Sangre y nada más. En el género del horror, es muy difícil encontrar a la rara gallina de los huevos de oro; pero es aún más difícil desprenderse de ella. En los inusuales casos en los cuales la gente elige a un nuevo ícono del susto, las secuelas, los herederos y las imitaciones son inevitables. Uno de los últimos casos de esto se dió con la saga de El juego del miedo, que a lo largo de siete entregas logró recaudar cerca de 900 millones de dólares y formar una legión de fans, todo a base de torturas elaboradas, trampas detalladas y giros tan oscuros como súbitos. Ahora que esa historia está muerta, Marcus Dunstan y Patrick Melton (quienes escribieron los libretos de varias partes del relato de Jigsaw) tratan de aprovechar el éxito pasado con Juegos de muerte (The Collection, 2012), una película que, fuera del desparrame de sangre, no aporta casi nada para mantenerse interesado con la pantalla. Continuando los eventos de El juego del terror, el film arranca introduciendo a Elena (Emma Fitzpatrick), una joven que decide salir con sus amigos a divertirse. Por desgracia para ella, el lugar elegido es el punto de acción del misterioso Coleccionista, un asesino que ejecuta complejas matanzas para luego secuestrar a los sobrevivientes, y hacerlos parte de su macabra muestra. Uno de los desaparecidos es Arkin (Josh Stewart), que es encontrado por Elena, y logra escapar. Pero ella no corre con la misma suerte, y es abducida por el Coleccionista. Por eso, Arkin es obligado por el padre de Elena para dirigir a un equipo de mercenarios para salvar la vida de la chica, y acabar con el Coleccionista. Sin embargo, el maniático asesino los está esperando en su casa, una ratonera plagada de cadáveres, peligros y desenfrenos, de la cual no será nada fácil escapar. Influenciado por el modelo de El juego del miedo, por el tipo de filmación similar al videoclip popularizado por Pecados capitales, y por la atmósfera del cine de Darío Argento, Dunstan (quien además de guionista es el director) entrega algunos buenos momentos en el aspecto visual, en el cual es ayudado por el buen trabajo del equipo de producción, que hace que el absurdamente morboso hogar del Coleccionista se vuelva el verdadero protagonista de la película. A la hora de planear los asesinatos, es evidente que los responsables abrazan el terreno de lo disparatado, como se ve en pantalla: personas son torturadas, mutiladas y descuartizadas en las formas más descabelladas; desde la escena en la cual el Coleccionista se despacha a todo un club repleto de gente, no hay vuelta atrás en el camino hacia la locura. No obstante, esto no ayuda a ocultar el hecho de que casi todo lo que ocurre en el film ya se vió decenas de veces antes, y se hizo mucho mejor. No hay un clima atrapante. La historia, casi inexistente, es una excusa para la carnicería; exceptuando a Elena y Arkin, el resto de los personajes son simplemente cuerpos que esperan para ser destrozados por el villano. Tampoco contribuye que la mayoría de los actores (menos Fitzpatrick y Stewart, que luchan con el material que tienen) sean flojos hasta para entregar la más mínima emoción. Y ni siquiera el Coleccionista es interesante: no asusta, ni hace algo razonable (en el universo del film, estamos hablando). Incluso en las secuelas de El juego del miedo, que se enfocaban más en el elemento del morbo, estos elementos estaban tocados; aquí, parece que nadie se preocupó por desarrollar algo fuera del castigo físico. Cuando un estilo usado hasta el cansancio impide que haya algo de sustancia, es imposible evitar que el resultado final sea el del aburrimiento, como suele ser el problema con los productos derivados de este tipo. Y Juegos de muerte termina así, siendo una producción tediosa, debido a la ausencia de algo por interesarse fuera de los momentos característicos del género, y por la falta de preocupación que fue dirigida hacia el argumento y las actuaciones. Solo los fanáticos intensos de la hemoglobina disfrutarán de esto, porque los que esperen algo más que un puñado de muertes y un par de imágenes saldrán adormecidos. @JoniSantucho
