Ámsterdam, la nueva película de David O. Russell, es la prueba de que el cine es otra cosa, y de que por más que una película tenga un elenco repleto de estrellas, una fotografía perfecta y una banda sonora exquisita, puede ser mala. El cine tiene poco que ver con la excelencia del rubro técnico y con la profesionalidad de los actores. El cine se acerca más a lo que un director hace con la historia que cuenta, lo que transmite, el efecto modificador que produce en el espectador. Russell cuenta una historia tan aburrida, enredada, vueltera, sin vuelo, sin sentido e incapaz de transmitir emoción alguna que no vale la pena verla ni cuando la pasen por el cable. Es probable que hasta los actores y actrices que participan en la película (Christian Bale, Margot Robbie, Anya Taylor-Joy, Rami Malek, John David Washington, Robert De Niro, Michael Shannon, Alessandro Nivola, Chris Rock, Mike Myers, Zoe Saldana, Taylor Swift, Andrea Riseborough, entre otros) se sientan avergonzados cuando tengan que incluirla en el curriculum vitae. Ámsterdam está hecha para el olvido, para ser rechazada por cualquier espectador que ame el cine o que tenga ganas de ir a ver algo que lo interpele, que lo emocione, que lo entretenga, que lo haga pensar, que le cambie la vida o se la haga amena por un par de horas. Si una película no logra alguna de estas cosas, no merece el tiempo del espectador. El disparador de la trama, ambientada en 1933 y en 1918, es el cadáver de un oficial importante al que Burt Berendsen (Christian Bale), un doctor con un ojo de vidrio, tiene que hacerle una autopsia porque hay sospechas, sobre todo de la hija (Taylor Swift), de que lo mataron por tener información sobre un complot fascista para derrocar al gobierno de Roosevelt. Luego aparecen el abogado Harold Woodman (John David Washington) y la enfermera Valerie Voze (Margot Robbie), quien les salvó la vida (tanto a Woodman como a Berendsen) en 1918, año en el que se conocen y se hacen amigos (entre Woodman y Voze también nace el romance). Así queda conformado el trío protagonista de la sátira conspiranoica de Russell, cuyo vaivén cómico se torna cansador y repetitivo, a tal punto que los actores empiezan a transmitir cierta incomodidad, como si se dieran cuenta de que están en una película carente de gracia y de alma. Ni siquiera el discurso antifascista que pronuncia el personaje de Robert De Niro logra transmitir la mínima emoción como para rescatarle algo a una película que no entrega nada interesante y que se enreda a cada rato en subtramas que no enganchan nunca. Russell supo hacer grandes películas, como su opera prima, Secretos íntimos (1994), en la que se anima a arriesgarlo todo con un argumento de incesto polémico, o como la maravillosa El lado luminoso de la vida (2012), en la que inmortaliza el desequilibrado romance entre los personajes de Bradley Cooper y Jennifer Lawrence. Pero en Ámsterdam el humor no hace gracia y la historia se demora muchísimo para decir algo que cualquier película decente lo dice a los cinco minutos. Da la impresión de que Russell quiso hacer su gran película norteamericana basada en la vida de un general que luchó para que en su país no se instalara el fascismo. Sin embargo, patina en una inane sátira política con elenco desperdiciado.
