Con Adolfo Aristarain sin hacer una película en años, sin el cada vez más llorado Fabián Bielinsky, y con Juan José Campanella metido en la larguísima producción de Metegol, el cine argentino que puede unir alto estándar de calidad con llegada masiva se hace cada vez más difícil de encontrar. Pero uno busca lleno de esperanzas, y así se topa con dos películas como Dos más dos y Todos tenemos un plan.
Un paisaje del norte de Francia. Personajes de los que no conoceremos el nombre. Un hombre como eje central. Una película de desarrollo enigmático, de profunda y reposada seguridad en la mirada: una película firmada por un autor cabal del cine contemporáneo, que desde la áspera y extrañamente bella La vida de Jesús (1997) hace un cine personal: una lectura y una respuesta (o una pregunta, o una serie de ellas) particulares al cine y al mundo.Dumont ha trabajado sobre esa zona de Francia en casi todas sus películas (la más discutida, Twentynine Palms, estaba filmada en California) y un particular sentido de lo religioso se percibe -o flota, podríamos decir, con implicancias y anclajes diversos- en su cine. Fuera de Satán presenta a un hombre y una mujer en una zona rural, en las afueras de un pequeño caserío, y se nos va revelando que tienen un plan. La primera secuencia termina con la consecución de ese plan, seca y brutalmente. Esa primera secuencia es impactante, fluida, de una precisión y una economía narrativa admirables. Ese modo narrativo se repetirá en la secuencia final, de signo opuesto, que deja en claro que Dumont controla las riendas, el sentido, la potencia del relato a pesar de la sensación de deriva, de laxitud, de desvíos que inundan toda la extensa "zona media" de la película. Durante ese segmento, para algunos espectadores la película será confusa, de tiempo estirado, un viaje a ninguna parte; otros, más entrenados en el cine de Dumont, tal vez con experiencias con el cine de Robert Bresson y/o el de Carl Theodor Dreyer, aquellos más habituados a entregarse a propuestas alejadas del relato convencional disfrutarán de los sucesos enigmáticos y de la ascética espectacularidad de la estética del director. Parece contradictoria esta descripción, pero los elementos esenciales (tierra, aire, agua y fuego) son dispuestos por Dumont en encuadres de áspera belleza, que llega a ser majestuosa sin adornos, con una armonía que alberga seres de simplicidad amenazante, de una inocencia tal vez peligrosa, tal vez milagrosa. Esas grietas, esas aparentes contradicciones, son puestas en escena, por ejemplo, en la copiosa lluvia con sol, en ese fuego cercano que no quema y en ese fuego lejano que es un horizonte de amenaza. O son rarificadas en esos aparentes exorcismos sexuales (fuera de Satán y fuera Satán), en esas dudas que nos inundan, en esos rodeos para mostrar a este santo sucio de mirada cristalina (otra duda: ¿el protagonista no tiene algo del cine de Buñuel?). Ahí, en esos pliegues, se asoman el temor y el temblor -incluso el extrañísimo humor que algunos espectadores han percibido- del arte de Dumont, un director con personalidad que sabe que remitir a Dreyer no es trabajar con literalidad sino con rodeos, como éstos que nos brinda en Fuera de Satán , en sus parajes y en sus personajes un poco fuera del mundo y un poco sus reflejos esmerilados, que encuentran y proveen tanto violencia, maldad y tontería como cuidado, amor y altruismo.
