Las grandes películas suelen imponerse con claridad, son evidentes. Iron Man 3 -no solamente la mejor de la serie, sino una de las mejores películas de superhéroes jamás realizadas- revela su esplendor y espesor en muchos momentos. Trataremos de entrar en algunos detalles que desarrollen el entusiasmo sin revelar núcleos argumentales. La secuencia del ataque con helicópteros es una muestra sublime de planificación narrativa; es espectacular, es ruidosa, es violenta, es trepidante, y es todo eso sin renunciar jamás a la inteligibilidad. El movimiento de esta Iron Man -en esa secuencia y en otras con aún más acción como "la múltiple" del final- es movimiento comprensible, y lo comprensible lleva a la fluidez, y la fluidez lleva a que una película de producción gigante, con el peso de millones de dólares invertidos, se mueva con singular gracia, hasta con elegancia. ¿El argumento? Estructuralmente lo de siempre: se avecinan villanos, finalmente llegan, hay que vencerlos. El superhéroe, en este caso el hombre debajo de la piel metálica, o sea Tony Stark, lo tiene todo: belleza, riqueza, frases ingeniosas para decirles a sus robots asistentes y hasta a sí mismo, incluso hasta tiene amor. Pero está inquieto, demasiado adicto al trabajo, con ansiedad enfermiza. Y se viene un villano, o unos villanos: la película muestra el origen de la villanía de esta entrega en una secuencia inicial que transcurre en Suiza en el cambio de siglo, con la voz en off de Tony. Luego volveremos al presente, en el que Iron Man 3 despliega un relato de acción, sí, y también de ciencia ficción (especula con un estadio superior de la tecnología y de la biología). Y además cuenta la regeneración del héroe en travesía probatoria clásica: en un momento hay una clave de western, con el protagonista cargando su "montura" metálica sin poder alguno. Debe reconstruirse, reafirmar su valía sin grandes medios, comenzar de cero. Iron Man 3 también es una película romántica, y cuando es comedia a veces es comedia de acción y comedia de ciencia ficción y, sí, comedia romántica. Y cuando es romántica elige el acercamiento lateral al núcleo del sentimiento: las grandes líneas de diálogo sobre el amor, esas que en cualquier comedia romántica se las dice él a ella mirándola a los ojos, aquí Tony Stark se las enrostra al villano en medio de la batalla final. Ese trabajo de inteligencia fílmica, que evita lo directo y va a lo simbólico, a los desvíos, a las figuras, genera una película de especial solidez en su entramado: la acción se disfruta más cuando está bien enraizada en texturas fílmicas definidas, en sentimientos compartidos, en posibilidades de reconocer deseos, anhelos, voluntades. Los personajes de Iron Man 3 están bien creados, y los previamente existentes están bien profundizados, bien madurados. El director y guionista de esta película deslumbrante es Shane Black, con un solo antecedente como director: Kiss Kiss Bang Bang , también con Robert Downey Jr., un actor que condensa como pocos la sofisticación tensa y la sabiduría de no tomarse nada del todo en serio. Pero Shane Black antes de esa película fue un guionista estrella: Arma mortal , El último boy scout , El último gran héroe . Iron Man 3 es la obra de alguien que puede controlar la pausa y la aceleración de una superproducción de escala global, que puede manejar actores y hacerlos resaltar, en belleza y fotogenia (Rebecca Hall), en posibilidades de transformación (Guy Pearce, Gwyneth Paltrow), en interacción rítmica con el protagonista (el niño Ty Simpkins). De alguien que puede hacernos sentir que es fácil hacer películas así de divertidas, así de ricas (hay múltiples niveles de lectura y múltiples detalles significativos), así de felices. Shane Black ha logrado un espectáculo que piensa, y al hacerlo no ha resignado nada, sino que ha potenciado todo, porque cree en el pensamiento y en el espectáculo, en el humor como mirada y en la grandeza de la acción, en los personajes y en sus anhelos. Porque cree en el cine y en sus posibilidades vigorizantes, tonificantes, vivificantes. Porque cree en el cine como arte fascinante.
