Una Taxi Driver carioca. Esa es la promesa inicial, o tal vez ese sea el deseo del espectador anhelante ante la notable secuencia de apertura, sólidamente construida mediante el manejo cercano de la cámara mayormente en el encierro del coche. Ads by Miragem, historia de taxistas de la noche de Río de Janeiro por necesidad, de un padre que anhela reunirse con su hijo, no traiciona ese trabajo de cámara deslumbrante y persiste en una iluminación nocturna con momentos asombrosos, desarticulados con destellos más bien alucinantes en las pocas partes cegadoras con luz del sol. Sin embargo, la nueva película de Eryk Rocha no profundiza la tensión del comienzo y más bien apuesta por añadir viñetas antes que por multiplicar o potenciar sus posibilidades narrativas. Así, Miragem se vuelve quizás pariente de Una noche en la tierra de Jim Jarmusch pero sin su humor estrafalario, con una sucesión de pasajeros en el taxi de Paulo (algunos más significativos que otros) y con una realidad social que por momentos se inmiscuye de formas más planas y en otras con tremenda y lacerante fuerza documental. En unos y en otros, y en realidad en todo momento, Miragem se ve y se escucha-y está interpretada por su elenco- como pocas otras películas latinoamericanas. Y nos deja con ganas de mayores dosis de enjundia narrativa, como pasa con muchas otras películas del continente.
Raphäel y Olivia se conocen en el colegio secundario, se enamoran, se casan y crecen profesionalmente; él, mucho más que ella en términos al menos de éxito masivo. Él escribe, ella es pianista. Él se vuelve un patán, y se produce uno de esos cambios espaciotemporales que... ahora él tiene conciencia de haber vivido esa vida juntos, pero ella no, y ahora ella es "la exitosa". Hasta acá, pocos minutos de relato contados con gran velocidad y grandes torpezas. La gran velocidad se detendrá y las torpezas, las monerías actorales y las situaciones enfáticas e inconducentes profundizarán sus daños, en ese modo que tan bien sabe transitar una zona del "cine comercial francés": con intérpretes que creen solemnemente que están actuando bien y apenas exponen sus limitaciones, con música que sobra antes de empezar a sonar, con situaciones que en la serie más industrial serían tildadas de obvias y perezosas. Y, sobre todo, con una impericia y una arbitrariedad narrativas alarmantes, máxime cuando se intenta conectar por citas directas a Hechizo del tiempo , de Harold Ramis, esa película tocada por la gracia. Aquí la gracia pasa de largo, y este intento de fábula moral y de comedia romántica y de amistad (el amigo de él, pasado de edad y de gestos) busca otras conexiones, por ejemplo con Eterno resplandor de una mente sin recuerdos . Y esa papilla "sensible" de destrucción cinematográfica de Michel Gondry, en comparación, sale ganando.
Como toda biografía, esta también es limitada. En realidad, Judy es particularmente limitada: oscila entre el final de la carrera -y de la vida-de Judy Garland y su arduo trabajo en El mago de Oz en los años treinta. Allí vemos a Judy joven (interpretada con frescura y singularidad por Darci Shaw) y sometida a las tiranías y disciplinas de Louis B. Mayer y de sus esbirros en los estudios MGM. Desde esas penurias se derivarían tanto el superestrellato de Garland como, quizá, las peripecias más trágicas de su vida, una de las más atormentadas de Hollywood. Garland fue una estrella, una de las grandes, de esas que a partir de cierto punto ya no pudieron encajar en los Estados Unidos y tuvieron que reflotar sus credenciales en otras tierras; en este caso en conciertos en Londres, donde era reverenciada a fines de los 70. El cine clásico ya no se producía en esos años, pero la señora Garland seguía siendo la inolvidable Dorothy de El mago de Oz (y la Manuela Alva de El pirata, uno de los más grandes musicales de Vincente Minnelli) y era, además, un ícono gay; su muerte incluso es considerada el punto de partida de importantes luchas proderechos. Garland era además una mujer en conflicto con uno de sus exmaridos, Sid Luft, por la tenencia de sus hijos en común; la otra hija, Liza Minnelli, ya era grande. Esta biografía inglesa, dirigida por también británico Rupert Goold, es de esas que, al vampirizar la historia memorable del arte, logran acercarse a ciertas grandezas que las nutren aunque sea parcialmente, como por ejemplo en la fiesta del principio, ambientada en el Hollywood de los 60, el que tenía que optar entre sobrevivir o reconvertirse. Judy y la Judy de Zellweger sobreviven además gracias a los hitos de Garland, al poderío de las canciones, a la emocionante, sencilla y directa secuencia de la conexión y amistad con la pareja gay de Londres, y también porque Goold se permite algunos momentos en los cuales el trabajo obsesivo de su protagonista se aleja del centro del plano. Cuando la actuación de Zellweger no está sonando, no está absorbiendo la energía del relato -y de todo lo que esté alrededor-, notamos reverberaciones musicales, cinematográficas y humanas que nos conectan con el arte de uno de los mayores íconos surgidos del Hollywood más legendario. La performance de Zellweger, acaso ganadora cantada como mejor actriz del inminente Oscar, es simplemente otro de esos ejercicios esforzados, entrenados y ejecutados con una energía disparatadamente mimética que tantas veces son confundidos con una gran actuación.