En la línea de películas de terror que trabajan con fórmulas y elementos de subgéneros ya conocidos, Sonríe es un prodigioso ejercicio de artesanía escrito y dirigido por el debutante Parker Finn, cuyo guion va de las películas de maldiciones al policial paranormal con doctora enloquecida como protagonista. Finn no hace nada del otro mundo ni nada que no hayamos visto antes, pero su desempeño es firme y efectivo. En Sonríe están trabajadas con pulso (y bien distribuidas) las referencias a las películas (sobre todo japonesas) con entidades malignas, dejando en el camino muchos suicidios sangrientos y momentos que meten más que un par de sustos. La terapeuta Rose Cotter (Sosie Bacon) recibe a Laura (Caitlin Stasey), una mujer desesperada que dice haber presenciado un suicidio y que, desde ahí, siente que algo con sonrisa escalofriante la persigue. La terapeuta hace un diagnóstico y le dice que se tranquilice, pero Laura enloquece y se suicida delante de Rose. Tras el violento episodio, la profesional se toma un descanso para recuperarse del estrés provocado por el brutal suicidio de la paciente. Pero, en vez de descansar, empieza a sentir las mismas cosas raras que sentía Laura, lo que la lleva a investigar el caso hasta que descubre algo aterrador. Rose vive con su prometido (Jessie T. Usher) y tiene una hermana (Gillian Zinser) con la que no se lleva bien. Además, sigue en contacto con su exnovio (Kyle Gallner), personaje clave en la historia. Uno de los aciertos de Sonríe es que, de entrada, plantea dos posibilidades interpretativas: por un lado, se muestra la muerte por sobredosis de la madre de Rose cuando esta era una niña. El plano con la mujer boca abajo abre la película, y deja en evidencia el trauma de Rose, quien ahora trabaja en el neuropsiquiátrico sin descansar lo suficiente. Por otro lado, está la vía paranormal, que se confunde con el terror psicológico y con lo que les sucede a los afectados por el ente maldito. ¿Es locura o se trata de una entidad demoníaca? Sin bien la película transita lugares comunes y abusa de ciertos recursos narrativos y golpes de efecto (que pueden llegar a cansar o a tornarse predecibles), Finn transita varios caminos sin desentonar, con vueltas de tuerca que funcionan y un suspenso in crescendo con un desenlace sumamente arriesgado. Sonríe es una película que perdurará gracias a sus escenas perturbadoras y a su convincente protagonista, y a cómo su director desarrolla una trama que, sin ser novedosa, se mueve con soltura por distintos subgéneros del terror sin perder el eje. Hay una escena en un cumpleaños que condensa toda la virtud de la película, una escena decisiva y memorable. La película a la que más recuerda es a la magistral Te sigue, de David Robert Mitchell, ya que en Sonríe los personajes también se tienen que ir pasando la maldición. Aunque acá la solución es que tienen que matar a alguien delante de otro personaje para que la entidad los deje de perseguir. Sonríe sabe manejar los elementos a su disposición, como la excelente música compuesta por Cristobal Tapia de Veer, que refuerza el malestar de la protagonista y el suspenso. Y lo que Finn hace al final es algo a lo que pocas películas mainstream se animan.
Hecha más de torpezas que de aciertos, La huérfana: El origen, precuela de la icónica La huérfana (2009), no logra redondear un relato efectivo y destacable como lo hizo la anterior, de la que conserva solo a su protagonista, la actriz Isabelle Fuhrman. Aunque cuenta con un par de escenas en las que el director William Brent Bell se permite cierta libertad que la salva de ser un bodrio total. El prólogo nos lleva a Estonia, 2007, a un neuropsiquiátrico en el que se encuentra Leena, una mujer con un enanismo proporcionado que detuvo su crecimiento alrededor de los 10 años. Leena puede parecer una niña, pero es una mujer de 31 años, una estafadora excepcional y una psicópata capaz de matar con un lápiz. Tan es así que no le lleva mucho trabajo escapar de la institución (dejando un reguero de sangre en el camino) y hacerse pasar por Esther, la hija desaparecida de los Albright, una familia adinerada compuesta por mamá Tricia (Julia Stiles), papá Allen (Rossif Sutherland) y Gunnar (Matthew Finlan), el hijo mayor. Leena/Esther y Tricia regresan en avión a su casa de Connecticut, momento en el que se muestran las primeras metidas de pata de la pequeña impostora. La llegada inesperada de Esther, tras cuatro años desaparecida, emociona al padre, quien más la extrañaba y a quien la “niña” no tardará en conquistar con su talento para la pintura y su habilidad para tocar el piano, lo que también prepara el terreno para giros descabellados y dosis de humor. El problema es que William Brent Bell toma decisiones tan apresuradas que parecen hechas como si no le importara mantener el realismo o la verosimilitud. Tampoco