Un padre de otro planeta Los más avispados o memoriosos recordarán Harry, un amigo que te quiere bien (2000), la irrupción del franco-germano Dominik Moll en la cartelera local, una comedia incómoda sobre un hombre que se reencontraba con un compañero de colegio oscuramente afectuoso. Moll regresa a los cines argentinos casi dos décadas después con Noticias de la familia Mars (en el medio filmó El monje y Lemming), un retrato de crisis de mediana edad más agridulce que inquietante en el que los vínculos cercanos y desestabilizadores vuelven a ser claves. François Damiens es el atribulado jefe de familia disfuncional Philippe Mars (su apellido significa “Marte”, lo que explica el título original del filme, “Noticias del planeta Marte”, y la representación del personaje como un astronauta que mira a la Tierra con obnubilada extrañeza), cuyos 49 años recién cumplidos acentúan su condición ridícula y marginal: se dedica a la programación informática en una oficina mediocre que le merece el adjetivo de loser (“perdedor”) por parte de sus hijos, una adolescente que estudia con el único objetivo de ganar plata (Jeanne Guittet) y un niño que asiste a sus primeros escarceos sexuales a la vez que defiende el veganismo (Tom Rivoire). A su alrededor también desfilan su exmujer que aparece sólo en los televisores como periodista, sus padres muertos que le hablan con cariño, su excéntrica hermana artista y su perrito y un compañero de trabajo que se volverá decisivo. Jérôme (Vincent Macaigne) es el gran complemento actoral de la cinta, un tipo con aires de psicótico que le rebana una oreja a Philippe en una redada laboral y que más tarde se instalará impunemente en el hogar del herido. El anexo de Chloé (Veerle Baetens), una joven fóbica de quien Jérôme se enamora, completa la troupe de marcianos desheredados de la sociedad, esa urbe silenciosa que respira en el horizonte nocturno de calles y balcones. Tal poética de madrugada –el tiempo en que ocurren los problemas, los insomnios y los milagros– es la clave de Noticias de la familia Mars, el lapso frágil, sensible y absurdo en que los sueños se funden con la vida extraña del nuevo milenio.
Pinamar es el primer filme en solitario de Federico Godfrid, codirector de La Tigra, Chaco. Narra la relación entre dos hermanos que llegan a la localidad costera argentina por un trámite inmobiliario. La decisión de filmar la costa y dejar el mar en los márgenes marca al cine independiente del nuevo siglo, concentrado en historias pequeñas y naturalistas –limítrofes con el documental– que le esquivan al abismo del fresco global, a los experimentos formales o a la anacrónica fabulación. Ese recorte de época recurrente es el que Federico Godfrid acomete de manera literal en Pinamar, en una historia sobre dos hermanos y una chica situada en la renombrada localidad vacacional que poco tiene de playera o hedonista. El ejercicio de inducción habitual marca así y todo la diferencia por su calidad cinematográfica, que Godfrid logra con desplazamientos y aproximaciones de un calculado y respetuoso virtuosismo. Más luminosa que la entrañable y triste La Tigra, Chaco (2009), codirigida por Godfrid junto a Juan Sasiaín, Pinamar –que reincide en título geográfico aunque en antípodas imaginarias– coquetea con la comedia romántica como un Robin Hood que le roba gestos al género para repartirlo en arcas inadvertidas. Se podría decir que todo en Pinamar es marea intermitente: es triángulo amoroso sin serlo, el drama familiar (un duelo materno que incluye el arrojo de cenizas) está asordinado y hasta descuidado, el sentido de actualidad se borra en un inocente y arcaico juego de la botella, los hermanos podrían ser amigos: pero esas vaguedades, dignas del océano colindante, permiten que el filme se arme en base a instantes, silencios, miradas, destellos de hiperrealismo poético (con la experiencia de Fernando Lockett en la dirección fotográfica) que hacen de síntesis fuera de temporada del costumbrismo juvenil-audiovisual argentino. En sintonía con el argumento de La Tigra, Chaco, hay también aquí un regreso y un enamoramiento. Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) llegan a Pinamar en auto, el primero ya dando tempranas muestras de su seriedad ensimismada y el segundo de sus muecas extrovertidas, con el propósito de vender el departamento de la madre fallecida. En el tiempo en suspenso del trámite inmobiliario se reencuentran con la vecina del piso de abajo, la sencilla y simpática Laura (Violeta Palukas), con quien salen en pandilla junto a otros muchachos del lugar. Habrá partidas de bowling, instancias musicales, exploración con linternas y corridas entre pícaras y sentimentales. El vaivén broma-melancolía de los hermanos es el dueto de tonos que hace avanzar a Pinamar, aunque es la contemplación inescrutable de Pablo la que predomina. No por nada él es el candidato a quedarse con Laura, al principio una joven pasiva que se excede en risas pero que más tarde gana entidad con hallazgos de grandeza minúscula como jugar a sacar fotos con parpadeos, otra muestra de ritual cuidadosamente desfasado. Romántica en su desenlace, Pinamar adivina en el mar un horizonte inédito por descubrir.
