Para no olvidar Fui a ver Un amigo abominable, una de yetis. Y nunca me acordé durante la proyección que había visto otra animada del yeti, o de yetis, hacía no tanto tiempo, incluso en el cine. Y que hasta había escrito una crítica. Y no me acordé de esto al salir, ni un día después, ni dos. Recién tres días después, ante una imagen de esa otra película de yetis cruzada de casualidad en la pantalla de una butaca del avión, empezó a haber alguna consciencia emergente, algún recuerdo. Pero vi el afiche de Smallfoot -afiche o imagen, no recuerdo ahora, y no voy a prender la pantalla- y hasta pensé que no la había visto al cruzarme con ese afiche o esa imagen. Un rato después recordé que sí, que la había visto, y que había escrito. Y apareció en mi recuerdo una imagen o situación del principio, algo de una tarea ancestral que tenía que hacer el protagonista, creo. Y creo también que en la crítica puse algo de… ¿audiencias globales? No tengo forma de chequearlo ahora, estoy sin Internet. ¿Los recuerdos sobre películas son difíciles de apuntalar sin Internet? Puede ser. ¿Será la edad lo que me hace recordar menos a estos yetis? Puede ser. ¿Será haber visto tantas películas? Pero si me acuerdo de tantas y tantas, y muchas que vi hace mucho tiempo, y no voy a cantar nada de Vox Dei. ¿Será un problema con los yetis y similares? Pero si me acuerdo de Pie Grande y los Henderson, hasta sé que la vi en Mar del Plata. ¿Y esta de Smallfoot la vi en 2018? ¿o incluso en 2019? Apenas pueda lo voy a chequear, y también en qué momento de los ochenta fue Pie Grande y los Henderson y John Lithgow; creo que al final, y no sé si voy a chequear algo. Me parece que el problema de esta Smallfoot, la del yeti que vi tiempo antes que Un amigo abominable, va por otro lado. Es una de esas, de tantas de esas, que no se diferencian de las otras. De esas que meten las canciones que se pegan, gomosas, a las situaciones. Que apelan a ese mix de ternurismo y chistes que vuelven predecible lo previsible. De esas que parecen hechas por unas máquinas, o por una sola máquina anodina. Y así, por esas o por otras razones, fue que llegué a ver Un amigo abominable sin acordarme de Smallfoot. Quizás la diferencia de forma, de aspecto del bicho en cuestión haya ayudado a esta ausencia de conexión, ni antes ni durante ni en las 72 horas que vinieron después. El Smallfoot se parecía al grandote de Monsters Inc., el que no es Mike Wazowski, el otro, el que no recuerdo su nombre, el que tenía la voz de John Goodman. Ah, Scully, creo. Y el amigo abominable, de cráneo redondeado, se parecía más a un Critter -de Critters– blanco y no muy amenazante. Imagino que tanto Smallfoot como Un amigo abominable tienen producción china o deseos claros de vender bien en China, pero mientras Smallfoot llevaba pesadamente esa marca como sino de producción en serie, de individualidad y personalidad inhallables, Un amigo abominable se convierte en una película animada china, o al menos un poco china. No sé ni el nombre del director, no sé si es chino, e incluso ni sé si es chino alguno de los guionistas. Pero los personajes son mayormente chinos, y también transcurre en China, y hay comida china. Aparece lo distintivo: esta película, así animada y de alcance y pretensión de llegada global como es, viene o quiere venir de una cultura, de algún lugar, viene cargada de algo que tiene un poco de sentido singular, que la hace un poco distinta. Con eso y algunos chistes inspirados, y buenas dosis de aventuras y movimiento, y la casi total ausencia de canciones chiclosas, y con unos villanos que son villanos y son despachados hacia el abismo (el abuso de los villanos no tan villanos, los villanos buenanos, también es otro ahogo correctista contemporáneo), Un amigo abominable tiene más chances de ser recordada cuando aparezca la próxima película animada de yetis.