Picando por el camino. El hombre mira a la distancia. Frente a él hay un vasto paisaje, pero lo que importa es la diminuta ruta, casi tragada por la monumental imagen que la rodea. Por suerte, hay algunas personas que la pueden hallar, y logran cruzarse, aunque no los vea nadie. Son esos encuentros, diminutos en la escala del viaje pero colosales en los cambios que generan, los que representan el trabajo del director Carlos Sorín en la serie de films iniciada con Eterna sonrisa de New Jersey (con el gran Daniel Day-Lewis), pero popularizada con Historias mínimas, a la cual siguieron El perro y El camino de San Diego. Ahora, tras haber intentado una historia más estática con La ventana, y haber realizado el muy buen ejercicio de suspenso que fue El gato desaparece, Sorín regresa a la ruta, a los encuentros casuales e incluso a la Patagonia, en Días de pesca (2012), una vuelta que tiene lo suficiente para justificarse. Marco (Alejandro Awada) es un viajante de comercio que decide viajar a la localidad sureña de Puerto Deseado. Se encuentra algo frágil: por un lado, debido al peso de sus 52 años; por el otro, como consecuencia del tratamiento que hizo para deshacerse de su adicción al alcohol. Su excusa para ir de Buenos Aires a Santa Cruz es la de probar un hobbie bien particular: la pesca de tiburones. Sin embargo, su misión es otra: volver a conectarse con su hija Ana (Victoria Almeida), a quien no ve desde hace años. En su búsqueda para reparar los errores del pasado, Marco se encontrará con una serie de personas que, de una u otra forma, lo ayudarán a probar nuevos desafíos, dándole otra chance para cambiar su vida. En este tipo de producciones, es claro que la gran fuerza de Sorín reside en el universo en el que sitúa a sus relatos: un espacio en el cual las palabras no indican nada y los gestos delatan todo. Mediante la humanización de personajes y momentos que en otras manos serían representados de forma peculiar, él logra lo que pocos intentan, generando un clima cotidiano con el cual uno puede identificarse e incluso reírse. Claro que a veces comete un traspié; el de forzar demasiado sentimentalismo al argumento (mediante música aplastante o cierta dirección impulsiva), lo que saca atención del film y parece una señal de desconfianza al talento que juntó durante la realización. Es que, de nuevo, Sorín consiguió un buen equipo para las performances. En el rol principal, Awada se destaca al mostrar de manera balanceada a alguien querible, pero con evidentes rastros de un terrible pasado. Sus interacciones junto a Almeida (que también trabaja y saca brillo de su papel) plantean lo necesario; de nuevo, la clave está en los silencios, las miradas, el movimiento del cuerpo. Ellos son acompañados por no actores (una costumbre del director en estas obras); una medida arriesgada, ya que da lugar tanto a roles muy bien llevados e interesantes (como el de un entrenador de boxeo con el cual se encuentra Marco, quizás el elemento mejor desarrollado del film) como a interpretaciones artificiales y distrayentes (como las de un grupo de turistas colombianos, que cumplen el espacio obligatorio de “gente que vive la vida con todo” que parece imposible de distanciar de estas películas). Afortunadamente, la balanza apunta hacia el lado positivo con respecto al proceder de la mayoría de la gente sin experiencia previa. Redondeando, Días de pesca es un digno regreso a las historias de carretera para Sorín. Pequeño pero bien realizado, mantiene el necesario enganche cercano para bajar la velocidad y apreciar un cuento con corazón y humor, algo que a veces es difícil de agarrar.