Manchester junto al mar es un drama íntimo y familiar en el que Casey Affleck encarna a un hombre golpeado por la pérdida. De semblante duro y abatido y mirada nerviosa y aletargadamente desesperada: así compone Casey Affleck a Lee Chandler, el plomero protagonista de la tercera película de Kenneth Lonergan, que se ve impelido a regresar a su localidad marítima de origen, Manchester, a raíz de la muerte de su hermano (Kyle Chandler), para hacerse cargo de su sobrino adolescente (Lucas Hedges). Como Lee, el drama de Lonergan es contenido hacia afuera y turbio hacia dentro, un ejercicio de naturalismo clásico que no se ahorra un par de efectivos cimbronazos. Y es que detrás de su fachada de íntima distancia –apuntalada por constantes y bellos planos de la pequeña comunidad cercana a Boston, de paisajes lacustres, barcazas flotantes y clima helado– Manchester junto al mar ofrece piñas, flashbacks, tragedia de noticiero e intersticios cómicos, de alguna manera una combinación de las dos notables y espaciadas cintas anteriores del director estadounidense, la sobrecogedora Margaret (cuya heroína está marcada por un duelo inexplicable) y la más ligera You can count on me, sobre el retorno al hogar y las relaciones familiares. En una de las primeras escenas se pone de manifiesto la tendencia de Lee a las peleas gratuitas en bares, uno de los síntomas de que algo no anda bien en él, junto a su reticencia a entablar diálogos con mujeres, su andar solitario y cabizbajo y la manera en que otros lo esquivan. Pronto se sabrá que la muerte del hermano no es la tragedia del filme: su deceso estaba anunciado por la medicina, y así Lee y sobrino asumirán el duelo con cotidiana resignación. Lo que Lee acarrea como un peso inhumano es un terrible accidente acaecido años atrás, que lo hizo distanciarse de su mujer Randi (Michelle Williams), quien acaba de tener un hijo con su nuevo marido, y alejarse de Manchester, comunidad a la que ahora debe enfrentar en su incierta estadía. Por fortuna no todo es ánimo apesadumbrado: el vínculo entre Lee y su protegido Patrick se revelará veladamente picaresco, en tanto el mayor hará de chofer y mal cómplice de las aventuras amorosas del más joven, un respiro breve entre tanto desasosiego. En ese sentido, la historia se concentra en las obligaciones de Lee sobre lo dejado por su hermano, en los pormenores y personajes que reflejan la vida de esa población perdida en el mapa. Los dos grandes sucesos traumáticos son sabiamente obviados por elipsis (aunque hay algo de catástrofe sensacionalista dando vueltas, el único acento innecesario de la narración), como así también cualquier sentimentalismo. Esa angustia replegada será determinante para potenciar una de las escenas finales, un encuentro inesperado entre Lee y su exmujer que oficiará de emotiva catarsis. Lejos de la redención, Manchester junto al mar aborda lo irreparable, el dolor acallado que flota como un bote anclado en la orilla.
