Dirigida por Bill Condon y basada en una novela de Nicholas Searle, “El buen mentiroso” es un thriller que tiene como protagonistas a dos personas de la tercera edad, acá protagonizada por renombrados y talentosos actores como lo son Ian McKellen y Helen Mirren. Si no se vio el tráiler (lo ideal porque es fácil adivinar toda la película desde él), la película comienza pareciendo una historia sobre encontrar a alguien en la tercera edad en la época de las redes sociales. Dos personas solitarias deciden, después de chatear un poco y abrirse sobre sus vidas a través de esos textos, juntarse a tomar un café o comer algo. Rápidamente eso queda atrás cuando se nos devela que él es un estafador, un hombre frío que solo quiere aprovecharse de esta mujer a la que se la ve sola y frágil y que cuenta con un muy buen pasar económico. Durante gran parte del relato vemos esos dos opuestos: ella, generosa y vulnerable; él, frío y calculador. Y no mucho más que esto acentuado. “El buen mentiroso” pretende crear misterio pero lo cierto es que nunca lo consigue. Primero, porque el ritmo no es adecuado y los actores hacen lo que pueden con el material que tienen entre sus manos y segundo, porque la vuelta de tuerca que revela quién engaña a quién es evidente desde el primer minuto. Lo que único que no se anticipaba era un golpe bajo, lo que se termina convirtiendo en la verdadera razón para hacer lo que se hace, que pretende ser tremenda y queda descolocada, caprichosa, arbitraria. Condon (que dirigió películas dispares como "Kinsey", un par de "Twilight", "Mr. Holmes" y la última versión de "La bella y la bestia", entre otras) dirige “El buen mentiroso” a través de una Londres gris que no consigue aprovechar para expresar los supuestos grises de sus protagonistas. Supuestos porque los trazos son tan gruesos que en realidad no hay muchas capas. Así, “El buen mentiroso” se mueve sin mucha gracia a través de casi dos horas y media que pesan por el aburrimiento que genera. Mirren y McKellen no logran salvar del tedio un thriller que no genera nada.
Escrita y dirigida por Jeanne Herry, “En buenas manos” es una película francesa que cuenta varias historias sobre el proceso de adopción. Una joven embarazada que antes de parir sabe que dará al bebé en adopción, la funcionaria que busca hogares temporales, el asistente familiar que se encarga de cuidar a los niños transitoriamente antes de entregarlos a nuevos padres adoptivos, parejas que llevan adelante el largo y agotador proceso para adoptar, una mujer soltera que pasando la barrera de los 40 busca ser madre. Los diferentes puntos de vista y posiciones sirven para retratar de una manera muy precisa lo largo y tedioso que puede ser el proceso, la cantidad de meses y años que son expuestos a interrogatorios y visitas para que el Consejo de la Familia decida si son o no, o cuándo, aptos para ser padres. Pero no se queda sólo en el punto de vista de quién quiere y no puede tener hijos, sino que introduce el otro lado: el de la mujer que gesta pero no quiere ser madre. Ahí también el film se encarga de retratar minuciosamente cómo funciona el proceso para esa mujer. De hecho es ese bebé el eje principal del film que va ir mostrando las diferentes aristas. Así, el film se mueve entre las escenas que retratan el proceso de un modo sobrio, un poco frío en algún momento pero es que así es el proceso burocrático, y las escenas más personales de sus protagonistas en la cotidianeidad de su hogar. En ese sentido hay un buen equilibrio, aunque algunos personajes cuenten con un mejor desarrollo que otros que terminan quedando desdibujados. El film consiguió un notable éxito de taquilla y varias nominaciones a los premios César, lo cual demuestra que logra llegar al público y lo hizo de una manera inteligente y sutil, sin apelar a subrayados ni bajadas morales de líneas. “En buenas manos” es un film sensible y preciso sobre el funcionamiento del proceso de adopción en Francia. Por momentos puede tornarse un poco repetitivo pero a la larga sirve para transmitir la sensación de agobio y cansancio que puede provocar esperar a veces durante muchos años que decidan que son aptos.
