Se pueden quedar tranquilos, Han Solo: Una historia de Star Wars es una épica espacial con momentos arrolladores, a la altura del mito creado por George Lucas. La película dirigida por Ron Howard se encarga del nacimiento de los personajes más carismáticos y entrañables de Star Wars, y el resultado es más que satisfactorio. La principal sorpresa es el actor Alden Ehrenreich en el papel de Han Solo, que hace que nos olvidemos por unas horas de Harrison Ford, quien parecía irremplazable en el papel del contrabandista y mercenario rebelde más famoso de la galaxia. Ehrenreich se gana el corazón del público con carisma y talento, y logra que identifiquemos de inmediato al personaje con su rostro, con sus poses, con su optimismo capaz de cruzar las fauces del universo montado en el Halcón Milenario como si estuviera yendo a comprar pan. El filme cuenta, además, con un Chewbacca más querible que nunca, con personajes secundarios que encajan en la historia a la perfección, con una Emilia Clarke (en la piel de Qi’ra) que logra transmitir varios sentimientos (miedo, desconfianza, tristeza, enamoramiento), y con un Woody Harrelson correcto como siempre (en el cuerpo de Tobias Beckett). Si bien la película es un spin-off, funciona también como una precuela, ya que la historia retrocede en el tiempo para contar la juventud de Solo, es decir de dónde viene, cómo es que llega a donde llega, cómo conoció a su mejor amigo, de dónde salió la nave en la que viajan. Han Solo: Una historia de Star Wars es una sólida película de aventuras con look de western galáctico posapocalíptico, que hasta coquetea con el género bélico. Howard demuestra tener pulso para la aventura y tacto para distribuir el humor. Los efectos especiales casi no se notan, todo parece físico y analógico. Las escenas de acción son vibrantes y las coreografías transmiten el vértigo justo y necesario. Mientras que las clásicas partituras de John Williams, a cargo de John Powell, se inmiscuyen imperceptibles pero efectivas. Lo mejor del filme es que se preocupa por distinguir el bien del mal, los buenos de los malos, porque entiende que la ética es importante. Han Solo sabe muy bien a quién tiene que defender y por quién tiene que luchar, y no teme salir a robar para sobrevivir. Han Solo: Una historia de Star Wars es ejemplar porque está claramente del lado de los desposeídos; porque lucha por la igualdad de género; porque confía en la bondad de sus personajes y porque es esperanzadora. Han Solo realmente no está tan solo y ahora tiene una misión importante. La historia seguramente continuará en otra entrega. Pero la leyenda ya la conocemos.
Las películas de Jason Reitman y la guionista Diablo Cody (La joven vida de Juno) tienen temas y elementos constantes: la maternidad, las relaciones de pareja, la clase media en crisis, la dificultad de la rutina y la cotidianidad. Y en el centro de sus historias aparece casi siempre la mujer embarazada. En Tully, el tándem Reitman-Cody y la actriz Charlize Theron (con quien ya trabajaron en Adultos jóvenes, 2011) vuelven a entregar una historia de tono intimista con una madre abnegada que tiene que lidiar con su rutina. La protagonista es Marlo (Charlize Theron), una mujer que, a punto de tener su tercer hijo, renuncia a todo para criar a sus dos niños en edad escolar, uno de ellos con necesidades especiales, y dedicarse a la casa mientras el marido trabaja, un marido un tanto despreocupado y poco colaborador, aunque buen tipo. La película retrata al detalle la dura situación de esta mujer, cómo tiene que arreglárselas con las dificultades que se le presentan día a día, desde llevar a la escuela a los niños hasta darles de comer. Marlo se siente vacía, está devastada y triste, el ser madre la supera. El director muestra lo difícil que es la maternidad, pero lo que parece una crítica de la triste situación de Marlo es sólo un artilugio narrativo para defenderla, para elogiar secretamente un sistema de creencias reaccionario, propio de la clase media estadounidense. La solución de Marlo llega cuando su hermano pudiente y cool le ofrece pagarle una niñera nocturna. Y cuando la niñera se presenta, la vida de Marlo cambia completamente. El nombre de la joven que se encargará de cuidar a la beba es Tully (Mackenzie Davis), una muchacha con energía, buena onda, trabajadora, amable, comprensiva. La química inmediata que se crea entre las dos mujeres, sus diálogos, cómo se van conociendo y haciéndose amigas, es un punto a favor del filme. Al comienzo parece un gran acierto que el nombre de la película no sea el de su personaje principal sino el del personaje encarnado por Mackenzie Davies. Sin embargo, por un giro cobarde del guion en el tramo final, que más vale no revelar, Tully termina siendo una película convencional, extremadamente conservadora, que reproduce el ideal de una clase social determinada y que cree que lo que le pasa al personaje de Theron es lo mejor que le pudo haber pasado. Jason Reitman y Diablo Cody no toman el mínimo riesgo, no se animan a patear el tablero y prefieren la comodidad de una película bien actuada, con el objetivo de levantar el ánimo de madres deprimidas que quieren volver a ser libres y felices como lo fueron en la juventud.