Convertirse en mujeres frente a cámara Las lindas aborda los entresijos tragicómicos de ser mujer en el nuevo siglo y en una clase social y geográfica definidas, a partir de un registro íntimo. Es el debut de Melisa Liebenthal. Filmar implica desde el primer momento un amoldamiento o un desplazamiento, bifurcación formal e ideológica que en Las lindas de Melisa Liebenthal incluye también el posicionamiento subjetivo frente al mandato de ser mujer. Más específicamente, al de ser mujer en el nuevo siglo y en el recorte sociológico de la clase media porteña, ya que tanto la directora como sus compinches protagonistas no llegan a los 30 años y asumen modismos del lenguaje y marcas del imaginario generacional definidos. Para Liebenthal de todos modos ese conflicto es un estigma más profundo y personal, ya que debe enfrentarse a diario al equívoco de ser confundida con un hombre por su corte de pelo y voz gruesa. Ella es la freak del grupo, la más peleada contra la idea de lo femenino, la que filma. Las lindas transita así un doble juego de reflejo colectivo y caracterización individual (las tres amigas son entrevistadas en primer plano frente a la cámara despierta y detallista de Liebenthal e impelidas al escrutinio de inefables fotos de infancia compartida); y de narración convencional e intrepidez experimental (el filme se compone de grabaciones caseras, insertos televisivos, voz en off y registros actuales). Entre la sobreexposición audiovisual de Tarnation, el retrato de clase arty de Gastón Solnicki y el desenfado catártico de Lena Dunham, Las lindas es mejor mientras más lejos de los esquemas se va, mientras menos maquillaje se pone, cuando menos “linda” se ve. Las mutaciones inevitables por el paso del tiempo, la poesía domésticamente extraterrestre de algunas cintas viejas, la incomodidad sincera e inquisitiva que transmite la voz de Liebenthal en algunos tramos son el valor singular de Las lindas, los destellos arrebatados a convenciones y códigos modernos que también han sabido absorber la rebeldía y la rareza.
La idea de un lago de Milagros Mumenthaler evoca una casa de verano familiar y un padre desaparecido para abordar los vínculos entre afecto, memoria y representación. Al contrario de lo que puede sugerir su sinopsis, el segundo largometraje de Milagros Mumenthaler no es tanto un filme sobre una desaparición como un filme sobre apariciones. Inés (Carla Crespo) prepara un libro de fotografías sobre el lago patagónico en el que vacacionó siempre su familia y en el que fue tomada la única foto con su padre cuando ella era niña, poco antes de que él desaparezca en dictadura (idea tomada del libro original Pozo de aire de Guadalupe Gaona). A su vez, Inés está embarazada en el contexto de una relación incierta, y ese doble alumbramiento (del libro de imágenes y el bebé que promete continuar la familia) abre inevitablemente la mirada al pasado, a ese lago que es también infancia e historia y archivo fílmico y padre y naturaleza: el lago es una totalidad, y como tal sólo se puede abordar a través de fragmentos, impresiones y ediciones. Por eso La idea de un lago hace literales las aberturas poéticas, naturalistas y arquitectónicas de Abrir puertas y ventanas, el primer filme de Mumenthaler, como una tentativa de agotar su lugar patagónico. Serán las puestas en abismo encadenadas en un sutil juego de contrapuntos las que harán avanzar La idea de un lago, en su dimensión más notoria a partir de saltos entre pasado y presente. Pero también se alternan registros analógicos y digitales; ficción y realidad (la directora incluyó elementos personales en el filme); magia y ciencia (la sangre extraída de los dedos con la que los niños juegan a un ritual fantástico deviene el acto de antropología forense para identificar la identidad del padre); recitados narrativos frente a cámara y representación actuada de las vivencias familiares; cámara fija y en movimiento; realismo y surrealismo (la escena en que la Inés niña, una conmovedora Malena Moirón, ensaya una coreografía acuática con los parabrisas del flotante Renault R4 que manejaba su padre es de una poética maravillosamente arriesgada y a la vez precisa, sin retórica, tono clave que se mantiene en todo el filme). Aun así Mumenthaler recurre a