Hecho canción Guille (Santiago Pedrero) busca sacar adelante a su banda de rock después de un parate de varios años entre los que desaparició Nicolás (Ignacio Rogers), uno de sus miembros y amigo de la infancia. Mientras concurre junto al grupo a grabaciones, presentaciones y radios de mala muerte, el protagonista conoce a Luciana (Ailín Salas), con la que tendrá un affaire platónico y deslumbrante entre tanta tensión. La vida de alguien equilibra su gravedad con pasajes visuales-musicales que rozan la abstracción y zambullen al espectador en un estado de beatitud brevemente encantadora que bien puede funcionar como epílogo feliz al camino iniciado por Nadar solo (2003) y Como un avión estrellado (2005) –matizado por la más ligera y cómica Excursiones (2009)-. El rodaje en 35 mm, la anacronía de la época –sólo se ven cassettes, no hay iPods ni redes sociales-, el post-punk como mitología (la desaparición de Nico recuerda a la leyenda del baterista de Los Pillos, banda emblema del post-punk vernáculo) y la recurrencia de la ausencia, la amistad y las costas marítimas en invierno terminan por volcar al cine de Acuña hacia adentro, hacia un universo que rehúye toda referencia documental para volverse plástico, universal (la fotografía de Fernando Lockett le debe mucho a esa apuesta). Es esa emotividad distante la hazaña del filme, que hace que observemos a los personajes como a través de una ventana o un sueño, sin afectación o estridencias de por medio. Y sucede que a Ezequiel Acuña, realizador idealista e incorruptible si los hay, no le interesa el hoy sino la emoción fugaz de un cine convertido en canción.
Después del abismo “La patota” confirma el talento de Santiago Mitre, que vuelve con interrogantes similares a los de “El estudiante”, ahora en la remake del filme de Daniel Tinayre. Primero con El estudiante (2011) y ahora con La patota, Santiago Mitre se instala como un cineasta de la ambigüedad y la inteligencia. Pero si el protagonista de la primera era un emblema del pragmatismo político, en La patota Paulina lo es de la convicción moral, que adopta dimensiones trágicas. Dolores Fonzi interpreta a una joven abogada que se adentra en la Misiones profunda para dar clases a jóvenes marginales a contramano de los consejos de su padre (Oscar Martínez), un conservador que quiere llevarla hacia los privilegios de clase en un largo y virtuoso primer plano secuencia. La entrada de Paulina en el escenario empobrecido es errática y patética, y la lengua guaraní no hace sino subrayar su cándida extranjería. Lo que en un principio parece una sátira cínica sobre los peligros de una militancia inocente, se tuerce por completo cuando Paulina es violada por una “patota” de aserraderos de la zona (en una escena incómoda pero breve narrada desde una perspectiva doble), que así como marca el punto extremo de su caída la expulsa hacia un más allá distanciado de los personajes secundarios. Lejos de arrastrar al filme a las aguas llanas del policial (a pesar de la violación, juzgado de pueblo, policías y detenciones), el ataque padecido por Paulina opera en ella un desclase que la libera de su condición así como de la posibilidad de integrarse al medio, soledad acentuada por su incomprendida negación a abortar. La ambigüedad del filme de Mitre –apropiación-remake de La patota (1960) de Daniel Tinayre, que narraba una historia similar aunque de connotaciones religiosas– yace en esa superposición narrativa en la que conviven la sagaz mirada sociológica y la hondura de un drama metafísico (apuntalado por la gran actuación de Fonzi), el escenario atemporal y el contemporáneo, la temática clásica y la posmoderna, la ley y la moral. La patota es también un sagaz desclase fílmico de películas socialmente ingenuas como Ciudad de Dios o Elefante blanco (guionada por el mismo Mitre) con el precio de volverse ensimismada, hermética y oscura como su heroína. “La justicia no busca la verdad, busca culpables” o “Este hijo es el resultado de una realidad que ni yo ni vos entendemos”, le dice Paulina a su padre, y con ello resume el planteo filosóficamente urgente de una película solo en principio realista, pero también la prueba de que todo dilema sobre la otredad conduce a un abismo para el que no caben palabras o discusiones, solo la voluntad. Paulina, más cercana a las heroínas radicales del cine de los hermanos Dardenne que a las protagonistas cotidianas del reciente cine argentino, persigue ya no la asistencia social sino la verdad con mayúsculas. No hay aproximación a la verdad (léase comprensión, sensibilidad, empatía) sin una iniciación al dolor, la humillación, la degradación, es la sugerencia inquietante de La patota. Pero esa autoconciencia también es dudosa ya que no puede dejar de pensarse como un artificio, el resultado de una estudiada nivelación de fuerzas, de una herencia cinematográfica, política y filosófica asumida al detalle. Sospecha que no hace sino sumar otro nivel más al cine decididamente evasivo de Mitre, que ante la posibilidad de mostrar la cara prefiere decir “no”.