Todo un estilo Recién el lunes vi Lazos perversos (Stoker) de Park Chan-wook (el mismo de Old Boy y Sympathy for Mr. Vengeance, entre otras). Este parece ser el año del desembarco de directores coreanos (surcoreanos, los otros no salen del reino comunista del líder supremo) en el cine hablado en inglés. Kim Jee-woon (I Saw the Devil, The Good, the Bad, the Weird, The Foul King) estrenó este año la excelente El último desafío (The Last Stand), que trajo de vuelta a Arnold Schwarzenegger como actor protagónico desde Terminator 3 (2003). Bong Joon-ho (el de la excelente y ultrataquillera en Corea The Host) estrenará Snowpiercer con un elenco multinacional (Chris Evans, Tilda Swinton, Ed Harris, entre muchos otros). Pero volvamos a Stoker: una muy buena película que cuenta una historia de lo más pavota. Pero claro, lo que nos llega siempre es la forma, como decía VF Perkins, “el qué es el cómo”, y Stoker es un despliegue de estilo que no se ve tan seguido. Park hace una remake de Hitchcock, del cine de Hitchcock, en general y en particular. En particular, de forma muy evidente, de La sombra de una duda: el tío Charlie. Pero también hay una ducha presentada como la de Psicosis, el descenso a un sótano como en Notorious (Tuyo es mi corazón), ahorcamientos asociados a teléfonos como en La llamada fatal. Pero hay más, y más grande y más general: Hitchcock está presente en Stoker en actitud, en la manera de plantar un relato para seducir constantemente: estamos felices de estar viendo Stoker, un relato altamente perverso, de estar viéndolo en el cine, de estar escuchándolo en el cine. De dudar durante un rato sobre en qué época transcurre la acción: esa hija, esa madre, esas ropas, esa casa. Después nos ubicaremos perfectamente, pero festejamos (o festejo) la inestabilidad que otorga el artificio deliberado, sin miedo, sin preocuparse por el verosímil: otra vez el maestro inglés, Stoker parece haber sido hecha siguiendo las reglas de El cine según Hictchcok, el extraordinario libro entrevista de François Truffaut. La forma dominante de Stoker es el círculo: la torta en plano cenital, las rocas-esferas, y mucho más, sobre todo el inicio y el final del relato. La forma perfecta, toda una declaración de principios para una película obsesiva y obsesionante, que busca la seducción mediante un montaje al que llamar planificado es ser tibio e inexacto: el montaje de esta película parece ser el fruto de una sabiduría decantada por décadas, como si Park quisiera presentarse como cineasta global con un dominio magistral de todo lo que le compete como director al tomar un guión ridículamente básico, que incluye traumas y un flashback que explica todo, y encima cerca del final. Pero no importa, Stoker ya sedujo desde el minuto uno nuestra memoria, nuestros fantasmas alimentados por miles de películas, por la sala oscura. Tal vez por eso, como homenaje a nuestras sombras cinéfilas, y para conectarnos con el pasado de las proyecciones y proyectar luz hacia el provenir de este arte, la protagonista, cuando va al sótano, mueve las luces hacia adelante y hacia atrás. Los cineastas coreanos son una forma brillante del presente y del futuro cercano del cine.
