Hace diez años, con la adaptación cinematográfica de Gomorra, Matteo Garrone tuvo la oportunidad de volverse uno de esos cada vez más escasos directores italianos que se aseguraban el estreno allende los mares. O más bien el cine tuvo la oportunidad, o mejor dicho los espectadores, pero fue una década perdida para el afianzamiento y la expansión del público de los directores más singulares, de los autores contemporáneos. Le pasó a Paolo Sorrentino más allá del Oscar para La grande bellezza, le pasó a Garrone con su cine más reciente, y con este muy postergado estreno de Dogman. Así y todo, es un lujo poder ver esta película en una sala de cine. Garrone, con los aires enrarecidos y absurdos de su propia El embalsamador(que se dio en el Bafici hace dieciséis años), hace otra película sobre la amistad, la sangre, la bestialidad y la violencia. EnDogman tenemos a un peluquero de perros -y dealer- de un barrio nada apolíneo de la costa del sur de Italia, que tiene algo así como un amigo adicto y bestial. Esas y otras conexiones criminales, y un sentido moral, de lealtad y de pertenencia orientan sus acciones con una lógica particular que dispara y tensa un relato encuadrado, montado, iluminado y actuado con esa clase de convicción estética, contundencia narrativa y pasión por la intensidad que le ha permitido al cine italiano fascinar y convocar tantas veces en su historia. Ojalá Dogman convoque, lo otro ya lo hizo.
Inspirada en la historia de Melita Norwood, la británica que fue descubierta como colaboradora de la KGB tarde, demasiado tarde, La espía roja habla de traición, convicciones, contexto, amores, anhelos, decisiones en tiempos convulsionados, complejos (como todos, pero estos quizá más). Y va desde un presente del relato bastante anodino y con poco despliegue de tensión a un pasado que promete emociones -al fin y al cabo, ahí están los nazis, la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría para dotar de atractivos a la historia de la joven Joan del título original-, pero que, lamentablemente, no se concretan. Porque en el cine, otra vez, el "qué" es el "cómo". No basta con temas apasionantes a priori: el a priori no se ve en la pantalla. Y lo que se percibe en esta película de Trevor Nunn -director de la obra musical Cats en su puesta original y coautor de "Memory" con Andrew Lloyd Weber- es un quietismo muy particular y diversas fallas (o desinterés) en la concepción del suspenso, del melodrama y de casi cualquier atractivo cercano al film de espías, e incluso al mero film biográfico. En La espía roja hay una progresión narrativa anestesiada (propia de telefilms de hace décadas), actuaciones correctas en el sentido menos creíble de la corrección y el intento de hacer una película desde una "mirada de personaje femenino", pero Joan empieza y termina definida por los hombres; entre ellos, claro, papá Stalin.
Como tantos otros actores de Hollywood (Clint Eastwood, Kevin Costner, Mel Gibson, Jason Bateman) también Jonah Hill ( Superbad, El lobo de Wall Street, Comando especial) decidió probar con la dirección. Y, como todos los nombrados, lo ha hecho bien, con una película noble y que, en un contexto menos concentrado y aplastado por marcas que se usan y reciclan una y otra vez, debería ser notoria y notable, un debut de esos que señalan el comienzo de una probable gran carrera. En los 90 se ubica en la tradición de los relatos autobiográficos acerca de esos momentos de cambios cruciales y vitales (como Los inútiles de Fellini, como Los 400 golpes de Truffaut), esas instancias arremolinadas y conflictivas en las que quedarse quieto debería estar contraindicado. Y entonces Stevie (Sunny Suljic, hecho para el cine), un adolescente de 13 años en 1995 en Los Ángeles, con madre y sin padre, y con un hermano mayor que lo agrede desde el plano inicial -en lo que es probablemente el comienzo cinematográficamente más potente de la temporada- debe ponerse en movimiento a pesar de empezar golpeado e inmovilizado (Hill maneja la simbología del relato con la prestancia y la elegancia del clasicismo). Ponerse en movimiento, y más aún a esa edad, claro, implicará más golpes, más abolladuras, más riesgos, pero para eso están las vidas que el cine quiere hacer suyas. Así, con voracidad pero sin estridencias,En los 90 será un coming of age para Stevie y también un retrato de época que huirá de la nostalgia y elegirá otros caminos, menos blandos pero notoriamente más emotivos, porque cuando las películas llegan a la emoción por caminos alejados de los simplismos pegan más y mejor: una versión de una de los Pixies, una de Morrissey en un momento inesperado, hip-hop como banda sonora de la vida de los personajes, diálogos acerca de las implicancias del agradecimiento, los amigos en los ojos de la madre. Hill sabe, además, cómo encuadrar, y no porque ese aspecto de la puesta en escena se resuelva con decisiones simplemente correctas o incorrectas: sabe cómo encuadrar porque exhibe posibilidades, variantes, usos y caminos de la emoción, de las risas, de los dolores, de los triunfos (nunca pequeños, porque esto es cine con aire, con oxígeno), de las caídas y de los logros del skate, de la amistad y de la hermandad. Una película linda, nada menos.