A tono con la composición musical-conceptual jazzística de esta coproducción local (virtuosamente gestada por el músico Jerónimo Piazza) podría decirse que Tokio es un estándar, un diseño mítico y secuencial que viene de todos los tiempos para ensayarse una vez más: dos personas, una mujer y un hombre, que adoptan nombres de película (Graciela Borges es la misteriosa y seria Nina, Luis Brandoni el pícaro pianista Goodman) se encuentran en un bar en una noche lluviosa. Sus gestos dejan entrever que hay clara atracción y consenso: será cuestión de tiempo, tragos y latiguillos seductores para que los protagonistas compartan una noche de alcoba furtiva. Pero un estándar puede ser un clásico o un cliché: Tokio se inclina por la segunda opción, a causa de una desafortunada combinación de omisiones y detalles caprichosos. Por un lado, hay un temor a mencionar edad y locación: los personajes no asumen su tercera edad (lo que aproximaría al filme a un Elsa y Fred glamoroso y minimalista) ni el territorio que pisan: Tokio -un bar- y Roma -la ciudad de donde viene la engañada Nina, cuestión explicitada en una serie de innecesarias instantáneas introductoras- son las dos únicas referencias en el mapa de un filme que así y todo elige un lugar típicamente turístico como La Cañada para que sus personajes coqueteen. Esa falta de decisiones narrativas convive en Tokio con una aproximación formal más deudora de la publicidad que del cine, abordaje que se percibe sobre todo en la escena del departamento que sigue a la del bar, en la que una serie de extensos planos detalles sobre pavas y cafés y tomas rebuscadas (¡desde adentro de una alacena!) hacen notar aún más la ausencia de razón y contenido de la película, que halla en sus dos actores su principal sostén. La cruda elegancia de Borges y el registro cómico de Brandoni (de tintes televisivos) son los instrumentos afinados de un estándar que resigna esencia en pos de un clima o atmósfera que se evapora como un fugaz polvo de madrugada.