la narración naturalista como eje, el punto de partida constante para deslizar sus delicados desbordes y contrastes visuales: los juegos de espejos de La idea de un lago no son infinitos, no flotan en el vacío sino que confían en la contención doméstica y humana de interiores artificiales y exteriores naturales: allí subyace el lazo con Abrir puertas y ventanas. Los breves diálogos y encuentros entre Inés y su madre (Rosario Bléfari), su hermano Tomás (Juan Greppi) y su novio Pablo (Juan Barberini), que imponen el drama de la ausencia parental angustiante y del pronto nacimiento en una relación en crisis, son la base de La idea de un lago; si bien son los elementos en principio extraños a la película y a su posible tradición temática y estética lo que la hacen especial. Tratado secreto sobre la manera en que el afecto se enlaza con la tecnología y las formas de representación (y de cómo la ideología muta de la política a la metafísica), La idea de un lago evita la mera disección cerebral con que amenaza su título al entregar un par de momentos memorables: la niña que empaña la cámara que la filma en el lago, Inés haciendo zoom en los inasibles píxeles de la entrañable foto con su padre mientras chatea con su madre, una rama que cae sola en el bosque, un conjunto de linternas nocturnas que se transforman en pura abstracción y la epifanía fantasmagórica de un padre meciendo a su niña en la oscuridad: una evocación del cine y sus espectros ópticos y sonoros, ese abismo que cada tanto devuelve la mirada.
El filme del catalán Juan Antonio Bayona que recrea la relación amistosa y de maestro-alumno entre un niño y un hombre-árbol cae presa de la literalidad y de una narración tortuosa. Preparen sus pañuelos, espectadores. En Un monstruo viene a verme, el catalán Juan Antonio Bayona (El orfanato, Lo imposible) adopta como modelo viejos y nuevos filmes spielbergianos con niño y criatura fantástica (E.T., El buen amigo gigante) para plantear un drama tenebroso sobre los temores, ansiedades y culpas de la última infancia. El niño de 12 años Conor (un desoladoramente convincente Lewis MacDougall) se recluye en la soledad creativa (se dedica a hacer dibujos en su tristísimo escritorio) para evadirse del bullying escolar, la convalecencia de su madre enferma de cáncer (Felicity Jones), la custodia de una abuela estricta (Sigourney Weaver) y la ausencia del padre joven (Toby Kebbell). La humanidad entre tanto vacío será hallada por Conor en la relación entre amistosa y de maestro-aprendiz con el paradójico único no-humano de la cinta: un árbol antropomórfico (con voz manipulada de Liam Neeson) que se erige en el cementerio parroquial del lugar y que cada tanto puede desprenderse de sus raíces para caminar a grandes zancos (su aspecto ominoso, vegetal y cenagoso hace pensar en una mezcla entre Bárbol y La Cosa del Pantano). Será este ser fabuloso con poco sentido del humor el que ponga a prueba la psicología y la moral de Conor a través de tres relatos que ofician de separadores rítmicos de la película, proverbios alegóricos con forma de animación sobre la ambigüedad humana y los sacrificios vinculares. Tales lecciones con mensaje se suman a una cuarta y final historia que recae sobre Conor como faros que iluminan su tránsito a la madurez. Si hasta acá todo suena remanido, solemne, tortuoso y excesivamente melodramático es porque el filme padece justamente de esos adjetivos defectuosos: como su personaje arbóreo, Un monstruo viene a verme es una entidad tambaleante, sobrecargada y vanamente ramificada, un deslucido filme que nunca deja crecer la fantasía pura a la que remite fatalmente desde la literalidad, a la vez que acentúa (o deja a la intemperie, como si la película fuera su propio niño desamparado) un combo de golpes bajos para hacer llorar de la peor manera. Karate Kid narrado por Charles Dickens o Spielberg jugando a ser Sigmund Freud (inevitable percibir al hombre-árbol como un psicoanalista o un psicopedagogo), Un monstruo viene a verme recuerda a filmes recientes como La habitación o Donde viven los monstruos, en los que –fantasía o no de por medio– ser niño (y depender de una madre sola) nunca fue peor pesadilla. Aunque la tragedia, en este caso, es ser educado con moralejas sin sabiduría.
