La intranquilidad después de la caída Sully: Hazaña en el Hudson es un filme sobrio e impecable en el que Clint Eastwood se refleja éticamente en la figura del piloto Chesley “Sully” Sullenberger, quien logró la proeza de salvar a todos los tripulantes de su vuelo en un aterrizaje de emergencia. Contenido, sobrio y sin maniobras en falso: así conduce Clint Eastwood la narración de Sully: Hazaña en el Hudson, reflejándose en el piloto Chesley “Sully” Sullenberger en su entrega ética y sin concesiones al oficio. La “hazaña” de “Sully” tuvo lugar el 15 de enero de 2009, cuando consiguió aterrizar en unos eternamente efímeros 208 segundos un avión averiado en las aguas heladas del río Hudson neoyorquino, desobedeciendo la orden de volver al aeropuerto por temor a la falta de tiempo a favor. Después del rescate acuático, los 155 tripulantes sobrevivieron sanos y salvos. Tom Hanks es la inmejorable cara humana del planteo fílmico con sus canas, bigotes y expresión de preocupación constante, un ceño fruncido y angustiado que insinúa las turbulencias interiores de un hombre rígido e imperturbable por fuera. Y es que Sully es más un drama íntimo que uno épico, más un relato sobre la solitaria incertidumbre individual frente a la torpeza institucional que una película catástrofe con final feliz: después de salvar a su tripulación, “Sully” es retenido en una habitación de hotel junto a su copiloto (Aaron Eckhart) para ser sometido a un escrutinio de la aerolínea y fuerzas de seguridad nacional, que le reprochan haber tomado la decisión incorrecta. Así comienza la película, con “Sully” aislado del mundo, sufriendo pesadillas en las que ve a su avión estrellarse contra un edificio (Eastwood jugará una y otra vez con esa imagen fóbica pos-11-S), recordando en flashbacks sus comienzos como piloto y hablando por teléfono con su mujer (Laura Linney), quien le asegura una y otra vez que ya es un héroe nacional. “Sully” lo comprueba por su cuenta al ser invitado a programas televisivos en los que no se cansa de repetir que no se considera un héroe, que simplemente cumplió con su trabajo. Con igual altruismo apuntará que su “hazaña” no es personal sino colectiva, un fruto del trabajo en equipo. Eastwood reconstruye el aterrizaje hacia la mitad de la película, con planos cortos naturalistas de una discreta majestuosidad en los que los efectos especiales son una mera herramienta. Cuando "Sully" es cuestionado en una humillante audiencia pública con la contraprueba de unos ridículos simulacros, Eastwood parece estar defendiendo su cine clásico frente a la irrealidad digital del siglo 21: sus personajes, con Hanks como ejemplo fehaciente, son humanos de carne y hueso. Paradójicamente será esa instancia, presidida por el rollizo lacayo estatal Charles Porter (Mike O’Malley), la que más se preste a manipulaciones hollywoodenses: los mínimos deslices de un trayecto impecable.