Con seis años de retraso llega a la cartelera argentina la primera película de Arnaldo André como director, un melodrama basado en un caso real. Justino es un niño que vive durante la década de los 50 en San Bernardino (Paraguay), un lugar donde no pasan muchas cosas y lo más interesante es una fiesta del pueblo o la llegada de la Virgen de Caacupé. Después de la muerte de su padre, y entre su trabajo como cartero y la escuela alemana donde empieza a estudiar sin saber nada de ese idioma, es que se sucede la película. Pero lo que era, a simple vista, un coming of age se va difuminando cuando otras historias que parecían ser secundarias comienzan a tomar protagonismo. Porque más allá de que el niño conoce en la escuela a una chica que se convierte en su primera ilusión amorosa, pronto el foco estará en otra historia de amor: la de su profesora y un misterioso ex oficial nazi escondido. Con la excusa de trabajos escolares comienzan a escribirse cartas en alemán que Justino no entiende y cuya función, por lo tanto, tarda en comprender. Así que pronto él se convierte en un mensajero entre ambos. En el medio se van sucediendo otras cosas pero es esta historia protagonizada por Julieta Cardinali y Mike Amigorena, ambos forzando extraños acentos, la que se vuelve central. Y Justino, el que mira y observa, y la trama de su despertar sexual se ve opacada. Mientras la que pretende ser la trama principal nunca acaba de desarrollarse, hay una galería de personajes que terminan de pintar la época y el contexto, pero todo se va sintiendo un poco superficial, anecdótico. A nivel estético y narrativo el film tiene un estilo telenovelesco, apenas un poco más sobrio. La puesta en escena y los vestuarios de época lucen muy precisos. La banda sonora de Derlis González parece un poco invasiva al principio, pero consigue, de a poco, amoldarse al relato. La ópera prima de Arnaldo André es un relato sencillo y tierno al que le faltaría un poco más de profundidad a la hora de tratar ciertas temáticas.
La ópera prima de Felipe Ríos Fuentes, escrita junto a Alejandro Fadel, es un intimista viaje entre padre e hija distanciados. Michelsen ha manejado camiones a lo largo de las rutas patagónicas toda su vida. Ahora, viejo y enfermo, es retirado a la fuerza y le queda un último viaje por hacer. Mientras tanto, su hija Elena, a la que no ve, encuentra la excusa perfecta para irse de una vez de su pueblo. Una pelea de boxeo que le ofrecen en el Sur. El hombre del futuro sigue en principio a estos dos personajes en paralelo. Él, en su último viaje que lo lleva a recoger a una chica con la cual, en poco tiempo, mantiene una relación que no pudo construir con su hija a lo largo de los años, sumado a algunos reencuentros a lo largo de la ruta. Ella, en el camión de un colega de su padre, por momentos demasiado charlatán, demasiado pesado y a veces hasta borracho, contrastando con el silencio de una chica que se encuentra enojada. Gran parte de la película sigue estos dos viajes que en algún momento convergerán. Ya lo cantó Fito: lo importante no es llegar, lo importante es el camino. De manera intimista Felipe Ríos Fuentes va delineando estos viajes personales que pronto tomarán algún rumbo inesperado. Lo hace a través de un guion que nunca sobreexplica y enmarcado en los bellos paisajes patagónicos que ofrece el sur de Chile. Hay un notable trabajo de fotografía que hace un gran aprovechamiento de estas locaciones naturales. A lo largo del film, que se mueve a sus tiempos, si bien la idea de un viaje por la ruta rememora inmediatamente a Las acacias, acá nos encontramos ante una narración más seca. José Soza interpreta a Michelsen y Antonia Giesen, en su debut cinematográfico, a Elena a través de más silencios que palabras. A la larga, ellos se parecen más de lo que podrían creer. También la pequeña pero fundamental participación de María Alché resulta vital. El hombre del futuro es un logrado drama intimista que logra retratar un reencuentro de una manera directa, honesta y lo suficientemente emotiva.