El tema que aborda Rescate en Entebbe es complejo y cualquier posición que la película tome, o cualquier punto de vista que asuma, conllevará, necesariamente, una polémica. Sin embargo, dejar claro de qué lado se está nunca es algo que esté mal. Lo que está mal es que se pretenda una supuesta objetividad (siempre mentirosa) con un tema que requiere mucho compromiso y responsabilidad histórica. La película dirigida por el brasileño José Padilha (Tropa de élite) trata sobre el secuestro en 1976 del vuelo 139 de Air France, que se dirigía de Tel Aviv a París, y de la misión de rescate decidida por el gobierno de Israel. El filme se explaya con un aceptable manejo del suspenso en esos días de junio en Entebbe, Uganda, lugar donde los secuestradores obligaron a aterrizar el avión con el objetivo de cambiar rehenes por presos palestinos. José Padilha tuvo la oportunidad de darles voz a los palestinos, pero todo el tiempo evade tal responsabilidad, la soslaya, y el trato que les da es siempre superficial, secundario, como si no le importara demasiado sus opiniones, sus motivos, sus razones. La película minimiza la participación de los palestinos, y por momentos hasta los ridiculiza, como cuando uno de los rehenes le dice a un secuestrador que un ingeniero vale más que 50 revolucionarios. Padilha solamente se limita a poner el foco en dos de los cuatro secuestradores: el personaje interpretado por Daniel Brühl y el encarnado por Rosamund Pike, la única mujer del grupo de revolucionarios. Y si bien los muestra esencialmente buenos, el detalle de que sean alemanes y no palestinos no es para nada menor, y sirve como un indicador más de la posición del filme. Por supuesto, Rescate en Entebbe está técnicamente bien lograda. El uso de la música es destacable por cómo funciona en la trama, por cómo se inmiscuye en la historia para que la tensión sea más vibrante; la fotografía con ese toque vintage es prolija y hace que todo se vea bien; la edición tiene ritmo (aunque haya momentos en que el relato se centre en las dubitaciones de los hombres de la política de Israel, cuando no saben si atacar o negociar); y las actuaciones son correctas. Pero el problema es el punto de vista de la película, al que se podría considerar como un tanto irresponsable. Basta ya de aprobar películas mentirosas, que se pretenden objetivas, de mirada aséptica, portadoras de la verdad y que no hacen más que tergiversar los hechos. Creer que la ética no importa en el cine es no tener en cuenta las enseñanzas que nos ha dado en sus más de 100 años de historia.