Temor, temblor y agua La película de Roar Uthaug es un ejemplar tan distante como obediente del género que popularizó Hollywood. La primera película que viene a la mente al combinar catástrofe geológica y origen nórdico es la excelente Fuerza mayor (2014), el filme sueco que en realidad partía de una avalancha para desplegar las radicales consecuencias del fenómeno en la integridad moral de un matrimonio joven. El caso de la noruega La última ola de Roar Uthaug es el caso opuesto, en tanto respeta el género a rajatabla, reivindica el grupo familiar como entidad indivisible y eleva al padre –y, en un casi igualitario segundo lugar, a la madre– al estatus de héroe que es capaz de darlo todo y abandonar diferencias y cavilaciones para salvar a los suyos. El escenario es el prístino pueblo de Geranger, situado en una región elevada donde una voz en off advierte con tono documental que en 1905 hubo una avalancha seguida de un tsunami y que ese desastre podría repetirse. El geólogo Kristian Eikjord (Kristoffer Joner) empaca sus cosas a punto de mudarse a otro lugar con su familia. A la vez que su hijo adolescente y mujer lo cuestionan, Eikjord percibe con su olfato científico que algo malo está por pasar. Sus colegas no le creen, a pesar de los números rojos que titilan en pantalla. La tensión narrativa y formal construida en esa primera mitad con elementos mínimos (y baratos, en contraste con las superproducciones de Hollywood) es lo mejor de La última ola, donde más se luce una sobriedad septentrional capaz de despertar milimétricos sismos en una temática abordada hasta el cansancio por la industria estadounidense. En ese sentido, la escena clave es cuando se enciende la monótona pero intensa alarma del pueblo, la prueba literal de que el suspenso funciona mejor con la manipulación gradual de capas (tectónicas) visuales y sonoras que con el abuso de estridencias megalómanas. Después vendrá una ola gigante de impecable detallismo digital que, como toda ola, traerá consigo también un quiebre y un alisamiento. La segunda parte de La última ola será una carrera contra el tiempo al revés (primero era para escapar al exterior en las alturas, ahora para rescatar a seres queridos en una profundidad acuática de interiores), en un antes y después que recuerda a la verídica y potente Lo imposible de Juan Antonio Bayona, aunque aquí la familia es todo y las instituciones de rescate están ausentes. Casualmente ahí el filme se sumerge en lo previsible y deja de ser una amenaza para el género, que tiene en La última ola a un ejemplar distante pero obediente.
Portal deslucido La secuela Alicia a través del espejo de James Bobin intenta reparar los errores de Tim Burton, pero sigue sin convencer. Algo de reparación y otro poco de controlada irresponsabilidad recorre la posta tomada por James Bobin (Los Muppets) en Alicia a través del espejo, la secuela con actores de Disney después del paso en falso de Tim Burton en Alicia en el País de las Maravillas (2010). La estridencia de esta es aplacada en pos de una estética más austera y contenida pero así y todo saturada de peripecias y referencias fantásticas: adaptación de la obra de Lewis Carroll al Hollywood digital del siglo 21, el filme de Bobin tiene menos del universo de Alicia que de Hugo, Volver al Futuro y las trilogías tolkienianas de Peter Jackson. Alicia (Mia Wasikowska) vuelve de un viaje en alta mar en el barco de su padre para encontrarse con un panorama económica y moralmente desalentador en el Londres de siglo 19. La opción de la evasión le llega con un espejo a través del que pasa a una habitación especular enrarecida. La estela de Carroll llega hasta allí, a partir de lo cual, puerta en el cielo a lo Magritte mediante (la referencia a la Historia del Arte incluirá también a unos arcimboldianos seres vegetales), Alicia cae al mundo maravilloso y bucólico y de cotillón de siempre, donde el Conejo Blanco, el Gato de Cheshire o el dúo Tweedledum-Tweedledee (los más freaks del grupo) ya son viejos e indiferentes compinches. La entrada en escena de Tiempo (Sacha Baron Cohen) será crucial a todo nivel: no sólo revela la verdadera esencia de la historia (el viaje en el tiempo para cambiar el destino trágico de la familia del Sombrerero Loco, interpretado por un Johnny Depp en penitencia) sino que también introduce a la inefable estrella cómica, que con su acento y gags luce más como un performer que como un auténtico villano. La cronósfera que Alicia roba para volver al pasado inicia una serie de subtramas de antes y después que muestran a un Sombrerero y a una Reina Blanca y Roja (Helena Bonham Carter, la única actriz con sangre del filme) en su contexto infante, a la vez que Tiempo acecha a Alicia: la persecución entre ambos con burbujas-deloreans a través de las olas es de lejos lo más bizarro y realmente libre del conjunto. Aún faltan aldeas medievales a lo Hobbit, dragones que arrasan con su fuego y relojes analógicos que se pasean como el sueño de la máquina en la era del píxel (lazo con Hugo reforzado por Baron Cohen). Tantos portales no alcanzan de todos modos para que el filme atraviese el suyo, que se queda atascado de este lado.