Dos, dos, dos, dos, dos Dos más dos es una película que suena bien y se ve bien. Bah, “bien”; en realidad con profesionalismo técnico. Y sí, es cierto que Adrián Suar es, de los actores, el que está mejor. Bah, “mejor”; en realidad es el único que tiene su papel bien aprendido, un papel que hace en casi todas sus películas, y cada vez con menor esfuerzo. Y eso, un actor al que no se le nota tanto el esfuerzo, es un rasgo bienvenido en el cine, en especial en el argentino. Los otros, Juan Minujín, Julieta Díaz, Carla Peterson y Alfredo Casero, andan a los tumbos, a puros parlamentos imposibles y retorcimientos extraños que tal vez se hayan pensado para alcanzar un punto de combinación entre lo sensual y lo gracioso. Los cuatro han estado mejor en otras películas, sobre todo Minujín en Vaquero. Acá a todos les tocan diálogos de un altísimo nivel de tilinguería, con palabras que indicarían algún tipo de sociolecto buscado pero no encontrado: “qué bueno que vinieron”, “relajate”, “disfrutá”, “comida étnica”, “pollo thai”, “película coreana”. La sobredosificación de malos diálogos, cocinados a velocidad televisiva y puestos en personajes que no los dicen sino que apenas los soportan y se los sacan de encima, podría hacer pensar en una parodia aberrante. Pero no, no es el caso, entre otras pruebas por la musicalización penosa de Iván Wyszogrod, otro que puede hacer mucho mejor las cosas y lo ha probado muchas veces (por ejemplo en Gatica, el mono). Aquí abusa de unos saxos risibles en pose de seducción automática y nada imaginativa en la vieja senda de Fausto Papetti, y ni que hablar de la canción del momento crucial swinger de las dos parejas, del baile que motiva, de la falta de gracia general. En fin, cine condescendiente, torpe, simplón, asediado por su “concepto de venta”, como lo fueron Propuesta indecente o Atracción fatal. Relato con cierre abrupto, a partir de suceso desencadenante construido a escondidas del espectador y sin desarrollo, con oposiciones binarias (enamorado/no enamorado, pizza/comida étnica, etc., rubia/morocha, rubio/morocho). El ambiente, como muchas veces en este cine argentino de plástico, va de la cama al living y también del country a Puerto Madero y a la casa con pileta, sin cagadas de perros visibles. Cine de consumo interno, encerrado por y en sus directivas de venta. Y, por último, es un deber cívico informar que en Dos más dos aparece otra vez la obsesión presente en muchas comedias argentinas del protagonista masculino con el culo masculino, su culo masculino, el “hombre argentino profesional casado” y su culo puesto en un altar. Que si se lo tocan, que si le meten un dedo, que la puntita, que la travesti, y que por dios, a estas alturas. Todo es tan vetusto y pavote que hasta es triste. Liberen los culos y el cerebro, la comedia y el cine. Y el dólar. Todos tenemos un plan es una película más seria, está en el camino del cine, en la senda de la búsqueda respetuosa del género. Un thriller sobre gemelos, la idea del doble, etc. Dos, dos, dos. Viggo Mortensen (un gran actor, acá preso de una película para que se luzca “el protagonista que hace dos papeles”) interpreta a dos gemelos llamados Agustín y Pedro, en innecesaria e irrelevante referencia a los Almodóvar. Uno urbano, otro no. El urbano tomará el lugar del otro, y se verá, como el taxidermista interpretado por Ricardo Darín en El aura, en medio de planes que empieza a entender mediante fragmentos que se esfuerza en unir. También, como en El aura, se harán presentes la oposición entre cobardía/valentía y la posible salida de la zona de confort. Pero lo que en El aura se disponía con extraordinaria capacidad narrativa, acá se presenta con una esforzada caligrafía fílmica que a medida que pasan los minutos arrastra una pesadez que va aniquilando la película poco a poco. A esa caligrafía herrumbrosa se suma una obsesión por la dosificación informativa pausada, que deriva en lentitud y, peor, evidencia lo abrupto (la marca del anillo en la última entrada de la escasa Soledad Villamil), lo rimbombante (el diálogo que hace referencia al título), lo ridículo-telúrico (la admonición de la señora sentada) y lo sin resolver (en la secuencia final hay un personaje metido por ahí sin necesidad y que no se sabe a dónde va). Y por último, en una película seria hasta la solemnidad, hay una o dos referencias al fanatismo de Mortensen por San Lorenzo. Referencias que, de forma microscópica, llaman la atención sobre una de las tantas amenazas que se ciernen sobre nosotros. Lo peor que le puede pasar al cine argentino es sumarse al provincianismo festivo (aunque será cada vez más luctuoso) al que se dirige sin pausa y cada vez más deprisa la vida en Argentina.