George Dryer (Gerard Butler, galán de belleza rústica y desaliñada) es un ex jugador de fútbol. Antes era exitoso, ahora no. Jugaba en grandes clubes de Europa y no se nos explica cómo llegó a no tener un peso ni para pagar el alquiler. Ahora vive en una ciudad pequeña de los Estados Unidos, para estar cerca de su hijo, que vive con su ex mujer. George quiere ser comentarista deportivo en TV, pero frente a la inactividad y el hecho de que el entrenador de fútbol de su hijo es un bueno para nada, se convierte en DT infantil. Hay, por supuesto, madres de los otros chicos y chicas (es un fútbol mixto) que están interesadas en el "escocés que está fuerte". Con estos elementos, Jugando por amor se ve tironeada en sus dos tercios iniciales entre la "película deportiva" de niños que parece despuntar, pero que se ahoga en la nada y unos minutos de vodevil con pocas puertas y ritmo ausente. Sobre el final se decide por ser una comedia de rematrimonio sin prepararla antes (en todo caso se ponía el acento en la relación de George con su hijo). Este descalabro estructural se ve acompañado por música que podría explicarle a un ciego lo que está sucediendo, hasta con letras de canciones que dicen literalmente lo que está pasando. Y con algunas actuaciones que nos llevan a sonrojarnos: hay que tener capacidad de daño cinematográfico para que Uma Thurman quede ridícula, o para que alguien de estirpe clásica como Dennis Quaid sea apenas un monigote (y con un personaje que se ausenta tanto tiempo que parece que se lo hubieran olvidado). Las claves argumentales son de un alto nivel de capricho (esas fotos del final, por ejemplo), y no logran disimular que había poco y nada para contar y que se contó mal y con obviedad carente de encanto. El director de esta irrelevancia rayana en la tontería supo, en los comienzos de su carrera en Italia, trabajar con situaciones obvias y dotarlas de brío, energía, velocidad, emoción. Gabriele Muccino encantó con los problemas del amor en Ecco fatto , Ahora o nunca y El último beso . Luego comenzó una decadencia y una caída libre en Hollywood cuyo punto más bajo es, por ahora, esta película aguachenta y carente de atractivos.
Actor de gran trayectoria, Louis-Do de Lencquesaing debuta como director de largometrajes con Au galop . La traducción literal: "Al galope". El título de estreno en Argentina: Tu amor, mi perdición , que parece indicar una historia de amour fou , o por lo menos un melodrama. No hay mucho de eso, lo que no indica que la película esté mal, pero sí está mal su título local. Sí, es una historia de amor, pero no va por el lado de la perdición. Hay varias historias de amor, en todo caso: una es la del protagonista Paul (el propio director y guionista) con Ada (la hermosa italiana Valentina Cervi, perfectamente natural en estilo parisino). Paul es el amante: Ada está casada y tiene una hija, cuya niñera es la hija de Paul, Camille (Alice de Lencquesaing, su hija en la vida real). Camille tiene un novio, y esta es una historia de amor secundaria, incluso detrás del duelo familiar por la muerte del padre de Paul (el duelo es parte de la historia de amor con el muerto querido). Tu amor, mi perdición es una historia con muchos personajes, con centros oscilantes. Esos cambios y la cantidad de pequeñas historias relacionadas (por momentos los encuentros descansan excesivamente en el azar, como en el hospital) proveen ritmo y no pocos momentos de atractivo, sobre todo en el trío femenino que "rodea" a Paul: su amante, su hija, su madre. Ellas son las que tienen los mejores diálogos, la mayor determinación, el mayor ímpetu, las que parecen insertarse mejor en el mundo que los hombres. Tu amor, mi perdición es un debut que se ubica con claridad en la tradición de múltiples cruces sentimentales de dos de los grandes autores del cine francés contemporáneo: Olivier Assayas y Arnaud Desplechin. Uno podría comparar Tu amor, mi perdición con Fines de agosto, principios de septiembre del primero y sobre todo El primer día del resto de nuestras vidas (disparatado título local para Un conte de Noël , o sea "Un cuento de Navidad"), otra historia de amores y problemas de salud en una familia de clase alta o media alta. En ese caso, los límites de la película de Louis-Do de Lencquesaing se hacen evidentes: no estamos aquí ante la maestría que les permite a esos dos grandes directores pasar con gran sutileza de lo aparentemente banal a las grandes profundidades emocionales, maestría que los hace incapaces de un incluir groseros planos "de fantasma", que Tu amor, mi perdición provee como una solución nada imaginativa de los sueños de Paul. Pero más allá de la comparación un tanto injusta (esta es una ópera prima y las otras dos eran películas de cineastas en la plenitud de su arte), de los defectos apuntados y de que en la última parte se resiente el ritmo del "galope" emocional, Tu amor, mi perdición presenta un excelente manejo de los actores, un muy buen oído para los diálogos y una naturalidad típicamente francesa (o del cine francés) para poner en escena el humor en el dolor, el amor inesperado y la belleza sin aditivos artificiales.
