Liam Neeson encontró con la película Búsqueda implacable (2008) una nueva faceta en su carrera: la del personaje de duro-justiciero-vengador. Gracias a su robustez imponente y a su perfil de hombre taciturno y ensimismado, conquistó rápidamente el corazón del cine norteamericano de acción, género que siempre está en busca de nuevos héroes solitarios con ganas de hacer justicia por mano propia. Venganza es el nuevo título que lo tiene como protagonista. La película es la remake norteamericana de la noruega Por orden de desaparición (Kraftidioten, 2014), ambas dirigidas por el mismo director: Hans Petter Moland. El guionista de la versión noruega es Kim Fupz Aakeson, quien entendió que el humor negro es fundamental porque justifica y le da sentido a las licencias que se toma y a las inverosimilitudes anticlimáticas. El guionista de Venganza, en cambio, es Frank Baldwin, quien decide que la trama sea más seria, despojándola de ese desparpajo negruzco que tiene la primera. Es cierto que por momentos sobrevuela el humor de la original, pero se queda entre el drama y la acción autoconsciente, y esta indecisión no la favorece. En cuanto a los personajes secundarios, también tiene graves problemas, por ejemplo el de Laura Dern desparece como si no importara en absoluto. La historia sigue a Nels Coxman (Neeson), un hombre que se encarga de manejar las maquinas que barren la nieve en un pueblo de las Montañas Rocosas, donde el principal negocio clandestino es el tráfico de drogas, manejado por dos grupos mafiosos: uno que está integrado por originaros y el otro que está liderado por un tal Viking (Tom Bateman), un engreído caricaturesco que representa muy bien al pudiente que se quiere llevar el mundo por delante. Nels vive con su mujer (Dern) y su hijo Dante, quien trabaja en el aeropuerto. Por un error de entregas de un paquete con droga, Viking manda a sus secuaces a matar a Dante. Y ya saben lo que pasa cuando alguien se mete con un hijo del personaje de Neeson. Lo que sigue es la venganza de Nels, cómo va matando uno por uno a los responsables del asesinato de su hijo. Si la venganza es un plato que se sirve frío, el clima nevado ayuda a reforzar el refrán. El paisaje predominante es imponente, pero no suficiente. El procedimiento de la trama es tan mecánico y de fórmula que se hace aburrido y predecible. No hay ningún momento de tensión o acción que valga la pena resaltar. Todo es monocorde y desalmado, sin demasiados exabruptos, más allá de la manera animal de golpear que tiene Nels. Pero el gran problema del filme es que entiende la venganza como un alivio, y la venganza nunca es un alivio, la venganza, a lo sumo, es una reacción irracional, nunca una reparación del daño ni mucho menos una recuperación de lo perdido. Sin embargo, la presencia de Liam Neeson y los pocos momentos humorísticos hacen que la película no sea cualquier cosa.
El cine puede ser un espectáculo, pero también un poderoso dispositivo político, un cine que entretiene y estimula la reflexión. Battle Angel: La última guerrera, basada en el manga original de Yukito Kishiro, es todo eso gracias a los dos nombres y hombres que están detrás de cámara: una mente maestra y un aguerrido y apasionado artesano. La mente maestra es, claro, James Cameron, productor y coguionista de la película. El artesano apasionado es Robert Rodriguez, el director. Corre el año 2.563. Han pasado 300 años de La Caída, guerra que dejó al mundo dividido en dos. El Dr. Dyson Ido (Christoph Waltz) encuentra a una joven cyborg en el chatarrero de la ciudad. La lleva a su laboratorio, la reconstruye y le pone el nombre de su hija, Alita, a quien perdió en manos de un cyborg fuera de control. Cuando la cyborg cobra vida, no sabe quién es ni de dónde viene. Pero pronto empieza a demostrar una habilidad increíble para la pelea mano a mano, con unos movimientos propios de una guerrera invencible. La joven parece un arma letal. Alita: Battle Angel (su nombre original) tiene elementos tanto del cine de Rodriguez como del cine de Cameron, como si la película también fuera un cuerpo mitad humano y mitad robot. ¿Acaso la pareja de jóvenes protagonistas no parece una metáfora del cine de ambos realizadores? ¿Acaso el joven y humano Hugo no es el alter ego de Rodriguez cuando era adolescente? ¿Y acaso la joven y robotizada Alita no es la criatura más evolucionada del cine de Cameron? La conjunción de estilos salta a la vista y es perfecta. Lo robótico y la tecnología rimbombante y cachivachera (aquí la pablara no es peyorativa) le corresponden a Cameron. Y la parte humana y analógica le corresponde a Rodriguez. La formidable escena de la pelea en el bar nos recuerda a todas las escenas de peleas en bares de Rodriguez, desde La balada del pistolero hasta su exploitation vampírico Del crepúsculo al amanecer, codirigido con Tarantino. Y de Cameron está su personaje principal, Alita, interpretado por Rosa Salazar, que nos recuerda a los personajes de Avatar, sobre todo por sus grandes ojos. Battle Angel: La última guerrera es un trepidante filme de acción ciberpunk, provisto de una fuerza y un ritmo sorprendentes, una aventura de ciencia ficción moral, una película futurista con alta dosis de efectos especiales, cuyo argumento de fondo es la lucha de clases. Tanto para Rodriguez como para Cameron hay poderosos y esclavos, personas que detentan el poder y quienes obedecen. Ambos directores se ponen del lado de los desprotegidos, de los aplastados por el sistema. Rodriguez y Cameron saben que los ricos son los únicos enemigos. Y a los únicos que hay que combatir.