Dirigida por Federico Palazzo y escrita por Gustavo Cabaña, Diego Fried y Juan Rodriguez, 4 metros es una comedia romántica poco inspirada sobre un hombre acercándose a la crisis de los cuarenta. El argumento de 4 metros parece salido de una telenovela del prime time de canales de aire de hace por lo menos quince años. Joaquín, un hombre de treinta y ocho años, comienza a sentir que su vida, hasta ese momento lo suficientemente cómoda, se encuentra estancada. Mientras amigos y familiares le cuestionan el hecho de que no se haya casado ni tenido hijos, él trabaja en el colegio secundario donde estudió, cocinando. Y además mantiene una relación con una de las estudiantes, una chica que se encuentra rindiendo para terminar el secundario pero, se aclara por las dudas, ya cumplió dieciocho años. Sin embargo hay algo que está mal con su vida y su cuerpo lo siente en forma de un zumbido frecuente en su oído. Un encuentro inesperado con una compañera de secundario termina de desacomodarle la estantería. Ella transitó una vida distinta: se casó y tuvo un hijo muy joven, así que ahora, divorciada, comienza a disfrutar a través de actividades que le provocan placer: como el buen sexo y el buceo. En esas dos situaciones distintas, él pensando en que sí ya va siendo hora de que busque una mujer con la cual tener un hijo, mientras ella eso ya lo vivió y prefiere disfrutar de manera pasajera, es que se van conociendo entre ellos, pero sobre todo a sí mismos. Los personajes de 4 metros parecen no tener mayores problemas que los superficiales, como si viviesen en una burbuja. Las preocupaciones económicas nunca existen, ni siquiera cuando se pierde el trabajo o se tiene hijos pequeños. Maite Lanata interpreta a la estudiante con la que Joaquín tiene un noviazgo y ella logra aportar algo de luz con su carisma, insuficiente de todos modos ante Victorio D’Alessandro. El protagonista principal no consigue destacarse en ninguno de sus registros con una interpretación bastante plana a la que el guion no lo ayuda. Se nota la formación de Palazzo en la televisión. Y además muchos de los secundarios terminan de complementar esta sensación de una televisión pasada. Patricia Etchegoyen, Osvaldo Laport, Alejo Ortiz, Mario Pasik, Gabriela Sari. Rostros que supieron protagonizar diferentes y exitosas novelas, acá apenas tienen un rol funcional a la línea argumental del protagonista, sin ningún tipo de dimensión o desarrollo. El guion escrito a seis manos arroja un par de ideas que podrían haber sido interesantes en pos de una buena narración, pero todo se siente tan superficial y superfluo que el resultado es bastante pobre. 4 metros es un intento de comedia romántica que parte de la idea de un hombre presionado por los mandatos sociales a medida que se acerca a los cuarenta. Un producto que parece salido de la televisión de otra época.
Escrita, dirigida y protagonizada por Edward Norton, “Huérfanos de Brooklyn” es la adaptación de una novela de 1990 del escritor Jonathan Lethem (de reciente paso en nuestro país para el FILBA). Un policial protagonizado por un hombre con síndrome de Tourette (trastorno que se caracteriza por la presencia de muchos tics involuntarios) que el propio Norton traslada a la década del ’50. Lionel trabaja junto a otros muchachos para un detective llamado Frank Minna. La película comienza con un operativo poco claro, el propio Frank no les revela a sus ayudantes mucha información al respecto, y las cosas no salen bien. Pronto se encuentran desamparados y con una agencia sin un rumbo definido. La segunda película que dirige Edward Norton (casi veinte años después de “Keeping the faith”) le permite de todos modos lucirse más como actor que como director. Él mismo decide ponerse bajo la piel de este complejo personaje, un muchacho que no es tan joven pero cuyo trastorno le da todo el tiempo cierto aura de juventud e inocencia. Y lo cierto es que Norton es un actor muy talentoso así que no falla. En cuanto a la trama, cuyo cambio de década le permite un aire noir más clásico, comienza con una intriga y pronto va virando hacia terrenos menos esperados. Como todo policial, seguimos siempre la historia a través de su protagonista, un hombre de mucha memoria e inteligencia pero al cual le falta salir un poco más. Y pronto se va desplegando toda una galería de personajes por la que desfilan actores de renombre como Bruce Willis, Alec Baldwin y Willem Dafoe. Gugu Mbatha-Raw es la otra protagonista, algo más que la mujer que se convertirá en el interés romántico de Lionel ya que será el rostro de la mayor crítica social del film. Durante las más de dos horas de duración de la película se desarrollan diferentes misterios que terminan de cederle el verdadero protagonismo a la ciudad. El problema es que a lo largo de gran parte de la película, entre tanto personaje, la trama se siente estancada. Ayuda un poco la inclusión de algo de humor y algunas escenas románticas –aunque otras tantas sobren o estén demasiado enfatizadas-, sin embargo lo cierto es que por momentos se la siente larga, estirada. A la trama enrevesada no la ayuda la narración lenta aunque hay lindos momentos de su protagonista perdiéndose por ejemplo en un club de jazz. Hay una sobria y ajustada puesta de escena que permite reconstruir otra época, casi otra ciudad. De hecho, los aspectos técnicos del film están muy bien. El problema principal es un guion que no termina de decidirse dentro de ese rompecabezas que presenta en el cual no todas las piezas parecen encajar. “Huérfanos de Brooklyn” es un efectivo policial negro, melancólico como la música de Thom Yorke que la acompaña, pero que por momentos cae en una narración densa y recargada, con una resolución que ya no tiene mucho para sorprender.