parece importarle quebrar el suspenso con muertes sin el mínimo rigor lógico, construidas con mucha bruteza. El comienzo con ese escape imposible de Leena, la rápida adopción y el viaje a Connecticut para encontrase con una familia que cree que es su hija desaparecida son decisiones que maltratan la buena predisposición de la audiencia, como si para el director esos detalles argumentales no fueran importantes en las películas de terror. Lo que le falta a La huérfana: El origen es más esfuerzo por entregar una historia que se sostenga durante sus 99 minutos y en la que se entiendan los pases de una escena a otra, el juego perverso de sus causas y consecuencias. Sin embargo, William Brent Bell también es capaz de sacar de la galera escenas que tienen cierta libertad y locura que hacen reír (en el buen sentido). El hecho de que la madre guarde un secreto más terrible que todo lo que hace Esther, le da pie a la película para cambiar el rumbo y meterse en algo más retorcido y malsano, hasta llevar a Tricia y a Esther, que además compiten por el amor de Allen, al techo incendiado de la casa con el fin de justificar un cierre insostenible por donde se lo mire. Isabelle Fuhrman cumple con su rol de mujer con aspecto de niña aterradora (con su clásico look de niña inocente con dos colitas al costado de la cabeza) y entrega un par de apariciones que provocan leves sustos. Y no hay mucho más en una película que se apoya en un guion con demasiados baches e inconsistencias lógicas.
Lo que determina que una película de terror sea buena es su precisión para localizar el mal. Muchas veces el verdadero monstruo no es el enemigo grotesco y poco verosímil que vemos en pantalla. Hay veces que los verdaderos monstruos son los personajes “humanos”, los que te invitan con amabilidad a casa o los que se ofrecen a solucionar un problema en la cañería del baño. Bárbaro, escrita y dirigida por Zach Cregger, es grandiosa porque entiende quiénes son los verdaderos monstruos, y porque se compromete con su época sumándose a la sensibilidad feminista del #MeToo. Pero Cregger no se queda en el señalamiento oportunista ni en los efectos de la cancelación, sino que intenta rastrear el origen del mal. En Bárbaro, el sexo masculino es de temer y las mujeres tienen razones de sobra para hacerlo. La película muestra ese temor con sutileza y atmósferas bien construidas, y con actuaciones superlativas, sobre todo la de Bill Skarsgård, que lleva su interpretación a un nivel altísimo de excelencia. Cregger conforma una especie de tríptico del terror en una sola película. En la primera parte, Tess (Georgina Campbell) llega a Detroit para una entrevista laboral. Cuando en medio de una lluvia torrencial quiere ingresar a la casa que alquiló vía Airbnb, ubicada en un barrio escalofriante, se da con que en el lugar hay alguien. Tess no sabe si se trata de un okupa o de un error en el alquiler. El habitante es Keith (Bill Skarsgård), quien le dice que se quede a dormir (con cordialidad sospechosa). La tensión, la incomodidad, la extraña sensación de peligro que genera Cregger en ese primer encuentro entre Tess y Keith son un logro que tiene que ser estudiado en las escuelas de cine. En ese primer acto está concentrada la clave de Bárbaro, sus matices, el suspenso y el terror que irá desenvolviendo lentamente, mientras nos introduce por un largo sótano que hay en la casa, en el que se esconde algo demencial. En la segunda parte vemos a AJ (Justin Long), un director de cine acusado de conducta sexual impropia. AJ también viaja a Detroit, a la casa que alquilaron Tess y Keith, ya que es el propietario. Y la tercera parte se va a la década de 1980, comienzos de la era Reagan, para presentar al personaje interpretado por Richard Brake (no es para nada casual que la época elegida sea la del presidente Reagan). Qué sutileza la que maneja Cregger para señalar que está en otra década en esa tercera parte. Sin poner el año, el espectador se da cuenta de que está en los ′80 con sólo escuchar la radio. El director se toma el tiempo para desarrollar la historia e introducir los momentos más terroríficos con pulso y efectividad. Bárbaro está hecha con una delicadeza compositiva apabullante, que incluye detalles de diálogos, de actuaciones y de decisiones de puesta en escena que provocan angustia y desesperación. Y si bien la película tiene un monstruo (literal) que asusta a cualquiera, los verdaderos monstruos meten mucho más miedo. Sin dudas, Cregger vio a los grandes exponentes de la clase B de la década de 1980, pero para mejorarlos (sin caer en la solemnidad), respetando su esencia gore, su espíritu bizarro, su desparpajo creativo y su libertad cinematográfica. Bárbaro es una clase B refinada, bien hecha, preocupada por el detalle y por la sofisticación argumental. Un clásico instantáneo del terror contemporáneo.
