¿Es buena esta película? En realidad estamos en otra dimensión, en la que el ser se transforma en estar. De Rascacielos se puede decir que "esta buena", o que "es un camión". Sepan disculpar, pero esta producción diseñada para vender mucho especialmente en China -transcurre en Hong Kong, en un improbable edificio más alto que ningún otro- pide a los golpes que el espectador entre en un juego de reacciones físicas de asombro y de estupefacción, mientras encara un viaje al pasado del cine de acción de los ochenta. Rascacielos nos transporta a los 80 en primer lugar por su estructura: el héroe que vivirá la situación X en el relato principal, vivirá la situación X como trauma en el prólogo. En segundo lugar, por la veloz tipificación: cada uno con cara de malo será... ¡malo! y Nebe Campbell, madre coraje, es presentada con un alevoso plano de escote. Y hay más, pero nos acosan incendios, peleas, tiros, saltos inconmensurables, vidrios rotos, ascensores incandescentes y mucho más en un Festival de otros códigos de verosimilitud, con bastante inteligibilidad y ninguna preocupación por cualquier pausa. El director y guionista Rawson Marshall Thurber -hasta ahora de comedias- no tiene pruritos a la hora de hacer una Duro de matar anabolizada, y para su especie de triunfo a los cascotazos lo ayuda uno de los actores más carismáticos de la galaxia: Dwayne Johnson.
Autor muy relevante del cine contemporáneo, Bruno Dumont tiene en la espiritualidad la columna vertebral de su filmografía: culpas, pecados, redenciones, devociones, llamados y respuestas de orden divino no han faltado en la mayor parte de su obra. Y si bien su carrera tuvo desde el principio un tono extraño -en su ópera prima La vida de Jesús la repetición del ruido de la moto tensaba la seriedad del film-, la irrupción del humor -o de sus intentos- es más bien reciente en sus películas. En Jeannette: la infancia de Juana de Arco hay posibilidades de reírse ante unas monjas que se presentan como dúo canoro bailarín, o con/del tío de Juana de la parte final. Estas escenas de Juana de niña y de adolescente (destacable fotogenia de Jeanne Voisin) se basan, en sus palabras, en la obra de Charles Péguy. Catolicismo, caridad, diálogos que se dirigen hacia la divinidad se suceden en este musical posclásico y posmoderno que hace de la deformidad y la precariedad algo así como un estilo. Canciones toscas, con heavy metal y hip hop y otras casi amorfas; escenarios y luz naturales para Juana y su amiga y otros -pocos- personajes y un montón de ovejas; y la sensación de que Dumont hizo, más que una película con riqueza y solidez, un experimento gestual, cuyo poder de fascinación es -a juzgar por las reacciones que ha provocado desde su estreno, en Cannes 2017-
El género, y gracias al género. Al policial. Noir, neonoir, con algo del feeling del polar francés. O sea, ya se le agregue el neo o la variante gala, estamos hablando de noir, de policial negro, de un relato con códigos precisos. Y este más que bienvenido policial negro es un exponente egipcio pero sin producción egipcia. Su director nació en Suecia, pero es de familia egipcia y conoce El Cairo, o al menos nos hace creer que conoce la ciudad, y eso es lo que importa: reglas del género aprendidas y exhibidas con convicción. Las calles son transitadas por el protagonista, averiado y progresivamente cascoteado: el detective Noredin se maneja con prestancia, con sus corrupciones de no tan gran escala. Esas escalas mayores están, sobre todo porque así es el policial negro, en los círculos más elevados de poder. Estamos en los días finales de la presidencia de 30 años de Hosni Mubarak, es decir que estamos en los primeros meses de la Primavera Árabe. Y Noredin empieza a investigar un asesinato de una cantante en un hotel lujoso, pero casi nadie quiere que esa investigación avance. El relato, comandado por Tarik Saleh, pone los acentos en los lugares correctos: en el carisma del protagonista, en el clima que lo llevará a diversos dilemas y en muchos otros elementos que ennoblecen sobriamente la cartelera de esta semana.
Una vida de una intensidad deslumbrante, una voz y una manera de cantar a las que llamar singulares es quedarse en la superficie, un ícono LGBT, una mujer mexicana nacida en Costa Rica y celebrada en muchos países. Una mujer amiga de José Alfredo Jiménez, que supo ser alcohólica y dejar de serlo, y que podía derrumbarse en un escenario y volver a subir. Y que vivió muchos años para ser mucho más leyenda. Este documental sobre una mujer que murió un domingo de 2012 trae imágenes inéditas de entrevistas y también claridad conceptual, tal vez demasiado celebratoria, y estructural para contar las claves de una vida. O dos. Porque Vargas pasó por un retiro y un ostracismo que hicieron que muchos pensaran que había muerto. Pero volvió, o la hicieron volver, gentes de México y de España. Uno de los españoles claves fue Pedro Almodóvar, para quien las canciones interpretadas por Chavela fueron fundamentales en varias de sus películas: La flor de mi secreto, por ejemplo, habría sido mucho menos encendida sin "En el último trago". Este documental hecho a cuatro manos cuenta con mucha presencia del manchego, que se explaya sobre Chavela. Y tanto en esos momentos como en otros este retrato cuenta con el atractivo suficiente como para convocar a los que ya conocen a la cantante y también para fascinar a los que recién se acercan.
