Así es el humor. No en vano está el viejo adagio: “el éxito de un chiste depende de quién lo escucha”, de modo que en el caso de “Quiero matar a jefe” sus grandes aciertos y errores bien pueden ser la misma cosa. Si los personajes de las películas pudieran pasarse por una especie de tamiz, imagine que los de la saga “¿Qué pasó ayer?” (I y II, 2009 y 2011) decantaron en Nick, Dale y Kurt (Jason Bateman, Charlie Day y Jason Sudeikis respectivamente). Los tres amigos desde siempre, atraviesan un momento difícil en el plano laboral, aunque los otros aspectos de sus vidas parecen no tener importancia. Odian a sus jefes, pero algunas arbitrariedades del guión los ponen entre la espada y la pared. Veamos: El jefe de Nick, Dave (Kevin Spacey) decide autonombrarse gerente de ventas en su propia compañía. Una atribución lógica, pero Nick esperaba ser nombrado para ese puesto después servir eficientemente de mucho tiempo a esa empresa. El jefe de Kurt, Bobby (Colin Farrell) sale por herencia. Ante la muerte de su padre, decide estar al frente del negocio con la sola intención de hacerlo producir el dinero suficiente para financiar festicholas con prostitutas y kilos de cocaína. A Kurt sólo le importa que el negocio siga la noble tradición del viejo Pellitt (breve aparición de Donlad Sutherland) Finalmente, la jefa de Dale es la Doctora Julie Harris (la irresistible Jennifer Aniston), una sexópata malhablada que lo acosa constantemente. Podría ser una situación soñada, pero Dale está enamorado de su prometida, le es fiel y rechaza el convite y esa situación le resulta traumática. En una charla de bar, contando sus penurias, la conversación de los amigos deriva en una loca idea tomando como referencia la película “Pacto siniestro” (o “Extraños en un tren”), producción de 1951 del maestro Alfred Hitchcock, en la cual, para despejar posibles conexiones, dos hombres se intercambian potenciales asesinatos. Establecida la situación en los primeros, y muy buenos, minutos de “Quiero matar a mi jefe”, al realizador Seth Gordon se le abre la posibilidad de abordar la comedia de enredos desde una impronta clásica, o llevarla al extremo del grotesco. No ocurre ni lo uno ni otro, y este es el punto en donde los espectadores tendrán dos opciones que se ejecutarán casi inconcientemente: seguir el hilo o cortarlo, es decir, estar dispuestos a aceptar lo inverosímil o llevar todo al plano racional. En el caso de quien escribe la opción elegida fue la primera, y realmente hay momentos en donde uno se ríe a discreción. Huelga revelar más de la trama que, de todos modos, se adivina fácil. Gracias a que Spacey, Farrell y Aniston se creen sus personajes, los trabajos de los demás miembros del elenco se elevan bastante más y logran sacar la historia adelante. No parece haber en el realizador un sentido de la dirección de actores. Como si hubiera confiado más en que cada uno haga lo suyo en lugar de probar si ello conviene al tratamiento de la película. Por eso todo depende del elenco, ya que los rubros técnicos cumplen pero no aportan nada novedoso. La recomendación es: si tiene ganas de reír sin hacerse preguntas, entre al cine con buen humor o con deseos de despejar el malo. Por cierto, no olvide dejar la lógica en la puerta de la sala, la que puede recuperarla apenas termine la función. Para el momento en que concluya en que todo fue un divague, la sonrisa ya estará dibujada en su rostro.