De nada sirve hacer una película que apueste a emocionar sin reflexionar por las posibles causas de los problemas que aborda. La falta de una visión política es el gran problema de Beautiful Boy: Siempre serás mi hijo, dirigida por Felix van Groeningen y protagonizada por Steve Carell y Timothée Chalamet, quienes interpretan a David y Nic Sheff, padre e hijo respectivamente. Nic empieza a probar todo tipo de drogas desde la adolescencia. El padre, interpretado de manera poco convincente por Carell, ya no sabe qué hacer para ayudarlo. Separado desde hace un tiempo, David, que es periodista en San Francisco, tiene dos hijos más con su segunda esposa. La madre de Nic vive en Los Ángeles y tampoco sabe cómo sacarlo adelante. El filme muestra las recaídas de Nic, las escapadas de hospitales y de casa, las peleas con su padre, sus romances con chicas con el mismo problema. No se sabe por qué cayó en las drogas. La separación de los padres cuando él era niño es apenas una tímida insinuación. Como su personaje principal, la película da vueltas sin saber qué hacer y el director es incapaz de plantear, por ejemplo, posibles causas sociales, o al menos psicológicas. Es, en definitiva, una película políticamente descomprometida, que no asume ninguna perspectiva teórica para decir algo acerca de las muertes por sobredosis en la población norteamericana menor de 50 años. ¿Qué dice acerca de ser adolescente en la actual etapa del capitalismo tardío? Nada. Felix van Groeningen no advierte que el problema de Nic, y el problema de los adolescentes con las drogas, puede ser político. La película, por lo tanto, se limita a ser un drama desabrido y mecánico de una familia de clase media que tiene que lidiar con un hijo adicto a la metanfetamina. Otro problema es la pulcritud con la que está filmada. No parece una película sobre un adolescente que se inyecta heroína, sino la de un chico bonito y limpio que todavía toma la leche con cereales. Es decir, le falta enchastrarse en el lodo de las drogas duras, donde la luz que indica la salida del túnel siempre es una ilusión óptica, producto de la abstinencia. Si hasta la remera rota con la que se lo ve en un momento a Nic parece haber sido agujereada segundos antes de filmar la escena.
Se podría decir que La vida misma pertenece a una especie de subgénero del drama romántico mainstream, cuyas principales características son el tono de autoayuda, la puesta en escena de telenovela, la historia dramática con pretensiones aleccionadoras, el romance con alta dosis de cursilería, la música de dudosa calidad. El director Dan Fogelman (quien también es el guionista) hace todo esto como si quisiera respetar a rajatabla las reglas básicas del manual del mal gusto. Pero el verdadero problema del filme es la mirada de Fogelman, innecesariamente cruel y torpemente manipuladora, casi como si no pudiera concebir la posibilidad de que sus personajes dieran un paso sin que les suceda algo terrible. La tragedia de los primeros minutos es el primer desatino de una larga sucesión de despropósitos sádicos. Will (Oscar Isaac) queda traumado tras perder a su mujer, a punto de dar a luz a su primera hija, en un accidente absurdo. Su vida queda al borde de la locura y recurre a una psicóloga. Dylan, la hija de Will y Abby que sobrevive al accidente, crece con su abuelo paterno porque el director mata a la abuela también, además de haber matado a los padres de Abby (Olivia Wilde), porque acá se trata de llevar el fatalismo y la desgracia al extremo para que la enseñanza y la conmoción sean más efectivas. Ni hablar de lo que pretende hacer con un álbum de Bob Dylan de 1997, Time Out of Mind. Quizás sea el homenaje más innoble a un ganador del Premio Nobel. La película quiere a toda costa hablar de temas importantes como el destino y la vida, y para eso empieza a contar la historia de un empleado de una hacienda en España, cuyo dueño es un millonario interpretado por Antonio Banderas. Esto da pie al entrecruzamiento de los destinos de los personajes. Y no conviene contar más porque lo que sucede está puesto como un ingrediente sorpresa. Plagada de golpes bajos, La vida misma busca en todo momento arrancarle lágrimas al espectador. Quiere ser como la vida misma, pero se parece más a una mala publicidad de una institución para enfermos terminales.