Una película de misterio y terror de producción ultraindependiente y de bajísimo presupuesto, en parte financiada mediante Kickstarter. Y que se estrena comercialmente. Y que tiene unas cuantas virtudes. El comienzo es un buen ejemplo de su habilidad narrativa, de su pericia: por las calles de esos suburbios americanos que ya son un paisaje, un mundo de reconocimiento inmediato, una mujer despega carteles ya ajados, carteles de búsqueda de una persona desaparecida. Y pega nuevos, iguales a los otros, pero flamantes. Lo hace con la habilidad de quien está haciendo algo que ya hizo varias veces. Entendemos, entonces, que esa persona buscada está desaparecida desde hace mucho tiempo. El plano se abre y vemos que la mujer está embarazada. Información concentrada y bien dispuesta, económica, contundente. Luego nos enteraremos de que ese hombre es (o era) su marido, que desapareció hace siete años. Ese hijo que carga la mujer, entonces, es de otro hombre. Y llega la hermana de la mujer, más joven, hermosa (Katie Parker, una belleza que en un cine menos obsesionado por las Megan Fox podría tener un lugar importante), también con un pasado complicado. En las cercanías de la casa hay un túnel que la hermana recién llegada cruza al correr a la mañana. Allí tiene un encuentro ominoso, real, concreto, desconcertante (hay aquí y allá algunos parentescos leves con Mimic, de Guillermo del Toro). La embarazada está en los trámites finales para declarar a su marido muerto en ausencia y tiene alucinaciones que se materializan en la película, con algo de inicial facilismo para asustar, pero que luego se integran hasta llegar a una muy buena idea que es mejor no revelar. En su primer segmento, Ausencia amplía los alcances del misterio y de las desapariciones hasta llegar a la posibilidad de horizontes narrativos con alcances míticos a partir de miedos atávicos. Y ahí es donde pierde parcialmente el foco, en donde por más pericia y habilidad que muestre no está del todo a la altura requerida por el planteo, y no porque caiga en chapucerías, sino porque ese posible alcance no es acompañado o alentado con una aceleración del ritmo o con una mayor grandeza y claridad de las peripecias: los personajes se empantanan (no los actores, eficaces y sobrios), la película no tiene mucho más para ofrecer que lo ya planteado y así comienza a repetir las situaciones. Al no profundizar ni hacer explícito lo monstruoso, tal vez por el apuntado bajo presupuesto, logra algunas soluciones ingeniosas mediante montaje y/o fuera de campo. El ingenio y la terminación prolija y cuidada, sin embargo, le ponen como techo ser una película digna, una módica sorpresa, un encomiable esfuerzo que por planteo y nobleza narrativa pedía desatar todas sus posibilidades de impacto, todos sus alcances profundos para convertirse en algo grande, o al menos en un relato que explotara todas sus promesas iniciales de diversión y distracción.