Esta es una de esas tantas películas un tanto crepusculares en las cuales dos amigos, frente a una enfermedad terminal, se ponen a hacer esas cosas que tienen ganas de hacer y que estaban postergadas. Lo mejor está por venir tiene la particularidad de ser también una comedia de enredos, y como tal gana en confusión cómica y en posibilidades de puntos de vista y de empatía emocionales, aunque también llega a debilitar esa empatía frente el protagonista que sabe más que el otro. Arthur y César -solvencia, prestancia y carisma no son bienes escasos para Fabrice Luchini y Patrick Bruel- son dos personajes delineados con claridad (a veces demasiada, y la música ayuda a ese exceso): el serio y atribulado, por un lado; el despreocupado, errante y vital, por el otro. Su amistad como columna vertebral es el eje de la solidez de esta película que es crepuscular por su tema pero también porque representa a un cine comunicativo y asentado en un clasicismo de corte popular lamentablemente en retirada: Lo mejor está por venir es uno de esos ejemplares fílmicos bien plantados sobre un guión elaborado, uno que entiende que el profesionalismo no necesariamente anula el poder de este arte de incitarnos a risas y llantos mezclados con fórmulas (a veces eficaces y a veces vetustas) ya conocidas, casi familiares, al menos para las generaciones con más cine en la memoria.
En 2016, Sadako vs. Kayako, de Kôji Shiraishi, cruzó las franquicias de The Ring y The Grudge, o sea La llamada/Ringu/El círculo/El aro/El grito yThe Grudge/Ju-on. Las dos apariciones/fantasmas/espectros/monstruos vengativos (o lo que fueran) frente a frente, con salvajismo, ritmo y delirio, y nosotros con la divertida sensación de que solo en ese modo bombástico podían captar nuestra atención. Pero... ahora, luego de dos décadas de secuelas y remakes, estamos ante una nueva entrega construida alrededor del personaje de Sadako (Samara, en la versión estadounidense) y en manos del director de las dos primeras Ringu, Hideo Nakata. Al principio de El aro: capítulo final percibimos que aquí hay un realizador capaz de manejar los espacios y hasta alguna clase de suspenso sobrio, pero las cosas se estancan rápidamente ante las múltiples explicaciones que buscan revelar y vanamente conectar el origen (o la nueva multiplicación) del espectro japonés y global. Sadako y Ringu fueron renovaciones escalofriantes para el género, pero este capítulo triste, solitario y final lleva el desgaste y el desgano como sellos, hasta llegar a un ¿cierre? (una serie de ¿cierres?) más bien risibles, mayormente adornados con gritos y una música que se empeña en imitar tenazmente "Campanas tubulares", de Mike Oldfield.