Kékszakállú es un desolador retrato de clase que se apoya en las elipsis del relato y la composición formal de las imágenes. En un solo acto, como la ópera de Béla Bartók en la que se basa con amplitud, Gastón Solnicki hilvana en Kékszakállú una narración liberada de ataduras literales a través de escenas encadenadas por un cuidadoso montaje que se revelará musical; apoyada, a su vez, en el preciosista y estático aporte formal de los experimentados directores de fotografía Fernando Lockett y Diego Poleri. La elipsis se confirma como el gran don del director argentino, que en los intersticios entre lo que muestra y no muestra construye su sagaz parábola contemporánea: un grupo de jóvenes mujeres de vínculo gregario pero difuso (¿son amigas, primas, hermanas?) se pasean por hoteles, piletas, museos de insectos, duermen, cocinan, se prueban ropa y contemplan el lejano horizonte desde ventanas, sillas y terrazas con la misma indiferente parsimonia con que revisan el cercano horizonte de sus celulares. A un nivel macro, pasan del bucolismo deluxe del hospedaje de verano a las tareas domésticas urbanas y obligaciones curriculares. Los adultos aparecen poco, a veces para hacer cosquillas en los pies pero también para dar monótonas órdenes laborales. En ese sentido, el filme exhibe su lado más cómico y perverso cuando una de las chicas (Laila Maltz) choca un auto con torpeza amateur y acude desconsoladamente a su teléfono para pedir ayuda. Allí sale a la luz toda la desesperación contenida en las frágiles princesas del filme. Solnicki complementa su desolador retrato de clase con el otro lado de esas herméticas vidas femeninas, en la rutina seriada y neutral de fábricas de telgopor, vasitos descartables o salchichas. El destierro privado y la falta de experiencia legítima es el mal atávico que reina en Kékszakállú.
A pesar de sus subrayados, el quinto largometraje de Mel Gibson ofrece escenas bélicas impactantes y un protagonista verídico bien interpretado por Andrew Garfield. Puede que Watson, el primer robot médico de la Historia, llegue a salvar muchas vidas futuras, pero probablemente no comprenda la dimensión moral de su trabajo. Esa entrega era muy clara para Desmond Doss, un médico de infantería del ejército estadounidense que salvó más de 70 vidas en Okinawa (Japón) sin tocar un arma, como fiel cumplidor del mandato religioso “no matarás”. Mel Gibson adapta la vida de la leyenda (que murió en 2006, a los 87 años) en su quinto largometraje, Hasta el último hombre, destilando devoción ciega como su héroe y sin mosquearse en el acercamiento al panfleto aleccionador, en el que las luces bíblicas conviven con el campo de batalla. La película se despliega en tres actos ascéticos y contundentes dignos de una sesión de catequesis hollywoodense: todo comienza en Virginia, EE.UU., donde se cría el pequeño Doss. Familia humilde y adventista, padre alcohólico violento y ex combatiente en la Primera Guerra Mundial, madre abnegada y hermano con el que juega a las piñas hasta que ocurre el primer acercamiento a Dios: Doss casi mata al hermano con un ladrillo, y así la culpa lo lleva a asimilar el “No matarás” hasta las últimas consecuencias: años después, cuando está comprometido con la enfermera Dorothy Schutte (Teresa Palmer) y asume lentamente su vocación de médico, se enlista decidido a batallar en la Segunda Guerra Mundial desarmado y con el único propósito de rescatar a los suyos (esto se hará relativo en plena contienda, en una escena en que se muestra el vínculo del soldado con un neutralmente nacionalista Más Allá). En ese segundo acto en Fort Jackson afloran las crueldades de entrenamiento militar ya conocidas y se presentan los colegas pesados de Doss, que lo marginan hasta el cansancio por su reticencia a agarrar el rifle. Delgado, pequeño y más bueno que el pan (Andrew Garfield, inmejorable), Doss fue hecho para el bullying, al que resiste ofreciendo una y otra vez sus mejillas. Y se sale con las suyas: en poco tiempo llega con las tropas a Okinawa para participar en el dificilísimo avance en Hacksaw Ridge (tal el nombre original del filme), una llanura fantasmagóricamente neblinosa en las