Dos hermanas adolescentes con su madre (la estrella pop francocanadiense Mylène Farmer) se dirigen a una casa heredada de su tía. El paraje es inhóspito, amenazador y hay no pocos elementos siniestros, incluso un perturbador camión rosa en el camino. Sí, claro, se desata el infierno, con unos atacantes de un nivel de maldad y sadismo deforme y multiforme. Y dieciséis años después, la adolescente aspirante a escritora, devota de Lovecraft, conoce el éxito? y hay un llamado y vuelta a la casa ¿Qué pasó? ¿Y qué es lo que pasa? ¿Y qué es lo que puede llegar a pasar? No es esta una película lineal; tampoco es una en la que importe demasiado encajar lógicamente los bucles y las vueltas y retorcimientos diversos. Pesadilla en el infierno -vaya título abundante- es una propuesta sensorial, o mejor dicho de ataque sensorial: la violencia se hace frondosa, los golpes son contundentes, lo ominoso se vuelve base rítmica. Esta es una película de Pascal Laugier ( Mártires), uno de los nombres de la renovación extremista del terror francés en el siglo XXI. Y en esta coproducción entre su país y Canadá, hablada mayormente en inglés, reafirma sus credenciales como orquestador contundente, inteligible y hasta virtuoso de acción con altísimos niveles de sadismo. Sus habilidades como organizador narrativo no son tan elogiables, pero ese rol no parece ser una prioridad en su programa de shock.
Animación 3D alemana, en coproducción con otros países europeos. Ese formato se ha vuelto bastante estable, y eso no es un mérito per se: profesionalismo anémico en la estética (movimientos, colorización, música), narrativa con escaso interés (aquí, un chico de 12 años con padre ufólogo distraído, unos malos imposibles y, claro, los extraterrestres), algunas situaciones humorísticas aceptables (los aliens pueden convertirse en cualquier otro ser muy velozmente) y un mix de referencias visibles (Monsters, Inc., Men in Black). Por lo demás, decir que esto es una animación alemana no implica localización cultural: esto es cine-producto de ningún lugar.
El texano Wes Anderson es uno de los autores claves del cine contemporáneo. Isla de perros es una de sus grandes películas, una que no puede definirse como consagratoria porque Anderson es un cineasta consagrado desde hace dos décadas. Que haya mucho público que concurre al cine de manera regular que quizás no identifique su nombre y su cine habla más del estado alarmante de los vasos comunicantes del cine con el público contemporáneo que de la importancia del cine del director. Anderson, además, reafirma que está en un momento especial, en algo así como una segunda plenitud, iniciada con El Gran Hotel Budapest. Tanto en esa película de 2014 como en Isla de perros el director se sale con decisión del presente, o de ese mundo suyo un poco fuera del mundo pero, de alguna manera, con aires de contemporáneo. El Gran Hotel Budapest transcurría en la década del 30 del siglo XX, eIsla de perros en un futuro cercano, en una suerte -o desgracia- de distopía signada por un régimen populista y autoritario que decide enviar a todos los perros de Japón a una isla. El relato se centra en un chico, su perro y sobre un grupo de perros en esta nueva sociedad de canes aislados. De todos modos, como pasa con las grandes películas de los grandes autores, el tema y el argumento son las bases para desplegar una forma de entender el cine, un modo personal de transmitir una personalidad artística. Las películas de Wes Anderson son inconfundibles: sus nociones convencidas y convincentes -y muchas veces simétricas- sobre el plano, sus bandas sonoras sofisticadas, la melancolía infinita como mar de fondo, pero sabia y rítmicamente cortada por un humor sardónico -una paradoja andersoniana insoslayable-, el diseño como derecho humano (y perruno, en este caso) primordial y una serie de coordenadas que nos ofrecen un mundo propio que este cineasta único busca compartir con un público que debería ser cada vez más amplio. La noble y centenaria promesa del cine como arte sublime con posibilidades de ser popular -que no, claro, no es lo mismo que masivo- tiene en la Isla de perros de Wes Anderson un ejemplo ineludible. Y sí, esta es una película con múltiples referencias a la cultura japonesa y al cine japonés y está exquisitamente animada (la segunda en la carrera del director) en stop motion. Y, además, está también animada por el alma superior del cine perdurable.