En busca del amor perdido Tres jóvenes salen a la ruta para encontrarse con mujeres del pasado en Los exiliados románticos, tercer largometraje del español Jonás Trueba. Hace mucho que el romanticismo se exilió del mundo, pero es también posible que esa lejana aspiración espiritual perviva en el siglo 21 de manera acallada. Los exiliados románticos de Jonás Trueba es un ejemplo de eso, un rescate tan sentido como risueño de una ilusión melancólica aún viva en jóvenes de gabardina, mirada perdida y amores sensibles. Heredero español mumblecore de Eric Rohmer (no es casual que París tenga algún protagonismo en todas sus películas), Trueba –hijo del cineasta y escritor Fernando Trueba– viene construyendo una filmografía leve en su superficie y honda en sus cimientos, donde la juventud, las relaciones, los libros, el cine, la música y las calles madrileñas son sus señas particulares. Menos clásica que Todas las canciones hablan de mí (2010) y más compacta que Los ilusos (2013), Los exiliados románticos saca a su trío de protagonistas masculinos a la ruta en una sucinta excursión en furgoneta que arranca en Madrid y termina en París. Vito (Vito Sanz), Francesco (Francesco Carril) y Luis (Luis E. Parés) hacen en principio todo aquello que un trío de amigos haría en un viaje de esas características: conversan, bromean, comen, pasean. Después se revelará su verdadera misión, que emula un poco a la de Bill Murray en Flores rotas: ir en busca de viejos amores diseminados en el mapa, con desenlaces dispares. Las tres mujeres rastreadas por los tres muchachos tienen su propio idioma y origen: la primera es italiana (Renata Antonante), la segunda suiza (Isabelle Stoffel), la tercera francesa (Vahina Giocante). Europa en miniatura evocada en fugaces lazos interpersonales, Los exiliados románticos alude al exilio de su título en una discusión de mesa sobre la precisión del término, que oscila entre su vieja acepción política y la que hoy se superpone sobre el destino forzoso del emigrante económico. Esos fragmentos dispersos de actualidad conviven en el filme con su atemporal lado romántico al borde del regodeo masoquista, evidente en esa línea de Miren Iza, cantante de Tulsa, que dice “Podría pasarme la vida lamiéndome las heridas y aún no cicatrizarían” (Oda al amor efímero). Las intensas actuaciones en vivo de la banda y la hilarante escena en que Vito le lee una carta de amor a Vahina con errático acento francés (evocando el patetismo indie de Un joven poeta de Damien Manivel) hacen que Los exiliados románticos despegue y cautive y logre su fin: recuperar el romanticismo ausente sin tomarlo en broma ni en serio.
Los héroes sean unidos Batman vs. Superman: El origen de la justicia gana en el cruce de protagonistas pero se desdibuja hacia el final. Cómo es el filme de Zack Snyder. Si se enfrentaron Alien y Depredador y Freddy y Jason por qué no pueden hacerlo Batman y Superman. Con un largo precedente de crossovers en las historietas, hoy materia prima de una tendencia del cine industrial tan exitosa como agobiante, los titanes de DC Cómics embisten sus músculos de manera estruendosa en Batman vs. Superman: El origen de la justicia, la película de Zack Snyder (Watchmen, Superman: Hombre de Acero) que viene a aportar un último grano de arena al género superheroico. Grandilocuente y con ganas de tirar la casa por la ventana en cuanto a planos majestuosos y combates sacachispas, Batman vs. Superman es un filme de acción épica con dos horas y media de puro entretenimiento pirotécnico CGI que así y todo no consigue darle una aceptable vuelta de tuerca a las tan transitadas leyendas. El filme se divide en tres partes: una introducción que podría denominarse “Bruce Wayne vs. Clark Kent”, lo más interesante de la historia por su in crescendo dramático y superposición de escenarios, en el que también se presenta un pedante y un tanto sobreactuado Lex Luthor (Jesse Eisenberg) y la Lois Lane de Amy Adams; una segunda en la que los héroes le