La ópera prima del islandés Erlingsson, De caballos y de hombres, también fue estrenada en la Argentina. A pesar de demasiadas dificultades, la distribución independiente sigue viva y ahora podemos ver la segunda película de este director, que plantea sus narraciones con ambición, recursos diversos y no pocos riesgos. Mujer en guerra nos presenta a Halla, convencida de cometer atentados energéticos en aras de la ecología. Pero Halla es mucho más que sus convicciones (o fanatismos): dirige un coro, hace ejercicio, quiere adoptar una niña. Y la película es mucho más que un relato adocenado. La música parece serlo al principio, pero su puesta en escena no lo es, y ya no lo será. La narración muta, abandona con frecuencia probables ataduras realistas, y nunca queda presa de la solemnidad; Erlingsson prefiere incluso una breve y disonante comicidad "latina" que quizá funcione como tal en Islandia. En una de sus dimensiones, esta es una película de aventuras, de supervivencia, con una protagonista que potencia el relato con su plasticidad y tensión físicas, y con su duplicidad en pantalla. La idea de la gemela quizá sea otro agregado no muy sutil, pero es también otra evidencia de que estamos ante un director que reniega del hoy ya dañino "menos es más". Para Erlingsson, más es más, y así prueba caminos que a veces son desvíos, pero mayormente seduce con apuestas eficaces y en ocasiones contundentes y vitales.
Nacida en Bélgica, Agnès Varda es considerada una de las más grandes cineastas francesas. De escasa formación cinéfila en su etapa inicial, Varda fue considerada -aún siendo muy joven- algo así como la madre, y luego incluso la abuela, de la Nouvelle Vague. Su obra de ficción, su obra documental, sus fotografías, sus retratos de Jane Birkin y de Jacques Demy, sus exploraciones sobre la política, el feminismo, los productores y vendedores de alimentos -y no solo de alimentos- es una de las más ricas y sorprendentes de la historia del cine. Este documental autobiográfico en dos partes que se exhiben juntas, estrenado en Berlín en febrero, un mes antes de la muerte de la directora, es un recorrido de lujo por su obra: Varda cuenta, analiza, interpreta, pone en perspectiva, siempre con brillo en los ojos, con el interés que siempre tuvo por mirar el mundo y plasmarlo en su cine, en sus imágenes fijas y en otros formatos en los que trabajó. Desde su propio título, Varda por Agnès nos indica que estamos ante un acercamiento personal, casi íntimo. Pero para Varda calidez no significa sentimentalismo ni blandura, y en su último trabajo sigue apostando a la lucidez, a estructuras osadas pero claras y comunicativas y también a momentos de notable creatividad expositiva, como el segmento acerca de Sin techo ni ley.
Con los Beatles no alcanza Director experimentado con premios a cuestas y alguna vez considerado "rebelde, transgresor y joven" + guionista de muchos éxitos + Los Beatles + "concepto ingenioso" + presencia de estrella actual de la música + pegarse al éxito de Bohemian Rhapsody. El resultado: una película atolondrada, ñoña y falta de gracia e inteligencia, con decisiones de énfasis narrativo y de candidez rayana en la bobería que apuntan a un espectador por lo menos distraído y a una circulación global sin la más mínima restricción, tal vez por la coproducción sino-rusa. El "concepto" es que los Beatles nunca existieron para el mundo, pero sí los recuerda el protagonista, aspirante (sin gran sustento) a estrella de rock. Y entonces asistimos a chistes obvios y estirados, a referencias a los Beatles obvias y de discutible creatividad, a personajes que más que estar definidos con trazos simples están vaciados de inteligencia, y así sus interacciones y las implicancias de esas interacciones no generan un solo atisbo de riqueza o complejidad. Yesterday tampoco apela a la aparente simplicidad del clasicismo, es meramente una película hueca, acartonada y oportunista que termina renunciando a cualquier lógica. Quizás sus responsables se hayan confiado en que con poner un montón de canciones de los Fab Four bastaba para fabricar dos horas de felicidad. Sí, dos horas de los Beatles pueden bastar para ser felices, pero deben proporcionarse sin agregados de cine de altísima toxicidad.