alturas en la que esperan los japoneses. Será en ese tercer y último acto que Hasta el último hombre llegue a su literal cima: si hasta ahí las bajadas de línea eran amortiguadas con una narración sobria y segura, es en la instancia bélica (también dividida en tres, avance, retirada y contraataque) que el filme cobra sentido y revela su potencia: la materialidad de los cuerpos y la tierra y los disparos y las vísceras y las explosiones impacta de manera vívida, adrenalínica y escalofriante, y la visión posterior de Doss –que se queda solo en un asolado y moribundo Hacksaw Ridge para acometer su misión de salvataje– moviéndose sigiloso como un santo atleta llevando a sus compañeros en andas o arrastrándolos es sin dudas tan emocionante como curiosa, el hallazgo de un ícono de la negatividad que combate con el escondite, el salto, el silencio, el no-disparo. Por eso no importa que en una crisis de fe Doss diga “Qué quieres de mi, no lo entiendo, no te escucho”, que se subraye cómo cimenta su virginidad asesina en un amague fallido de matar al padre o que ascienda en una camilla-altar hacia los cielos como un enviado del Señor: el credo excesivo de Gibson admite lo burdo y lo majestuoso, y eso es más motivo de celebración que de bullying.
Error humano La llegada es un ambicioso filme de ciencia-ficción con momentos fascinantes, aunque cierto énfasis narrativo y dramático hacia el final hace a la película más humana que extraterrestre. El año comenzó y concluye con dos filmes de ciencia-ficción desafiantes: primero fue la invasión de interiores de 10 Cloverfield Lane de Dan Trachtenberg, y ahora le toca el turno al encuentro lingüístico del tercer tipo de La llegada de Denis Villeneuve, director encargado de la secuela de Blade Runner que ya esbozó un abordaje sobrenatural en la pequeña pero recordable El hombre duplicado (2013). El preámbulo es breve: la lingüista Louise Banks (Amy Adams) pierde a su hija en un hospital por una enfermedad terminal, y mientras enseña en una clase semivacía se entera por vía mediática que un conjunto de naves extraterrestres ha desembarcado en distintos sitios de la Tierra. El ejército estadounidense (para el que ya trabajó anteriormente, en una lucha contra “insurgentes”) la recluta en un abrir y cerrar de ojos. La mujer pronto llega a la base militar, donde se erige inmutable un enorme “cascarón” vertical de forma ovoide, al que ingresará escoltada por el científico Ian Donnelly (Jeremy Renner) y el coronel Weber (Forest Whitaker). Un túnel geométrico y pedregoso con estética a lo H.R. Giger llevará a la comitiva enfundada en trajes naranjas a su objetivo, una gigantesca pared transparente que deja ver a los alienígenas: dos criaturas monstruosas con apariencia de pulpos que serán llamados heptópodos (y, de manera más amigable y audiovisual, Abbott y Costello) por sus siete extremidades, que se comunican con unos círculos de humo que expulsan sus manos-ventosas. A su manera una mezcla de héroe espacial, mediadora transespecie y madre trágica entre la Sigourney Weaver de Alien, Jodie Foster de Contacto y Sandra Bullock de Gravedad, Louise emprenderá el arduo trabajo de descifrar la lengua de los recién llegados (con carteles-pizarrones que rezan “Humanos” o “Louise”) a la vez que se acrecientan los flashbacks domésticos en que dialoga con su hija muerta. De fondo y en pantallas, el mundo entra en eclosión por “la llegada”, en tanto que Rusia, China y otros países poco amigables para los Estados Unidos planean una respuesta hostil y poco empática contra los aliens. Ese runrún global es lo menos interesante de La llegada, que concentra sus mejores momentos en el choque visualmente abstracto y emotivamente pedagógico entre Louise y los heptópodos, una experiencia fascinante que amerita ser experimentada en cine. Lamentablemente, lo que Villeneuve ahorra en acción banal y efectos especiales pirotécnicos lo desperdicia en un desenlace enfáticamente lineal, previsible y edulcorado teniendo en cuenta que el eje de la historia es la relación compleja y circular entre lenguaje y tiempo. Un error demasiado humano para un filme que parecía felizmente extraterrestre.