Luego de finalizada la proyección de “No le temas a la oscuridad” pensé: Me parece que hay una gran confusión. Hay que recordarle a Hollywood que la gente va al cine para sentir miedo gracias a ver la película y no por culpa de la misma. Es una gran diferencia. En “No le temas a la oscuridad” todo empieza hace muchos años. Un pintor ha realizado un gran mural de contenido horrible en el sótano de una gran mansión. Usted puede preguntar para qué sirve un mural ahí donde apenas hay luz de vela. Se lo digo: para anunciar al espectador lo que va a ver dentro de un rato quitándole el factor sorpresa. Además, el hombre es artista y puede hacer lo que quiere, ¡que tanto, ché! El pintor ofrece sus propios dientes en un platito a unas voces que con cámara subjetiva suenan fuera de campo, pero dentro de una estufa tipo salamandra. A cambio pretende que le devuelvan a su hijo. No sólo esto no ocurre, adicionalmente se lo llevan a él haciéndolo entrar por la hendidura de la estufa como si el hombre estuviera hecho de telgopor. No se preocupe si no entiende mucho. Durante los títulos las voces se siguen escuchando y le anticiparán todas las intenciones que tienen. Confórmese. Al menos no le cuentan el final. La acción pasa al tiempo presente. Vemos a Kim (Katie Holmes) y a Alex (Guy Pearce) esperando a la hija de éste en el aeropuerto. Sally (Bailee Madison), de unos 7 u 8 años, viaja sola porque la madre no puede, no quiere o no sabe tenerla (nunca nos enteraremos). Los tres se dirigen a la mansión, ya que la pareja vive de restaurar viejas construcciones. La nena tiene resentimiento por la situación que viven debido a la separación de sus progenitores, rechaza a la novia del padre y siente el miedo que le produce algo raro que percibe en la vieja casa. Gracias a Dios, nos enteramos de todo esto por los diálogos. Si fuera por Bailee Madison estaríamos muy confundidos, pues tiene algunos momentos en los que parece tentada a reírse, en tanto que en otros manifiesta estar asustada, estados que, como mucho, sólo llega a traducirlos en una expresión de cara de abanderada en un acto de colegio. Es por lejos la peor dirección de actores chicos en mucho tiempo. Sigo. La nena dice que tiene miedo, pero igual se adentra en el lugar más tenebroso de la casa, o sea el sótano. Allí escucha voces invitándola a jugar y demás bobadas. Incluso llega a desatornillar la puertita de la estufa produciendo la liberación del “mal”. Esto es (son) unos bichos marrones de la altura de una muñeca Barbie, con el temperamento de Horacio Pagani, y cuando dejan de susurrar para graznar parecieran tener la caja torácica de Plácido Domingo. Al primero que atacan es al jardinero. Un hombre, de pocas e inútiles líneas de diálogo, que en lugar de pisar a los demonios, barrerlos a escobazos o echarles insecticida, se deja morder por ellos hasta terminar en un hospital. A partir de ese momento Sally intentará hacerse escuchar por el padre quién demuestra dos preocupaciones: vender la casa restaurada y lograr que su hija se lleve bien con su novia. Los bichos, que salen por todos los conductos posibles, evitando la luz y rompiendo todo lo que pueden, parecen primos de aquellos Gremlins, pero están horriblemente diseñados por Keith Thompson. “No le temas a la oscuridad” tiene algunas otras incoherencias en el guión de Guillermo del Toro y Matthew Robbins que rompen con el verosímil; aburren y provocan más bostezos que tensión. Pobre el debut como realizador de Troy Nixey, aunque cualquiera agarraría este guión si debe, por ejemplo, tres meses de alquiler, para saldar su deuda. Los efectos especiales parecen de la época del primer “King Kong” (1933), con perdón de aquél pionero de los efectos, con una dirección de fotografía de Oliver Stapleton bastante desacertada, sobre todo en las escenas de la habitación de Sally y en el sótano, locaciones donde a veces hay más luz de la que propone el set y viceversa. No se extrañe si hacia el final se producen algunas risas, es debido a la tremenda ridiculez de los diálogos. Insalvable partiendo desde el contradictorio título de la producción. Si se la toma en serio la producción es como mínimo una broma. Por suerte todo pasa. Respecto a “No le tema a la oscuridad”, témale a una secuela.