A Katherine la casan con un hombre con el que no debería casarse. Es el siglo XIX, en el campo, en Inglaterra. El lugar es imponente, la mansión es imponente, y a Katherine se le imponen una vida y una familia que no quiere. Lady Macbeth no está basada en Shakespeare -aunque hay conexiones y reenvíos- sino en la nouvelle Lady Macbeth de Mtsensk, de Nikolai Leskov, que fue la base de una ópera con música de Shostakóvich. Y es una historia de desamor, amor y deseo. Esta ópera prima de William Oldroyd se parece muy poco a lo que uno teme al entrar en "una historia inglesa de época". Los motivos son varios. Uno es que Katherine está interpretada con carisma y dominio del espacio -tanto en el interior como en la naturaleza- por Florence Pugh, indómita combinación de rostro dulce y ferocidad múltiple. Otro es que Oldroyd (como Alice Rohrwacher en el cine italiano) despunta como alguien que puede combinar tradiciones de su cine nacional con una energía descomunal y una idea nada quietista de la puesta en escena. En Lady Macbeth todo encierro se resuelve hacia afuera: no hay implosión silenciosa sino explosión emocional y física. Esta es una película de apariencia gélida desde su afiche que se transforma ante nosotros en un relato ardiente, en un film vital cargado de muerte; una especie de homenaje retorcido a algunas de las dimensiones que ponía en juego otro inglés llamado Alfred Hitchcock.
Película convincente y a la vez convulsionada, al punto de la posible desorientación inicial del espectador, Custodia compartida parte de un título en castellano -también el inglés- que confunde: esto no es una película sobre la tenencia de los hijos luego de un divorcio. El título original en francés va por otro lado, y la propia película usa esa disputa como punto de partida de algo más, de algo central y de otro nivel de oscuridad. No estamos ante un drama judicial, ni ante un drama implosivo acerca de gente anestesiada emocionalmente. Estamos ante convulsiones, violencias, anuncios de explosiones intermitentes y en aceleración. Custodia compartida, continuación de un corto del mismo director y con los mismos personajes nominado al Oscar llamado Avant que de tout perdre, puede verse sin conocer esa historia previa. Su contundencia y eficacia descansan en otros lugares: en las actuaciones basadas en performances notables y en tipos físicos aprovechados de forma llana, frontal, sin vueltas: todo es lo que parece ser. Lo que es más cambiante es la puesta en escena: siempre sin música y en un principio cruda, con planos de nucas en una muestra más de la demasiado presente influencia del cine de los Dardenne en el cine europeo, esta notable ópera prima sobre violencia doméstica muta en el último tercio hacia el thriller tenso, que aprovecha las posibilidades de una cámara ya liberada de rendir pleitesía a cierta distancia realista desaprensiva.
Una de las películas más singulares de lo que va del siglo XXI, En el intenso ahora es un ensayo cinematográfico sobre política hecho a partir de imágenes de fines de los 60, especialmente de las intensidades de 1968. También es un ensayo político sobre cine y sobre la imagen y el sonido en general: el director, narrador e interpretador João Moreira Salles nos dice, por ejemplo, que a los once minutos de estar en televisión, Daniel Cohn-Bendit dominaba la escena y las cámaras así lo revelaban. En el intenso ahora es un ensayo de un autor brasileño sobre política global y ciertas formas de la memoria colectiva e individual que actúan sobre el presente. Es una película de 2017, tan singular como para haberse estrenado a 49 y no a 50 años de 1968, realizada por el director de la también extremadamente singular Santiago (2007), tan anómala como para merecer la conexión con esa anomalía de anomalías, la obra maestra El desencanto (1976) de Jaime Chávarri. Santiago era el mayordomo de la familia de João Moreira Salles, hermano del también director Walter (el de Estación central). En el intenso ahora parte también de la familia, de películas familiares: uno de sus ejes son filmaciones realizadas por la madre de Salles en la primera etapa de la Revolución Cultural china. Pero ese no es el origen de la puesta en movimiento de la reflexión, el detonante: cuando uno vuelve a ver En el intenso ahora nota que al empezar la narración, el realizador comenta y se pregunta acerca de la felicidad, si la gente se veía feliz, si su madre lo era; el ahora puede intensificarse al volver a empezar -que nunca es igual- y no necesariamente desgastarse. Las ideas y las observaciones puestas en juego y en escena por Salles se disparan desde y hacia la política, las convulsiones sociales y las historias de Francia, Checoslovaquia, China y Brasil, pero sobre todo parten de observaciones acerca de la imagen, de todo lo que dicen -y les dicen y así nos dicen, en una película que tiene a la comunicación como programa y deseo- esas imágenes de archivo, que no solamente son buscadas, encontradas y rescatadas sino además enriquecidas, relacionadas, aprovechadas con un poder de observación y una lucidez notables. Y como si todo esto fuera poco, el documental nos lleva a emociones inusuales, conseguidas mediante una nobleza artística de extrema singularidad para entender, mediante la reflexión no apresurada, qué fue de toda esa energía desplegada y dónde ha ido a parar en este también intenso y -borgeanamente- difícil "ahora".