En 2008 se estrenó Los extraños, escrita y dirigida por Bryan Bertino y protagonizada por Liv Tyler y Scott Speedman. El filme sorprendió a la crítica porque le insuflaba vida a un subgénero del terror que parecía muerto: el slasher. La historia es sobre una joven pareja que, después de una aparente discusión en una fiesta, llega a la casa de un amigo a pasar la noche. De pronto, alguien golpea la puerta y empieza una pesadilla que tiene a tres enmascarados como los encargados de matar sin motivos. Los extraños subía la vara del suspenso con elementos mínimos y una comprensión cabal del género, que consiste en no mostrar jamás el rostro de los enmascarados, en hacer que no articulen palabras (salvo la joven que toca la puerta y pregunta por Tamara, la famosa frase de la película), y, fundamentalmente, que no haya motivos ni explicación alguna para ejercer el mal. Diez años después llega Los extraños: Cacería nocturna, que no es una secuela ni una precuela. Si bien se podría interpretar como que la película comienza desde el final de la anterior, lo que hace Johannes Roberts, su director, es filmar de nuevo aquella película de 2008, aunque en lugar de una pareja pone a una familia (integrada por el padre, la madre y sus dos hijos adolescentes) como la víctima de los enmascarados aficionados a las armas blancas. El resultado es una maravilla cruel más autoconsciente y más anclada en la tradición que representa. El gran logro de la película es que expresa simultáneamente una idea del mundo y una idea del cine. Los enmascarados matan con canciones pop de los ‘80 mientras la bandera de los Estados Unidos flamea en el fondo del plano. La película sabe, además, dónde está parada. Allí están, por ejemplo, las referencias más obvias: John Carpenter (Halloween y Christine), La masacre de Texas, Martes 13, entre muchas otras. El filme renuncia en todo momento a ser una película perfecta. La acumulación de finales es necesaria porque no le interesa esquivar los lugares comunes del género. Lo que hace es hundirse, orgullosa, en ellos, para sacarle hasta la última gota de sangre. Es genial cómo usa el hit de Bonnie Tyler: Total Eclipse of the Heart. La escena de la pileta es de esos momentos que quedan grabados en la memoria del espectador y que justifican el precio de la entrada. Los extraños: Cacería nocturna se acerca mucho a eso que François Truffaut llamaba “la dicha de hacer cine”. Es una película que exuda cinefilia clase B y que lleva en las venas a los grandes clásicos del terror moderno. Una película que, detrás de su crueldad explícita, esconde un amor inconmensurable por el cine.
En Amantes por un día, el director francés Philippe Garrel continúa buceando en las relaciones de pareja como en sus dos películas anteriores, y completa una trilogía única sobre el amor y la fidelidad. Una alumna se escapa del aula y se queda esperando en un pasillo. Un profesor se encuentra con la alumna y se van al baño a amarse. Jeanne llega llorando a casa de su padre después de cortar con su novio. El padre es Gilles, el profesor, quien vive con Ariane, la alumna mucho más joven que él. Así empieza Amantes por un día, la nueva película de Philippe Garrel, algo así como una leyenda viva del cine francés. Ariane y Jeanne tienen la misma edad (23 años), y la convivencia entre los tres da inicio a uno de esos típicos tríos garreleanos que ponen sobre el tapete el tema de la infidelidad. En este caso, la película cierra lo que sería la trilogía en blanco y negro y de corta duración integrada además por La jalousie y A la sombra de las mujeres. Ninguna de las tres películas supera los 80 minutos y todas están rodadas en poco tiempo, como si hubieran sido concebidas en una sola escena larga; tres historias que se explayan sobre el amor y las relaciones de pareja, y todo en un tono espontáneo, natural, con una sencillez que sólo pueden alcanzar los viejos sabios como Garrel. “¿Qué es la fidelidad?”, le pregunta Jeanne a su padre. “Nadie lo sabrá nunca”, le responde. No sería descabellado pensar que el profesor de filosofía es el alter ego de Garrel, uno de los primeros hijos de la Nouvelle vague, sobreviviente del Mayo del ‘68, de las drogas, de la tortura con electroshocks. Garrel es un director que pertenece a una generación devastada por el fracaso de la revolución, pero que aún tiene algunas cosas para decir, y con un optimismo propio de los titanes de la vida. Sus últimas películas son una apuesta por el futuro y los buenos sentimientos, como si en sus años maduros lo único que le interesara fuera el amor y el mundo de los jóvenes, y como si lo único que deseara fuera la reconciliación con ese pasado traumático para soportar el presente. Amantes por un día es una película de un clasicismo diáfano, que cuenta una historia simple, en cuya pequeñez reside, justamente, toda su grandeza. La sencillez hace más claro el optimismo del director en las nuevas generaciones (los hijos son la esperanza) y su fe en el amor, lo único que nos puede salvar. La cita es impostergable, y sería una imprudencia y una falta de respeto calificarla con menos de cuatro estrellas. El gran director francés es un alquimista de los estados de ánimo, un maestro de las sutilezas y los detalles, un grande del cine de todos los tiempos. Garrel sigue vigente.