La primera vez que vi a Tilda Swinton en el cine fue en una función vespertina de Orlando (1992) en el viejo cine Trocadero de la peatonal Lavalle. Ante la camada de actrices que se venían de Hollywood con Julia Roberts y Winona Ryder a la cabeza, esta actriz inglesa ofrecía otro prisma abordando un papel dificilísimo en esa película de Sally Potter. Casi 20 años después, la capacidad y versatilidad de Swinton parecen no tener límites todavía, lo cual es un camino lógico para alguien que se toma tan en serio su trabajo. Aunque se trate de una película como El Amante, producida por ella misma. El análisis de esta realización bien puede dividirse en dos aristas. La primera tiene que ver con las actuaciones de todo el elenco y algunos aspectos técnicos como la excelente fotografía de Yorick Le Saux cuya muestra de su talento pudimos ver recientemente en Carlos. Le Saux aplicó un concepto visual fundamental para cumplir con una historia que se desarrolla en invierno y en verano. La segunda arista es la película en sí y su temática sobre la necesidad de liberación de una atmósfera subyugante generada en el seno de una familia aristocrática de Milán. Emma (Tilda Swinton) es oriunda de Rusia. Una vez conoció a Edoardo Recchi (Gabriele Ferzetti), un rico empresario textil Italiano con quién eventualmente se fue a Milán, se casó y formó una familia. También significó una vía de escape de la situación agobiante en la Unión Soviética del fin de la Guerra Fría. Al comienzo vemos a Emma muy concentrada yendo y viniendo del comedor a la cocina mientras le da directivas al personal doméstico (en un soberbio italiano con acento ruso) para preparar una cena familiar importante. En este momento entendemos que Emma es mas una jefa de mozos que una esposa. Una sutileza para establecer una situación en la que si bien ella es parte de la familia, nunca llegará a pasar todas las barreras conservadoras y aristocráticas para llegar a una pertenencia absoluta. O sea, Emma salió de una situación opresiva para meterse en otra con otros ribetes. Necesita escaparse o al menos un escapismo. En esta cena el padre de Edoardo, Tancredi Recchi (Pippo Delbono), anuncia su retiro y el pase de la empresa a manos de su hijo. Algo que todos esperaban excepto por un detalle: Tancredi le da la misma participación a su nieto Edoardo Jr. (Flavio Parenti), lo cual dispara un juego interno que tampoco llega a desarrollarse. No olvidemos que desde un principio la historia, el conflicto y el mensaje pasan por Emma. Hablando de ella, en estos interines conoce a Antonio (Edoardo Gabriellini), un cocinero amigo de su hijo cuya presentación en la película sirve como punto de partida para colocar el conflicto al frente de la obra. Emma se siente impulsivamente atraída hacia Antonio (escena de miradas en la cocina brillantemente actuada por… ah, cierto! Ya lo dije). En él, (y en el deseo que ella siente) ve una ventana hacia cierta libertad generada en lo furtivo, pero atrayente a la vez. El espíritu de Emma cobra vida. Hay algo más que su vida con alcurnia. El guión de Luca Guadagnino abarca algunas subtramas que, como mencioné al principio, no están cercanas a aportarle nada importante a la historia. Ni siquiera la situación de los hijos de este matrimonio casi basado en una suerte de hipocresía interna. El director comienza a explorar en estas propuestas y de hecho las resuelve, pero al estar apenas conectadas con la trama principal, dejan un sabor a exceso de minutos que terminan por desviar la atención del espectador a su muñeca izquierda. Justo donde está el reloj. No le quita valores cinematográficos, pero los disminuye ante una película de planos y silencios largos, necesarios para que los actores se expresen. Atención durante los créditos con una escena que le da el cierre definitivo.