hacen honor al “versus” en una lucha con música a lo Carmina Burana dejando varias porciones de escombros por detrás, que concluye con un bluff edípico; y un final en el que todo se disipa en el enfrentamiento con un Doomsday tolkieniano y la aparición tardía de la Mujer Maravilla (Gal Gadot), que bien podría no haber estado. Como los ceñidos trajes de sus protagonistas, Batman vs. Superman encubre en su frenetismo de siglo 21 un cúmulo de contradicciones e irregularidades. Por un lado, el respeto casi temeroso que Snyder y los guionistas tuvieron con Batman y Superman, que se muestran como íconos marmóreos de diseño (el Batman corpulento, de líneas recortadas y sin cuello de Ben Affleck recuerda al de Frank Miller; Superman tiene algo del ídolo retro-luminoso pintado por Alex Ross), contrasta con las licencias que se permitieron con un Alfred dotado para la acción tras bastidores (Jeremy Irons), una Mujer Maravilla de pasarela salida de una de James Bond y los aggiornados Luthor y Doomsday. Esa indecisión sobre el riesgo autoral desdibuja la identidad del filme al igual que lo hace la dilución de la narración en el último tercio, cuando el antagonismo entre los héroes que propone el título se desinfla ante una precipitada y torpe presentación de nuevos personajes y subtramas a la manera de un epílogo anticipador del aluvión de secuelas que DC/Warner tiene preparadas para los próximos años. Marca fragmentaria de los tiempos, las series se parecen cada vez más a películas de largo aliento y las películas al episodio molecular de una serie en puntos suspensivos. Batman vs. Superman es víctima de ese “continuará”. Los breves instantes de humor, unos besos salidos de otra parte y un Clark Kent cocinando huevos fritos son las disonancias involuntarias de un largo procesado, una calculada cinta de montaje en la que el abultado presupuesto y sus límites son la real amenaza.
Coronación benéfica Cómo es El rey del Once, la nueva comedia dramática del argentino Daniel Burman. Inspirado y en buena forma después de peligrosos pasos en falso, Daniel Burman entrega en El rey del Once una de sus mejores películas. Aunque ya desde el título se advierte cuál será el centro geográfico, lo cierto es que la historia comienza en Nueva York, contrapunto arquitectónico lujosamente radical ante las precarias, titilantes y convulsionadas calles características del barrio judío-porteño que Burman retrata en ráfagas de precisión documental. Ariel (Alan Sabbagh, prefecto en el papel) vuelve desde Estados Unidos y después de muchos años a su barrio de origen, donde su padre Usher se erige como una suerte de caudillo comunitario a través de una fundación que ejerce la beneficencia con ropa, alimento y remedios. Siempre a través del teléfono que Ariel lleva pegado a su oreja, la relación padre-hijo se resume a una serie de demandas cada vez más embrolladas y extenuantes (saquear el departamento de un fallecido, asistir a un joven enfermo, arreglar el conflicto de una entrega de carne) que se suman a los reproches a larga distancia que le hace al protagonista su novia bailarina. Ariel encontrará consuelo temporal en Eva (Julieta Zylberberg), una joven ortodoxa que ha hecho un voto de silencio mientras trabaja para su padre y que parece ser la única dispuesta a escucharlo. Después, Ariel irá internándose de a poco en esa compleja red social del Once –negocios, tratos con los clientes, imprevistos rituales religiosos– para hallar una autonomía que le resultaba vedada en su eterna condición de hijo. El conflicto paterno-filial que es esencial a El rey del Once se amplía a dimensiones religiosas cuando Ariel entiende el significado de comunidad a través del sacrificio, una forma del amor comunitario en extinción. Así cae en la cuenta de que aquello que buscaba estuvo siempre ahí a su alrededor, en la forma de vidrieras y galerías comerciales y prácticas de una tradición atravesada por kipás y escarapelas que es lo más cercano que tuvo nunca a un hogar.