La aridez y la fertilidad se debaten como el ying y el yang en Mad Max: Furia en el camino, un frenético y empalagoso cóctel visual que empacha las retinas y nubla el intelecto con su bruma terrosa y texturas oxidadas. En sintonía con las entregas anteriores de la saga, toda estructura o complejidad queda aquí reducida a la apaisada llanura del desierto y a su horizonte chato y letal, con una trama infinitesimal que tiene a la supervivencia y la redención como puntos de fuga, la acción como engranaje y la moral y la ecología como mensaje y oasis en las dunas: Max (el grandulón Tom Hardy) se larga a escoltar junto a Imperatora Furiosa (Charlize Theron) a cinco muchachas con pinta de modelos de L'Oréal que representan la proceación y la belleza, acechadas por una tribu deforme adoradora del agua que lidera el grotesco Immortan Joe (Hugh Keays-Byrne). Y no hay mucho más que agregar al respecto: el filme ostenta casi en su totalidad una perpetua escapada on the road en la que buenos y malos luchan sobre ruedas y con ánimo hard rock en vehículos uno más extravagante que el otro. ¿Diálogos? ¿Contemplación? ¿Narración? Cosas del pasado preapocalíptico. La cámara se agita nerviosa sobre piel, arena y metales sin posarse nunca en su objeto, los personajes se mueven con una velocidad inhumana y el paisaje pierde materialidad retro y austera para convertirse en otra cosa, un puro espacio irreal de desplazamiento que invita a comparar al filme con un videojuego arcade (en el que Interstate '76 convive con Mortal Kombat). Pero Mad Max: Furia en el camino no puede negar su tradición cinematográfica, desde los western clásicos en los que destacan héroes solitarios y persecuciones sangrientas hasta filmes de aventura mitológico-arqueológicos como Indiana Jones y el Templo de la Perdición o El señor de los anillos, en los que resuenan muchedumbres tribales y primitivas. Como la mano metálica de Imperatora Furiosa, Mad Max: Furia en el camino es un cyborg, una creación que relega humanidad para así convertirse en algo más presente y shockeante pero también errático, incapaz de generar un mito pop como lo hizo la trilogía anterior. Más allá de su innegable espectacularidad, lo único remanente al final de este agotador Dakar futurista es un empleado de cine que recolecta anteojos en 3D.
El canto de los frágiles A contramano de la tendencia reciente del cine cordobés a poner en escena a jóvenes que se inician a la adultez, El grillo –primer largo ficcional de Matías Herrera Córdoba– presenta a tres personajes de mediana edad estancados en una crisis o paréntesis vital. Mecha, Holanda y Gabriel pasan el comienzo del verano en una casa, conversando, comiendo y descansando. Mecha, la dueña de casa, no puede superar la muerte de su marido, vinculado al mundo del teatro, cuya ausencia se siente todo el tiempo en el hogar. Holanda es una actriz amiga cansada del oficio que se instala para repasar el monólogo de una obra de pronto estreno, y Gabriel un jardinero que dona su esperma para juntar plata y con quien Mecha tiene un amorío casual. La inclusión del teatro en El grillo (como tema, como universo, como procedimiento, como visión del mundo) es fundamental, al punto que teatro y cine aparecen como entidades entrelazadas, inseparables, en comunión: ya desde el homenaje a Héctor Grillo, vinculado a la casa del filme y a quien está dedicada la cinta, hasta la carrera escénica de sus actores (Galia Kohan, María Pessacq y Martín Rena), que sugieren una generación teatral-cinematográfica y un estado de cosas o condición actual de ser artista en Córdoba. “Yo me adapto a cualquier lugar”, dice la nómade Holanda, y agrega con escepticismo: “Ya no me interesa ni el teatro ni el cine, se olvidan de la fragilidad. Ya no hay personajes. Ya nadie hace teatro”. Su aparición en escena la hace recitar: “¿Para qué tanto papel glacé, teatro, drama, comedia? Pa’ qué tanto cine?”. El grillo impone angustia, gravedad e incertidumbre allí donde otros proponen puro entusiasmo, pero el propósito es noble: quitar las cenizas del pasado y buscar una nueva identidad. El patetismo del filme no implica cine hecho teatro o un tono solemne o pretencioso (sus riesgos más inmediatos), aunque al final ese equilibrio se tambalea en su forzada resolución dramática y en tres monólogos virtuosos pero un tanto artificiosos que sus personajes entonan acostados. Con El grillo, Herrera Córdoba afianza su personal pulso cinematográfico al unir de manera arriesgada dos planos, el formal –el mismo detallista e inspirado que emergía sólido en Criada y que aquí permite redescubrir una ensalada, un alambre de púa, la lluvia en un patio– y el textual, igual de puntilloso: es a través de los diálogos y soliloquios de los personajes que se exponen las capas del filme, el cual amerita más de una mirada y una lectura. Al igual que su poética doméstica hecha mundo, El grillo expande su interior turbio y desconsolado hacia múltiples direcciones, así como un grillo hace sonar su canto en todas partes y en ninguna.