Casi 20 años después de El Grinch (2000), primera película con actores reales basada en la creación de Dr. Seuss, la productora Illumination (Mi villano favorito) creyó oportuno revivir al malhumorado duende navideño de pelaje verde. Pero esta vez en clave de animación colorida y exclusivamente para niños, con un humor físico e inocente en la línea de los Minions y con Danny Elfman a cargo de la banda de sonido original. Si bien El Grinch es una película infantil despareja, el resultado es más que aceptable. Los directores Yarrow Cheney y Scott Mosier se encargan de contar la historia de esta especie de duende que se roba la Navidad de Villaquién, el pueblo de los Quién. La novedad es que la película recurre a la infancia del personaje en un breve flashback para explicar el motivo por el cual odia la Navidad y todo lo que significa. Alejado en lo alto de la montaña vive el Grinch, que se encierra en su casa con su perro Max (que es también su sirviente) a esperar a que pasen las fiestas que más detesta. Cada vez que baja al pueblo, mira con odio a todo el mundo y hace maldades, como romper muñecos de nieve o no ayudar a una señora en el supermercado. Harto de todo ese espíritu festivo y familiar, decide hacerse pasar por Papá Noel, robar un trineo, unos renos y arruinarles la Navidad a los Quién. Para eso, pone en marcha su plan malévolo, que consiste en ir casa por casa a quitar todos los adornos, regalos y arbolitos. La contraparte está a cargo de la niña Cindy-Lou, que quiere hablar con Papá Noel para pedirle que ayude a su sacrificada madre soltera, que además de trabajar tiene que cuidar a sus dos hermanos menores. En la unión inesperada entre el Grinch y Cindy-Lou está la clave del filme. Los que piensan que el Grinch es lo opuesto al espíritu navideño están equivocados. En realidad no es más que un personaje tramposo, que al final viene a reforzar ese espíritu que supuestamente combate. El Grinch es quizás el personaje más navideño después de Santa Claus. En el fondo, no es tan odioso, ni tan antipático, ni tan malvado. El Grinch no odia la Navidad, odia su soledad. He aquí su aprobación. Justamente, en su mensaje de amor, bondad y reconciliación con el prójimo es donde radica la grandeza del relato.
Vivir la ideología La imagen perdida es un documental en el que el director Rithy Pahn relata la historia de uno de los sucesos más violentos en la historia de Camboya. Es sabido el privilegio que tiene el discurso del testigo, del que estuvo en el lugar de los hechos, del que lo vivió para contarlo. El testimonio del que sufrió en carne propia un hecho atroz es algo irrefutable, que no se puede criticar. ¿Quiénes somos nosotros para cuestionar una “verdad” así? En La imagen perdida, Rithy Pahn, el prestigioso documentalista camboyano, relata la historia, en voz en off y en primera persona, de la toma del poder del régimen comunista de los Jemeres Rojos en Phnom Penh, capital de Camboya, el 17 de abril de 1975. Es decir, la instauración de la Kampuchea Democrática. ¿Cómo filmarlo? Pahn hace un más que interesante trabajo plástico, en el que reconstruye las imágenes (perdidas) del horror con figuras de arcilla, muñequitos como de plastilina que representan a los personajes “borrados”, la parte que falta del lamentable hecho histórico. A esto lo mezcla con un invaluable archivo de imágenes, sin duda lo más importante y destacado del filme. Los habitantes de Phnom Penh fueron enviados a campos de concentración. Todas sus pertenencias fueron confiscadas. El comunismo usó el hambre como un instrumento de control (el principal y más eficaz). Los burgueses, los intelectuales y los capitalistas fueron reeducados o destruidos. Las escuelas se convirtieron en centros de exterminación. Toda la sociedad se organizó de forma colectiva y militar en unidades de trabajo. Todos debían abrazar la condición proletaria. La pala era el bolígrafo y el campo de arroz el papel. La práctica tenía que estar al servicio de la teoría. Phnom Penh era un laboratorio de ideología. El problema del cine político es que casi siempre cae en la manipulación. La imagen perdida está confeccionada para dirigir la emoción del espectador en una sola dirección. El uso que hace de la música, por ejemplo, va marcando lo que el espectador tiene que sentir, mientras el narrador va diciendo “yo estuve ahí”, “yo lo otro”, “yo lo vi y aquí estoy para contarlo”. Llega un momento en que todo ese regodeo testimonial con música de fondo empalaga. Está bien, y es necesario, que el director recuerde el genocidio camboyano y que restituya con ingenio las imágenes perdidas de la violencia y la represión del régimen. Pero más que un intento por reflexionar y comprender lo sucedido en su contexto, se habla del pasado desde una perspectiva del presente. Al basarse en un testimonio, La imagen perdida se convierte en una mera ficción en primera persona.