Antes de morir en el hospital por un infarto Augusto le pide a Elena (Graciela Borges): “Cuidala. Sola no va a poder”. Muere. Elena no entiende mucho de qué se trata hasta que la presencia de Adela (Valeria Bertucelli) en el nosocomio le va aclarando el panorama. A decir verdad quien la va avivando de la situación es Esther (Rita Cortese), la mejor amiga y asistente de Elena. ¿La situación? Augusto tenía una amante mucho menor que él. La verosimilitud de la historia pende de esa frasecita del principio y sobre esa endeble base, el guión de Brenda Pagés cuenta cómo es que estas dos mujeres intentan sobrellevar el dolor de perder al hombre que amaban y la relación que ambas van construyendo. El problema de “Viudas”, la última película de Marcos Carnevale, reside en depender exclusivamente de la talentosa entrega de las actrices principales. El resto de lo que gira alrededor de las viudas aparenta tener importancia, amaga a convertirse en subtrama, pero nunca llega a buen puerto. Un ejemplo de esto son los personajes secundarios. Esther podría no estar y la película sería lo mismo, pues nunca se llega a desarrollar su personaje más que para consolar a Elena. Lo mismo sucede con la mucama travesti que compone Martin Bossi (un trabajo bastante sólido). Su continuidad en el set está justificada por la propia Elena quien no la echa (a pesar de sus impertinencias) porque “sabe cosas”, aunque nunca tiene conocimiento de ellas el espectador, ni los personajes se enterarán de qué es lo que sabe. De hecho, el personaje es literalmente abandonado hacia el final de la película, sin demasiada explicación. El verdadero punto fuerte es la relación de Elena y Adela (siempre y cuando la situación le resulte creíble). Las dos actrices manejan esto de taquito y sólo podría endilgarse situaciones redundantes, aunque esto no depende de ellas sino de un guión que insiste una y otra vez en deprimir a Adela cada vez que parece levantar su ánimo. La sensación final es positiva si uno acepta a “Viudas” como un melodrama en el cual poder ver reflejada una manera de construir a partir del dolor cuando los afectos se van, pero dependerá más de la buena voluntad de quienes se sienten en las butacas que de la realización.
Esta semana también pudimos ver “Ceremonias de barro”, estrenada en el marco denominado Crónicas de la resistencia del Norte Argentino junto con “Mosconi” de Lorena Riposati. Todo esto tiene mucho sentido no solamente por la temática de ambas, sino también porque las dos producciones están manejadas prácticamente por el mismo equipo de cineastas, con lo cual el concepto básico es el mismo desde el punto de vista del tratamiento estético y técnico. Por eso “Ceremonias de barro” también es una observación del presente a partir de la sólida base histórica conseguida con los testimonios de las personas que intervienen. Candelario Gerónimo nació hace casi ochenta años en la quebrada de Los Chañares en Tucumán. El “gancho” que utiliza el director Nicolas Di Giusto parte de lo que ya sabemos: Los indios Quilmes fueron devastados en 1666, los pocos sobrevivientes fueron traídos al sur de la hoy provincia de Buenos Aires e instalados en la zona que hoy lleva el mismo nombre. Sin embargo, Gerónimo se encarga de contarnos algo no tan conocido: muchos otros sobrevivientes huyeron cerro arriba, donde el conquistador no llegará. Antes de la Revolución de Mayo el Virreinato reconoció a los Quilmes como los verdaderos dueños del territorio con un documento llamado Cédula Real que, por supuesto, no fue legitimado durante la formación de la República. Desde este punto en adelante, y junto a la música fabulosa de Pablo Mastrángelo y Blas Alberti, “Ceremonias de barro” nos va presentando a gente como el Cacique Chaile; Gustavo Maita, Teófilo y Gloria Yapura, Cosme Candorí y más gente de la comunidad Quilmeña, quienes a su vez son invitados por la cámara a mostrarnos todas las actividades que se realizan en la región. Eso que aprendemos (sin luego saber nada) con los manuales de la primaria ocurre hoy todos los días. De chicos nos enseñan que los indígenas vivían de la caza y de la pesca, hacían telares y vasijas de barro y rituales paganos. Por suerte esta realización muestra mucho más y llega a lo más profundo de estas actividades milenarias para hacernos entender, con docencia cinematográfica, las razones por las cuales esas tierras han sido y son propiedad de la gente que la trabaja desde hace tantos siglos. Cada vez que un testimonio o un segmento termina, la cámara se toma el tiempo para enfocar los paisajes inermes al paso del tiempo. Como si quisiera mostrar que la subsistencia de esa tierra casi virgen también se debe al respeto que su gente tiene por ella. Fundamental la excelente fotografía de Marcelo Ragone, y el montaje de Emiliano Di Giusto quién le da la pausa justa a cada encuadre para que el espectador tenga tiempo de procesar todo sin que resulte tedioso. Cómo dijimos sobre “Mosconi”, otro acierto técnico fue, aún con un sonido excelente, subtitular el documental para que no se pierda nada. Está claro que la solución no pasa por aquí. Las salas donde se exhiben estas obras merecen como mínimo una revisión de la acústica para que el sonido no rebote y se sature. Hoy por hoy, casi todo se filma en digital, por lo cual es necesario renovar los equipos si se pretende entregar toda la obra en su concepción. Observaciones al margen, tanto “Mosconi” como “Ceremonias de barro” tienen en sus realizadores Lorena Riposati y Nicolas di Giusto, a dos buenos observadores con ideas claras potenciados por la mutua colaboración. Sus trabajos valen la pena.
