de cables que cuelgan de algún lado dice que está destrozada (aunque después la veamos funcionando de mil maravillas). Por su parte Ben descubre a uno de los rusos, de la tripulación de la susodicha nave, en un oscurísimo cráter, pero no obtendrá mucha información dado el estado de putrefacción en el que se encuentra. Además, la cámara detectora de movimiento (me permito dudar si ya se había inventado) nos va mostrando que Ben y Nathan no están solos. La obra iba bien. Se tomaba su tiempo para preparar los climas, pero… La dirección de Gonzalo López-Gallego es correcta sólo en lo técnico. El manejo de la luz y la oscuridad ponen un buen marco de incertidumbre, mientras el sonido juega un buen papel aportando lo suyo en los momentos de silencio. Pero casi todas las decisiones tomadas, a partir de un guión deficiente, tienden a ir revelando todo lo que podría resultar sorpresivo, y para cuando el enemigo se muestra en potencia queda la sensación que con un rociador de DDT se solucionaba todo. Si el terror depende del diseño de los extraterrestres de esta película quédese tranquilo, algunos personajes de Plaza Sésamo asustan más. Para colmo, el inaudito final de esta producción es un insulto a la inteligencia de cualquier espectador y al uso del sentido común, pues deja instalada la pregunta de cómo demonios hicieron para “recuperar” el material que acabamos de ver. Menos mal que fue sólo una misión secreta la que ocultaron. Si es por el cine de terror, al menos puedo estar agradecido con la NASA.
Nobleza obliga, el guionista Leslie Nixon habrá estado un rato largo elaborando esta historia basada en la novela de Alan Glynn. Claramente no es una obra maestra, pero “Sin límites” es de esas películas que, con poco, se diferencian enseguida si se la compara con el resto del cine comercial producido por Hollywod este año. A esto se le suma un muy buen trabajo de casting para la elección de los intérpretes. La narración comienza en el presente con Eddie Morra (Bradley Cooper) al borde de solucionar todos sus problemas tirándose desde la terraza de un rascacielos. Antes de consumar el hecho se apiadará de todos los espectadores narrando (en una muy extensa retrospectiva –que a su vez tendrá algún flasback-) lo sucedido para haber llegado a esa situación. Eddie es un escritor con problemas de inspiración y un adelanto económico de la editorial al que debe responder. Por supuesto que bebe mucho y debe como mínimo el alquiler y otros ítems. Su novia Lindy (Abbie Cornisa) le dice que así las cosas no pueden continuar, y resuelve abandonarlo. Convengamos que todo esto junto desanimaría a cualquiera. El encuentro con su ex cuñado Vernon (Johnny Whitworth) va a cambiar un poco la situación. Anda en algo raro. Van a un bar. Whisky mediante, le recuerda a Eddie (y a nosotros también) que el ser humano usa sólo hasta el 20 % de la capacidad del cerebro. Sin embargo, él anda distribuyendo una pastilla nueva que lo puede potenciar al máximo. Obviamente le deja una, y Eddie, quien ya ha probado de todo y no anda con ánimos de leer a Buscay o a Og Mandino, la ingiere para comenzar otra vida, y abordar la otra parte de la película. Para que todo quede muy claro, y por si los espectadores las estamos usando, digamos un 7%, el realizador Neil Burger le indicó al director de fotografía Jo Willems que ilumine la cara de Bradley Cooper para diferenciarlo cuando está bajo los efectos de la pastilla y es una mente brillante, de cuando no la toma y es un ser opaco y mediocre. Pero recordemos que en Hollywood nada es casual cuando se trata de bajar línea sobre el sueño americano. Los beneficios de la pastilla, efectivamente le permiten terminar su libro en cuatro días, pero además puede aprender idiomas con sólo escucharlos, levantarse a su locataria con sólo escucharla y, sobre todo, lo convierte en un experto en el mercado de valores para ganar y hacer ganar mucho dinero. Así que ya sabe para qué sirve el cerebro si se lo usa en todo su potencial. Saquemos la bajada de línea porque en definitiva la mente puesta en Hollywood necesita otro tipo de pochoclos y este es muy entretenido. Eventualmente llegaremos al presente y seguirá el desarrollo de la historia. “Sin límites” encuentra su vértigo y costado original en la excelente