Lo que hace digna a Rampage: Devastación no son tanto sus personajes gigantescos como su conciencia de la tradición de cine de monstruos en la que se inscribe. La película es un blockbuster colosal que no pretende otra cosa más que entretener. El argumento es básico: las muestras en contenedores del proyecto Rampage, unas combinaciones genéticas cuyo efecto es el crecimiento acelerado, caen a la Tierra desde una base satelital y afectan a un lobo, a un gorila y a un cocodrilo (los tres personajes del popular arcade de la década de 1980 en el que está basada la película). Una vez convertidos en monstruos enormes, los animales se encargan de destruir Chicago. Pero el monstruo más importante es Dwayne “The Rock” Johnson, que interpreta a Davis Okoye, un experto en primates. El actor/personaje pega fuerte, pelea, hace reír y entretiene a base de músculos anabolizados y carisma. La Roca vuelve a cumplir al pie de la letra con su papel de mole que se carga al hombro la acción. El preferido de Okoye es un gorila albino llamado George, con quien tiene una relación especial. Y es George uno de los afectados por el patógeno caído del cielo. Para colmo, hay unos personajes que quieren apoderarse del experimento para hacerse millonarios. La buena noticia es que existen unos antídotos que Okoye deberá conseguir, ayudado por una científica, para detener a las fieras rabiosas. El director Brad Peyton, quien ya trabajó con La Roca en Terremoto: La falla de San Andrés y Viaje 2: La isla misteriosa, se declara fanático del videojuego de la empresa Midway Games y no hace más que llevarlo a la pantalla de la manera más escandalosamente ruidosa. Y su acierto es que lo conecta con algunas películas clásicas de monstruos, como King Kong y Godzilla. Si bien Rampage: Devastación es un espectáculo digitalizado con más corazón que cerebro, lo bueno es que es un entretenimiento hiperbólico sin pretensiones, que juega a ser lo que es, que se divierte y se toma la libertad de no tomarse en serio. Es cine de acción mutante extra grande, que apuesta por el talle XXL porque lo único que quiere es romper todo y reventar la taquilla.
Hay veces que las llamadas películas infantiles se permiten ciertas libertades fáciles de detectar por el adulto, libertades apenas escondidas en personajes y en situaciones inocentes. Las travesuras de Peter Rabbit se hace interesante gracias a esos momentos intervenidos casi siempre por personajes simpáticos. ¿Qué decir del gallo que se lamenta por un nuevo amanecer y que la vida siga su curso un día más? Este es un personaje que desencaja en la historia dirigida a toda la familia. Pero la clave está en hacerlo gracioso, como para que no se note el trasfondo pesimista de lo que está diciendo. Las travesuras de Peter Rabbit tiene como protagonistas a unos conejos liderados por el joven conejo Peter, que todos los días entran sin permiso a la huerta del señor McGregor (Sam Neill) a robar frutas y verduras. El anciano trata de combatirlos tendiéndoles trampas o ahuyentándolos. La guerra está declarada, y cada vez que McGregor atrapa a uno de ellos aparece la vecina Bea (Rose Byrne), una artista de dudoso talento que ama a los conejos, para rescatarlo. En una de esas correrías en la huerta, el señor McGregor fallece y la casa queda, como herencia, para su sobrino Thomas (Domhnall Gleeson), un obsesivo del orden y la limpieza que trabaja en una juguetería de Londres. Cuando Thomas viene a conocer la propiedad de su tío abuelo para venderla, se encuentra con los animales librando una fiesta épica. Pero Thomas conoce a Bea y se enamoran. Y el conejo Peter se ve en la obligación no sólo de echar al nuevo intruso, ya que considera a la huerta como un terreno propio, sino de hacer todo lo posible para que no conquiste a Bea. Así queda conformado un triángulo amoroso inesperado y divertidísimo, donde prima el gag físico, las escenas desopilantes y esa inocencia propia de las fábulas infantiles. Lo más interesante del filme dirigida por Will Gluck, y basado en los cuentos infantiles ingleses de Beatrix Potter, es cómo desplaza el centro de la trama (la conquista de la huerta para obtener alimentos) hacia ese costado amoroso de terceros en discordia en el que termina, que involucra al conejo digitalizado con los dos personajes humanos principales. Si bien tiene muchos momentos burdos y diseñados para cumplir con las reglas básicas de los productos para niños, la película gana cuando pone el foco en la feroz pelea entre Peter y Thomas, siempre a espaladas de Bea. Es cierto, hay un poco de violencia atenuada por el humor y la ridiculez, y también hay algún que otro mensaje para adultos. Pero también hay auténtico entretenimiento y escenas hilarantes.