La tercera dimensión Si la ficción y el documental son dos maneras de entender (y registrar) el mundo, entonces la fusión entre ambas sólo puede dar lugar a una tercera realidad, una tercera dimensión. Y es en ese terreno tan sensible como inteligente donde justamente se desplazan los tres actores-protagonistas de Tres D, Matías Ludueña, Micaela Ritacco y Lorena Cavicchia, personajes jóvenes que a su modo gestan un triángulo mientras pasan sus días en el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín. Un triángulo más amistoso (o afectivo) que genuinamente amoroso, en tanto su historia es abordada de forma abierta, incompleta, pasajera: Matías llega al festival para filmar una serie de entrevistas con directores, y en el hotel conoce por error a la vecina de su cuarto, Lorena, con la que inicia un tibio pero prometedor flirteo. Después Matías se encontrará (también por azar) con Micaela, una amiga de afinidad cinéfila que asiste al festival atraída por la obra de José Campusano. Los personajes de ficción (una ficción a decir verdad simulada, o documentada) le sirven a Rosendo Ruiz para poner en marcha un documental dentro de la película, con testimonios ante la cámara de realizadores y críticos como el mismo Campusano, que funciona además como un diagnóstico del cine actual, con sus problemáticas centro-periferia, Hollywood versus independencia, nuevo cine argentino, cine de festival, etc., pero también como color, como documental detrás del documental: Ruiz sondea el detrás de escena y así se lo ve al crítico Jorge García adentrarse en un pasillo de hotel, a Nicolás Prividera comiendo silencioso al fondo de un comedor, incluyendo a la vez la presencia de una productora apócrifa (Cecilia Luzana, encarnada por Maura Sajeva), personaje realmente ficticio del filme, que vaga por Cosquín como una Isabelle Huppert solitaria. Todo ese laberinto de cajas chinescas hace de Tres D un filme modestamente complejo, bastante más ensimismado que De caravana (aquí lo popular está asordinado, en esos rateros de carnicería, en el acto patriótico en una plaza) pero igualmente arrojado hacia afuera, en este caso a las marquesinas, los jóvenes seducidos por el cine, las calles de Cosquín. Pícaro y picaresco gesto de Ruiz que permite reírse de y con el cine, y hasta coquetear con la ciencia-ficción en los anteojos símil 3D que los turistas cinéfilos usan para refugiarse de los vientos solares: accesorio y pasaje directo a la tercera dimensión, ahí donde el cine se reinventa en el deseo -siempre impredecible- de la juventud.
Ensueño analógico Un exquisito mundo anticuado se despliega como un tablero maravilloso en El inventor de juegos, la adaptación cinematográfica de la novela juvenil de Pablo De Santis. El cuidado respetuoso por el universo de antaño que rodea a Iván Drago es lo más llamativo y sólido del filme, junto a la excepcional interpretación de David Mazouz como el valiente niño huérfano Drago, a medias entre los personajes de Dickens y el joven Bruce Wayne. Aunque la referencia más cercana es el Hugo Cabret de Scorsese, ya sea por la confianza última y no exenta de nostalgia en las viejas artes de la ilusión (los juegos, el cine, las historietas) como por las reglas analógicas de un mundo donde todavía existen relojes con aguja, televisores en blanco y negro, globos aerostáticos y locomotoras. Y, también, las atmósferas sombrías de eras decimonónicas: si bien al principio la vida suburbana de Drago es colorida -cercana al pop televisivo de Bryan Fuller-, cuando sus padres desaparecen trágicamente tras un viaje en globo todo cambia: las tinieblas del mal, convocadas por el inventor de juegos Morodian (Ralph Fiennes), se ciernen sobre el protagonista, que a partir de allí vivirá peripecias que incluyen el asilo en un colegio que se hunde, la visita a la ciudad de Zyl donde vive su abuelo y el arribo último a La Compañía de Juegos Profundos. El tan lineal como zigzagueante guion se resuelve bien en ese casillero con aires de reality show paranoico, en el que Morodian, un poco a lo Joker, hace de la vida de Iván un macabro juego existencial con ecos a The Truman Show. La ubicuidad espacio-temporal de la película de Buscarini permite la convivencia sin contratiempos con el extraño doblaje al castellano de actores localmente reconocibles como Alejandro Awada, efecto por otro lado comprensible en una coproducción argentino-extranjera. Algún matiz más en el guion y la moderación de la omnipresente música de fondo -que parece querer darle a la historia más impulso del que tiene, de manera innecesaria- harían aún más redondo a un filme que confía con nobleza en el poder de las grandes decisiones antes que en el voluble azar que dictan los dados.
