Parodia de lo que ya eran parodia -los films de James Bond- pero que ya nadie recuerda como tales. Parodia atkinsoniana, del señor Bean, o sea con torpezas fuera de un sistema lógico sólido pero que revelan una identidad cómica clara, con fieles seguidores. Humor inglés de candidez rayana en lo vetusto, en una historia de espionajes cibernéticos y persecuciones que no se arman del todo. Emma Thompson se divierte más que nadie en la sala como primera ministra, y no se la nota abrumada por la enorme cantidad de chistes que se ven venir a buena distancia. La mejor secuencia de la película, la de la realidad virtual, prueba que el humor en el cine industrial suele beneficiarse de una narrativa que lo potencie, aunque sea mínima. Y de una dirección que le dé sentido, aunque sea el de la tradición británica del nonsense.
El poder y su mundo, o el mundo del poder. Alto nivel empresarial y político, carpetazos y traiciones constantes. Una ejecutiva podría acceder a la cumbre -por primera vez- de una empresa de las más importantes del país. Pero en la disputa por ese cargo hay también hombres, y muchos sedimentos machistas que aparecen de forma pertinaz. También hay una agrupación feminista que trabajará por la candidatura de la protagonista. Con estos elementos, la directora Tonie Marshall plantea un thriller corporativo que apuesta más al gélido atractivo del ambiente -iluminado a tal fin- que a la claridad expositiva, más a la electricidad que atraviesa las grandes decisiones que a la empatía con quienes las toman, más a la fascinación por la frecuencia de las zancadillas que a su exposición narrativa. Esta frialdad conduce a cierta aridez en el relato, pero también anula toda denuncia facilista. Este es un thriller trabajoso sobre lo trabajoso que es jugar a ese nivel para una mujer, sobre esos momentos de cabildeos cruciales no tan sencillos de poner en escena. Y es una película con Emmanuelle Devos, una actriz, otra vez, en modo de prestancia extraordinaria: no muchas otras intérpretes pueden aportar sin ostentar ni exagerar esa fotogenia y contundencia combinadas con tanta sutileza para poner en gestos una energía altísima, pero sin desbordes, para prometer tanta intensidad y resiliencia sin necesidad de bravuconería.
La película habla de humanos y yetis, o de pies pequeños y pies grandes, o de cómo el otro puede ser visto como el monstruo a temer. Esta producción animada de las grandotas nos presenta el mundo de los yetis un poco como Hotel Transylvania nos presentaba el de los vampiros y sus asociados, y con tesis similares. También usa canciones un poco como Happy Feet, pero con menos gracia y despliegue. Además, expone y explica una cosmovisión cerrada, con dogmas de peso religioso, y también sus grietas, motores del conflicto. Y pivotea sobre el formato expositivo de "lo viralizable en internet". Pie pequeño es una película animada de estos tiempos, un combo lustroso para targets globales y con poco de novedoso. Tiene un comienzo cuyo timing se ve afectado por cada uno de sus guiños, más apto para las redes sociales que para la cohesión de un relato cinematográfico. Sin embargo, la película mejora en cuanto se pone a andar, cuando comienza el viaje del héroe. Ahí todo trayecto "estirable" se ve beneficiado por felices elipsis, los personajes cobran vida al relacionarse entre ellos y ya no ser meros depositarios de etiquetas identificatorias prefabricadas, y los chistes empiezan a encadenarse de forma efectiva, porque ya se integran en la lógica de la aventura, ese marco clásico que proporciona un orden mayor, mejor y más divertido que el de la acumulación de ocurrencias efímeras, tal vez viralizables, tal vez rápidamente olvidables.