Autora relevante y singular, Claire Denis es también versátil. Con observar solo tres de sus películas como Bella tarea, Trouble Every Day y Vendredi Soir notaremos su capacidad para pasear por variantes bélicas, caníbales y románticas, y siempre evidenciar su estilo. A sus entradas oblicuas, de tiempos enrarecidos, a los diversos géneros, Denis suma la preponderancia de los humores -en sentido amplio del término- de los cuerpos, sus movimientos enérgicos, sus explosiones. Denis sabe filmar peleas brutales, y en los (muy pocos) minutos en los que acontecen, High Life es impactante y conmovedora. Pero este paseo autoral y letárgico de Denis por la ciencia ficción es varias otras cosas, y se asume bajo el padrinazgo de Solaris y Stalker, de Tarkovski. La permanencia en el espacio de un puñado de seres condenados, y explotados genéticamente, tiende a no evidenciar el movimiento. Lo estático de los espacios no se refleja -a priori- con los cambios temporales de la película, que explican de forma fragmentaria y arenosa cómo se llegó a que Monte (Robert Pattinson) arregle una nave mientras llora una bebé. Hay otros nombres importantes, como Juliette Binoche, que, según una crítica de The Guardian, interpreta "la mejor escena de sexo unipersonal de la historia del cine". La estética de la representación sexual y sus humores, y las elecciones estilísticas y de ritmo al abordar la ciencia ficción nos interpelan de formas muy distintas.
En los ochenta, cuando las comedias francesas no eran un consumo de minorías casi esotérico y podían llegar a estar entre las diez más vistas del año, una película como Amante fiel podría haber sido un estreno masivo, de esos que se recomendaban con seguridad y con alegría. Hoy en día, seguramente, llegará a un circuito reducido de salas y de público. Y es una lástima, porque el encanto y la gracia son bienes poco frecuentes. Y aun menos frecuente es hacer una comedia romántica en la senda de François Truffaut y triunfar en el intento, en el tono, en la conmovedora confianza en el amor como tema. Y todo eso, además, Louis Garrel lo hace en el triple rol de director, actor y coguionista (el otro es Jean-Claude Carrière, nada menos). La figura dinámica de Amante fiel es la del triángulo, la que Truffaut usó en Las dos inglesas y el continente (un hombre, dos mujeres), y en Jules y Jim (una mujer, dos hombres). En Amante fiel Abel (Garrel) quiere a Marianne (Laetitia Casta), pero ella se decide por el mejor amigo de él. Y la vida continúa, pero el amor y sus tribulaciones siguen sus caminos. Y Garrel filma -como Truffaut- gente que corre, y niños, y piernas, y cementerios. Y citamos todo el tiempo al inolvidable Truffaut, pero Amante fiel no es una película imitativa y mortuoria; es una propuesta vital, convencida de que recuperar las tradiciones más nobles es el primer paso para emocionar con las mejores armas, esas a las que Garrel suma su mirada entrañable y siempre un poco fuera de este mundo, ubicada en un lugar más encantador.