banda de sonido de Paul Leonard-Morgan, la compaginación el Tracy Adams y Naomi Geraghty y el concepto estético más cercano al vidoeclip de MTV que al cine, pero que aquí funciona muy bien como, por ejemplo, respecto a toda la secuencia inicial. Este es un entretenimiento bien filmado y que no se subestima la inteligencia de nadie excepto por un detalle que no hace a la película: La presencia del gran Robert De Niro. No los conté, pero me arriesgo a un total de 8 (quizás 10) lo minutos que cuentan con la presencia del maestro. A decir verdad, el papel que le tocó podría haberlo hecho cualquiera. Imagino una reunión de producción en la que hicieron una “vaquita” para contratarlo por esa cantidad de tiempo, pero esto no es lo importante. Como tantas otras veces, el afiche de “Sin Limites” es bastante mentiroso pues cualquier seguidor de éste actor (independientemente de lo que haga) saldrá literalmente estafado ya que su foto aparece en cartel como uno de los protagonistas. Nada más lejos de la verdad. Dijo tres frases (de taquito por supuesto) y pasó a cobrar el cheque, así que como mínimo le advierto: Si va al cine sólo porque está él, a lo mejor le conviene ver el trailer en Internet. Hemos dicho.
Me sigue sorprendiendo la selección de imágenes que hace la mente. Por ejemplo, puedo forzarme inútilmente a tratar de recordar cual fue la primera película que vi en mi vida en el cine. Es imposible. Me afirman que fue una reposición de El Mago de los Sueños en otoño de 1977. De hecho tengo el programa de mano guardado como un tesoro. Todavía hoy busco en mi mente alguna imagen de mí mismo viendo la película, pero no lo recuerdo. Sin embargo, lo que sí tengo presente como si lo estuviera viviendo ahora mientras escribo, es la lluvia de ese día y subirme con mi mamá a un taxi Fiat 128 que encaró para el centro. Recuerdo vívidamente subir las escaleras del cine Los Angeles. Puedo describir ese cine como si fuera mi casa y de hecho lo fue muchos años de mi infancia. La verdad es que me gustaría volver a entrar allí para verlo. Aunque no exista más… La esencia de recuerdos como este (cada uno tendrá el suyo) es la inspiración que llevó a Meritxel Soler a escribir y dirigir (con la colaboración de su esposo Julián Vázquez) Cine al Fin. Estudiando cine en Argentina, Soler conoció al que ahora es su marido quien a su vez le contó una pequeña historia del cine de El Bolsón. Luego de una urgencia médica, Meritxel vuelve a su Garriga natal en Catalunya y allí comenzó a gestarse la idea de esta película. Particularmente en el cine Alhambra. Meritxel le cuenta al dueño sobre nuestro desaparecido cine América (aquella imponente sala de Callao y Santa Fé ¿Se acuerda?) La directora y la película inician entonces un viaje en busca de algunas respuestas. Todo absolutamente relacionado con el amor por la mera existencia de una sala cinematográfica y el profundo dolor por cada una que se cierra. En este sentido la obra parece subrayar un especial cariño por la parte edilicia de los cines. Tanto el cine América, como el Bariloche o el de El Bolsón son mostrados con su respectiva actualidad. Como si se intentara buscar en su desaparición, los rastros de generaciones y generaciones de personas que vivieron y disfrutaron la época dorada. Cuando el cine reunía amigos y familiares a dejarse llevar por el séptimo arte. Cine al fin se instala al costado de cuestiones coyunturales como la globalización o las políticas económicas. Estos factores están implícitos y por eso se permite reflexionar profundamente sobre las sensaciones que causa tener una pantalla grande frente a los ojos. Se nota claramente que cada uno de los encuadres está cuidadosamente buscado y planificado. Los directores se toman su tiempo para que las imágenes cuenten junto a una banda de sonido muy sugestiva y la voz en off de Soler que le agrega un tono pensativo a la atmósfera que se genera. De Catalunya a Tierra del Fuego se arma un recorrido nostálgico y esperanzador. Un plano detalle de un fragmento de celuloide del que crecieron raíces, basta para establecer la clave de esta producción. Si. Un cine puede desaparecer, pero también se puede recuperar. Ahora sí, vuelva a leer como se llama esta película y lo lindo que es poder darle más de una lectura.