El subgénero slasher (anglicismo que significa cuchillada o corte) es muy simple en su premisa y muy difícil en su ejecución. Simple porque cuenta con pocos elementos (la máscara, el cuchillo, la música) y el argumento siempre es el mismo: un asesino enmascarado mata a jóvenes con un cuchillo. Difícil en su ejecución porque hay que conocer muy bien este subgénero para combinar con creatividad sus escasos elementos y hacer que la trama resulte interesante. Hell Fest: Juegos diabólicos es un buen slasher justamente porque su director Gregory Plotkin demuestra conocerlo (prueba de ello son las ingeniosas citas a clásicos como Carnaval del terror, Los extraños y Halloween de John Carpenter, entre otros) y porque se las ingenia para no hacer una película mecánica y de fórmula. Vale aclarar que es imposible que un slasher no parezca de fórmula, ya que en su esencia lo es. Que la historia transcurra durante la noche de Halloween marca una referencia obvia y obligatoria. Esta vez, un asesino serial con una máscara escalofriante convierte un parque temático de terror en su recreo personal, aterrorizando a un grupo de amigos que intentan salvar sus vidas y las de los otros clientes, quienes creen que todo es parte del espectáculo. Por lo general, en los slashers las víctimas son demasiado idiotas. Hell Fest: Juegos diabólicos no es la excepción, y quizás esa marcada característica de los personajes pueda confundir. Pero a medida que el filme avanza va ganando en profundidad, en dramatismo, en seriedad. Si bien su trazo grueso hace pensar que se trata de otra tonta película de sustos, son los momentos más concentrados los que demuestran la inteligencia del realizador para generar tensión y que dan la pauta de que estamos ante un filme bien ejecutado. Plotkin compone un par de planos hipnóticos y le da a los personajes y a la historia el tiempo necesario para que el suspenso y la desesperación crezcan, y para que el espectador vea cómo el asesino juega con sus víctimas. Hell Fest: Juegos diabólicos está filmada con solvencia y hace un uso inteligente de los colores y la música, que contribuyen a que el laberinto en el que se pierden los personajes en ese parque temático llamado Hell Fest sea verdaderamente terrorífico. Una película simple, directa y efectiva, casi como el filo de un cuchillo.