Es muy probable que la nueva película del aclamado director australiano George Miller (Mad Max) vaya directo a la lista de películas que no están del todo logradas, ya sea por el decaimiento gradual de la trama o porque se tornan un poco enrevesadas, o bien porque exigen volver a verlas al mismo tiempo que quitan las ganas de hacerlo. Esto es lo que pasa con Érase una vez un genio, basada en el cuento The Djinn in the Nightingale’s Eye, de A.S. Byatt, y protagonizada por Idris Elba y Tilda Swinton. En los primeros minutos, la película amaga con ser una declaración de fe en la ficción, una defensa imaginativa y fantástica del hábito de contar historias. Pero en la segunda mitad se inclina por una historia romántica (y algo trillada) que la perjudica. La doctora en literatura Alithea Binnie (Tilda Swinton), experta en narratología, viaja a Estambul para dar una conferencia sobre mitologías. Apenas llega al lugar, vemos cómo se le aparecen extraños personajes que solamente ve ella, lo cual nos pone en sintonía con el mundo de fantasía que propone la película. Luego de dar un paseo por la ciudad, Alithea entra a un bazar y compra un llamativo objeto antiguo, una suerte de pequeña botella de cristal. Cuando intenta lavar el objeto en el baño del hotel, sin querer lo destapa y sale un enorme genio llamado Djinn (Idris Elba), que le agradece el haberlo liberado y que le concede tres deseos. Con los dos personajes principales frente a frente, Miller empieza a desplegar su imaginación. Ante la negativa de Alithea de pedir los deseos (porque, según ella, esas historias terminan mal), Djinn le empieza a contar leyendas para demostrar que no siempre fueron como cree Alithea, y para convencerla de que pida sus deseos. Las historias que cuenta Djinn, propias de Las mil y una noches, nos llevan a mundos que dejan enseñanzas, que seducen y que entretienen gracias a sus personajes extravagantes y a las difíciles situaciones que tienen que atravesar. Sin caer en excesos formales (aunque los tiene), Miller aprovecha los relatos del genio para dar rienda suelta al imaginario característico de su particular universo cinematográfico. El problema es que llega un momento en el que todo lo que se venía construyendo a nivel narrativo, toda esa apuesta por la fantasía y por la magia de los cuentos de genios a lo Aladdín, se va por la borda al priorizar una historia con tintes más románticos, que habla de la necesidad de estar acompañados para alcanzar la felicidad. Es una lástima que la película no explore más esa defensa que hace al comienzo del arte de contar historias, del poder de las fantasías y de los cuentos de hadas, porque es allí donde se encuentra el punto fuerte de un director que siempre resulta interesante, aun en sus desaciertos. Es fácil imaginar a Miller como el alter ego de Alithea, un maestro en el arte de contar historias que hacen volar la imaginación. Lo más positivo de Érase una vez un genio es que es una película que cree en la magia de las historias y en la fantasía como un mundo que nos permite estar con quienes queremos. Es decir, es una película que cree en la ficción como un lugar en el que se está mejor.