En un colegio de Montreal, en invierno, un chico llega a su aula antes que todos los demás porque ese día él es el encargado de llevar los cartones de leche. Y encuentra a su maestra muerta. Profesor Lazhar comienza con un suicidio, pero ése no es su tema. Es su punto de partida para abordar los efectos de este hecho en una comunidad educativa, en las relaciones entre los alumnos, entre ellos y los maestros, y también para acercarse a la vida de un inmigrante y a algunas otras cosas. El abordaje de temas y personajes por parte del director y guionista Falardeau ( Congorama ) es respetuoso y pudoroso, pero no frío: las emociones emergen con la fluidez proveniente de una narrativa segura en su forma, pero que no se basa en sentencias firmes, en ideas preconcebidas sobre las diversas actitudes. Profesor Lazhar logra que los personajes parezcan conflictivos, complejos, cambiantes, vivos en definitiva. Como reemplazo de la maestra muerta se ofrece espontáneamente para el puesto Bachir Lazhar, argelino. Y comenzará a enseñar, es decir, a tener dificultades: la enseñanza primaria es mayormente lidiar con dificultades a gran velocidad, y la recompensa por un trabajo arduo y bastante ingrato quizá tarde en aparecer, pero cuando lo hace suele ser tan genuina e intensa que justifica todas las penurias vividas. Lazhar debe, además, lidiar con dificultades adicionales: los distintos modos, las inflexiones, las costumbres y el punto de partida luctuoso de su grupo de alumnos de 11-12 años. El francés que se habla en Quebec no es el mismo que el de Argelia, la comida tiene poco en común y las maneras de relacionarse no son iguales. Pero Lazhar es una persona perseverante. La película también, y así convence, con notables logros en el retrato de los pequeños gestos de la diferencia sin necesidad de ponerse didáctica, y aun con mejores logros en las actuaciones de los chicos, especialmente en el caso de Sophie Nélisse, una niña al borde de la adolescencia con un rostro y unos ojos (siempre los ojos son de vital importancia en el cine) de expresividad inmediatamente eficaz y fuertemente fotogénica, y que nunca se contagia de la sobreactuación del protagonista. La performance del argelino Fellag, actor de larga trayectoria en teatro, debilita la naturalidad y el verosímil del relato y se constituye en el peor defecto de la película: pocas veces exacto, casi siempre con gestos de más (en cantidad, pero sobre todo en intensidad), no parece confiar en la existencia del primer plano y en su poder de amplificación, y al enfatizar su trabajo hace chocar las convenciones actorales del teatro con las del cine. Aun con ese importante defecto, Profesor Lazhar es uno de esos estrenos tardíos (la película tuvo su premier en la edición 2011 de Locarno) que aportan, con poco ruido, variedad y calidad a la cartelera.
Contrarreloj, otra vez la influencia de Michael Mann Esta película de Simon West es uno de esos thrillers irrelevantes, rápidos, armados con múltiples sedimentos de otras películas. Y que confirma a Heat de Michael Mann (aquí Fuego contra fuego, 1995) como una de las películas más influyentes de los últimos treinta años. 1. Empieza Contrarreloj y asistimos a una mezcla de momentos de Heat. Todo un cóctel de una de las películas fundamentales de un autor fundamental como Michael Mann. Claro, en Contrarreloj todo es más berreta. Berreta técnicamente, inexorablemente. ¿Qué otra cosa se puede hacer con el nacimiento forzado del pelo de Nicolas Cage? ¿Y con su rostro enlozado? Bueno, en el punto tres hay un ejemplo de película genial con este Cage siglo XXI, pero volvamos a Heat, que en Contrarreloj está por todo lados: se mezclan el asalto al blindado, el robo al banco, el intento de desvalijamiento del depósito de metales, la vigilancia de las fuerzas de seguridad, la admiración del perseguidor (Danny Huston) por el ladrón, hasta la manera de mirar las fotos. Hay mucho más para apuntar en la comparación, diálogos parecidos, planos de “lo experto que son estos tipos”, hasta el ladrón violento que quiere matar al testigo. Pero donde Mann ponía determinaciones de profesionalismo frío y zonas grises, West pone todo en versión binaria. No tiene tiempo para complejidades, tiene que contar mucho en poco tiempo. 2. Recordemos que entre las muchas películas con influencia de Heat están El aura de Fabián Bielinsky y Batman: el caballero de la noche de Christopher Nolan. 