Nadav Lapid dirige una película sobre un joven israelí que abandona su país y se va a Francia. Una historia que le permite a Lapid, que se basa en sus propias experiencias, reflexionar sobre la identidad y la inmigración. Ganadora del Oso de Oro en la 69ª edición del Festival de Berlín. Yoav llega a París queriendo escaparse y despojarse de todo lo horrible que le parece la Israel donde nació. Abandona su idioma, su pasado como soldado y porta un diccionario como principal medio para moverse en la ciudad parisina porque “ser israelí es como un tumor que debe ser extirpado con cirugía”. La llegada de Yoav a París no comienza de la mejor manera. A punto de morir de hipotermia luego de que le robaran las pocas pertenencias con las que llega, es encontrado por una joven pareja del lugar, un aspirante a escritor y una practicante de oboe, que lo ayudan un poco con algo de vestimenta (como un tapado color mostaza con el que Yoav desfilará toda la película). Entre los tres se generará una relación singular: a él le servirán las historias que el protagonista trae para lo que escribe y con ella habrá una tensión amorosa capaz de cruzar los límites. La película que dirige Lapid y coescribe junto a su padre Haim está basada en sus propias vivencias como un joven que se autoexilia. Tom Mercier debuta en el cine con un protagónico que le permite diferentes registros, por momentos más contenido y callado y durante otros más exaltado y verborrágico, especialmente cuando juega con el lenguaje. Siempre lo seguimos a él, en sus intentos de trabajos, alguno que resulta muy humillante, sus comidas baratas para subsistir, sus paseos mirando por la ciudad mirando el suelo para no dejarse sobornar por su belleza. A la larga, Yoav intentando encajar, pertenecer, encontrar su lugar en el mundo. Algo parecido sucede con la película. Por momentos es una comedia con situaciones absurdas, pero también tiene momentos de tensión dramática y un final bastante desolador. A veces el ritmo es aletargado y con una narración algo reiterativa, y durante otros es vibrante y furiosa. Así, el film también tiene sus altibajos, se lo siente pesado, de a ratos, a lo largo de sus dos horas de duración. Y resulta siempre más interesante lo que tiene que ver con la adaptación en la ciudad parisina del extranjero que la relación que el trío de personajes crea. Sinónimos: un israelí en París resulta una película original, fresca y a veces caótica sobre temáticas que siguen siendo muy retratadas. Es una película graciosa e irónica que hacia el tercer acto se va desinflando para terminar con su final de cachetada. Porque más allá de que París aparece como una ciudad idílica, Yoav está dispuesto a dejar todo lo que es y tiene por ella.