Empecemos con los datos que hay que tener en cuenta para ver Más respeto que soy tu madre, la nueva película de Marcos Carnevale, y la segunda que estrena este año (la primera fue Granizo, producida por Netflix, protagonizada por Guillermo Francella y filmada en Córdoba). Con Florencia Peña y Diego Peretti como protagonistas, Más respeto que soy tu madre está basada en la novela del mismo nombre de Hernán Casciari, a la que primero escribió en su blog personal (que supo tener en los primeros años de este siglo) en forma de diario de un personaje ficticio: Mirta Bertotti, una ama de casa de 50 años que tiene que afrontar, junto con su familia, una de las crisis más terribles que vivimos en este país (la de 1999-2001). Tras la publicación de la novela/blog de Casciari llegó la adaptación en las tablas, interpretada por Antonio Gasalla en el papel de Mirta. La obra se convirtió en la más taquillera del teatro argentino. En la película de Carnevale, Casciari se hace cargo del guion junto con Christian Basilis, lo que le da la autoridad del creador del texto original. De este modo, quedan establecidos el humor, la estética y la concepción de lo popular de la película de Carnevale, que tiende un puente con una tradición de comedias costumbristas y familiares, cuya máxima representante es Esperando la carroza, dirigida por Alejandro Doria y protagonizada, también, por Antonio Gasalla. Las comedias de Carnevale quizás no pertenezcan a lo mejor de nuestro cine, pero hay que reconocer que despiertan la carcajada con sus gags de trazo grueso, su ordinariez verbal, su narrativa ramplona y sus personajes grotescos. Más respeto que soy tu madre no luce del todo cinematográfica (por momentos se parece a la sitcom Casados con hijos), pero la historia cumple con un público al que la calidad cinematográfica lo tiene sin cuidado. A pesar de ciertos chistes retrógrados y algunas situaciones sin timing, la película tiene actuaciones desopilantes y efectivas, sobre todo la de Florencia Peña, quien interpreta con virtuosismo cómico a Mirta; y la de Diego Peretti como el abuelo rebelde Américo Bertotti, hijo de un inmigrante italiano que llegó a Argentina en la década de 1930 y que puso una pizzería a la que le dedicó su vida. Es justamente el padre de Américo (interpretado por el mismo Peretti) quien le hace prometer a su hijo que llegará al año 2000 con la pizzería abierta al público. La historia se ubica más precisamente en Mercedes (provincia de Buenos Aires) en los últimos tres días de 1999, es decir, a muy poco de la catástrofe económica, social, institucional, política y cultural que vivimos los argentinos en 2001. La protagonista es la familia Bertotti, con Mirta como jefa de hogar y encargada de apoyar a su marido y a sus tres hijos como puede, dos de ellos adolescentes y uno a punto de irse a Boston a cumplir su sueño profesional. Más allá de lo chabacana que es su puesta en escena, hay algo en la caracterización inverosímil y grotesca de Peretti que despierta entusiasmo (y risas). Quizás se deba a que representa la eterna rebeldía y a que siempre va a caer simpático un abuelo que te invita una cerveza a la hora del desayuno, que escucha Ramones mientras fuma hierbas ilegales y que echa a patadas a quienes pretenden intimidarlo. La película de Carnevale pertenece a una estirpe de viejas comedias familiares que siempre funcionaron con la audiencia a la que no le interesan las elucubraciones de las películas de alta calidad. Más respeto que soy tu madre tiene el mérito moral de despertar la sonrisa de la gente que se levanta a las 7 de la mañana a ganarse el pan.