Acercamiento con miedo, pero no por el género de la película, sino por la aparición de otro, el enésimo reciclaje actual de otra creación del cine de los ochenta. Ahora le tocó a Chucky, es decir Child's Play de 1988 -dirigida por Tom Holland y con personajes creados por el joven Don Mancini-, que tuvo muchas secuelas. Sin embargo, es fácil advertir, a los pocos minutos de esta nueva película sobre un juguete mortífero, que la luz y el tono "fuera de época" no son meros homenajes o guiños al pasado, sino que además se integran y potencian con claridad narrativa y expositiva, velocidad y desparpajo para establecer el punto de partida, para ya desde allí dejar en claro que El muñeco diabólico 2019 tomará lo que le convenga del pasado pero creará algo distinto. Aquí no hay origen sobrenatural, y desde el comienzo sabemos que estamos ante uno de esos relatos que no necesitan enfatizar sus opiniones sobre el mundo para de todos modos plasmar -con no poca acidez y sin esclavizarse ante la corrección política- una visión acerca de ciertas lógicas laborales, de la relación de los niños y adolescentes con las nuevas tecnologías y del adormecimiento general ante la homogeneización del consumo. Y todo eso lo logra con sangre, con humor, sin vueltas de tuerca y con la capacidad para entender que se puede combinar absurdidad con seriedad, y así recuperar los modos del género más orgullosamente modestos y más orientados a la diversión.
Separación: ella se va, él -Mario- se queda con las dos hijas, una de 17 y otra de 14 años. Él se queda aturdido, sin respuestas, incluso casi sin saber formular las preguntas. Una película hecha con claridad desde la propuesta temática, con cohesión en términos de conflicto (un duelo a resolver) y en el dibujo de los personajes -de coherencia no férrea, en proceso de aprendizaje de su nueva vida-, con encuadres y formas de iluminar que recuerdan al cine de Eric Rohmer de los años 80, aunque aquí en parajes de menor belleza y con diálogos con menos juego y con dolor más directo. Estamos en Forbach, en el noreste de Francia, el lugar desde el que habla el cine de la directora Claire Burger, que con sus cortos y con un largo ya se había dedicado a pintar su aldea, o al menos a proponer una mirada sobre ella. En El verdadero amor singulariza aún más esa mirada al abordar una historia autobiográfica. Esta película nos recuerda algunas características que suelen escasear en el cine que obtura casi todas las pantallas: todavía existen modos locales y no solamente globales, no todo el paisaje se filma desde el aire para situar miradas prepotentes, pueden tratarse problemas de seres humanos sin recetas de autoayuda, se puede emocionar sin necesidad de tirar música a baldazos, se puede evitar la pirotecnia sin caer en la anemia ni en la anomia estética. El verdadero amor nos hace pensar en un cine verdadero, honesto, probablemente pasado de moda.
Antes, una personalidad como la de M.I.A. solía definirse de forma muy genérica como rockera. Todavía existe gente que aún hoy usa el término por default, pero Maya Arulpragasam es más bien rapera, hip-hopera, performer y artista y agitadora musical (y visual y política y pendenciera, a veces de formas quizás atolondradas). Se dice que es tamil, de Sri Lanka: ese es el origen de su familia y el lugar clave de sus primeros años, un crecimiento agitado entre movimientos, conflictos y otras intensidades. Pero la muy exitosa M.I.A., figura clave de la cultura global de principios del siglo XXI, nació en Londres. Y este es un documental sobre ella que se enriquece con muchos segmentos que van más allá de la música, lo que también por momentos hace que en esta "biografía musical" pese mucho la primera de las dos palabras de la definición y poco la segunda. M.I.A. nació en 1975, pero su tránsito por y para las nuevas tecnologías pueden hacernos ubicarla, mentalmente, en alguna generación más reciente. Por un lado, M.I.A. e internet se han llevado muy bien de forma pionera. Por otro, y esto es especialmente llamativo en este enjundioso retrato de una artista en movimiento, hay una notable disponibilidad de registros de la flamígera retratada en sus tiempos anteriores al estrellato. Este documental nos recuerda, de paso, que para retratar a las nuevas generaciones habrá cada vez más registros disponibles de los momentos anteriores a la fama de todos aquellos que salten o corran, con piruetas quizá novedosas, hacia ella.