De las comedias argentinas estrenadas en el año podría decirse que “Mi primera boda” es la más ambiciosa desde todo punto de vista. Según dijo Axel Kuschevatsky, uno de sus productores, la participación de TELEFE en lo económico fue ínfima, con lo cual habrá que pensar en una administración superlativa de los recursos, especialmente teniendo en cuenta semejante reparto. En cuanto a la película, permítame separar los tantos, lo que podría leerse también como: Organizarme. Vamos a la trama: Adrián (Daniel Hendler) está sentado en un sillón con elementos de fiesta de casamiento como fondo. Con mucho aplomo (y humor) comienza a darnos su parecer sobre el matrimonio en general, y el suyo en particular. Lo mismo hace Leonora (Natalia Oreiro) sentada en un lugar separado hasta que, refiriéndose a su marido, nos dice: “¿Saben lo que hizo?” La narración se convierte entonces en un relato de los hechos recientes. Toda la preparación de la fiesta de casamiento, con un novio no muy convencido y preocupado por los gastos, más una novia histérica por el evento y la organización. Ambos coinciden en que se aman, por encima incluso de sus antecedentes religiosos ya que él es judío y ella católica. Los enredos comienzan cuando Adrián pierde su anillo de casamiento tan sólo un rato antes de la ceremonia, para la cual sólo esperan la llegada del Padre Patricio (Marcos Mundstock) y el Rabino Mendl (Daniel Rabinovich) para comenzar. Por supuesto que Adrián hará lo posible para retrasar su llegada y darse el tiempo de encontrar la alianza. Se puede hablar de un guión básico de comedia de enredos cuya realización Ariel Winograd tiene que orientarla hacia el estilo de la comedia clásica. Durante gran parte de la narración iremos conociendo a familiares y amigos en un desfile de situaciones que no siempre colaborarán con la trama, sino que están simplemente como excusa para el gag. Como si fueran parte de un sketch recortado, por ejemplo, como la situación de los dos integrantes de Luthiers en pleno viaje de remis. “Mi primera boda” no descubre la pólvora en el aspecto de lo que se cuenta. La parte técnica es impecable, destacándose la banda de sonido de Lucio Godoy y Darío Eskenazi, quienes con una orquesta de más de cuarenta músicos y grabada en Europa, juega con estilos de Henry Mancini por un lado y Jerry Goldsmith o Michael Kamen por otro. Ahora bien, debo confesar que entré “como un caballo”. Me pasó lo mismo que me ha pasado muchas veces con las comedias de Blake Edwards, es decir, compré desde el primer instante y llegué a llorar de risa con algunas situaciones y actores. Realmente si usted está de buen humor y sin ganas de intelectualizar, con esta realización la va a pasar fenómeno. Si los chistes son viejos es tan irrelevante como cierto, pues no sólo el público se renueva, sino que más de una vez le han contado una seguidilla de chistes tan malos que uno detrás del otro provoca esa risa que nace por oposición al remate mismo. Y si uno se ríe con algo es difícil (por no decir inútil) preguntarse por qué. Es pasar un buen momento y en el caso de “Mi primera boda”, alcanza y sobra.