Unas cuantas afirmaciones Los indestructibles 2 es mucho mejor que Los indestructibles 1. Los indestructibles 1, cuando salió, se llamó Los indestructibles. Ahora se le dice “la 1”. Curioso, ni “la” ni “1” estaban en el título original. Bueno, el título original es The Expendables, que quiere decir algo así como “los prescindibles”, los que se pueden sacrificar. 2. Sí, la 2 es mucho mejor que la 1. Se apoya menos en “mirá que te muestro a todas estas estrellas del cine de hace décadas juntas, arrugadas y gastadas, más otras nuevas, más otras que nunca dejaron de ser estrellas”. En realidad, muestra más estrellas y más tiempo, pero integra mejor eso que muestra a la acción que narra. Y, en realidad, algunas de las estrellas no están arrugadas, están arruinadas, que suena parecido pero no es lo mismo. Chuck Norris no está arrugado, pero su cara es una mancha indefinida detrás de vaya a saber uno qué intervenciones. Stallone también se puso algo que hace que sus pómulos brillen estirados, pero menos que Norris. Qué tipos duros, se estiran pero no se rompen. 3. Más allá de estos horrores y errores faciales, la película es un festejo de la acción más vertiginosa filmada con claridad y de forma competente, y con grandes cantidades de humor. Claro, si usted no entiende el humor de estas películas y se toma las masacres de altas cantidades de malos malvados pérfidos en serio, bueno, Los indestructibles 2 no es para usted. 4. ¿Y por cuáles otros motivos la segunda es mejor que la primera? En parte, porque la payasada se acepta sin vergüenza. El descomunal villano –llamado Vilain– e interpretado por Jean-Claude Van Damme es resbaladizo, brilloso, asqueroso: verlo es como acariciar una babosa, pero una babosa feliz. Además, dos que hacían meros cameos en la primera acá se ponen a trabajar, como Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger (y puedo escribir bien Schwarzenegger sin chequear). Cuando Willis, Schwarzenegger y Stallone se juntan y disparan, son los tres socios de Planet Hollywood reventando todo. Vaya uno a meterse con el poder metafórico de todo esto. 5. La era del rock, por su parte, confirma lo que ya estaba claro en la remake de Hairspray: este señor Adam Shankman convierte en anodino todo lo que toca. Si pudo arruinar una de las mejores películas de John Waters, quitarle gracia y vida y meterla en una insulsa caja de colores con diversos moños, vuelve a hacer lo mismo con un gran material de base en La era del rock. Todo brilla y tiene colores pero nada ilumina, nada conmueve. Y ni que hablar de la cantidad de actores y canciones que desaprovecha. Y ni que hablar de los extrañísimos rostros brillantes (¿intervenidos tal vez?) de los jovencísimos protagonistas. El estilo inane de Shankman (o la ausencia de todo rasgo de estilo) ameritaría una descripción más detallada, pero para eso debería volver a ver la película. Y eso no va a ocurrir en el futuro cercano. Y, por favor, basta de filmar a Catherine Zeta-Jones un poco fuera de foco o con extraños filtros. ¿Qué es lo que se intenta disimular? 6. Estoy leyendo el extraordinario libro El ruido eterno de Alex Ross. En el capítulo El arte del miedo dice esto, que siempre es importante recordar: “Eisenstein había acometido la peliaguda tarea de hacer una película en varias partes sobre la vida del zar Iván IV, conocido normalmente como Iván el Terrible, el ídolo de Stalin. Si Eisenstein producía una hagiografía de Iván, estaría haciendo pública una apología del Terror de Stalin; si ofrecía un retrato con todas sus imperfecciones, ofendería al líder. Repartió la diferencia haciendo una parte I con un tono más festivo y una Parte II más crítica. (…) Stalin reaccionó como era de prever. La Parte I recibió un premio Stalin, compartido por Eisenstein y Prokofiev. La parte II nunca llegó a los cines. ‘Iván el Terrible era muy cruel’, dijo Stalin a Eisenstein después de ver la segunda parte. ‘Puedes mostrar que era cruel. Pero debes mostrar por qué necesitaba ser cruel.’” La segunda parte, La conjura de los boyardos, la que decía verdades, la que no le gustó a Stalin, no sólo es mucho mejor que la primera sino que es, simplemente, la mejor película de Eisenstein. Vaya uno a meterse con el poder metafórico de todo esto.