Continuando con la seguidilla de documentales hechos con mucho esfuerzo y vocación por seguir revisando parte de la historia reciente. Es increíble que con la situación de las salas hoy, todavía encuentren un hueco para llegar a estrenarse. Es cierto que en los últimos dos años, la mayoría de películas de este género han abordado temáticas muy emparentadas con la política o mejor dicho, temas en donde la política es una actriz importante. Aún cuando se trata de eventos del pasado. Sin embargo, si alguna vez se estudia esta época de estrenos de cine argentino deberá valorizarse esta inquietud por revisar la historia. 2011 ya tiene dos documentales abordando el tema del petróleo en Argentina, su explotación y las consecuencias de su privatización. Uno es Tierra Sublevada II -Oro Negro- de Pino Solanas cuyo estreno es inminente. La otra es la que nos convoca hoy. Mosconi, es un pueblo salteño cuyo nombre se debe al general que básicamente creó YPF y le dió proyección de empresa estatal sólida, solvente y representativa. Muchos años después, en la década del 90, YPF se privatizó con consecuencias nefastas entre ellas, miles de desocupados que luego de gastarse la indemnización se dieron cuenta lo que realmente había pasado. La película de Lorena Riposati va intercalando el presente con el pasado. Mientras que las imágenes de archivo dan cuenta de la época de esplendor de la petrolera estatal, su cámara testigo sigue los pasos de los miembros de la UTD en su lucha cotidiana por subsistir y por recuperar a YPF. Teniendo en cuenta que la empresa es hoy explotada por capitales extranjeros favorecidos por un contrato que prácticamente les deja llevarse todo sin arriesgar capital, la lucha de esos hombres es por volver a sentirse dignos de sí mismos y orgullosos del lugar al que pertenecen. El documental de 101 minutos va metiéndose en el mundo de los hombres que van llevando adelante una comunidad que al día de hoy se maneja casi con reglas propias. La música de Osvaldo Cortesse va creando un clima especial en el que los encuadres van revelando el estado de decadencia y desidia en el que se encuentran, por ejemplo, los equipos de perforación. Una producción bien realizada que siguiendo los esquemas conocidos del guión documental, prende una alarma sobre la situación de la gente en General Mosconi y la de una empresa emblemática cuya caída dejó muchas cosas al desamparo. Incluida la historia Argentina.