Anomalisa marca la incursión en la animación stop motion del siempre excéntrico Charlie Kaufman. Narra el vínculo de hotel entre una joven y un vendedor en crisis. La aparición del amor en un mundo vacío puede ser materia para el lugar común como para una lúcida y encendida anomalía. Por suerte, en manos de Charlie Kaufman, guionista de memorables extrañezas como ¿Quieres ser John Malkovich? (1999), El ladrón de orquídeas (2002) y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004) y director de la excesiva y retorcida Sinécdoque, Nueva York (2008), la incursión en el stop motion sólo podía derivar en la segunda opción: y eso aunque Anomalisa, codirigida con Duke Johnson, sea la más amable de sus películas. Michael Stone (voz de David Thewlis) es un experto en venta al público que en plena crisis de sus convicciones profesionales viaja a la ignota Cincinatti para dar una conferencia. El impersonal aeropuerto amortiguado con auriculares, el taxista trasnochado que recomienda por enésima vez probar el picante de la ciudad y visitar su zoológico y la entrada a la estándar habitación de hotel por parte del tan cansado como intranquilo Stone (que después observará a un hombre masturbándose frente a una pantalla digital en una ventana lejana) transmiten de manera directa la incomunicación y soledad en el mundo. Después de un encuentro fallido con una antigua amante (que impone la primera distorsión: ella habla con la misma voz masculina de los demás personajes secundarios, a cargo de Tom Noonan) y de una incursión de humor oscuro a un sex-shop, Stone conocerá a la tierna Lisa Hesselman (Jennifer Jason Leigh), una lectora-fan de su bestseller que conmueve al depresivo Stone por su aura distinta, presente en una conducta tímida y errática (con gag de caída al piso incluida), una voz ahora sí femenina que Stone no puede dejar de escuchar extasiado y una extraña cicatriz que la joven cubre con su extenso flequillo. Esa herida robótica, físicamente relacionada con una ranura que llevan todos los personajes-muñecos de la película, arroja un inquietante manto de ciencia-ficción existencial sobre un filme en el que la asociación amor-rareza en un universo de iguales amenazaba con ser demasiado redonda. La suave y conmovedora factura formal, donde la pelea con una ducha, el acto sexual incómodamente cálido entre los personajes, el canto sentido a cappella de una canción de Cindy Lauper o los primeros planos de los ojos vívidos de Stone se convierten en pequeñas maravillas, completan la singularidad de una película que no por nada lleva el nombre de su criatura femenina: Anomalisa, apodo ingeniado por Stone para su amada al conjugar “Lisa” y “anomalía”. Y es que la vulnerabilidad de Stone despierta por el amor que siente hacia Lisa puede equipararse a la fragilidad del stop motion con vida propia que se despliega ante el espectador, una presencia humanamente bizarra en una cartelera habitada por... marionetas. Esa aparente simpleza poblada de recursos mínimos pero decisivos (los muñecos que son pseudoconscientes de serlo, las tres voces, la historia misma que opone el asombro del amor a un mundo en venta) hacen de Anomalisa un clásico instantáneo, ideal para recordar que no somos robots.
Aventura congelada El renacido se apoya en sus paisajes majestuosos y nevados para remendar un preocupante vacío. El filme compite por 12 Oscar y tal vez le dé el suyo a Di Caprio. A pesar de que el centro de El renacido parece ser la naturaleza, el filme de Alejandro G. Iñárritu se sostiene puramente en la técnica, como ya lo hiciera Birdman, en la que el montaje unía escenas separadas en un plano secuencia. El experto director de fotografía de aquella película, Emmanuel Lubezki, vuelve a aportar su oficio a El renacido en la forma de majestuosos y grandilocuentes paisajes nevados en 65 mm digitales. Esa espectacularidad visual, que expulsa más de lo que subyuga, es lo mejor que tiene para dar El renacido en sus innecesarios 156 minutos, a la vez que se ampara en ese recurso para suplir su vacío. Tal esterilidad panorámica, que sólo se sacude en los momentos de acción como el ataque del oso o la persecución que termina en un precipicio (nuevamente, más efectos especiales que naturales) podría asociarse a la ausencia de Dios que sugiere todo el filme y que deja al pobre Hugh Glass a la deriva del género mixto de la supervivencia y la venganza, dos grandes matrices de Hollywood que aquí resuenan como una falsa épica. Y es que en El renacido Dios es Iñárritu jugando a los dados con Leonardo Di Caprio, que como al Javier Bardem de Biutiful le pasa de todo sin que le pase nada: sin dinámica interna, quien queda expuesto a las inclemencias de los caprichos del director es el espectador. Leonardo