Uno de los aciertos de Vértigo (Fall), dirigida por Scott Mann, es que parte de una premisa simple para narrar una desesperante historia de supervivencia. Lo malo es que para conseguir el suspenso, recurre a los trucos de los guiones de fórmula, y las escenas decisivas van de lo predecible a lo inverosímil. Vértigo justifica el desarrollo de su argumento con motivos poco convincentes. En el prólogo, vemos a Becky (Grace Caroline Currey), a su esposo Dan (Mason Gooding) y a Hunter (Virginia Gardner), la amiga de ambos, escalando las Montañas Rocosas, lo que da pie a que Dan se asuste con el vuelo repentino de un ave y caiga al vacío. 51 semanas después, Becky sigue ahogando sus penas en alcohol sin poder superar la muerte de Dan. El padre de Becky, protagonizado por Jeffrey Dean Morgan, trata de consolarla diciéndole que tiene que reponerse porque la vida continúa, además de deslizar cierto menosprecio por el difunto yerno. A partir de ahí, vuelve a entrar en escena Hunter, quien le propone a Becky ir hasta una vieja antena de televisión, de más de 600 metros, ubicada en el medio de un desierto. La idea no solo es ir a vivir una aventura extrema para recuperar los ánimos de Becky, sino también ir a arrojar las cenizas de Dan. La arriesgada experiencia que Hunter quiere cumplir es para que su amiga Becky vuelva a confiar en ella misma, ya que eso es lo que hubiese querido Dan. Este motivo sirve también para que la película despliegue su mensaje: la vida es corta y, por lo tanto, hay que vivirla intensamente. La vieja y oxidada estructura de la antena de televisión B-67 las espera erguida en el medio de la nada y a pleno sol, lo cual queda establecido su fuerte componente simbólico: una estructura fálica que vertebra el subtexto de la película. Bien se podría sostener que Vértigo se trata de dos amigas que intentan calmar las penas y superar la muerte de un hombre aferrándose a una enorme antena erecta. Becky se muestra temerosa y duda de la hazaña que pretende realizar su amiga. Pero se da valor y empieza a escalar despacio, lo cual le permite a la película inyectar sus dosis de suspenso y nervios, con momentos que provocan el vértigo que señala el título. Una vez que las amigas logran llegar a la cima y deciden bajar, las cosas se complican porque la escalera de la antena se viene abajo. Para colmo, pierden la señal de sus celulares y no ven a nadie cerca para pedir ayuda. Y esto es solo el comienzo de la pesadilla que vivirán las protagonistas, mientras se revelan secretos que ponen en jaque su amistad. Si bien la película mantiene la tensión, en los últimos tramos decae el suspenso y se torna repetitiva. Además, Mann introduce giros que atentan contra el tono y el ritmo. Sin dudas, lo más interesante de Vértigo es ver a las dos mujeres desesperadas por bajar de esa imponente e intimidante antena, que funciona como el personaje principal del filme. Al final se refuerza el mensaje con una voz en off que queda descolocada, porque la película muestra lo contrario de lo que dice. Es decir, si la vida es corta, no hay que desperdiciarla en aventuras suicidas. Sin embargo, la salva el riesgo que asume el director en hacer una película simple y, a la vez, difícil de ejecutar.
La tercera película de Jordan Peele, ¡Nop!, es su mejor película hasta ahora (las dos anteriores son ¡Huye! y Nosotros). Y es la mejor porque es la más arriesgada y libre, la más enigmática y desafiante, y porque es en la que más se detiene a pensar su arte narrativo y los efectos insensibilizadores del espectáculo. Por supuesto, los géneros y sus mecanismos están presentes (el terror, la ciencia ficción y el western), pero nunca son lo más importante, porque la cuestión central pasa por el intento (radical) de Peele de reinventar el cine poniendo el foco en los espectadores ansiosos de espectáculo, su verdadera materia prima, la que amasa secretamente mientras cuece a fuego lento efectivas escenas de misterio y de suspenso. Por otro lado, es la primera vez que Peele se sale del eje de la temática racial (aunque no falta el castigo a los blancos), decisión que marca cierta madurez en su carrera. Acá no hay política explícita, ya que la idea misma de ¡Nop! parece ser que no haya nada literal y directo por debajo de la epidermis cinematográfica que el director despliega con apabullante pulso de maestro del género. Si la alternativa planteada por el estado actual del cine-espectáculo es filmar lo imposible, “un mal milagro”, o lo nunca antes visto para seguir entreteniendo, Peele nos dice que quizás no nos merecemos tamaña empresa, o peor aún: quizás filmar lo que nunca se filmó conlleve pagar un costo humano altísimo. Como todo cineasta que pretende cambiar la historia del cine, Peele necesariamente se apropia de sus orígenes para crearse una mitología personal. La primera imagen en movimiento, según ¡Nop!, fue la de un negro montando un caballo, tatarabuelo de los personajes