Hace un tiempo, en Twitter, alguien, con sarcasmo, le comunicó a alguna de las nuevas generaciones que décadas atrás cosas que ahora parecen haber existido desde siempre como Indiana Jones, Los Cazafantasmas o Star Wars eran “inventadas para el cine” y no eran marcas preexistentes. Ese alguien lo hizo en un buen tweet, o tuit, pero no logro encontrarlo ahora, ni acordarme de su nombre. Era un tuit con buena forma; también en Tuiter importa la forma. Hoy, en un mundo de películas dominantes en el que casi nada de lo más exitoso es creado para el cine fui a ver -varios días después del estreno y porque Juan Pablo Martínez la recomendó, claro, en Twitter, y en este tipo de cine suelo coincidir con él- la película de Dora, que se llamay Dora y la ciudad perdida. Esta Dora está basada en la serie Dora, la exploradora de Nickelodeon, de la que se hicieron 172 episodios y yo no había visto ninguno. Y fui a ver la película también porque, claro, la dirigió James Bobin, el señor que dirigió Los Muppets de 2011, una de esas películas de imaginación renovada y renovadora, una de esas películas que conectaban con algunas de las mejores tradiciones del show debe seguir en Hollywood, una película que, lo recordaba hoy al encontrarme con una canción de Frankie Valli, conecta con otra película de alguien que sabe conectar con el corazón del cine que puede resucitar al cine: Jersey Boys de Clint Eastwood. Y así fue que antes de ir a ver Dora y la ciudad perdida me dispuse a ver los 172 episodios de la serie. No, mentira, me dispuse a ver algunos. No, también mentira, ni se me ocurrió. Y tampoco leí los libros de Harry Potter antes de ver algunas de esas películas. Sí leí el libro en el que se basó Eastwood para Invictus, pero no me acuerdo si fue antes o después de ver la película, o si fue antes o después de escribir la crítica de la película. Cada uno se encuentra con las películas como quiere y/o puede, o en algún lugar por ahí, un lugar irrepetible, un lugar que quiero definir como kaeliano, por Pauline Kael. Y entonces, sin pasar por Nickelodeon, fuimos con mi hija mayor a ver Dora y la ciudad perdida. Una Dora ya convertida en adolescente a los pocos minutos de película -buena, vigorizante elipsis para su crecimiento-, seguramente para captar a la generación que ahora ya está cerca de los 12 años y que veía la serie animada en el pasado de la primera infancia, a veces más cercano para un adulto que para alguien que no para de crecer. No sé si me perdí mucho de la película, o más bien nunca sabré qué me perdí por no haber visto la serie, aunque me dieron ganas de verla, aunque no creo que lo haga. Pero a Dora y la ciudad perdida llegué como llegué; es decir, sin ver ni uno de los 172 episodios. Mi hija me contó algunas cosas y me explicó otras, pero la película se sostenía con sus propias armas; y en mi caso no había necesidad de referencias o sedimentos previamente conocidos, y si en algunos momentos era claro que la película estaba jugando con códigos que venían de la serie, lo hacía sin necesidad de empantanarse en la referencia. Así eran las aventuras antes, así supimos acercarnos a Los Goonies, con el saber del género aprendido en otras películas, en muchas o en pocas. Dora y la ciudad perdida remite a un cine casi perdido, y se pueden trazar varias comparaciones entre detalles de su argumento y el estado de la industria, pero sientanse libres de hacerlas al ver la película, una de esas hechas con gracia, de las de risas y emociones ante el poder narrativo y maravilloso del cine, con gente que además de hacer la película parece haberse divertido haciéndola, sin escuchar demasiado a los guardianes de los tanques hechos con “los temas urgentes del momento”, esos que anulan la perdurabilidad de las películas, esos que contaminaron a Pixar hasta asfixiarla. Con los años Dora y la ciudad perdida va a poder ser vuelta a ver, tal vez en una merienda en doble programa con Los Goonies, mientras el triste destino de Toy Story 4 será, seguramente, servir de aperitivo -o, peor aún, de ejemplo- a alguna clase de Sociología no muy inspirada ni inspiradora.