Después de una pandemia que liquidó a la mitad del mundo, un padre y su hija buscan sobrevivir. Estamos ante un film enrolado en la ciencia ficción de la tenue, alejada de los grandes despliegues, centrada en esa relación paterno-filial y en su escasa relación con el escaso mundo de alrededor. Asistimos a algunosflashbacks, a algunos peligros crecientes, a algo de acción sobre el final. Y a la cariacontecida convicción de Casey Affleck (director, guionista, protagonista) para narrar con solvente parsimonia una historia tendiente a los trazos mínimos y la abundancia de palabras, y plagada de conexiones, por ejemplo, con La carretera, con Viggo Mortensen y basada en la novela de Cormac McCarthy, con High Life, de Claire Denis, y también con Cómprame un revólver, de Julio Hernández Cordón. A diferencia de su hermano mayor Ben, Casey Affleck no está impregnado de los bríos del clasicismo: ya desde su sardónica -y más atractiva- ópera prima I'm Still Here, protagonizada por Joaquin Phoenix, se notaba que su mirada era otra, una más pegada a los vaivenes y errancias de otras zonas del cine contemporáneo. La luz del fin del mundo es una película que evidencia un trabajo concienzudo, esforzado, una construcción sin fisuras. También, acaso, evidencia un déficit de singularidad, que en este tipo de apuestas puede hacer que los resultados sean un tanto decepcionantes, un tanto grises: la solidez y la homogeneidad no siempre (¿casi nunca?) son sinónimos de atractivo y de seducción.
El acoso sexual está mal, el chantaje laboral está mal, el abuso de poder está mal, el encubrimiento corporativista y machismo mafioso están mal, la cobardía violenta está mal, la falta de empatía convertida en egoísmo agresivo está mal, callarse ante la injusticia está mal y combatir la injusticia está bien. Para decirnos todo eso, Marco Tullio Giordana hace una película no mucho mejor elaborada que las afirmaciones de la oración precedente. En una sucesión de momentos que de tan previsibles y ramplones parecen escritos por un robot empachado de libros de autoayuda, El valor de una mujer desvaloriza a las mujeres, a los hombres y también al cine (y encima osa mentar a grandes directores y poner sus retratos). Con su carencia de inventiva, además, esta película desvaloriza en particular al cine italiano y a sus mejores tradiciones. La protagonista es una empleada de una clínica y asilo para mayores que es acosada por el director del lugar (la escena crucial es torpe, obvia, actuada con hiperconciencia del significado de cada gesto), y que luego lucha para lograr justicia y también para protegerse de las represalias que se derivan de no dejarse avasallar. El valor de una mujer es un ejemplar más del relato aleccionador "de buenas intenciones", del cine superficial de denuncia cargado de énfasis desde el primer momento, de trazos gruesos y de torpezas. El director es el mismo de las recomendables Cien pasos y La mejor juventud, pero aquí ni se notan esas virtudes del pasado.
Otra secuela de un objeto famoso de la cultura pop con legiones de fans, justo lo que andábamos necesitando. A veces, de todos modos, salen bien esos emprendimientos, pero no es este uno de esos casos. Estamos aquí ante otra adaptación de un libro de Stephen King, uno que continúa El resplandor, cuya versión cinematográfica dirigida por Stanley Kubrick el escritor detesta, y con muy atendibles razones. Pero King, claro, no impidió que la película de Kubrick se volviera un "film de culto" y una usina de "referencias pop", una fuente de citas y guiños en muchos y diversos productos. Este producto Doctor sueño tiene a Dan Torrance, el hijo de Jack Torrance, el señor interpretado -pasado de rosca- por Jack Nicholson en la película de 1980. Y tiene luces de autos que encienden nieblas, y tiene los árboles de Nueva Inglaterra, y tiene sangre en varias narices, y tiene olor a Stranger Things, y tiene ese inconfundible olor del oportunismo. A veces, de todos modos, el oportunismo no hunde por sí solo a una película. Pero Doctor Sueño es un relato anémico con formato de serie, con cinco medias horas de una eternidad infernal, sin fluidez, plagadas de pausas anodinas ante cada introducción de personaje y de acciones sin cohesión. De todos modos, los problemas mayores de este enfrentamiento pretendidamente cumbre entre seres sobrenaturales malos y buenos van por el lado de la celebración atolondrada de la referencia, de una acumulación de duelos finales directamente risibles a su pesar, y de actores que claramente no pueden creer ni hacer creíble la lluvia de torpezas que los riega; una lluvia torrencial que no los hace crecer crecer ni a ellos ni a sus personajes, ni al cine ni a nada alrededor.