principales, los hermanos OJ y Emerald Haywood, interpretados por Daniel Kaluuya y Keke Palmer, quienes viven en uno de esos ranchos donde se entrenan caballos para las películas, en un pueblo desolado ubicado en el centro de California. OJ (Daniel Kaluuya) trabaja con los caballos, como lo hacía su padre Otis (Keith David), pero su vida cambia cuando descubre que al frente de su rancho se esconde un ovni, o lo que parece un ovni, una entidad extraterrestre que empieza a abducir (o a devorarse) a los caballos. Es cierto que Peele recurre al subterfugio de la ciencia ficción y del terror cósmico para defender su inclasificable propuesta, pero esto es justamente lo que le da el toque desestabilizador y provocador a ¡Nop! Además, Peele hace dos películas en una; o mejor dicho, empieza con una película secundaria que es mejor que la principal: la de un mono que enloquece en una sitcom en 1998. Sin embargo, Peele no elige la historia del mono porque es una historia mucho más segura, que pisa terreno firme y que muestra lo que siempre vimos (tiene los mejores planos del filme, los más terroríficos), sino la de esa especie de platillo volador hambriento y lo que hacen los hermanos OJ y Em por conseguir la “toma imposible”, con todos los riesgos que eso implica. Peele nos dice que el espectáculo provoca la insensibilización del espectador y que filmar lo imposible implica un sacrifico: perder algo a cambio de conseguir lo que nunca antes se vio. Filmar como un acto de valentía puede tener consecuencias graves. El plano final es tan enigmático como toda la película. ¡Nop! es maravillosamente hermética, una rareza que hay que celebrar enmudecidos.
Es verdaderamente admirable la inventiva del maestro mangaka Akira Toriyama, el creador de Dragon Ball, una de las máximas obras maestras del manga mundial que Toei Animation puso en pantalla para insuflarle locuacidad visual al siempre expansivo y complejo universo del animé, y para deleitar al público fanático de los guerreros saiyajin capitaneados por Son Gokū. En Dragon Ball Super: Super Hero, la esperada nueva entrega de la saga “Super”, Akira Toriyama vuelve a encargarse del guion con una historia de alto impacto que abre caminos por seguir y alguna que otra polémica. Mientras que en la dirección debuta Tetsuro Kodama, quien entiende el concepto de la serie y brinda un espectáculo con mucha potencia visual. Dragon Ball Super: Super Hero introduce un personaje decisivo: el superdotado Dr. Hedo, nieto de Dr. Gero, a quien Magenta, el presidente de Farmacéutica Roja (nombre público del Ejército de la Red Ribbon o Patrulla Roja), contrata para que cree unos androides gemelos superpoderosos (Gamma 1 y Gamma 2), a los que quieren usar para vencer a Gohan y a Piccolo. Con el personaje de Dr. Hedo se quiere demostrar que el nieto es más inteligente y mejor persona que el abuelo. Ya se sabe, Gokū destruyó en el pasado a la Patrulla Roja, y ahora Magenta quiere recuperar el poder perdido a toda costa. Para ello, tiene en sus planes más secretos la creación del enorme Cell Max. A todo esto, Piccolo se encarga de entrenar a Pan, la hija de Gohan, quien es apenas una niña. Mientras tanto, Gohan (recuerden que es el primer hijo de Gokū y su esposa Chi-Chi) está sumido en sus investigaciones de hormigas, sin darles importancia a su entrenamiento y a su familia. Piccolo se lo reclama, pero Gohan hace oídos sordos. Cuando Dr. Hedo tiene listos los androides, manda a uno de ellos para que elimine a Piccolo, lo cual se convierte en la primera gran pelea de la película, que va a ir subiendo el nivel de los enfrentamientos en cuanto al diseño de imagen. En cada pelea siguiente, los efectos especiales se lucen y las escenas de acción despliegan todo su dinamismo. El fuerte de Dragon Ball Super: Super Hero está en las peleas, porque es allí donde se ve cómo los personajes van sacando su poder de donde no lo tienen. Esa es la filosofía de las Dragon Ball, la capacidad que tienen los personajes para sacar poder de lo más profundo de ellos mismos, filosofía que a los japonenses les sirvió, entre otras cosas, para convertirse en una potencia mundial. La otra cuestión de fondo tiene que ver con el hecho de que los hijos, necesariamente, tienen que superar a los padres. La prueba está en Pan, pero también en Gohan, quien cuando se encuentra en su peor momento, saca una fuerza y un poder inauditos, superando incluso a su padre Gokū. Lo que queda claro con esto es que Gohan estaba haciendo las cosas mal solo en apariencia, ya que, en realidad, estaba entrenando duro sin que nadie lo supiera. Y este es otro tema en el que se hace hincapié: la importancia del entrenamiento constante. Dragon Ball Super: Super Hero pone la vara muy alta y brinda un espectáculo contundente, que es mucho más que un producto específico para fanáticos nerds. Cuesta entrar al mundo de Gohan y sus compañeros extraterrestres, pero una vez que se entra, no se puede salir.