3. Simon West no cuenta, como Mann en Heat, con Pacino y De Niro. Cuenta con los mencionados Cage y Danny Huston (el hijo de John). Cage tiene gracia trash, y con eso y su intensidad vampira y operística se pueden hacer grandes películas, obras maestras incluso, como lo demostró Werner Herzog en Un maldito policía en Nueva Orleáns. Contrarreloj también transcurre en Nueva Orleáns. Y la de Herzog era algo así como una remake libre y liberadora de la película de Abel Ferrara con Harvey Keitel. Y ya que estamos, Heat fue una remake: de L.A. Takedown, telefilm –en realidad un piloto para una serie que no prosperó– dirigido por el propio Mann. 4. Simon West no es Werner Herzog ni Michael Mann. Es West, el director de la festiva Los indestructibles 2 (secuela), de El mecánico con Jason Statham (remake de una de los setenta con Charles Bronson), La hija del general (bodrio con Travolta) y Con Air (de la que se recuerda un peluche y las sandalias de John Cusack). West hizo más películas, y ahora prepara justamente una con el título Heat, aunque no es una remake de la de Mann. 5. En Contrarreloj hay también un peluche. Y un actor en una actuación desastrosa: Josh Lucas. Su villano es una creación fea y ridícula, que tal vez pueda explicarse porque al rubio se le ocurrió competirle a Cage en gestos sacados, o porque no le quedó otra que exagerar al límite para acompañar la decisión del director (o del guionista o de vaya uno a saber) de convertirlo en uno de esos malos que buenoyamoritedeunavez que abundaban a principios de los noventa. 6. Sobre el final de Contrarreloj hay un chiste “de paisaje” que mejor no revelar, pero que evidencia con mucha claridad la liviandad con la que se toma Simon West su cine de acción y suspenso hecho de fragmentos pegoteados y torcidos pero al menos unidos con rapidez. 7. El título de estreno en Argentina, que hace referencia a un plazo que casi ni se trabaja en el relato, es casi un homenaje a la simpática berretada general, a la idea de vender una película con un poster en el que se lo ve a Cage correr hacia nosotros con un auto dado vuelta y fuego detrás. Otro día hablamos más de Cage, otras remakes, los coches y los setenta. Pero esta nota no debe extenderse más.
Figura clave como productor y guionista de la comedia cinematográfica y televisiva estadounidense de las dos últimas décadas, Judd Apatow lleva dirigidos cuatro largometrajes: Virgen a los 40, Ligeramente embarazada, Funny People y Bienvenido a los 40 . Su película mayor fue Funny People , acerca de una estrella del mundo de la comedia (Adam Sandler). Una película amarga sobre el dinero, el humor y la amistad en las relaciones profesionales. Las otras tres películas son sobre "gente común" (y léanse bien fuerte las comillas): amores, problemas afectivos, familia. En Bienvenido a los 40 retoma la edad que lo obsesiona y a dos personajes secundarios de Ligeramente embarazada : la pareja integrada por Pete (Paul Rudd) y Debbie (Leslie Mann, esposa de Apatow), que tienen dos hijas (las hijas de Apatow y Mann en la vida real). Pete y Debbie cumplen 40 con pocos días de diferencia. Y arrecian los problemas en su casa, en sus trabajos, en su pareja, en la relación con sus hijas, en sus finanzas, en su vínculo con sus padres e incluso con otros padres del colegio y en muchas otras cosas más. Muchos problemas, en catarata. Sí, tienen una muy linda casa, coches, posibilidades diversas, pero a la vez tienen problemas de todo tipo, y Apatow se toma dos horas y cuarto para explayarse, pero no para explicarse, como si creyera que lo mejor que puede hacer es proceder por acumulación, nunca por sustracción, condensación o alguna estructura lógica. Así, en una mala mezcla del cine de John Cassavetes con escatología y niñerías, se suceden las situaciones, los personajes, se abren múltiples frentes de conflicto y de chistes. Claro que hay chistes buenos y muy buenos y excelentes, esto es al fin y al cabo la obra escrita y dirigida por un nombre de suma importancia en la comedia. El problema es que muchos de los chistes serían realmente efectivos en otro contexto, en uno menos arbitrario, menos endeble: el del chico parecido a Tom Petty podría funcionar si la situación del abuso verbal no fuera así de chirriante. Y hay muchos más ejemplos. Apatow parece tener gran disponibilidad de chistes y situaciones graciosas, pero no parece preocuparse porque las peripecias sean mínimamente plausibles. Los personajes pueden ser rematadamente