Rompieron los juguetes. Rompieron Toy Story. Rompieron Pixar. Siguen intentando romper el cine. Y, ante la respuesta frenética, masiva, fanática de público y de los medios, se puede inferir que el terreno está preparado, cada vez más preparado para el advenimiento de la tierra arrasada. Se habla de Toy Story 4, se habla de Toy Story 4, se habla otra vez de Toy Story 4, se ve Toy Story 4… ¡con urgencia! Hay que verla ya, pero ya, y hablar de los récords. Esta crítica, claro, será una ínfima parte del problema de la omnipresencia, otro texto más sobre la película. Pero ante la constatación estupefacta, luego de una experiencia tediosa ante una película-engendro, de que las 48 –il morto qui parla– críticas listadas en el sitio Todas las críticas -al menos hasta el miércoles 3 de julio a la noche- eran “positivas” -es decir, igual o arriba de 60 puntos sobre 100-, pensé que una opinión en disonancia quizás fuera pertinente. No por la mera disonancia, claro, sino por la convicción de que Toy Story 4 ni siquiera comparte estirpe cinematográfica con las tres primeras. Aclaro que algunas de las críticas listadas, las de 60 puntos sobre 100, tenían objeciones muy pertinentes, como las que formularon Santiago García, Natalia Trzenko y Marina Yuszczuk. Toy Story 3 era, con claridad meridiana, la mejor de la saga, lo mejor de Pixar, una película que continuaba la tradición del cine clásico americano, con John Ford, Don Siegel y otros grandes como referentes no forzados sino más bien como respiración, como modo de ser y de conectarse con el mundo. Una película que entendía el legado del cine, que era un cierre honorable, un final con las imágenes del final -la muerte- incluídas y superadas en su relato. Los temas estaban organizados, narrados con riqueza, hechos trama: había cohesión. Sobre Toy Story 3 escribí en su momento una extensa crítica para El Amante, y allí, entre otras cosas, decía que “la infancia y su imaginación incandescente, el fin de la infancia, las mudanzas, los cambios de todo tipo, las despedidas; todo eso está impregnado del movimiento más vibrante y está contado con gracia, con ideas visuales y chistes para cada personaje. Los personajes son muchos, pero jamás se llega al burocrático desfile de meras astucias, porque todo está integrado y entramado con tensión, amor e inteligencia, los ingredientes del cine superior.” En Toy Story 4 no hay tensión ni entramado, la película recomienza a cada rato, es un relato a la intemperie pero pedestre, y paradójicamente con un techo muy bajo. Película crasa, doméstica y domesticada, no progresa narrativamente y cambia de foco según le convenga a su progresión apenas mercenaria: las secuencias se vuelven innecesarias, una mera acumulación de movimientos espacialmente atolondrados, poco claros, una sucesión de chistes -algunos, claro, más o menos se arman-. La película carece de tema aglutinante, o tal vez esté repitiendo en forma de balbuceo algunos de los núcleos temáticos de la tercera entrega, y resucita e infla a un personaje menor como la pastora en modo acomodaticio y lamentable, con una situación del pasado agregada, injertada de una forma tan extemporánea que debería hacer sonrojar a sus creadores, o más bien a sus responsables. Si querían ponerse a tono con las correcciones políticas del momento, ¿No podían inventar un personaje? ¿No podían hacer que las acciones orbitaran alrededor de las pretendidas ideas, que el discurso superficialmente expuesto a la moda se conectara narrativamente con otra cosa? ¿Les daba miedo poner algún malo? ¿Les daba miedo incluso reírse de ser acomodaticios? Todo van rompiendo, todo, y no eran juguetes ya rotos. ¿No era suficiente el “mensaje” que habían acumulado para encima meter a “la nena perdida” sobre el final? (esa es una escena que vivirá en la infamia) ¿No podían parar unos segundos esa música conductista, indigna, lacrimógena, extorsiva, chotísima? No, se ve que no podían, o que ni les importó. Está claro que Pixar ya no es lo que era, lo que fue y supo ser, y quizás ya no sea nada más que una marca para vender naderías -porque antes solían vender creaciones, relatos, cine, memorias, deseos-, tremendamente asustada ante la mera posibilidad de tener identidad, ansiosa de amoldarse a los discursos de la época, de acomodarse y, sobre todo, de hacer lo que vienen haciendo cada vez más desde Intensa-Mente: dejarse asesorar y dominar por la psicología y sus más recientes “novedades”, en una entronización anti cinematográfica y una traición como pocas. En este texto, yo oponía a Toy Story 3 frente a Intensa-Mente. Ahora Intensa-Mente ha copado, envenenado a Toy Story, que la imita y así se humilla ante una y otra y otra revelación de pacotilla. El director de esta cuarta Toy Story es uno del montón de guionistas de Intensa-Mente, pero en realidad ya no parece importar quién hace qué -leer sobre el modo en que se pergeñó Toy Story 4 es una experiencia penosa-. A este cine ya no lo hacen personas; lo hacen, como nunca antes, unas corporaciones que, para seguir siendo poderosas y dominantes, hacen las cosas más cobardes, dicen lo que suponen -y hacen estudios y estudios- que se quiere escuchar y rompen los juguetes, la ilusión, el cine, la imaginación. En su lugar, venden manuales de autoayuda con guiños para aclarar cualquier cosa ya clarificada. Toy Story 4 no entiende el legado del cine ni el de las tres películas anteriores, ni el de Pixar ni el de John Lasseter: entiende meramente de herencia, de franquicias, de marcas ya conocidas, de vender con urgencia antes de que sea posible darse cuenta de la estafa, del asalto a la ilusión.