Di Caprio es Glass, un aventurero fronterizo en la Norteamérica del siglo XIX, de origen verídico, que se gana la vida recolectando pieles en el feo invierno junto a un grupo de hombres malogrados como él. El duro trabajo los obliga enfrentarse con los aborígenes de la zona ya en el mismo comienzo, un soberbio plano secuencia extático atravesado por flechazos, disparos y caídos en combate que promete una intensidad que no llegará. A Glass lo acompaña Hawk (Forrest Goodluck), su hijo indio, que aporta información de su borroso pasado junto a algunos flashbacks en que la mujer nativa del explorador recita un mantra panteísta sobre que es mejor aferrarse al tronco de un árbol que a sus frágiles ramas. Otro sabotaje del pretendido naturalismo, en este caso por cuenta de un realismo mágico un tanto cursi, al que se suma la corrección política de un filme que se supone feroz: Di Caprio es el hombre blanco del lado de los indios mientras que John Fitzgerald (Tom Hardy), a quien lo atará un destino de venganza, es el racista cruel, dualidad banal que hace echar en falta los exabruptos de Tarantino. La máxima india ayudará a Glass a sortear los obstáculos que le esperan, que son muchos y espaciados como los niveles de un videojuego: el peso, el aliento y las garras de un oso; el ingerir entrañas de bisonte; meterse en el interior sangriento de un caballo para soportar la tormenta de nieve o sumergirse en la corriente de un rápido helado. Ninguno de los gruñidos, esfuerzos físicos y expresiones al borde de la muerte de Di Caprio superan aquella gloriosa escena de reptante hombre-goma lisérgico a través de unas escaleras de El lobo de Wall Street, aunque posiblemente El renacido sea recordada por haberle al fin labrado el premio dorado al actor estadounidense. Más cerca de las recientes y comunes Into the Wild, 127 horas o Alma salvaje que de las históricas Fitzcarraldo o Apocalypse now!, El renacido confunde exceso con maestría, retina con visión, técnica con autor y alma con calor.
Fines sospechosos Denis Villeneuve vuelve al ruedo con Sicario, un intenso thriller moral sobre el narcotráfico mejicano, con cierta tendencia a la divagación. Había expectativas por un nuevo filme de Denis Villeneuve después del soberbio thriller dramático La sospecha y la exquisita digresión de ciencia-ficción existencial de El hombre duplicado. Sicario viene a comprobar que el director canadiense tiene las ambiciones grandilocuentes de directores como Cristopher Nolan o Alejandro González Iñárritu, pero el proyecto esta vez se le va de las manos. Kate Macer (Emily Blunt) es una especialista en secuestros que se mete sin querer con un sanguinario cártel de Sonora (México), accidente que le abre la puerta a un grupo estadounidense encubierto que combate el narcotráfico de manera clandestina. Las cabezas combatientes de la entidad son Matt Graver (Josh Brolin) y el colombiano Alejandro (Benicio del Toro), a los que Kate se une sin mucho convencimiento después de ser invitada a la acción. A través de las muecas de shock e incomprensión de la protagonista se asiste a la sobrecogedora entrada a Ciudad Juárez (presentada por Alejandro como "La bestia"), plena de cuerpos mutilados, caripelas hostiles y helicópteros rasantes, donde Matt y Alejandro emprenden contra unos mejicanos armados un tiroteo confuso que Kate padece con angustia. La amoralidad de los dos colegas, opuesta a la obsesión procedimental de Kate, se mantendrá a lo largo del filme, aunque la tensión constante entre pares despierta más un tono torpe de comedia involuntaria que una auténtica intriga. En eso colabora la cara risueña de Brolin y el currículum violento de Del Toro, ya un estereotipo de sí mismo. El virtuosismo de Villeneuve a la hora de generar nudos en el estómago es lo único que se mantiene vigente en la película, que en términos generales sucumbe al desvarío y la divagación y, sobre todo, al manierismo: por momentos uno no sabe si está viendo un filme gangsteril de los hermanos Coen; una cruda reflexión moral sobre la política exterior estadounidense al estilo de La noche más oscura; o un coqueteo esteticista sobre la frontera como El abogado del crimen, de Ridley Scott. Para peor, las vueltas de tuercas de guion que a Villeneuve tanto le gustan (y que en Incendies estaban bien resueltas) desembocan en una pueril historia de venganza donde la conclusión breve y no demasiado novedosa es que ya no existe la ley, sólo la justicia individual. Puede que el realizador esté buscando nuevos ritmos narrativos después de la proeza sin respiro que es La sospecha, pero acá el experimento fracasa: Sicario es un filme de diseño forzado y deshonesto, sin más moral que la de un mercenario que busca soluciones efectistas.