Un film cerca del teatro y la sobreactuación Directora poco prolífica, Sally Potter sedujo -embaucó- a parte del mundo del cine con Orlando a principios de los noventa del siglo pasado y un lustro después perpetró en Argentina La lección de tango y la presentó y la bailó en la apertura del Festival de Mar del Plata. En los 20 años posteriores hizo cinco películas más, y la más reciente es The Party, presentada en Berlín en 2017. The Party nos aplasta como esas obras de teatro de los setenta adaptadas al cine para llenar el celuloide de monsergas y derrotas y miserias, pero aquí no hay teatro previo, está todo volcado directamente en la pantalla, que rebalsa de sobreactuaciones, de módicos cambios de escena, de siete personajes en busca de un motor que vaya más allá de ¡qué mal hicimos las cosas! (el parentesco con Las invasiones bárbaras es visible). Esta reunión de gente lejos de la pobreza se produce porque Janet (Kristin Scott Thomas, la menos sobreactuada de la película) tiene un nuevo cargo político. Ahí está su marido en modo catatónico (Timothy Spall, el más sobreactuado del universo) y llega más gente, actores conocidos en personajes que van con el aire de los tiempos, que no suele durar mucho: se habla de política británica con el referéndum del Brexit muy cercano, de feminismo, de embarazos... y hay acideces y crueldades varias no muy imaginativas. Resta decir que este es un film en blanco y negro, característica difícil de imitar en el teatro.
Bulgaria no es Texas La película original de Tobe Hooper (1974) se estrenó aquí como El loco de la motosierra, y el reboot (2003) como La masacre de Texas; acá se agrega El origen de Leatherface: es una precuela, que cuenta cómo fue que Leatherface llegó a ser un demente caníbal, asesino y otras delicias. Así, se atenta contra lo atractivamente inextricable del mal del film de los setenta. La obsesión por el origen es una de las plagas de las películas de franquicias: ese sinsentido que quizá no debía explicarse ahora se explica. De todos modos, podría haberse hecho algo mejor por respeto a la aspereza estilística de los setenta, y la persecución policial muestra fugazmente ese camino. Pero se impone el manierismo de dos directores franceses que filman en Bulgaria y pretenden que parezca Texas.
Pavada de bloque psicoanalítico: el director de esta salvajada escatológica con muñecos estilo Muppets (pero que no lo son) y humanos es Brian Henson, el hijo del creador de Los Muppets. Brian había hecho varias películas de Los Muppets, pero antes de que pasaran a ser de Disney, y ahora -entre otras cosas- hace morir con delirante fruición a muchos de estos seres de felpa. Debe aclararse que esto es un policial negro en el que abundan las referencias a Marlowe y a Chandler y a las versiones cinematográficas de los 70 de sus novelas. Y que también, y sobre todo, y feliz y salvajemente, es una comedia de alta potencia escatológica y -a su afelpada manera- sexual. Este policial satírico tiene momentos geniales del sublime arte de la puteada (Pauline Kael dixit) manejado portentosamente por Melissa McCarthy, que la investigación criminal hasta tiene intriga y que, bueno, ya no suelen hacerse películas así, de este nivel de riesgo y tan anómalas (con muñecos pero para adultos, sin marca previa, sin súperhéroes, apelando a tradiciones que no están de moda). Hay varios lazos -el rodaje de la película porno, por ejemplo- que la hermanan con otra salvajada de muñecos que parodiaba con amor y bestialidad a Los Muppets: la incombustible Meet the Feebles, de Peter Jackson. Si no llenan las salas para ver ¿ Quién mató a los Puppets? después no se pregunten quién mató a las comedias.
El western no es un género de los más representados en los cines del mundo; hace rato que pasó su época de gran producción y lo que hay son siempre excepciones, reversiones, actualizaciones. Pero su raíz es tan poderosa, tan específicamente cinematográfica, que bastan unos pocos planos y unas pocas coordenadas para situarnos y, cuando estamos bien llevados como en este caso, fascinarnos. Estamos aquí ante la variante "western australiano": hace casi un siglo, en los intentos de los blancos por establecerse en un territorio que está lejos de ser un vergel amigable, y en su convivencia cargada de prejuicios y violencia con los aborígenes. El hecho central, el conflicto, es que un aborigen mata a un blanco en defensa propia. Alrededor de ese momento se arma esta película presentada en Venecia y Toronto en 2017, y se estructura con una propuesta nada habitual, que puede descolocar en un principio: hay no pocos flash forwards, que nos hacen previsualizar hechos que ocurrirán más adelante en el tiempo de la historia. Las imágenes, en términos de encuadres e iluminación, se cobijan a la sombra del cine de John Ford pero le agregan un manierismo que no solo logra no ser un mero adorno sino además resignificar la relación de los personajes entre sí y con el paisaje. Con actores dignos de aparecer en un western, como Bryan Brown, Sam Neill y Hamilton Morris, Dulce país cuenta, con lazos visibles con Un tiro en la noche de Ford, una de esas historias acerca del nacimiento doloroso de una nación.