Una película sobre cruentos atentados presentada con unos cuantos brillos en su elenco multinacional y armada en forma de thriller convencional, eficaz, o más bien contundente, Hotel Mumbai se concentra en los crímenes del grupo terrorista islamista que mató a más de ciento cincuenta personas en 2008, no solamente en el hotel de lujo que es el centro del relato. La película del debutante australiano Maras intenta por momentos coquetear con rudimentarias explicaciones de contextos, o con una didáctica crasa acerca de las diferencias culturales y sus fórmulas listas para la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Pero lo que mejor funciona en su película es la manera seca de encarar la violencia y sus irrupciones sorpresivas gracias a un montaje pertrechado de enseñanzas simples pero perdurables. A falta de grandes despliegues en los movimientos hay buenas organizaciones en la combinación de pequeñas acciones -o más bien conclusiones mortales- y diversos momentos de tensión y suspenso sin estiramientos. Puede incluso apreciarse algo de tosca nobleza en una película que tiene unos cuantos componentes de explotación de una tragedia, y algunos sentimentalismos que, de tan convencionales, quedan atenuados, acompañados por una clásica y eterna receta para seducir con personajes entrañables: el corazón de Hotel Mumbai está en su staff, en esos trabajadores profesionales y orgullosos que deciden jugar a ser héroes.
Analfabetismo audiovisual como experiencia extrema, y ni siquiera risible. Cine tomado con una desidia alarmante: incapacidad para narrar, encuadrar, montar, actuar, dirigir. Musicalización e imágenes arteras para intentar aterrorizar por unos instantes fugaces, pero ni eso... la impericia se impone. Arbitrariedades cobijadas bajo pesadillas y sueños colectivos -porque la "protagonista" tiene unas tragedias familiares que se relacionan con los sueños, digamos-, todo tratado con un nivel de los que no suelen verse por más que uno se exponga con frecuencia al mal cine de terror. Pesadilla de Wes Craven podría haber sido citada, pero este bodrio ruso es impermeable al conocimiento.
Es extraño afirmar que una película tan lineal, directa y plana como esta sea una rareza, pero así son los tiempos. En Mi mascota es un león vemos a una familia de europeos en Sudáfrica, que crían leones en una granja. Y nace un león blanco, y se hace amigo de la protagonista adolescente, que más bien quiere espantar a todo lo que se le acerque, porque así son sus tiempos y su malhumor. El león se encontrará en algún momento en peligro y habrá una aventura, claro, y habrá algún malo y algunas revelaciones dolorosas que habrá que sanar. Están el auspicio de la fundación del príncipe Alberto II de Mónaco y la crítica a las cacerías para la foto permitidas para fomentar el turismo o una clase de turismo con la que cuesta empatizar. Más allá de consignas poco sutiles, de una música omnipresente y de una narración con escasa sofisticación, Mi mascota es un león (de gran éxito en Francia y otros países europeos) puede valorarse por su apuesta narrativa sin trampas, por su confianza en la conexión entre el espectador y los personajes (y entre ellos) y, sobre todo, por su extraordinaria puesta en escena del protagonista felino. No hay aquí trucos digitales ni disfraces poco creíbles. La relación entre Mia y el león se percibe como es: real, filmada con respeto y dedicación y con un montaje noble y eficaz. Y ahí es donde esta película nos recuerda, por momentos, alguna de las más asombrosas dimensiones del arte del cine.