Ted Bundy fue un asesino serial muy famoso con gran presencia en los medios estadounidenses. Carlos Robledo Puch fue un criminal muy famoso con gran presencia en los medios argentinos. Sobre este último Luis Ortega dirigió El ángel, una película de notorio vuelo cinematográfico, potencia poética, pasión, inventiva y pulsión. Esas virtudes angélicas no están en esta película, una sucesión de hechos "recreados" expuestos con desidia, oportunismo, con férrea ausencia de suspenso como programa inviable, pretendida "complejidad" psicológica y apenas algún momento en el que la historia -más bien pedestre- se cuela con algo de tensión en la resolución policial, judicial y mediática en Florida. La endeble construcción del punto de vista y de la confusa y hasta molesta estructura temporal probablemente tenga que ver con el basamento escrito (el libro de una expareja de Bundy), y la actuación intensamente imposible y con "escenas largas tipo tour de force" de Efron probablemente tenga que ver con su rol de productor. Las torpezas en los encuadres y la banalidad general quizá provengan de algún zeitgeist vaporoso que quizá logremos identificar más adelante, luego de distraernos con el show sibilino de John Malkovich como juez, que entrega una actuación mejor que esta película, pero que, aislada y sin sentido de conjunto, tampoco la ayuda.
Los primeros noventa, los años de El juego de las lágrimas y Entrevista con el vampiro, fueron los de mayor gloria y reconocimiento del irlandés Neil Jordan. En estos tiempos ya no juega en esas ligas, pero una película comoLa viuda nos recuerda el valor de la experiencia, de cierta eficacia, del viejo sentido del oficio del narrador versátil. Este thriller sobre psicópata y víctima tiene conexiones con Mujer soltera busca y El silencio de los inocentes (con una cita casi jocosa), y con otro estreno de este año, Ma. La viuda es Greta y la interpreta Isabelle Huppert, capaz de jugar a alturas difíciles de alcanzar para la mayoría de las otras actrices. Huppert usa sus múltiples habilidades y les suma elementos de algunos de sus tantos roles anteriores (notablemente el de Elle y el de La profesora de piano) y construye de manera certeramente monstruosa a su personaje, que esconde y se esconde, agazapado, detrás de una máscara de fragilidad. No hay transformación, hay disfraz; eso lo saben las grandes actrices, y Huppert es una de ellas. La viuda acierta en términos de verosimilitud en su planteo inicial: no hay vueltas, no hay "pequeños indicios", hay decisiones lógicas. Luego, al tensionar la violencia y el suspenso, avanza con prestancia y sobre el final acumula unas cuantas torpezas, de esas que solían estar presentes en los thrillers de los noventa, esos que hoy en día hasta extrañamos un poco.
Luego del golpe de Estado de Augusto Pinochet del 11 de septiembre de 1973, la embajada italiana en Santiago de Chile cumplió un rol notable, histórico. Y hacia ese hecho, hacia esa multiplicidad de relatos individuales, se dirige con decisión Nanni Moretti para hacer -una vez más- cine político, de ese que puede observar y pensar más allá de los relatos personales, pero -como siempre en el cine del director de Palombella rossa- sin descartarlos, volviéndolos imprescindibles, insoslayables para intentar comprender. Con los protagonistas -los refugiados pero también otros, como algunos héroes y algún villano- contando sus historias y sus perspectivas, Moretti regresa al largometraje documental, a casi 30 años de La cosa (sobre el PCI, el Partido Comunista Italiano). Santiago, Italia arranca con el recuerdo del gobierno de Salvador Allende y de su figura. Y a partir de ese punto de partida conmovedor y ya conocido nos adentramos en caminos menos explorados, y se suceden los relatos de diversos testigos: historias de exilios, tensiones, cambios, canalladas, crímenes y también altruismos. Santiago, Italia, a partir de una fluidez expositiva notable, se revela progresivamente como un relato múltiple nada laxo, incluso hasta tenso. Y Moretti entrevista con empatía y por momentos con temblores provenientes de sus ideas. Y narra y escucha, y narra y piensa, y narra y conmueve con algunas de las armas más nobles y perdurables del cine.