Un artista en la localidad de Quilmes vive en una casa hecha con botellas de vidrio. Se llama Tito Ingenieri y es artista escultor especializado en metal y vidrio. Si fuera un titular, estaría como nota de color en cualquier noticiero vernáculo. No pasaría de un barrido de imágenes loopeadas y dos o tres preguntas obvias con las respuestas en off para mostrar tomas apenas más detalladas. Pero no es el caso. Tito, el navegante es un documental de poco mas de una hora en el que los directores Alcides Chiesa y Carlos Eduardo Martínez intentan dibujar a uno de esos personajes lindos que existen y forman parte de un pueblo. Ese tipo de personas que caracterizan un lugar y lo hacen más pintoresco. Mas allá de la corrección técnica a cargo de ambos directores tanto en cámara como en fotografía y una interesante música de Oscar López, esta película tiene un problema clave: No genera interés desde sus realizadores. Vale decir, todo lo que se puede preguntar por simple curiosidad está. Así conocemos que Tito no terminó el colegio, se fue de mochilero y volvió al rato, fue plomo de una banda de rock y trabajó con un soldador que le enseñó el oficio y que derivaría en el artista que es hoy. Incluso llega a lo paradójico cuando dice que le gustan Artaud, Rimbaud y otros autores; pero nunca termina de leerlos. La parte animada es estéticamente agradable pero apenas si subraya lo que el escultor dice cuando se refiere a viejas conquistas amorosas. Tema aparte para la referencia a El Eternauta. El afiche de la película es el de la historieta pero con Tito detrás de las antiparras. Chiesa y Martínez agregaron tomas del artista acercándose a la cámara de plano entero a plano medio luciendo máscaras antigas o de soldar, algo así como un separador entre tema y tema. Todo esto queda bien pero a la historia del entrevistado no le agrega nada. Para encontrar una analogía entre la obra de Oesterheld y el título hay que poner imaginación e hilar fino. A simple vista no alcanza. A ver, claramente este artista quilmeño despierta en los directores la suficiente curiosidad como para prender la cámara. Pero durante toda la película ronda una sensación extraña. Es como si yo lo invitase a mi casa a escuchar música y simplemente agarre un disco de Sandy Nelson, ponga play y nos quedemos callados. A ud puede gustarle o no. Dependerá de sus oídos y nada más. Ahora, si yo le explico que ese fue el primer disco sobre el que yo apoyé una púa de tocadiscos a los 10 años y que lo heredé de mi padre como si me hubiera querido mandar un mensaje para que yo empezara su frustrada vocación de baterista, seguramente la escucha será distinta. Tendrá el condimento de mi propia pasión detrás de esos sonidos y ud va a prestar otro tipo de atención a partir de un interés generado por mi impronta. Eso dejaron afuera los directores en el subtexto del guión. Su pasión y admiración por lo que este artista les genera. Es eso. Falta pimienta.
El escritor Gunther Strobbe (Valentijn Dhaenens) está intentando que alguien le publique su libro. Hace tiempo que le pasa esto y a lo mejor también quiere atención o la reivindicación de su sueño. Por eso se pone a contarnos una historia. Su historia, la cual es a la vez la médula en la que se basa la de cada uno de nosotros: la familia. En lugar de volverse pretencioso y querer pintar el mundo, el director Felix Van Groeningen se vuelve minimalista y retrata la historia de los Strobbe para eventualmente llegar a la aldea. Del escritor adulto que comienza a narrar, volvemos varios años atrás hasta sus conflictivos 13 años (interpretado por Kenneth Vanbaeden) en el pueblito de Reetveerdegem en Bélgica. Gunther va presentándonos uno a uno a los integrantes de su familia. Sus tíos “Gasolina”, “Fortachón” y Kurt son ideales para el dicho “Dios los cría”. Su padre “Celle” (Koen de Graeve) no les va en saga en esto de cantar, tomar cerveza (o lo que llene el vaso) y holgazanear. Finalmente conocemos a la abuela Meetje (Gilda de Bal) o sea la madre de estos cuatro hermanos y la única que parece tener los patitos en fila en una familia de propensos a la violencia pero con fortísimos valores por los lazos familiares. Una ruda forma de quererse si me permite. Lo que convierte a La Vitalidad de los Afectos en una caótica y pintoresca comedia de la vida es el hecho de que todos ellos viven juntos en una casa muy chica. Van Groeningen se mete en la intimidad más visceral de esta familia. Sin ser subjetiva, la cámara se posa varias veces a la altura del resto. Por ejemplo cuando están sentados a la mesa, como si quisiera al espectador como uno mas compartiendo ese momento. En este aspecto, es válido citar a los personajes que pinta Kusturica en sus películas: Son grotescos, si. Y también queribles. Las situaciones de confiscación de muebles, la escuela de Gunther o un concurso para ver quién toma mas cerveza, colaboran con la construcción del estado de desidia de esta familia y la consiguiente preocupación de cómo Gunther pudo sobrevivir a eso. Quizás el mejor acierto del guionista Christophe Dirickx (junto con el propio director) sea el de evitar la tamización de los personajes para no caer en una moralina barata. Por el contrario, todos esos excesos naturalmente incorporados en la idiosincrasia familiar ayudan a subrayar un sentimiento que subyace en el subtexto del film: el amor incondicional a las raíces. La relación padre – hijo se vuelve asfixiante para Gunther y a la vez será ese el catalizador para tomar decisiones que necesariamente cambiarán su vida. Sobre todo a partir de la visita de la tía Rosie (Natalie Broods). Desde el comienzo sabemos que nos están contando una anécdota funcional a entender tanto a Gunther como al resto. Lo agradable de La Vitalidad de los Afectos, es poder descubrir un humor que nace desde un lugar muy explorado, lleno de dolor y frustración por el supuesto destino que nos toca, momento en el cual las películas chicas como esta se vuelven grandes.