Unas cuantas afirmaciones Los indestructibles 2 es mucho mejor que Los indestructibles 1. Los indestructibles 1, cuando salió, se llamó Los indestructibles. Ahora se le dice “la 1”. Curioso, ni “la” ni “1” estaban en el título original. Bueno, el título original es The Expendables, que quiere decir algo así como “los prescindibles”, los que se pueden sacrificar. 2. Sí, la 2 es mucho mejor que la 1. Se apoya menos en “mirá que te muestro a todas estas estrellas del cine de hace décadas juntas, arrugadas y gastadas, más otras nuevas, más otras que nunca dejaron de ser estrellas”. En realidad, muestra más estrellas y más tiempo, pero integra mejor eso que muestra a la acción que narra. Y, en realidad, algunas de las estrellas no están arrugadas, están arruinadas, que suena parecido pero no es lo mismo. Chuck Norris no está arrugado, pero su cara es una mancha indefinida detrás de vaya a saber uno qué intervenciones. Stallone también se puso algo que hace que sus pómulos brillen estirados, pero menos que Norris. Qué tipos duros, se estiran pero no se rompen. 3. Más allá de estos horrores y errores faciales, la película es un festejo de la acción más vertiginosa filmada con claridad y de forma competente, y con grandes cantidades de humor. Claro, si usted no entiende el humor de estas películas y se toma las masacres de altas cantidades de malos malvados pérfidos en serio, bueno, Los indestructibles 2 no es para usted. 4. ¿Y por cuáles otros motivos la segunda es mejor que la primera? En parte, porque la payasada se acepta sin vergüenza. El descomunal villano –llamado Vilain– e interpretado por Jean-Claude Van Damme es resbaladizo, brilloso, asqueroso: verlo es como acariciar una babosa, pero una babosa feliz. Además, dos que hacían meros cameos en la primera acá se ponen a trabajar, como Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger (y puedo escribir bien Schwarzenegger sin chequear). Cuando Willis, Schwarzenegger y Stallone se juntan y disparan, son los tres socios de Planet Hollywood reventando todo. Vaya uno a meterse con el poder metafórico de todo esto. 5. La era del rock, por su parte, confirma lo que ya estaba claro en la remake de Hairspray: este señor Adam Shankman convierte en anodino todo lo que toca. Si pudo arruinar una de las mejores películas de John Waters, quitarle gracia y vida y meterla en una insulsa caja de colores con diversos moños, vuelve a hacer lo mismo con un gran material de base en La era del rock. Todo brilla y tiene colores pero nada ilumina, nada conmueve. Y ni que hablar de la cantidad de actores y canciones que desaprovecha. Y ni que hablar de los extrañísimos rostros brillantes (¿intervenidos tal vez?) de los jovencísimos protagonistas. El estilo inane de Shankman (o la ausencia de todo rasgo de estilo) ameritaría una descripción más detallada, pero para eso debería volver a ver la película. Y eso no va a ocurrir en el futuro cercano. Y, por favor, basta de filmar a Catherine Zeta-Jones un poco fuera de foco o con extraños filtros. ¿Qué es lo que se intenta disimular? 6. Estoy leyendo el extraordinario libro El ruido eterno de Alex Ross. En el capítulo El arte del miedo dice esto, que siempre es importante recordar: “Eisenstein había acometido la peliaguda tarea de hacer una película en varias partes sobre la vida del zar Iván IV, conocido normalmente como Iván el Terrible, el ídolo de Stalin. Si Eisenstein producía una hagiografía de Iván, estaría haciendo pública una apología del Terror de Stalin; si ofrecía un retrato con todas sus imperfecciones, ofendería al líder. Repartió la diferencia haciendo una parte I con un tono más festivo y una Parte II más crítica. (…) Stalin reaccionó como era de prever. La Parte I recibió un premio Stalin, compartido por Eisenstein y Prokofiev. La parte II nunca llegó a los cines. ‘Iván el Terrible era muy cruel’, dijo Stalin a Eisenstein después de ver la segunda parte. ‘Puedes mostrar que era cruel. Pero debes mostrar por qué necesitaba ser cruel.’” La segunda parte, La conjura de los boyardos, la que decía verdades, la que no le gustó a Stalin, no sólo es mucho mejor que la primera sino que es, simplemente, la mejor película de Eisenstein. Vaya uno a meterse con el poder metafórico de todo esto.