La nueva Halloween tenía todas las de perder. La confianza en el director David Gordon Green y en la productora Blumhouse, sobre todo por parte de cinéfilos y críticos especializados, era muy baja, y las tibias expectativas venían más por el lado de algunos fanáticos de la franquicia y del cine de terror. Pero, para sorpresa de muchos, la secuela actualizada del clásico de John Carpenter, que el pasado 25 de octubre cumplió 40 años, tiene la fuerza de los brazos de Michael Myers, la eficacia de su cuchillo y la firmeza de sus pasos amenazantes. Se podría decir, sin miedo a sonar excesivamente entusiasta y sin ánimo de alarmar a los carcamanes ilustrados de la crítica vernácula, que el mérito de Halloween (2018) es triple. El primero es la dirección de David Gordon Green, a quien no le tiembla el pulso a la hora de mejorar el filme sagrado de Carpenter. Sí, leyó bien, mejorar, porque ya se sabe que las condiciones en las que se hizo la primera fueron poco favorables: contó con un presupuesto de apenas 325.000 dólares, por ejemplo. Por lo tanto, John Carpenter y Debra Hill (guionista, productora y entonces pareja del director) tuvieron que apostar todo al ingenio cinematográfico: recurrieron a la fotografía de Dean Cundey, a la música compuesta por el propio Carpenter y a la austeridad de la historia, cuya brevedad sólo daba para un corto: un asesino serial escapa del neuropsiquiátrico y regresa a su barrio (el mítico Haddonfield) a matar niñeras, en especial a una: Laurie Strode, interpretada por Jamie Lee Curtis, la primera reina del grito y santa patrona de las final girls, que en la nueva película vuelve a ponerse en la piel de una ya veterana Laurie, más aguerrida que nunca, dispuesta a hacerle frente a su opuesto, a su doble en versión malévola, a su archinémesis, la otra cara de la misma moneda, el icónico psicópata de la máscara blanca. Con esos pocos elementos había que hacer una película, y vaya si la hicieron. Carpenter hizo una obra maestra concentrada en la puesta en escena, se dio cuenta de que al género le faltaba profundidad de campo y lentos movimientos de cámara, y que había que jugar más con el plano subjetivo, hacer tiempo con el plano secuencia, incorporar un par de gags efectivos e inyectarle a cada rato las escalofriantes melodías compuestas para la ocasión. Todos simples recursos que contribuyeron a que se generara ese suspenso a prueba de balas y esa atmósfera tan particular y característica. David Gordon Green, en cambio, contó con más dinero (aunque no mucho más que el equivalente de aquel entonces) y con un equipo técnico más grande y profesional. Las condiciones de producción de Halloween en 2018 fueron muy distintas a las de Halloween en 1978. También está de más decir que los tiempos cambiaron, así como el cine y los espectadores. Esto nos lleva a su segundo mérito: Gordon Green hizo una película exclusivamente para un público nuevo y moderno, sin dejar de respetar las reglas básicas del slasher, el subgénero que Carpenter patentó con la primera versión. El resultado está a la vista: la nueva Halloween es arriesgada, potente, brutal y sólida como el silencio desesperante del loco Myers. Esto último nos lleva, a su vez, al que podríamos llamar su tercer mérito: la flamante secuela es una carta de amor a la original, misiva fílmico-amorosa que viene con la firma de puño y letra del maestro Carpenter, quien dio el permiso para que los nuevos guionistas se saltearan todas las secuelas realizadas hasta ahora y retomaran la historia desde la fatídica jornada del 31 de octubre de 1978. Hay que destacar también la desafiante cuestión de fondo que plantea la película. En principio, habría que decir que por primera vez se invierte la persecución de los dos personajes principales. Si siempre se creyó que era Michael Myers quien perseguía a Laurie Strode, Gordon Green se encarga de invertir la lógica de la trama tradicional: ahora es Laurie Strode quien persigue a Michael Myers. Con esta sola decisión basta y sobra para catalogarla de revolucionaria, al menos dentro de su propio universo, por el simple hecho de que da vuelta el punto de vista y cambia el sentido de la historia. Otro riesgo que toma la película es el polémico giro que amaga dar con el Dr. Sartain, el personaje interpretado por Haluk Bilginer. En un momento, el Dr. Sartain, junto al Sheriff Hawkins (Will Patton) y Allyson (Andi Matichak), el personaje adolescente principal, se dirigen en la camioneta de la policía a la casa fortificada de Laurie cuando ven a Michael caminando por una vereda. Hawkins acelera y lo choca de frente, y, al intentar dispararle con su pistola para asegurarse de que el enmascarado esté bien muerto, sucede lo inesperado: el Dr. Sartain hace algo que más vale no revelar. El falso giro (falso porque no llega a consumarse) plantea al menos dos cosas importantes: abre una posibilidad hasta ahora nunca experimentada por la franquicia, que consiste en el traspaso del mal a través de la máscara (es decir, el mal existe y es contagioso, transmisible); y coquetea con ser una saga de terror en clave de superhéroes, o, mejor dicho, una saga con los códigos del universo de los superhéroes. El Dr. Sartain parece salido de un cómic, y el momento señalado se parece bastante al del nacimiento de un villano. La nueva Halloween significa, además, el triunfo de tres generaciones de mujeres: la de la abuela, la de la madre y la de la hija. Las mujeres acá ya no son víctimas inocentes como en el pasado, sino luchadoras convencidas y fuertes, que le hacen frente al mal y lo vencen. El empoderamiento femenino es claro. Y el plano final es puro misterio, puro suspenso, puro símbolo de época.