He aquí otro de los buenos documentales argentinos estrenados este año. En la fila ya están Buen Día, Día; Causas; Vienen por el Oro, vienen por Todo y la excelente Un Tren a Pampa Blanca. Tierra Adentro parte de una gran idea que bien podría haber sido una ficción: La búsqueda de las raíces autóctonas en un pasado doloroso y a la vez necesario de conocer. A partir de las consecuencias de la campaña del desierto de Roca, Ulises de la Orden, el director de la interesante Río Arriba, comienza a desandar cinco caminos para llegar a al pasado; conocer el vasto territorio que ocupaban los Mapuches y plantear la necesidad de su reivindicación. Estos cinco caminos son desandados por: un descendiente de uno de los militares que comandó la campaña, un historiador que busca pruebas fehacientes de los beneficiados con el genocidio, una mujer descendiente de Mapuches, el jefe actual de la comunidad y un periodista guluche que parte desde Chile buscando las marcas de la conquista en el territorio que recorre. Es decir: Ulises de la Orden, se ocupa, mediante una excelente edición paralela, de ofrecer todos los puntos de vista posibles. Todas las personas que aparecen en Tierra Adentro tienen algo que decir y gracias a todos esos testimonios y fundamentos, la película logra momentos muy emotivos que llegan por decantación y no por imposición al efectismo barato. El compromiso del espectador con la forma y el contenido se da desde el minuto uno porque este es un cineasta con ideas muy claras y sintéticas. Por eso no hay una sola palabra ni imagen que sobre. Pero hay más. En el mejor y mas valorable acierto de Tierra Adentro (mientras esos cinco puntos de vista convergen en el mismo lugar histórico-político), el director juega a lo grande y plantea un centro neurálgico para todas estas historias: las próximas generaciones. Pablito está entrando en la etapa pre-adolescente y esta etapa de su vida comienza a bifurcarse. Por un lado está la escuela y la iglesia católica (cuyo accionar también está cuestionado). Por el otro, están las personas de origen Mapuche con las que el realmente disfruta y no se siente discriminado; sino parte. El chico va tomando decisiones trascendentales que van a cambiar su vida para siempre. Hay una gran lección para quienes manejan los destinos de la gente en una simple frase que él dice. Para entonces, los cinco recorridos nos habrán conmovido y mostrado la historia de una manera tan dinámica como concreta. Realmente una película con altos valores cinematográficos y que, para quien escribe, debería trascender el hecho comercial y formar parte de los programas de educación a nivel nacional. Si el cine documental se realiza de esta manera, bien vale la pena el intento de llegar a la conciencia y al corazón de las próximas generaciones.
Paul (John Leguizamo) trabaja como proyeccionista en un multicine. Controla las proyecciones y como todo está bien se sienta a leer un libro. Apagón general. Con la luz de los generadores el hombre empieza a descubrir que la gente desapareció y sólo quedaron sus ropas tiradas, como si todo el mundo se hubiera ido a la orgía más grande del mundo. Hay otros que sobreviven Luke (Hayden Christensen), Rosemary (Thandie Newton), James (Jacob Latimore) y Briana (Taylor Groothuis) Parece la extinción de la raza humana. Como terminada la función seguimos todos vivos... parece que es la extinción del género del terror nomás. Qué, Quién, Cómo, por qué, para qué y otras preguntas básicas, y necesarias para el espectador, jamás tendrán explicación alguna en “La Oscuridad”. Da rabia, porque la propuesta inicial está buenísima... pero dura diez minutos. Así que decidí mandar una carta a Hollywood. Si me llega la respuesta prometo publicarla en este mismo espacio así despejamos dudas. A continuación, una copia de la carta. “Estimado Brad Anderson: De mi mayor consideración. Le envío esta misiva para desearle una pronta recuperación de su estado de amnesia, el cual seguramente hizo que teniendo un antecedente de buena película como “El maquinista” (2004), lo haya hecho dirigir “La Oscuridad”. A propósito de la misma, quisiera saber un par de cosas, si no es mucha molestia. Para empezar, si el guionista que le encajó el estudio, Anthony Jaswinski, le entregó un guión o sólo una idea escrita en una servilleta del bar. De ser esto último todo tiene más lógica. Hablando de la historia en sí, se que ocurre en nuestros días y en Detroit. ¿Sería tan gentil de contarme qué es esto de las sombras y por qué hacen lo que hacen? O sea, entendí que usted ve muerte en la oscuridad y vida en la luz, pero le recuerdo que la gente que va al cine a ver una de terror ya está acostumbrada a aceptar lo inverosímil, pero, eso sí, las reglas del juego deben ser claras y la fluidez del relato debe justificar lo que sucede. Por ejemplo, usted propone que los personajes siguen vivos si tienen un poco de luz a mano. Hasta un fósforo sirve. Si no hay luz, vienen los deditos de las sombras y los matan a sombrazos limpio. Sin embargo, en varias escenas los personajes están acorralados y se salvan igual. De todos modos, si se inspiró un poco en la serie televisiva “Lost” (2004/2010) le recuerdo que al final (haya gustado o no) hay una explicación hasta para ese humito negro que se llevaba a la gente a la espesura