Final de fiesta Buenos vecinos, de Nicholas Stoller, enfrenta a una pareja de padres treintañeros y a una fraternidad universitaria hedonista, y extrae de ese contraste sus gags y chistes generacionales. Alero eficaz de Judd Apatow, Nicholas Stoller ha aportado un par de dignos ejemplares a ese fenómeno tan nutrido como indefinido que se dio en llamar Nueva Comedia Americana. Así y todo, tal vez su mayor aporte cinematográfico no fue como director sino como productor y coguionista de la maravillosa Los muppets (2011). En la exitosa Bueno vecinos, Stoller vuelve con un tema recurrente del género, el temor a la adultez. Mac (Seth Rogen) y Kelly (Rose Byrne) viven su recién estrenada vida de padres jóvenes en un apacible suburbio estadounidense, alternando entre trabajos desgastantes, sexo feliz pero poco frecuente y una dedicación doméstica que tiene a su bebé como centro. Hasta que a la casa de al lado se muda una fraternidad universitaria liderada por el musculoso Teddy (Zac Efron), que comienza a atosigar a la pareja con su loop de fiestas ruidosas y hedonistas. Suerte de precuela treintañera de Bienvenido a los 40 dividida por un cerco de Spring breakers, el filme de Stoller extrae de ese contraste y roce de medianeras sus gags y chistes intergeneracionales. “De repente parpadeás y sos el más viejo de la fiesta”, se queja Mac con voz ronca, que junto a su mujer amagan con boicotear la juerga de al lado a la vez que añoran la diversión sin límites de las viejas épocas estudiantiles. Su rutina de hecho es exigua y el foco se pone en la más atractiva casa de al lado, con un vengativo Efron como fundamental hallazgo. El mérito de Buenos vecinos es captar ese quiebre absoluto en la vida actual, una alternativa cerrada y excluyente entre hormonales fiestas zombies y el porvenir árido y sobrecargado de responsabilidades que viene después, que tampoco será benigno con el poco adepto al estudio Teddy. Y, con ello, el no juzgamiento y la aceptación cómicamente comprensiva de que cada edad tiene lo suyo, y que ya sea con pectorales o grasa de más siempre hay una lección que aprender, otra aventura por enfrentar. Lo decisivo es la existencia de esa cerca fabulosa, que nos permite espiar cómo fuimos y cómo seremos.