Hay vida más allá de los tanques Concentración. En el cine, desde hace décadas, cada vez más público ve menos estrenos. Es decir, cada vez menos títulos concentran mayor porcentaje de público. Desde hace casi una década, en Argentina los diez estrenos más vistos se llevan más del 50% de los espectadores, y más porcentaje todavía de la recaudación (las películas más vistas tienden a darse en los cines de entrada más cara). De forma creciente, la mayoría del público registra, reconoce como estrenadas cada vez menos películas. Así las cosas, no solo las películas de neto alcance minoritario son minoritarias: lo son también muchas de mayores posibilidades de taquilla, películas de género, de narrativa clásica o, al menos, nada anómala. Sin campaña de instalación mediático-publicitaria, hay menos chances de éxito, o incluso de que la gente se entere del estreno. Y cada vez que alguien repite la cadena de repetidas repeticiones de “ahora el Hobbit van a ser tres películas” o “Peter Jackson se dejó la barba candado” o “ahora el Hobbit viene con dulce de leche”, lo que hace es seguir magnificando lo ya magnificado (que no necesariamente magnífico) y ayudar al ocultamiento de lo ya oculto (que no necesariamente ocultista). En la última década, es bastante grande la cantidad de buenas películas desapercibidas. Algunos pocos ejemplos entre muchos: Dark Blue (Azul oscuro, 2002), policial dirigido por Ron Shelton con Kurt Russell. Se iba a estrenar en cines, hasta hubo publicidad en la vía pública en Buenos Aires, finalmente salió directamente a video y DVD. Hoy puede recuperarse en diversos formatos. Otro ejemplo más reciente es Culpable o inocente, drama judicial con Matthew McConaughey, por acá escribí sobre él. Es increíble que Vampiros del día, apocalíptica, oscura, veloz, con un hermoso aspecto clase B y con resonancias sobre miedos contemporáneos (y con Willem Dafoe), una película con un potencial enorme, siga sin ser vista por mucha gente. Y ni que hablar de maravillas como Adventureland, de Greg Mottola, sonoro e injusto fracaso en los cines argentinos. Otro rasgo positivo de las nuevas tecnologías es que permiten recuperar cada vez más películas a las que los espectadores llegan, finalmente, por informaciones menos abrumadoras que los bombardeos que acompañan los lanzamientos elefantiásicos, recomendaciones amables del estilo “¿sabés qué vi el otro día y me gustó mucho?”. Y ahí películas muy buenas semi olvidadas o soslayadas, de nivel medio, que décadas atrás podían ser masivas (las películas de género que no eran necesariamente los tanques multitarget de Batman y el Hobbit y demás enmascarados y humanoides) hoy terminan encontrando su lugar de consumo mediano o minoritario de forma más sinuosa. La semana pasada se estrenó una de esas películas atractivas, de género, mayormente bien contadas, de esas que mejorarían mucho la cartelera si se estrenaran con mayor asiduidad: Terror en Chernobyl, de Bradley Parker, es una de esas películas, aunque no está tan indefensa porque pertenece al género proclamado en su título de estreno en Argentina, y el terror tiene muchos seguidores (como no los tiene el western), que no se fijan demasiado en las grandes campañas o en los grandes elencos. Una traducción más exacta y menos grasosa del título original era Los diarios de Chernobyl, aunque no es bueno ese título, porque induce a pensar en una narrativa que no emplea (afortunadamente y a pesar de que amaga con eso al principio) cámara diegética: cuando vemos a partir del dispositivo de grabación manejado por uno o varios personajes. La cámara diegética, a pesar de haber dado algunas buenas películas (sin ir más lejos, otra película mediana de este año, como Poder sin límites-Chronicle), corre muchas veces el peligro de bordear el capricho y convertirse en un mero gadget de moda ya un poco exhausto. Terror en Chernobyl amaga con ese dispositivo pero luego apela a una narrativa objetiva, que oculta lo monstruoso hasta muy cerca del final. Sí, cuando lo monstruoso finalmente aparece, la película baja la fluidez y pierde un poco el interés, pero todo lo anterior, con turistas buscando “lo extremo” en una visita a la ciudad abandonada cercana a la central nuclear, es impecable. Unos dos tercios de película construyen una enorme tensión con recursos de extrema nobleza; clima logrado por el fuera de campo, por la amenaza del pasado (reforzada por el más cercano desastre de Fukushima), por la inteligencia de crear tensión con un distractor como el de la amenaza pueril de los jóvenes lugareños a la salida del bar, por la anulación de twists argumentales facilistas. Lugar misterioso, pasado traumático, una pequeña falla técnica –en la que reverbera, también, el pasado– narrativa sin trampas, singular (en estos días) uso del fílmico, con luz opaca. Nada estrafalario, nada rebuscado: con la confianza cinematográfica depositada en la buena historia que se cuenta se revitalizan nuestras las ganas de ir al cine. Y de recomendar esas películas que no necesitan inundar las carteleras ni obnubilar al periodismo.