Rita (Julieta Ortega) y Li (Miki Kawashima) es la historia de dos mujeres en circunstancias adversas y de cómo éstas van influyendo en la vida de ambas para formar una relación fuerte. Las dos son inmigrantes ilegales (o con problemas de documentación) y viven en la ciudad de Santa Fe. Mientras que Rita es paraguaya y está en Argentina para poder conseguir la residencia, trabajar y eventualmente volver con su hija (o traerla), Li es china y trabaja en una lavandería esperando poder salir adelante luego de haber perdido a su marido asesinado en uno de los tantos saqueos de la crisis de 2001. Rita comienza a trabajar allí gracias a Ferreira (Juan Palomino), un policía que no se gana el pan sólo con su sueldo (si se entiende el eufemismo). Para asegurar la "continuidad laboral" de ambas (en realidad las necesita porque el local es una excusa para hacer sus transas en la parte trasera), el oficial toma en su poder los documentos las dos mujeres con el pretexto de tramitar la ciudadanía, en definitiva, Rita y Li se ven algo "acorraladas" por la circunstancia. La película de Francisco D'Intino está clara e inconfundiblemente focalizada en la relación que Rita y Li van construyendo a fuerza de ir derribando de a poco la barrera cultural que las separa en favor de satisfacer la mutua necesidad de conectarse dada la circunstancia en la que se encuentran. Pueden ser de países, idiomas y costumbres distintas; pero ambas son mujeres, están sufriendo y sueñan con salir adelante. De hecho el negocio se llama "La Esperanza", un poco por ellas y otro por autorefencia (la anterior película del director lleva el mismo nombre). El guión del mismo Francisco D'Intino y Héctor Grillo es tan sencillo como profundo pero aunque no parezca, a veces estos factores influyen mucho en el resultado final según las decisiones que se toman, independientemente del presupuesto con que se cuenta. Hay un mínimo de dos personajes en esta película cuya presencia aporta poco y distrae: Don Antonio (Juan Manuel Tenuta) es el hombre que le alquila una habitación a Rita; pero no es tan buenito como parece. Antonio Birabent es un vecino, padre de una bebé, que lleva la ropa a lavar y mantiene algunos diálogos intrascendentes con las chicas. Rita y Li iban a conocerse de todas maneras por eso la presencia de ambos no hace otra cosa que apurar una acción ya predestinada desde el comienzo, resultando en consecuencia, un tanto forzada. Lo mismo sucede con el final, como si hubieran estado apurados para terminar el rodaje. Son importantes y conscientes los trabajos de Ortega y Kawashima. El hecho de que por momentos se les escape no tiene que ver con falta de herramientas sino con cómo están dirigidas. De todas maneras, esto no le quita valores a un filme sobre el nacimiento de la amistad a partir del choque de culturas. Tanto Un Cuento Chino como Rita y Li (salvando las distancias) podrían ser las pioneras en poner una mirada sobre el enorme cambio cultural que se produce hoy en Argentina merced a la vasta cantidad de personas que llegan buscando nuevos aires en un país cuya política de inmigración es casi desconocida. Es un buen comienzo para un tema cada vez mas influyente.