Una muerte. Otra. De una mujer. Esta vez a manos de su familia, o de buena parte de ella, con el brazo ejecutor de uno de sus hermanos. Ese es el final de Aynur, anunciado desde el principio de la película, asesinada a los 23 años para lavar "el honor" de su familia turca, de religión musulmana y de prácticas ortodoxas. Aynur es la voz narrativa omnisciente de la película. Es decir, como pasaba en Sunset Boulevard, este relato es contado por alguien que ha muerto, y que presenta el escenario de esa muerte para volver a él habiéndonos contado lo que pasó antes. Una de las diferencias de Solo una mujercon el clásico de Billy Wilder es que aquí estamos ante un caso policial real; incluso hay imágenes de la verdadera Aynur, intercaladas con fluidez y sin morigerar el shock. Otras diferencias son que esta es una película de menor espesor, de búsqueda de un impacto más claro, más directo, de decantación más gruesa, que no resignifica tanto esa muerte cuando regresa a ella con mayor detalle, con mayor conocimiento de los senderos siniestros y obcecados que derivaron en el crimen. Hay algo de simplicidad en la exposición narrativa de las influencias religiosas de los personajes, y también hay recursos de material más noble, o más insospechados, que aligeran en términos rítmicos una de esas películas que algunos tienden a denominar "necesarias", tal vez a partir del deseo de que alguna vez se conviertan en innecesarias.
Sí, es el Guasón. Y sí, aparecen referencias -escasas y hasta elegantes- a Batman. Pero esta no es una película de cómics y superhéroes; tampoco de supervillanos. El director Todd Phillips hizo una "película de cine": quizá suene raro, pero este emprendimiento truculento, grotesco, vital y mortuorio está hecho con cine, con dolor y gloria y con pasión y deseo verdaderos. O, mejor aún, mentidos con el arte del cine, cada vez más olvidado en una industria llena de modos nerds, corporativos y, sobre todo, de cobardías extremas escondidas detrás de lanzamientos en modo agresivo y militar. Guasón ofrece, prima facie, las texturas más evidentes de Taxi Driver y El rey de la comedia, de Martin Scorsese, pero hay mucho más: luz alejada de cualquier laqueado brillante, fobia al minimalismo melifluo y perezoso, narrativa briosa pero segura de que no necesita fingir velocidad, energía podrida y modos cortantes, violentos, ásperos y contundentes; algunas de las claves de los setenta, la mejor década del cine estadounidense. Cada golpe, cada choque, cada tiro, cada mueca es aquí lacerante y conmovedora porque Guasón, con su parafernalia discursiva obviamente obvia -un decorado más-, va más allá de lo que se lee en su hipnótica superficie: el director de ¿Qué pasó ayer?, Old School y más comedias había ya demostrado que era un realizador osado y valioso con esas películas. No hay un nuevo gran director con Guasón, ya lo había. ¿Qué pasó ayer? sorprendía, descolocaba, el humor estaba salpicado de formas extrañas, desplazado, no surgía en los momentos tradicionales, los que uno espera según la construcción más clásica de los gags, o según el armado de las secuencias de crescendo cómico. Era un humor agazapado, un humor monkiano (por Thelonious Monk), un humor que atacaba de formas imprevistas. Todo eso puede aplicarse a Guasón, en la que el humor es tan extraño como en ¿Qué pasó ayer? pero está, además, en modo de guerra, porque estamos ante un director que no renuncia al humor. Guasón está cargada de chistes que a veces no hacen reír porque hace reír el chiste de al lado, o porque la negritud del ambiente está trabajando para otros temblores asociados, o para que entendamos que las risotadas del Guasón son la última protesta ante un mundo que le pide explicaciones al cine cada vez que intenta ser cine, un mundo que está por matar a la comedia de tanto reprimirla. Y la comedia reprimida, claro, suele terminar en tragedia. Y a veces, como es el caso, en comedias trágicas inolvidables y hechas con sangre, inteligencia y convicciones.