Lo peor que le pueden hacer a un león es matar a su manada en territorio propio, porque es muy probable que el rey de la selva, si logra sobrevivir, no descanse hasta cobrar venganza. En Bestia, el director islandés Baltasar Kormákur lleva esta premisa de ficción hasta el paroxismo, y cuenta una historia de supervivencia que se convierte en un verdadero infierno para los protagonistas. Idris Elba es Nate Samuels, un médico viudo que viaja a África con sus dos hijas adolecentes para tomar un descanso y reconciliarse con él mismo, ya que quedó con culpa por la muerte de su mujer, de la que se había separado justo antes de que el cáncer se la llevara. La familia quiere que el viaje sea ameno, turístico, distendido, y para ello acuden al asesoramiento de un amigo, Martin Battles (Sharlto Copley), guardia de la reserva natural del lugar y “anticazador”, es decir, un guardia que protege a los animales de los cazadores ilegales, además de ser guía de los safaris para turistas. El problema es que el guion de Ryan Engle, basado en una historia de Jaime Primak Sullivan, recurre a casi todos los lugares comunes del cine de supervivencia (o survival movie) y del subgénero “animales asesinos”, tanto en la construcción del suspenso como en los vicios, giros y trampas que, por lo general, tienen estos guiones de fórmula para alargar escenas. Sin embargo, hay que reconocerle al director las buenas intenciones de hacer una película arriesgada, difícil y concentrada exclusivamente en el enfrentamiento entre un león agresivo y un padre dispuesto a entregar la vida por sus hijas. La película empieza con un prólogo que muestra cómo unos cazadores ilegales masacran a una manada de leones durante la noche, aunque el líder de los felinos logra escapar. Los cazadores intentan seguirlo, pero el león vuelve con furia y mata a varios de ellos. De entrada queda planteado el motivo que moverá al animal salvaje. Y quienes se le cruzan por el camino son los recién llegados Nate y sus hijas Meredith (Iyana Halley) y Norah (Leah Jeffries), junto al guardia interpretado por Sharlto Copley, quien les presenta a una manada de leones amistosos. La escena recuerda a Roar (1981), el clásico de culto dirigido por Noel Marshall, por su realismo natural extremo. Todos los elementos de Bestia están para encajar en algún lado, más allá de que el director también toma muchas decisiones que quiebran la verosimilitud, como la escena en la que el león le perdona la vida a un personaje importante, o en la que una de las hijas decide salir de la camioneta cuando no tiene que salir, entre otras inconsistencias lógicas. La otra virtud de la película es el manejo de la cámara, que persigue a los personajes como si estuviera acechándolos. La actuación de Idris Elba es otro acierto: el actor es sólido y convincente en su papel de padre con culpa, a pesar de que queda atrapado en situaciones traídas de los pelos. La película quiebra el realismo a cada rato, pero aun así logra mantener el suspenso. Bestia es una aventura de supervivencia que en su enfrentamiento final parece quebrar con toda posibilidad de verosimilitud, pero es justamente ese duelo lo más realista que tiene, ya que un verdadero padre está dispuesto a todo con tal de defender a sus hijas.