Mi amigo y yo Alguna vez un amigo me dijo que mucho de lo que está mal en el cine actual es por culpa de Christopher Nolan. Sí, es una exageración. Y también me dijo que buena parte de lo que muchos espectadores actuales entienden erróneamente por “gran cine” es culpa de Christopher Nolan. Sí, claro que también es una exageración. Por mi parte, creo que Batman: el caballero de la noche asciende es algo así como cine con estimulantes. Mi amigo, un grosero, coincide y me dijo que es “cine con viagra, un cine al palo pero sostenido por fórmulas químicas pasajeras”. Y también me dijo que el hecho de que esta película sea recibida con un aluvión de críticas positivas no es una buena noticia ni para el cine ni para la crítica en general. Tal vez esto último no sea una exageración. A mi amigo no, pero a mí me gustan las dos Batman anteriores dirigidas por Nolan. El caballero de la noche (el que no asciende), de hecho, me parece excelente, con influencias bien procesadas de Michael Mann y hasta con una referencia, bien ubicada, a Un tiro en la noche de John Ford. Claro, luego de la catastrófica El origen, acerca de la cual coincidimos mi amigo y yo, me pregunté si eran méritos de Nolan los grandes logros de El caballero de la noche (el que no asciende). Quizás, a estas alturas, después de este Batman ascendente, me inclino a creer en que el gran organizador del Batman caballero que no ascendía fue el Guasón de Heath Ledger, uno de los villanos más atractivos que dio el cine en los últimos años, (y que organizaba la película, de forma aparentemente contradictoria, con una gran carga de anarquía). O, tal vez, sencillamente, la excelencia de Batman: el caballero de la noche (que no asciende, la de 2008, la película anterior a esta que asciende; perdonen las aclaraciones pero las películas se llaman casi igual) deba permanecer como uno de los grandes misterios de la historia del cine reciente. ¿Nolan hizo esa película bien y luego hizo muy mal El origen y mal esta nueva de Batman que asciende? ¿Qué le pasó? “Le pasó que siempre vendió humo”, me dice mi amigo, “ya se veía con claridad en Memento”, agrega. Yo insisto: ¿El diseño industrial más la genialidad de Ledger y otros actores sostuvieron a Batman: el caballero de la noche (que no ascendía)? Vaya uno a saber. Lo que parece cierto es que, en todo caso, la tan mentada oscuridad del Batman de Nolan se ha convertido, en este Batman que asciende, en mera falta de luces. Falta de luces para resolver el tiempo y el espacio, por ejemplo: el tiempo del sitio de la ciudad y el tiempo de la cárcel agujero cilíndrico están contados a los ponchazos, los personajes tienen que verbalizar el tiempo que falta para esto y para lo otro (y tienen que explicar varias veces esto y lo otro, como pasaba en la igualmente espástica y charlatana El origen). Nada fluye, y es realmente risible el descuido narrativo que aplica Nolan para explicar cosas (y sigue explicando, y revelando, y dando vueltas de tuerca hasta el final). Y mi amigo el anti-Nolan me saca de la computadora al grito de “¡este tipo Nolan hizo la remake de Insomnia, memoria por favor!” y toma el control de este texto y le habla directamente a quien él considera el culpable de casi todos los males del cine actual. Esto que sigue es de mi amigo: Nolan, pusiste una explicación dicha por un fantasma (¿un fantasma interior vestido de traje?) y lo que dice tiene valor de verdad (bah, más o menos). Nolan, pusiste unos viejos desdentados y medio ciegos con ínfulas de Yoda. Nolan, destrozaste el verosímil un millón de veces, con gente que no se mata entre sí una y otra vez cuando se debería matar: algunas veces lo justificás con “quiero que no mueras ahora para que veas esto, maldito enemigo”, pero otras veces un personaje X no mata a un personaje Z sólo porque el personaje Z debe seguir vivo. Entonces, Nolan, si no pensabas matar a Z, no lo pongas a rango de tiro fácil de X, porque queda raro, feo y tonto que el que lo quiere matar no le dispare cuando lo tiene servido. Y dejá de abusar del “no te mato porque quiero que veas esto”. Y Nolan, por favor, no interrumpas peleas mano a mano importantes para irte por otras líneas narrativas, queda rara una pelea a las piñas, la pelea a las piñas, cortada. O qué sé yo, tal vez sea mejor hacer una película más concentrada en Batman y no tanto en un villano (ese Bane, que suena como Wayne, que suena como Bale) que tiene la densidad dramática de un luchador de