Scott Z. Burns dirige este thriller político que desenmascara la relación de la CIA con las técnicas de tortura utilizadas con sospechosos de terrorismo. Hace unos años, Kathryn Bigelow narró en una película con varias nominaciones al Oscar el proceso que llevó a la captura de Bin Laden por parte de los Estados Unidos. En esa película se mostraba cómo para sacarles datos a los sospechosos que capturaban los sometían a diferentes tipos de tortura. Con Reporte clasificado, Scott Z. Burns, que viene de escribir varias de las últimas películas de Steven Soderbergh, que acá produce y claramente influencia, cuenta la historia de la investigación del Comité de Inteligencia del Senado que deriva en un reporte de siete mil páginas sobre el uso y abuso injustificado e inútil de la tortura por parte de la CIA. A Dan Jones le dan un trabajo que parece tan engorroso como imposible: investigar a base de unas notas encontradas y el conocimiento de unas cintas destruidas sobre el Programa de Detención e Interrogación de la CIA. Los descubrimientos a los que llega lo llevan a obsesionarse e ir hasta el fondo, aun cuando todo a su alrededor comienza a jugarle en contra. Así, la película está dividida claramente en dos partes: por un lado, el retrato del largo proceso de investigación y escritura del monumental reporte que aleja a Jones de cualquier tipo de vida fuera de su trabajo; por el otro, el trabajo que lleva mostrar y que salga a la luz un documento que revela un rostro oscuro de una organización tan importante como la CIA y su relación con la Casa Blanca. Es evidente que a muchos no les conviene que esto suceda, pero Dan Jones cuenta con el aval de la senadora Dianne Feinstein, como una mujer que sabe que tal revelación generará controversia pero también que es necesario que se sepa. Adam Driver y Annette Bening forman un dúo actoral muy potente pero es claro que el protagonista es él, un actor que desde la serie Girls no ha parado de crecer, intercalando entre proyectos independientes y blockbusters como Star Wars. De manera sutil y convincente es capaz de expresar las determinaciones y frustraciones de su personaje. A su alrededor hay otros reconocidos actores que terminan de completar un elenco muy preciso y ajustado: Corey Stoll, Jon Hamm, Matthew Rhys, Maura Tierney, Michael C. Hall. Aunque entre tantos rostros y líneas narrativas muchos de estos personajes terminan quedando desdibujados y en una presencia sólo funcional. A lo largo de la película se van exponiendo los diferentes puntos de vista (y algunas excusas) sobre el uso de la tortura (a la cual llaman “técnicas de investigación”), qué es, qué implica, cuándo está permitida, cuándo no es ilegal. Lo absurdo de todo esto es que, más allá de que algunos hayan querido defenderla, no tenían siquiera el aval de su eficacia, potenciando la brutalidad de todo esto. Ahí es cuando se permite la crítica a la película de Bigelow en pantalla, sobrealimentando esa mentira. También aparece en escena el nombre de Edward Snowden. A Dan Jones le dicen que podría ser acusado de traidor, algo que sin dudas le preocupa porque siempre intenta moverse desde adentro, no por detrás. Quizás sería mucho más fácil entregarle todo el material a un periodista sin dar nombre pero no es ese el estilo de Dan Jones. Como el germen de la película es un personaje encerrado durante largos años en una oficina leyendo y escribiendo, Scott Z. Burns agrega flashbacks sobre algunas de esas historias reflejadas en esas páginas. Esto ayuda a que la narración sea ágil y no decaiga, pero también peca por momentos de ser muy explicativa. Reporte clasificado cuenta con un buen ritmo y sólidas interpretaciones. Es otra de esas historias sobre personajes que luchan para que la verdad salga a la luz. A nivel cinematográfico, quizás sobre todo por el hecho de estar basada en un caso real e intentar ser lo más veraz posible, a veces se le percibe un estilo más televisivo y cuasi documental.