de la isla. En su caso ¿Por qué no pasa lo mismo? Si es una nueva tendencia en Hollywood, avise para estar prevenido. Otra cosa que me llamó la atención es que ninguna linterna funciona en esa ciudad. La única que anda es la de Briana, una nena preciosa que se suma a la idiotez generalizada de sus personajes y cada vez que ve alguien vivo sale corriendo a la oscuridad. Por otro lado, las luces delanteras de una camioneta pueden durar tres días encendidas. Sé que la General Motors le debe haber regalado un montón de autos para explicar esto con la frase “Es una Chevrolet”, pero para el espectador es insultante. ¿Se da cuenta? Hablando de luz, avísele al director de fotografía que debería estar presente todos los días de rodaje, y no mandar a un cadete con un fotómetro, porque después pasa lo que le pasó acá: Defasajes conceptuales entre la luz en la cara de los actores y el lugar de donde proviene. ¡Ah!, ya que estoy, felicite de mi parte a Lucas Vidal, el compositor de la banda de sonido, por ser el único que se tomó en serio su tarea. Espero ansioso poder escuchar algún próximo trabajo. Sigo preguntando: ¿Le enseñaron alguna vez lo qué es un flashback y para qué sirve? Digo, porque todos los que puso en “La Oscuridad” no aclaran nada, apenas sirven para mostrar que sus personajes siguen vivos de casualidad, algo que ya sabíamos todos. Por último Sr Anderson, y no lo molesto más, si empezó algo termínelo por favor. ¿Me comprende? Usted no puede irse del set a tomar cerveza con los técnicos mientras deja que la película se resuelva sola. Queda feo, ¿vio? Es más, si puede le ruego me tenga al tanto del paradero del caballo que aparece al final, a ver si ya llegó a la frontera mexicana o lo agarró el delegado de la sociedad protectora de animales. Espero que usted, o alguien de su entorno, pueda responderme pronto, mientras tanto yo tengo tres o cuatro personas que detesto profundamente a las que ya les he recomendado su película. Saludos Cordiales” Iván Steinhardt
Pequeños indicios, eso es lo que deja la película “Hachazos”. Andres Di Tella es el realizador, narrador e investigador de la película. Evidentemente la existencia de Claudio Caldini y su obra han sido, y son muy influyentes, en su vida como artista. La curiosidad por indagar hasta lo más profundo sobre este cineasta lo llevó a escribir un libro llamado “Hachazos” y posteriormente la película del mismo nombre que se estrenó esta semana. Las imágenes de este filme intentan constantemente de emular la obra de Caldini (por no decir adular). De hecho, salvo el comienzo y el final, “Hachazos” se divide en cuatro partes denominadas "Reconstrucción". Cada una de ellas invita al director a contar y mostrar cómo filmó algunas de las tomas de aquellos cortos en paso Super 8 realizados en la década del ‘70. Mientras tanto, la narración de Di Tella oscila entre su admiración por la obra y un recorrido esporádico por la vida de Caldini. Pongamos esto en claro. Si el objetivo del documental fue filmar un proceso muy íntimo sobre la influencia y admiración que un artista puede provocar, seguramente el director de “Montoneros, una historia” (1994) debe estar contento con el resultado de “Hachazos”. Ahora bien, desde el lado del espectador, satisfacer la curiosidad de conocer a Caldini quedará para otra ocasión. Hasta el mismo artista discute con Di Tella sobre el contenido que se está filmando, en ese momento es cuando le aclara que lo que está haciendo es ficción y no un documental sobre él. Por suerte, el sonido y la iluminación son correctos y superan la acústica de las salas en la que se exhiben. Desconocía la existencia de éste realizador de la década del ‘70. “Hachazos” deja en claro (mencionando, más que desarrollando) que Claudio Caldini filmó en Super 8 en esa época; luego se autoexilió en India en donde parece que se volvió loco; después regresó a nuestro país y dejó de hacer cine durante muchos años. Nada más. Apenas un poco de contexto del ámbito en el que se movía de joven (imágenes de Omar Chabán, Marta Minujín y otros artistas contraculturales) y un concepto subrayado varias veces: “Es un cineasta distinto, silencioso, reacio a la vida pública y lo suficientemente reservado como para mostrar lo que filmaba sólo en ocasiones puntuales. “ En este aspecto, “Hachazos” parece hacer lo mismo con lo mucho que su director conoce de la vida del artista después de dos años de estar a su lado. O sea, revelar muy poco de ella y pretender que se entienda todo con algunas imágenes sugestivas. Irónico teniendo en cuenta que en una entrevista a la Revista Ñ, Di Tella responsabilizó a los críticos de no dar a conocer ni revisar la historia de nuestro cine en general y de Caldini en particular. Si fuera cierto, aquí se da una situación parecida: El documental propone una estética, pero pone poca luz sobre la historia del artista en cuestión. Terminada la proyección de “Hachazos”, el espectador sabrá que Claudio Caldini existe y que Andrés Di Tella lo admira mucho. El resto dependerá de estar pendiente de cuándo Caldini (hoy es cuidador en una quinta en la provincia de Buenos Aires) decida viajar con su valija para mostrar lo que filmó (o aquel material que todavia conserva) pues no hay copias de su obra en ningún otro formato y el original (Super 8) es irreversible.