Titanes en el Ring. Nolan, ¿del Guasón descendimos a esto? En la caída en el poder de seducción del villano reside buena parte de esta catástrofe. Nolan, habría que cronometrarlo, pero estoy bastante convencido de que tanto el villano ese (¿me querés decir cómo hace para comer pizza con esa porquería en la cara?) como el personaje de Joseph Gordon-Levitt tienen más minutos en pantalla que Batman, que por la mitad casi queda olvidado en el montaje, como si fuera una película de Corman, de esas en las que Vincent Price iba dos días al rodaje y después lo ponían en donde se podía, pero no alcanzaba para que fuera el protagonista por más que lo pusieran primero en el afiche. Ah, el montaje: Nolan, el montaje de esta Batman, más que sostener varias líneas narrativas se pavonea entre la arbitrariedad (entradas de flashbacks chirriantes, groseros) y la confusión. O la negación de problemas espacio-temporales: trayectos inexistentes e impedimentos espaciales que se resuelven mágicamente, y se multiplican a medida que la película se queda sin energías, que es bastante pronto y, rareza de rarezas, hasta Christian Bale parece no estar tan tenso. Nolan, te descubrí el truco (o al menos uno, el más importante de esta Batman): si uno no presta mucha atención, la película parece tener una gran potencia. Parece nomás. Apenas uno logra hacer el mínimo trabajo intelectual de prestarle atención a la musicalización, se da cuenta de que casi todo lo que parece grandioso, emocionante, trepidante y todo eso es porque ponen música (de Hans Zimmer, que repite y repite de Batman a Batman) prácticamente todo el tiempo: no hay secuencia de acción que tenga un segundo sin música al palo. El viagra musical de Zimmer empieza cuando se mueve una mosca y sigue y sigue y sigue. Y dale, y ponele el volumen fuerte, y decile al diseñador de sonido que te meta unos efectos guturales y muy surround para cuando hable Batman enmascarado, y también para cuando hable el malo de la cara tapada. ¡Nolan, por dios, Marion Cotillard no puede… Mi amigo abandonó el texto y se fue a buscar DVDs de los anteriores Batman de Nolan para hacérmelos rever (él cree que tengo que recapacitar, que siempre fueron flojas esas películas). Antes de que reaparezca, les digo que lo único interesante de esta Batman que asciende y que quizás ya esté en los cielos, lo único con algún rasgo de humanidad, con algún atractivo cinematográfico, es Anne Hathaway como Gatúbela. Ella, que justamente actuó en una película en la que el viagra era un elemento temático (De amor y otras adicciones), crea un lindo personaje, uno que parece decidir su accionar de manera menos acartonada que todo el resto. Es la única que tiene un poco de sentido del humor, la única que no confunde gordura con hinchazón, ni profundidad con un agujero grandote.
Luz y arrugas Muchos estrenos esta semana, de los que vi les recomiendo El chico de la bicicleta y El sorprendente hombre araña. Pero este texto es sobre uno de la semana pasada: A Roma con amor, de Woody Allen que, como podía preverse, es todo un éxito en Buenos Aires. Sí, ya se sabe, Woody Allen dedicó gran parte de su cine en los últimos años a explorar otras metrópolis lejos de Nueva York. Por ahora no salió de Europa. Generalizando, se puede decir que Londres –tal vez por no ser lo suficientemente extranjera, por hablar “su mismo idioma”– lo impulsó a un cine feo, malhumorado, con ínfulas de profundidad mal entendida. Conocerás al hombre de tus sueños, El sueño de Cassandra y Match Point fueron gruesas y torpes. Y sus reflexiones sobre la maldad, la ambición y la vulgaridad proponían un trabajo interpretativo mínimo y obvio, con lo cual el director pagaba el tributo al sector de sus seguidores que querían sentirse “recompensados” por entender, por ejemplo, que el paralelo entre la pelotita de tenis y un anillo golpeando una baranda los llevaba, con cartelones, al concepto del azar. En cambio, París, Barcelona y Roma han obrado de distinta manera en el director. Las tres películas son vitales, luminosas, livianas. Sí, seguramente tienen un gran componente de folleto turístico. De ser así, se trata de lindos folletos turísticos, un poco obvios, sí, pero agradables. Las tres son, a su manera, películas cargadas de erotismo: Allen, de buen humor, sabe contagiar la alegría de filmar mujeres hermosas, o incluso –gran mérito de director y guionista– sabe exhibir (y hasta crear) cualidades impensadas en sus actrices convertidas