El gesto. ¡Los gestos! Si hasta dan ganas de gritar que los contengan: que los mentones se arruguen menos, que los ojos abandonen el revoleo exagerado, que las bocas no serpenteen inútilmente. Incluso Juliette Binoche, veterana de tantas grandes películas, no puede salirse de este festival de sobrecargas actorales y constantes ofensas a las mejores tradiciones de la comedia. Esta "comedia de madre e hija embarazadas al unísono" no cree en las tradiciones ni en las rupturas: pone a monigotear a personajes diseñados arteramente como distintos (hija estructurada, madre "tiro al aire") de formas tan vetustas que convierten en lógica la elección del chirriante término balístico-gaseoso recién utilizado en este texto.
Silvio Soldini, el director del hit de hace casi dos décadas Pan y tulipanes, filma aquí otra película sobre amores en la madurez (también lo era Sonrisas y lágrimas, de hace una década). En este caso, se trata de una película que se deriva de un documental hecho por el propio director en 2013, Altri occhi, en el que se veían las actividades y los muy sorprendentes deportes que realizaban los protagonistas no videntes. En L'amore con te -título de estreno local en italiano y muy distinto al original-, la protagonista Emma es ciega y la interpreta Valeria Golino, que supo tener una carrera en Hollywood. En realidad, durante buena parte del relato es más protagonista Teo, interpretado por Adriano Giannini (hijo de Giancarlo; el cine italiano sigue siendo en parte un entramado familiar). Teo es un publicitario de éxito, con novia y amante, y que empieza a enamorarse de Emma. La película dura casi dos horas y encaja algunas derivas -la amiga adolescente de Emma, las jornadas de trabajo de Teo- que quizá no ayuden a su concisión, pero la sostienen casi siempre contra la tendencia a la tensión del conflicto inútil. En ese sentido, esta película mayormente solvente, por momentos fluida, "profesional" con varias de sus cargas positivas y negativas, gana al no pretender grandes vuelcos en la lógica de sus protagonistas, más allá de adaptarse a lo inevitable, como puede serlo un enamoramiento.
Claudia y Flavio, de un mundo universitario pintado como sensible, sofisticado, con dosis escenográficas de venerada bohemia -con todas las necesidades satisfechas-, están rodeados de una Italia de ensueño. Enamoramiento. O ya no; o ella sí, o se verá. EstosAmores frágiles empiezan rotos, y la estructura es fragmentaria, con flashbacks diversos y hasta históricos. Y Claudia es muy intensa -y muy es un eufemismo, sobre todo para la actuación de Lucia Mascino- y Flavio tiende a gruñir en gris, y es menos vital. Y congenian un poco, y mucho más no. Y se reflexiona desde diversos ángulos sobre el amor y sus posibles futuros, y sobre quedarse enganchado, y sobre cómo siguen las vidas. Un material de base con el que grandes directores y guionistas podrían haber hecho comedias ácidas o secretos y sutiles melodramas contemporáneos. No es el caso de Francesca Comencini (hija de Luigi), que apuesta por una mezcla -veloz y un poco atolondrada- de discursos llenos de estereotipia que no quiere ser tal, y de frases prêt-à-porter que quieren ser más inteligentes que lo que los diversos guiños a los temas contemporáneos aparentemente obligatorios sobre género le permiten. Todo adornado por una musicalización ramplona, cuerpos desnudos "cuidados" y un final tosco.