Yo no sé si habrá que irse acostumbrando a que en la Argentina, el mal llamado cine de autor y peor relacionado con el cine independiente, será el característico de nuestro país. Como fuere, sería interesante una mejor distribución, pero este tema es harina de otro costal. El estreno de la segunda realización de Marco Berger, “Ausente”, supone un subrayado de esta tendencia, pero luego ¿qué es el cine argentino hoy? Amalgamarlo como industria resulta imposible, y películas como esta hace raro un análisis si no se la coloca en un contexto especial. La producción viene acompañada del dudoso premio Teddy a la mejor película de temática gay. ¿Hace falta esta diferenciación a esta altura del siglo? “Ausente” es un interesante drama psicológico decorado con algunos elementos del misterio. Narra la historia de Martín (Javier De Pietro), un alumno secundario enamorado de Sebastián (Carlos Echevarría) su profesor de gimnasia. Martín se lastima en clase de natación y el profesor lo lleva al hospital. Aquí hay que comprar la idea de que en un colegio privado sea el profesor quién debe "hacerse cargo" del chico, sino todo resultará inverosímil. Digamos que, involucrado por la circunstancia, Sebastián se siente obligado a no dejar a su alumno solo y lo lleva a la casa pero, como aparentemente su abuela no está, siguen juntos hasta el día siguiente. En todo este contexto se va sugiriendo una mezcla de erotismo sutil con aires de thriller que llevan al espectador a sospechar en todo momento que algo raro hay en esta atmósfera. La narración se mete en un embrollo cuando roza peligrosamente el estado de verosimilitud de sus personajes como, por ejemplo, la mencionada responsabilidad del colegio, o cuando Martín se acerca al profesor mientras duerme. Es clara la intención de jugar a las fantasías sexuales en medio de un clima incierto, y es de hecho el factor en donde la realización se apoya para tratar la temática en cuestión. Desde el punto de vista cinematográfico, hay decisiones de la puesta en escena que hacen pensar más en un capricho del director que en un verdadero trabajo de la dirección de arte, por ejemplo las fotos pegadas en las paredes del dormitorio de Martín Por eso, la psiquis del personaje principal sólo tendrá sentido si el espectador se focaliza únicamente en la relación de ambos. Una vez que el espectador compre la idea, la película irá profundizando la incertidumbre proponiendo una dualidad entre la inocencia del despertar sexual y una leve psicopatía. El final abrirá otras posibilidades de lectura, pero para entonces la decisión del gusto personal estará tomada. Los rubros técnicos cumplen bien. En especial la fotografía. El sonido en la proyección del Malba fue correcto, pero llama la atención un molesto subtitulado en inglés que puede resultar una distracción para quienes tienen el acto reflejo de mirar la zona inferior de la pantalla cuando aparecen letras. Esto último lo menos es que resulta insólito por tratarse de una producción Argentina, país donde el único idioma oficial es el español.