en personajes. Rebecca Hall y Penélope Cruz en Vicky Cristina Barcelona y Rachel McAdams en Medianoche en París brillaban por su hermosura, y brillaban más porque Allen encontraba aún más fotogenia, más personalidad, más encanto en ellas. En A Roma con amor hay tres mujeres cargadas de electricidad cinematográfica: Ellen Page, otra vez Penélope Cruz, y Judy Davis. Lo de Penélope Cruz es obvio. Lo de Judy Davis es destacable: con cerca de 60 años, su tonicidad de jugadora de tenis, sus arrugas de expresión y expresivas y un aderezo gruñón incomparable, Davis es el contrapeso ideal para el personaje de Woody Allen: ante cada mohín y frase a repetición del actor-director-guionista, ella aplica el rigor, como podría hacerlo un espectador ya cansado de la neurosis fílmica alleniana. Este dispositivo de comentar las acciones de un personaje se da como interacción realista en el caso de la historia de Davis y Allen, y con fantasía y arbitrariedad narrativas en la historia de Jesse Eisemberg, Greta Gerwig y Ellen Page: quien comenta, primero como aparente personaje presente, y luego como presencia a modo de conciencia palpable, es Alec Baldwin, uno de los más grandes comediantes del momento (por timing, por sus pausas convincentes, por sabiduría, por cansancio irónico de escuela Bill Murray). Bueno, en esa historia (la película tiene varias líneas narrativas unidas apenas por el ambiente romano y la liviandad de todo el asunto) está Ellen Page, en un personaje que, contra todo pronóstico, es prometido como un imán sexual. Y, contra todo pronóstico, gracias a diálogos que, sí, son habituales en Allen (habituales pero eficientes), cumple con la promesa. En A Roma con amor hay también otras historias, las de italianos sin estadounidenses alrededor, y son más lineales en sus citas y homenajes (y hay que adaptarse durante varios minutos al histrionismo chamuscado de Roberto Beniigni, después pasa). Sí, claro, no es una película brillante, ni de las mejores de Allen. Es apenas, una película feliz, liviana, que en su espesor mínimo tiene unas cuantas marcas de sabiduría de viejo zorro.
Una de las mayores sorpresas de este año: Madagascar 3 – Los Fugitivos es una película fulgurante. Por ahora la vi una vez, en castellano y no en 3D. El 3D, intuyo, es fundamental para hacer crecer los momentos de mayor juego de colores saturados sobre fondos plenos. Y las voces originales seguramente generen aún más chistes (¿la darán en idioma original?). En Madagascar 3 hay tanta inventiva plástica, humorística y en cuanto al vértigo narrativo que se hace imposible de captar en una primera visión. Entre humor multicapa (no meramente referencias gastadas para los adultos), juegos casi abstractos con los colores y las formas, personajes que se delinean cada vez mejor (esos pingüinos son un invento seguramente perdurable) y musicalización desatada, Madagascar 3 pide (o me pide, al menos) por lo menos una segunda visión. Allá voy.
El director es James McTeigue, el mismo de V de venganza, una película que en el momento de su estreno fue una sorpresa mayúscula: una película de un debutante (aunque con gran experiencia como director de segunda unidad) con una felicidad narrativa evidente. ¿Felicidad narrativa? Sí, algo así como una fluidez alegre, festiva, un placer por contar que se transmite al espectador, que se siente transportado a viejas matinés con bloquecitos Suchard con cereales (el de papel rojo) pero sin necesidad de una estética retro. McTeigue maneja con gran eficacia la mezcla de un espíritu clase B, un poco jocoso y un poco irresponsable, con impactos y encrucijadas digitales. Previsiblemente, no todo le sale bien todo el tiempo, pero en El cuervo logra dotar de vida a un artefacto que incluye una Baltimore neblinosa, un Edgar Allan Poe interpretado con fervor y sardónica conciencia histórica por John Cusack, y una serie de asesinatos con una lógica copiada de películas de asesinos copiones (Copycat). Los cuentos de Poe se desgranan, y también las múltiples referencias a las creaciones de Roger Corman basadas en el escritor. El péndulo mortal y filoso, desde que existe la película de Corman (la fundamental El pozo y el péndulo, de 1961), es Poe y también es Corman. El nombre El cuervo también podría pensarse como un homenaje al prolífico director y productor: la película El cuervo de Corman (1963) también apenas usaba el poema del título como una mera excusa para la diversión entendida con pasión.