Toda segunda parte tiene como desafío superar a la primera, o al menos introducir sutiles cambios como para marcar cierta diferencia. Escalofríos 2: Una noche embrujada podría haber sido una atractiva secuela para adolescentes, pero la película dirigida por Ari Sandel, basada en los libros infantiles de R. L. Stine, carece del desparpajo visual, de la soltura narrativa, de la gracia de los personajes y del sentido de la aventura de la primera. Si Escalofríos (2015) recurre a los efectos digitales para sorprender y entretener, acá los efectos son más analógicos, casi como en las películas de terror de antes, cuando no existían las computadoras y los actores y actrices se tenían que disfrazar de monstruos. Quizás esto puede ser un punto a favor, ya que no hay saturación de imágenes digitales. Pero no reside ahí el problema del filme, sino en su falta de rigor, de ingenio, de matiz. La nueva historia es más predecible, con gags que no hacen gracia y escenas y diálogos que subestiman al espectador joven. El protagonista es el muñeco de ventrílocuo llamado Slappy, que cobra vida después de que unos niños, Sonny y Sam, abren un misterioso libro en una casa abandonada. Hay también una madre que nunca se entera de lo que pasa y una hermana mayor que se une a los niños para deshacerse del muñeco. Al principio, Slappy parece amistoso, ya que ayuda a los chicos con algunos problemas que no pueden resolver. No obstante, el muñeco muestra muy pronto su verdadera intención: formar una familia. Ante la negativa de los niños, Slappy decide darle vida a la noche de Halloween, ayudado por una torre de Tesla. Es así que objetos inanimados se convierten en monstruos con vida: brujas, hombres de la nieve, calabazas parlantes y tarántulas gigantes empiezan a invadir el barrio. R. L. Stine vuelve a estar interpretado por Jack Black, aunque sus pocos minutos en pantalla no aportan mucho. Otro punto negativo es que la película se parece a un capítulo de esas típicas series de televisión de canales infantiles. En la primera Escalofríos, los personajes del libro salían a la realidad; acá son los personajes de la realidad los que se meten en el libro. Es decir, en la anterior la ficción influía en la realidad, y acá la realidad influye en la ficción. La película tiene algún momento de suspenso logrado, e intenta decir algo sobre el horror que significa la página en blanco. Pero le falta creatividad para cumplir su propósito.
Desde la sinopsis sabemos que el punto de vista de Pie Pequeño se invierte: no es el ser humano quien descubre a Pie grande, es Pie grande quien descubre al ser humano. La película asumirá la visión de los yetis que viven en lo alto del Himalaya, aunque por momentos también asumirá el punto de vista de Percy, el humano que quiere filmar a las enormes bestias peludas para hacerse famoso. Los yetis viven en una sociedad cuyo sistema de creencias se basa en unas piedras que son como sagradas escrituras, una concepción del mundo ancestral que fue pasando de generación en generación, y cuya verdad no puede ser cuestionada bajo ningún concepto. Pero en la comunidad de las bestias hay algunos que dudan de la versión oficial, se hacen preguntas y cuestionan al jefe de la tribu. También está Migo, el yeti protagonista que un día se encuentra sin querer con un hombre que cae de un avión en la montaña nevada. Cuando Migo lo ve, se da cuenta de que se trata de un “pie pequeño”, como le llaman a los humanos. El problema es que, supuestamente, los humanos no existen para las piedras sagradas, y cuando Migo llega a la aldea e informa que acaba de ver a un pie pequeño, la noticia cae como una bomba. La presentación de la comunidad yeti y de cada uno de los personajes tiene el ritmo justo para que la historia fluya sin problemas, como tiene que ser en las buenas animaciones de aventuras. La trama incorpora, además, escenas musicales y unos pasos de comedia física que son un gran acierto. Lo bueno de Pie Pequeño es que, a pesar de su fuerte apuesta política, siempre es una película para chicos, y los adultos que los acompañen serán testigos del didactismo ameno y ejemplar con el que se explica la importancia del conocimiento, de cuestionar lo establecido, lo naturalizado. La escena del rap del patriarca de los yetis para explicarle a Migo por qué es importante mantener la creencia en las piedras sagradas es el momento más radical y complejo, ya que se ponen en tensión dos concepciones del mundo, y se deja al descubierto el revés de la trama, la verdadera Historia. El discurso del jefe le da a la película un giro conciliador, optimista, que apuesta y cree en la bondad de las personas. Pie Pequeño es una animación necesaria para nuestros hijos, porque enseña que cuestionar te hace conocer, y que en vez de sumergir las dudas, hay que hacer preguntas.