Hay varias cosas para decir de Tomb Raider: Las aventuras de Lara Croft. Lo primero es que de entrada se anota un punto a favor al demostrar que tiene muy claro su origen de videojuego y su espíritu aventurero. Alicia Vikander, la sucesora de Angelina Jolie en el papel de Lara Croft, se luce como la heroína edípica que lucha mano a mano contra los malos de turno. Es fascinante ver cómo el personaje supera obstáculos y se carga la película al hombro. El resultado es como si estuviéramos presenciando un videojuego influenciado por la saga Indiana Jones y ciertos cómics de superhéroes. Verla a Vikander correr, saltar, tirar patadas y piñas y flechas, y hacer acrobacias imposibles en situaciones extremas es un reconfortante deleite cinematográfico. La película dirigida por Roar Uthaug, que es el reinicio de la saga que debutó en cine en 2001, entiende la esencia lúdico-aventurera de la historia y entrega un entretenimiento efectivo y complaciente. Pero Tomb Raider no se queda sólo con esto y se conecta, además, con otra tradición de cine importante: la de películas de acción interpretadas por mujeres fuertes. Lo malo es que no deja de ser un producto nacido del mercado de Hollywood, lo que también la convierte en una película insignificante, intrascendente, olvidable. Y lo que la baja aún más es que acentúa los vicios de la industria. Por ejemplo, la música exagerada para realzar algún momento dramático, y la detención de la acción para que la protagonista llore o para que afeite al padre. Por querer humanizarla, la edulcoran hasta tornarla empalagosa y ridícula. La historia muestra a una joven Lara que no puede superar el abandono de su padre, de quien se desconoce el paradero. Hasta que descubre el motivo de la desaparición de su progenitor y se va a buscarlo a una lejana y misteriosa isla donde tendrá que enfrentarse a tipos jodidos y armados hasta los dientes, liderados por Mathias Vogel (Walton Goggins). La aventura y la acción están sobre la mesa. Y lo bueno es que Croft/Vikander nos lleva de la mano a ese lugar tremendo y nos divierte en el camino. Lo mejor de la película es cuando deja al descubierto el mecanismo del género, cuando deja a la vista los engranajes de la acción, la cuestión estrictamente formal. Por ejemplo, cuando Lara tiene que hacer malabarismos para no caerse del fuselaje de un avión que pende de una cascada. Vencer un obstáculo para enfrentarse a otro inmediatamente después, y así, mientras la adrenalina crece, hasta casi el infinito. Los momentos como ese o aquellos en los que ella está sola, tratando de zafar de algún peligro o corriendo, son los mejores, porque representan al género en estado puro, auténtica acción desesperante. Sí, es una película que probablemente no quede en la memoria del espectador, pero es muy entretenida.