Venganza en la mira Como si tomara el rumbo justo allí donde terminaba Vivir al límite de Kathryn Bigelow, La ley del más fuerte de Scoot Cooper se centra en una Estados Unidos resentida, pauperizada y deprimida, herida por el desempleo y las consecuencias de la guerra de Irak. Ese escenario ubicado en Braddock (Penssylvania) es uno de los atractivos de la cinta del director de Loco corazón, que al igual que en aquel filme suma hombres solitarios a los hostiles y secos aires de la Norteamérica profunda. Los protagonistas son dos hermanos, Russell (Christian Bale) y Rodney (Casey Affleck); el primero se dedica a cuidar a su padre moribundo, el segundo vuelve de Irak con problemas psíquicos y físicos y sin mucho que hacer más que meterse en trabajos al borde de la ilegalidad. Será esa errática supervivencia, que lo arrastra al submundo del boxeo callejero, el que lleve a Rodney a meterse con el violentísimo Harlan deGroat (Woody Harrelson), un villano a la altura de un thriller dramático en el que los engranajes de Hollywood encuentran su mejor aceite. Un elenco potente (que cierran Sam Shepard, Willem Defoe y Forest Whitaker) se une a una fotografía precisa para delinear una historia de género recurrente pero disfrutable, un trago pop con sabor amargo. La tensión se centra en el rostro de Bale, tan triste como decidido, tan abatido como impasible. El lazo trágico entre los hermanos y el posterior raíd de venganza son los universales ejes de La ley del más fuerte (darwinista y simplista título que reemplazó al original y metafórico Out of the furnace, algo así como “Fuera del horno”, en relación a la caldera con la que trabaja el esforzado acerista Russell y al bíblico infierno reinante). La misma repetición de la violencia que caracteriza a la venganza es la que imita el filme al reproducirse en su género, que contentará a los amantes de íconos rudos, pero también a los catadores de un Hollywood añejamente preciosista.
El títere y su doble Los Muppets son engañados por un falso Kermit en “Muppets 2: Los más buscados”, secuela de la gran primera película de Disney dedicada a los muñecos de Jim Henson. La autoconciencia es riesgosa: implica inteligencia pero también pereza, control, conformismo. En esa referencialidad literal se apoya Los Muppets 2: Los más buscados, en sintonía con su exquisita predecesora, cuya trama era justamente que los Muppets volvían a los escenarios después de un silencio de años. En este caso, las marionetas creadas por Jim Henson no pierden el tiempo y cantan ahí nomás del final de la primera parte, que hace de inicio de esta, We’re doing a sequel, otra genial canción de Bret McKenzie que deja en claro con ánimo defensivo que, sí, todas segundas partes nunca fueron (tan) buenas y que, sí, esta es una verdadera y real secuela. Con esa desenfadada falsa modestia musical arranca el filme que, firmado por el mismo equipo (James Bobin en la dirección, guion de Bobin y Nicholas Stoller, canciones de McKenzie, etc.), logra una base casi tan sólida como la anterior, de vestuario y fotografía perfecta, diálogos punzantes y carisma Muppet al por mayor. El tema es que, a diferencia de los géneros desdibujados que impulsaban el primer filme de Disney, ahora es el policial el que comanda la historia, que se vuelve un títere más: Dominic Badguy (Ricky Gervais) engaña a los Muppets para que emprendan una gira europea con el fin de perpetrar una serie de robos que lo guiarán hacia las joyas de la corona inglesa. Y lo hace con la complicidad de Constantine, un siniestro malhechor que, salvo por un lunar en la cara, es una copia cabal de Kermit. Entonces, Constantine ocupa el lugar de Kermit (quien es encarcelado en un frío gulag siberiano dirigido por la guardiacárceles Nadya, Tina Fey), sin que los Muppets sepan del cambio; tanto es así que Miss Piggy es arrastrada al altar por la falsa rana. Ya sea en la literal gira que emprende la banda acéfala, que los llevará por una Europa casta, distinguida y majestuosa (Berlín, Madrid, Dublín y Londres), como en la intriga policial a lo La Pantera Rosa que incluye un oficial de la CIA y otro de Interpol (el muñecote Sam el Águila y Jean Pierre Napoleón, Ty Burrell), Los Muppets 2 se vuelve un engranaje predecible, un juego que respeta las reglas de más. Los protagónicos un tanto fallidos de Gervais y Fey tampoco logran levantar de todo el filme (de nuevo, el síndrome secuela: el tándem Jason Segel–Amy Adams era implacable), que se cae sobre todo en la segunda mitad. Los cameos (de Kanye West, Chloe Grace Moretz, Lady Gaga y otros) son eso, cameos, y el chiste de los duros Ray Liotta y Danny Trejo haciendo coreografías delicadas no dura demasiado: pero bueno, estaban avisados, era una secuela.