tontos y emocionalmente neonatos, y así son ridiculizados sin tener en cuenta la lógica: las flatulencias de Rudd son peores como flatulencias del verosímil, como también lo es su negación a ver la realidad de su trabajo. De esta forma los personajes se deshumanizan, son fantoches, peleles, se convierten en marionetas monstruosas manejadas por los hilos de los chistes que tiene disponibles Apatow. Y cuando este quiere hacer converger -en un mix emocional que sí lograba en Funny People - a los chistes desatados con sentimientos menos pirotécnicos, ya es tarde: estos personajes son demasiado tontos y superficiales, y nos importan poco y nada (entre los actores se salvan, por su calidez todoterreno, Albert Brooks y Paul Rudd). Como ejemplo máximo de vacuidad están el personaje de Megan Fox y el de la otra empleada de Debbie, toda una línea del relato sin mayor sentido que el de sumar minutos y algo de relieve erótico, y que termina de revelar que esta comedia dramática nunca estuvo cerca de conocer la cohesión y la coherencia, bases mínimas para poder hacer fructíferos el humor y la emoción.
Sí, Jack y las habichuelas mágicas que crecen a alta velocidad y llegan muy arriba, donde hay un ogro gigante. O muchos gigantes con modos peores que los de los ogros, como en este caso. Las adaptaciones de este relato tradicional inglés no han sido muy valoradas en general por el público adulto, que suele tener cierta reticencia frente a él. Por ejemplo, las versiones de Blancanieves atraen a más espectadores que las de las habichuelas. Mientras las recientes Blancanieves ( Espejito, espejito y Blancanieves y el cazador ) cosecharon espectadores e incluso nominaciones al Oscar, el estreno de esta nueva película basada en (pero no atada a) J ack y las habichuelas estuvo bastante lejos de ser un éxito en Estados Unidos. Una verdadera injusticia, porque Jack, el cazagigantes es una gran aventura con sabor clásico y un corazón enorme. Los primeros minutos son los de la puesta en imágenes de la lectura del cuento a un niño pobre y a una niña princesa (por montaje paralelo en sentido estricto, comparativo). Y esos minutos espantan, y no porque den miedo: las imágenes que vemos de los gigantes enemigos de los humanos son feas y digitalmente precarias. Pero eso pasa rápidamente, y después de los títulos esta película ya no tendrá de esa clase de imágenes perezosas. Dada la sabiduría narrativa que exhibe el film, incluso podría pensarse que ese comienzo fue para decir: "Miren qué fea se podía hacer esta historia, pero a partir de ahora asistirán a la magia, a la fantasía, al poder del cine de aventuras". La película de Singer ( Los sospech osos de siempre, X-Men, El aprendiz y otras) tiene una visión clara del género, de las resonancias de lo que se cuenta, de las implicancias de las determinaciones de los personajes. Y ofrece un relato de aventuras que, con efectos especiales menos perfectos (aunque la percepción de la perfección de los efectos siempre está atada a la época), podríamos haber visto en salas más grandes, más lindas, más singulares, en la década del ochenta. Los temas que importan están: la camaradería, las pruebas por las que debe pasar el héroe, el sacrificio, la valentía que proviene de ser consciente del peligro, la astucia, el amor. Singer sabe que se necesitan villanos interesantes. Los gigantes son feos, sucios y malos. Y amenazantes y crueles. Y hacen temblar el piso. Entre los humanos, el más malo es Roderick (Stanley Tucci). Tucci es un actor cuya presencia mejora inmediatamente las películas. Y Tucci es uno de los varios grandes nombres del elenco, que incluye a Ewan McGregor en un papel de una nobleza resplandeciente. Jack (no un niño sino un joven) es Nicholas Hoult, el de Mi novio es un zombie y el que fue el nene de Un gran chico, con Hugh Grant, del que afortunadamente ha heredado algunos gestos. Pero más allá de estos y otros actores, lo que convierte a Jack, el cazagigantes en una película de aventuras cabal, placentera y asombrosa es el convencimiento de Singer (y sus guionistas, entre los que está Christopher McQuarrie) de que en los ataques, las batallas y los peligros lo que importa no es el efecto en sí mismo sino su subordinación al montaje y a la puesta en escena. Y a la sabiduría clásica de confiar en la emoción de la aventura cinematográfica, esa que descuella en el asalto al castillo, pero que está por todos lados en Jack, el cazagigantes.