Un dios salvaje El nuevísimo testamento de Jaco Van Dormael pone en escena a un dios demasiado real, cuya hija se rebela en búsqueda de nuevos apóstoles. El filme es de un realismo mágico tan literal que funciona como una refutación de lo imposible. La premisa es tan contundente como un mandato divino grabado en piedra: “Dios existe y vive en Bruselas” reza el eslogan-sinopsis de El nuevísimo testamento, otro exabrupto del belga Jaco Van Dormael (Las vidas posibles de Mr. Nobody, Toto, el héroe). Entre Terry Gilliam y Jean-Pierre Jeunet, el director acude el realismo mágico para narrar una fábula de fantasía religiosa de lo más literal: Dios (Benoit Poelvoorde) efectivamente vive en un departamento ceniciento en Bruselas, donde emula los desagradables modales domésticos de Al Bundy de Casados con hijos: además de cínico y descuidado, es violento con su mujer (Yolande Moreau) e hija pequeña, Ea (Pili Groyne), que se rebela y envía a la humanidad vía mensaje de texto las fechas en que cada persona morirá. Ea escapará a la calle a través del túnel oscuro de un lavarropas, dispuesta a reunir a seis nuevos apóstoles para escribir un testamento de última hora en un mundo repentinamente obsesionado con la cuenta regresiva hacia el fin: el reclutamiento sirve de excusa para narrar cuentos de hadas sórdidos, entre ellos los de un erotómano que ve mujeres desnudas hasta en los supermercados y encuentra su amor perdido en un doblaje de película pornográfica (Serge Larivière), una mujer aburrida que prueba con un prostituto juvenil hasta hacer de un gorila su compañero ideal (Catherine Deneuve) y un niño afectado por una enfermedad mortal que cumple el sueño de transformarse en nena (Romain Gelin). Los flamantes apóstoles se irán infiltrando en La última cena con ánimo de collage humano a lo Asado en Mendiolaza a la vez que Dios sale al mundo en búsqueda de su hija. Sumado a todo lo anterior, no importa que Ea pueda oír la música interior de cada individuo o que recolecte lágrimas que no puede llorar, que un pez volador se deslice a media altura o que una mujer manca vea a una mano bailar en su mesa: cada fenómeno inexplicable de la película hace que esta sea más normal, más evidente, más apacible. El nuevísimo testamento parece en ese sentido una refutación de lo imposible, una manera de convertir lo mágico o increíble en un truco digital de rutina, y también un ejemplo de que se puede ser irreverente con la religión sin despertar ninguna clase de irreverencia. La alternancia entre planos generales en zoom y primeros planos colaboran asimismo con una sensación de encierro, de rusticidad, de maqueta sombría, como si Dios nunca saliera de su habitación añeja y la película no alcanzara a respirar para desplegar en serio su universo humano. De todos modos vale la pena seguirle el rastro a Jaco Van Dormael, un espíritu inquieto que todavía está en fase de reunir a sus apóstoles para asestar el golpe definitivo.