Si algo no se le puede reprochar a Ang Lee es que es un director que se anima a probar y probarse. Su filmografía cuenta con películas de época, de artes marciales, alguna adaptación de cómic, un drama romántico intimista, etc. Esta vez se vuelca al cine de acción con la técnica de HFR que permite imágenes de una definición impresionante. Primero hablemos de la historia. En este guion escrito a seis manos por David Benioff, Billy Ray y Darren Lemke, Will Smith es un asesino a sueldo al que lo acosan los fantasmas de la vida que llevó y por lo tanto planea retirarse. También es el mejor en lo que hace. Poco después de que descubre a una agente que lo vigila que pronto se convertirá en su aliada intentan asesinarlo y gracias a una amistad viajan primero a Cartagena y luego a diferentes partes del mundo siendo siempre perseguido y encontrado. Lo raro será cuando se descubra quién es ese hombre al que no puede matar pero siempre está a punto de matarlo a él mismo. Por supuesto de antemano conocemos la premisa: Will Smith interpreta al protagonista y su versión CGI al clon que le envían a matarlo y le sirve para enfrentarse con él mismo, literal y metafóricamente. La trama está llena de clichés y predictibilidades. Lo absurdo de la historia podría haber funcionado mejor si se la tomaba más en serio pero lo cierto es que genera momentos de una comedia involuntaria. En cuanto a lo técnico, descoloca bastante la imagen tan definida. Cine no es ver hasta la menor arruga en el rostro de un actor y para un espectador acostumbrado a ver cine, a que el director nos enfoque aquello en lo que necesitamos detenernos, distrae que en todas las imágenes siempre esté todo en foco. Ang Lee parece acá un director sin experiencia probando con una nueva cámara a ver qué puede hacer. En el camino hay alguna escena de acción llamativa, que se caracteriza por no tener la cantidad de cortes que tienen tantas otras películas hollywoodenses del género pero poco más. Con respecto a lo actoral, tenemos a un protagonista como Will Smith, un actor que ha probado diferentes registros a lo largo de su carrera pero no termina de funcionar en ninguno que no se apoye en su carisma. Y acá ni su protagonista ni su antagonista más joven –al menos resulta bastante creíble esa versión en digital del actor más joven - lo tienen. A su alrededor hay actores desaprovechados en personajes mediocres como Clive Owen (el desdibujado villano que crio al clon como si fuese su hijo) y Mary Elizabeth Winstead que al menos puede agradecer no ser el típico interés romántico. “Proyecto Géminis” es una película aburrida y trillada con una trama que además se siente anticuada. Una experimentación fallida.
Dirigida por Emiliano Serra y coescrita junto a Santiago Hadida, Cartero es una película ambientada en pleno auge de las privatizaciones de la década del 90, en la que un joven estudiante del interior consigue su primer trabajo en el Correo Argentino. Hernán Sosa (Tomás Raimondi) llega del interior, con 18 años, para estudiar y trabajar, y poder mandarle dinero a su abuela. Después de unas pasantías, consigue entrar al Correo y allí Sánchez (Germán de Silva), un viejo experto del oficio, le enseña los códigos con los cuales manejarse. Lo que no se esperaba era cruzarse a Yanina, una joven que conoció durante su infancia y de quien se siente enamorado. Ese hecho que parece simple e inocente lo lleva a introducirse en un submundo que se percibe raro y peligroso. Era otra época, y todavía la totalidad del correo se movía de manera analógica: no hay celulares, todo se manda por carta. Al mismo tiempo, todo parece tan actual. La ambientación de época es sutil, se va develando a través de detalles. El tono también contrasta entre ligeros toques de comedia y el romanticismo y el drama social, que se va tornando cada vez más denso. La película está contada desde el punto de vista de Sosa. Lo vemos escuchar y aprender, para luego trabajar siguiendo cada una de las reglas a medida que las va aprendiendo. Pero también se cruza con la desconfianza de los antiguos trabajadores, personas que tras años y décadas de trabajo ven que estos jóvenes que entran, inexpertos y con un salario mucho menor, empiezan a reemplazarlos. El film funciona como un preciso retrato sobre el auge de las privatizaciones y la precarización laboral, pero no elige quedarse sólo en esa capa de crítica social. Sus guionistas le permiten a Sosa desarrollarse como personaje, sin necesidad de tener que conocer mucho de su vida anterior, sino con la presencia de una motivación clara reflejada en esta misteriosa muchacha a la que él intenta acercarse sin mucho éxito. Primero, porque lo domina la timidez y el miedo, luego porque se ve inmerso en algo que no termina de comprender, desde que le prohíben entrar al edificio hasta que le hacen llegar el mensaje de maneras menos amables. Cartero es un film que consigue retratar una época y espejarla con la actual y, al mismo tiempo, contar una especie de historia de iniciación sobre un muchacho del interior que se inserta en el mundo laboral. La interpretación de Tomás Raimondi con su frescura e inocencia y la música original de Santaolalla terminan de hacer de Cartero algo más que un retrato social.