No cumple con las expectativas: flojo debut de los "Los 4 Fantásticos" El relanzamiento de Los 4 Fantásticos sigue sin hacerle honor al cómic, aun cuando la intención sea respetar el espíritu original. Talón de Aquiles del gesto de adaptar la historieta al cine, Los Cuatro Fantásticos se merecen todavía una aceptable versión que les haga justicia, incluso después de este flamante relanzamiento de la Fox –productora responsable de la más digna franquicia dedicada a los X-Men- dirigido por Josh Trank (Chronicle). La moción de poner a un ascendente director indie en los controles emula al de Marc Webb con el Hombre-Araña, pero aquí el pase al mainstream es menos esplendoroso: no hay nada fantástico en Los Cuatro Fantásticos, una tímida y dubitativa intención de respetar el espíritu de las geniales e imaginativas creaciones de Stan Lee y Jack Kirby. Reed Richards (Miles Teller, el baterista de Whiplash) es un joven de ambiciosas aspiraciones científicas que quiere descubrir el misterio de la teletransportación. El Dr. Storm (Reg E. Cathey) ve en él a un talento y lo convoca para trabajar en su instituto Baxter codo a codo con su hija adoptiva Sue (Kate Mara) y Victor Von Doom (Toby Kebbell). Los varones del experimento –a quienes se suman Ben Grimm (Jamie Bell), amigo de la infancia de Reed, y Johnny Storm (Michael B. Jordan), hijo rebelde y propenso a las picadas de Storm- se portan mal: cuando todos duermen aprovechan para pasar al otro lado del portal cuántico hacia un mundo árido habitado por radiaciones verdosas que los afectan. En el camino pierden a Von Doom en un abismo y al volver contagian a la sorprendida Sue, con lo que la mutación es completa. Pasada una hora emergen las criaturas, todo lo que el filme parece tener para mostrar, y de hecho ahí la cuestión se agota. Las posibilidades plásticas de un hombre de goma, una antorcha humana, una mujer invisible y un gigante de piedra son despreciadas por la perezosa tecnología digital con La Cosa como principal saldo: su cuerpo, salido de una pesadilla de Pixar, parece hecho más de crocantes galletas chips que de dura roca. Después vendrán escenas de acción apresuradas y elipsis torpes que impiden construir toda épica, diálogos ceremoniosos, embestidas de música clásica y un villano –el mismo Von Doom convertido en el nihilista y robótico Dr. Doom, mezcla de Hombre Bicentenario y Terminator- que quiere acabar con el mundo sin pena ni gloria. El aggiornamiento –Sue escucha Portishead, Reed se saca selfies y tiene Instagram y protagoniza un lamentable ¡plop! final, el Johnny Storm de piel negra suma corrección multicultural cool- tampoco hacen más fresca una adaptación que al confundir respeto con pacatería acaba traicionando el aura original. El resultado: un ingenuo y aburridamente romántico filme de ciencia-ficción y aventuras. Superada la etapa de congraciar a los fans del noveno arte en el salto cuántico hacia el séptimo, los filmes de superhéroes deben buscar otros portales creativos si pretenden resultados fantásticos.