Quizás quede un poco desfasado el estreno de Tropa de héroes, una película que viene a glorificar el accionar de un grupo de soldados que llega a tierras afganas días después del ataque a las Torres Gemelas, con el objetivo de contraatacar y tomar Mazar-i-Sharif, el principal nido talibán. Más allá de su cuestionable punto de vista y de que huele a producción institucional-propagandística, la película dirigida por Nicolai Fuglsig (que bien podría tratarse de un testaferro cinematográfico de Clint Eastwood) es interesante porque apuesta por la acción más directa y contundente, y por la elaboración de escenas potentes y secuencias de combate bien aceitadas. Es justamente esta apuesta por el entretenimiento efectivo lo que la convierte en un intenso y atrapante filme bélico. Tropa de héroes cuenta la historia del primer equipo de las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos que viaja a Afganistán después del 11 de septiembre de 2001 para controlar Mazar-i-Sharif. Bajo el liderazgo del capitán Mitch Nelson, interpretado por Chris Hemsworth, el equipo debe trabajar con un caudillo afgano, el general Dostum (Navid Negahban), para derrotar a los talibanes y empezar a borrar a Al Qaeda de Afganistán. Entre los actores más reconocidos se encuentran también Michael Shannon (cuyo papel está desperdiciado) y Michael Peña, que no logra transmitir su gracia habitual. Los 12 soldados del título original (12 Strong) fueron los primeros en adentrarse en tierra talibán y empezar la guerra. Pero la particularidad de la hazaña militar fue el escaso número de hombres con el que contaban para una batalla sumamente arriesgada y difícil. Y no sólo eran pocos en número sino que además se encontraban en desventajas armamentísticas: fue un enfrentamiento entre soldados a caballo contra tanques de guerra, ametralladoras y misiles talibanes. La otra virtud de la película es que no se queda con la bajada de línea típica de las producciones patrioteras sino que, como el cine norteamericano más épico, se encarga de resaltar el heroísmo de los soldados, que en tres semanas resuelven el primer paso de la guerra en medio oriente. Es cierto, Tropa de héroes es demasiado favorable al ejército de los Estados Unidos. Pero lo que predomina, y se destaca, es la contundencia y el pulso de las escenas en el campo de batalla, y cómo el director se toma su tiempo para que sus personajes desarrollen la misión a medida que avanzan en terreno desconocido. El triunfalismo heroico del cine norteamericano parece una obligación. Y esta no es la excepción.
Noche de juegos es una comedia inteligente que combina humor y acción y es, a la vez, una especie de ensayo lúdico metaficcional para todo público. John Francis Daley y Jonathan Goldstein debutaron en la dirección con la hilarante Vacaciones (2015), una comedia familiar clásica que continuaba la famosa saga protagonizada en la década de 1980 por Chevy Chase. También fueron guionistas de películas como Quiero matar a mi jefe (2011) y Spider-Man: De regreso a casa (2017). Pero en Noche de juegos, su segunda película como directores, hacen otra cosa: se van a un terreno más autoconsciente, incluso más experimental, aunque sin salirse de la puesta en escena de una comedia de acción de Hollywood. La película es un ensayo lúdico entretenido y gracioso, un sofisticado artefacto metaficcional vestido de comedia mainstream sin sentido de realidad. Sin embargo, esto no es lo meritorio, ya que si fuera sólo eso, el público quedaría afuera. El verdadero mérito de la película es que también funciona como lo que se ve a simple vista, es decir como una disfrutable comedia de acción. Max (Jason Bateman) y Annie (Rachel McAdams) son una pareja de jugadores compulsivos y muy competitivos. Todas las semanas se juntan a jugar con sus amigos (dos parejas más) al Pictionary, el T.E.G., el Dígalo con mímica, entre otros. Un día regresa Brooks (Kyle Chandler), el hermano exitoso de Max y con el que siempre compitió, y les propone un juego distinto, que incluye a unos criminales falsos que lo van a secuestrar. Las parejas tienen que encontrarlo (a Brooks) una vez que lo secuestren. Pero todo se complica cuando descubren que lo que parece un juego en realidad no lo es. Brooks hace con sus amigos lo mismo que los directores hacen con los espectadores: les propone una situación falsa a la que tienen que tomar como verdadera. Los espectadores, como los personajes, saben que nada es cierto y que todo lo que sucede en la película es inverosímil, como el secuestro a modo de juego de Brooks. Pero aún así, el público, como los personajes, se deja llevar por la propuesta como si fuera de verdad, como si fuera verosímil. A pesar de que sabemos que todo es artificio, juego, autoconciencia, y que nada de lo que sucede es en serio, firmamos el contrato y nos entregamos a la propuesta. He ahí la virtud de la película, ayudada siempre por la música efectiva de Cliff Martinez, que la ubica en ese lugar de tensión necesario para que la historia fluya sin quebrar la atención. Noche de juegos es una comedia que, se lo proponga o no, intenta responder qué es el cine. O al menos deja la leve sensación de que intenta dar cuenta de las posibilidades de los géneros, de los límites de la ficción (o de su falta de límites), y de cómo la autoconciencia no altera la historia, por más que nada de lo que se cuente sea creíble.