Qué tienen ellos en la cabeza Hay muchas estrellas del cine español, incluidos Ricardo Darín y Leonardo Sbaraglia, en esta película del catalán Cesc Gay, compuesta por varios segmentos autosuficientes que al final se unen levemente. Se nos presentan situaciones diversas de hombres de cuarenta y pico, algunos un poco arriba (Darín) y otros un poco abajo (Eduardo Noriega): situaciones de ansiedades, frustraciones, separaciones, engaños, reencuentros, nuevas oportunidades. En los segmentos de los actores argentinos (el primero y el tercero) no actúan mujeres, aunque en el de Darín la mujer es el centro de la historia. Pero con o sin mujeres a la vista, si hay una tesis que se puede extraer de la película es que los hombres de esa edad son entre un poco y muy patéticos. Quizá no sea justo pedirle a Cesc Gay que mantenga la frescura de su primera película en solitario, Krámpack (2000), sobre dos adolescentes en su verano clave. Pero Gay supo hacer películas sobre adultos con mucha mayor enjundia que Una pistola en cada mano , como por ejemplo Ficción , ganadora del Festival de Mar del Plata en 2007. Una pistola en cada mano descansa en una forma que la acerca a una sucesión de escenas teatrales: dos personajes que charlan, se mueven un poco, charlan un poco más, se confiesan cosas. Y esto pasa, en especial, en los segmentos de los actores argentinos. Si el de Darín funciona mucho mejor que el de Sbaraglia es porque los diálogos son más elaborados y tienen un componente de indefinición que va más allá de la confesión emocional básica. En el de Sbaraglia los diálogos son apenas un planteo básico que podría servir para desarrollar personajes, pero se quedan en el bosquejo. Y hay otro problema: Darín hace de argentino y habla como argentino, pero Sbaraglia tiene que forzar su habla como español, y así reduce en mucho la naturalidad que puede lograr como actor y que ha demostrado varias veces (la muy recomendable El campo , estrenada el año pasado, es un ejemplo destacado). La secuencia protagonizada por Sbaraglia y Eduard Fernández es, además, la que por lo antedicho y además por la ambientación y la iluminación suma, al peligro teatral, el televisivo. Y justo está primera y hace que luego cueste un poco ajustarse a la propuesta, pero sin dudas la película mejora a medida que transcurre: los diálogos se afinan, las actuaciones son más convincentes, las situaciones son menos plañideras y hasta tienen mayor sorpresa y suspenso. El mejor segmento es el doble del final, en el cual dos parejas (cruzadas y por separado) se dirigen a la misma fiesta. Allí los diálogos y las actuaciones dejan de ser el centro absoluto porque el montaje que nos hacer ir de una pareja a la otra agrega dinamismo, tensión: lo que se dice en una situación nos hace ver la otra de manera distinta. Y además, como una de las parejas va en coche, los primeros planos son más frecuentes y nos permiten confirmar que Leonor Watling posee absoluta fotogenia, encanto y presencia. En ese camino que señala el segmento del final, el más cinematográfico, estaba la película más atractiva que podría haber sido Una pistola en cada mano y que Cesc Cay ya ha demostrado saber hacer varias veces en su carrera.