Los candidatos del miedo (y de la risa). En papel, la idea parecía un éxito asegurado: aprovechar el clima de las elecciones presidenciales estadounidenses para enfrentar en la pantalla grande a dos de los actores más representativos de la llamada ‘nueva comedia americana’, bajo la dirección de un realizador con experiencia en la parodia y el análisis político, y con la producción de un experto a la hora de mezclar risas con comentario social. Lamentablemente, Locos por los votos (The Campaign, 2012) falla a la hora de cumplir estas expectativas, aunque logra sacar suficientes carcajadas para entretener por un rato. Para el congresista Cam Brady (Will Ferrell), representar a su pequeño distrito de Carolina del Norte es un voto cantado. Tras cuatro mandatos seguidos y sin ninguna oposición, el candidato demócrata se confía demasiado acerca de ser nuevamente reelecto, lo que lo lleva a descuidarse y revelar un affaire con una de sus seguidoras. En el medio del escándalo, los multimillonarios hermanos Motch (Dan Aykroyd y John Lithgow) deciden usar la ocasión para impulsar a un postulante propio, alguien para usar como títere en sus planes corporativos. ¿El elegido? Marty Huggins (Zach Galifianakis), un ingenuo guía turístico. Con la campaña en marcha, los oponentes están dispuestos a ganar, pero con el paso de las semanas, surge una pregunta: ¿en qué punto van a parar? Dirigida por Jay Roach (responsable tanto por las comedias de Austin Powers y La Familia de Mi Novia, así como por los films electorales Recount y Game Change), y con parte de la producción saliendo de Adam McKay (quien ya había criticado fuertemente las movidas de la clase alta ejecutiva en Policías de Repuesto), la película inicia prometiendo una ácida mirada a las intenciones que corren detrás de las acciones democráticas, con una buena dosis del humor políticamente incorrecto que identifica a los responsables de El Reportero: La Leyenda de Ron Burgundy. Pero, mientras avanza la producción, se va abandonando la sátira, mientras que el contenido irónico y la irreverencia van lentamente desapareciendo, dando lugar a muchas escenas que se sienten formulaicas y vacías. Claro, ocasionalmente hay una buena escena que mueve las cosas (como aquellas en las que presentan sus anuncios para ensuciar a los contrincantes, llevando a acusaciones cada vez más bizarras), pero la mayoría del tiempo el humor (que a menudo parece improvisado) se siente forzado y extendido, perdiendo su gancho. De todas formas, las actuaciones de Ferrell (que mezcla su imitación de George W. Bush en Saturday Night Live con algunos toques de Ron Burgundy) y Galifianakis (reciclando su interpretación hecha en Todo un parto) mantienen a la producción interesante, en un duelo que deja que muestren el talento que los caracteriza. Acompañándolos en la comedia están Jason Sudeikis y Dylan McDermott (como los managers de ambos aspirantes); extrañamente, el segundo resulta ser la revelación humorística del film, robándose todas sus escenas junto a los protagonistas. Considerando todo, Locos por los votos se queda a mitad de camino. Si bien no tiene la misma mordida que los proyectos anteriores de sus responsables, el dúo de Ferrell y Galifianakis, así como un par de momentos acertados, hacen que el resultado final valga la pena. Veanla, que no los va a defraudar. @JoniSantucho
El corte final. ¿Qué es lo que nos atrae tanto sobre el cine de terror? Una pregunta sin respuestas certeras, pero con muchas opciones. ¿Es por la adrenalina del peligro extremo del cual se nutre el género? ¿Será por la situación inverosímil en la que se pone a prueba a una persona común y corriente? ¿O puede ser que el morbo por sangre y tripas domine la capacidad para condenar lo que usualmente es considerado erróneo? En esto último se basa Sinister (2012), un film de terror que mezcla buenas ideas con malos lugares comunes. El proceso de mudarse puede parecer difícil para algunos, pero es mucho más complicado para la familia de Ellison Oswalt (Ethan Hawke): nueva casa, nuevo pueblo, nueva gente, y nuevas muertes que investigar. ¿Por qué esto último? Sucede que Ellison es un escritor de novelas de no ficción, que hace una década consiguió un libro best seller sobre un infame homicidio. El asunto es que el éxito tiene una ley: todo lo que sube, tarde o temprano tiene que bajar. Por eso, el investigador está desesperado por un nuevo suceso y, sin contarle a su esposa o a sus dos hijos, toma una decisión impulsiva: llevarlos a vivir al mismo hogar de un violento misterio sin resolver. De todas formas, las cosas parecen ir de forma normal hasta una noche, en la cual Ellison encuentra unas cintas en el formato Super 8, que decide proyectar. ¿Qué tiene de malo ver algunas películas hogareñas, después de todo? Varias cosas, ya que las filmaciones resultan ser muestras de grotescos asesinatos. Él se consterna, aunque lo que lo preocupa es el problema en el que se encuentra: ¿conviene alejarse de este material y seguir por otro lado, o seguir buscando en los enfermizos videos y llegar al fondo del asunto? Pero mientras él se debate, cosas fuera de lo común empiezan a darse alrededor suyo; señales de una fuerza más allá de lo humano, en busca de sangre. El film, dirigido por Scott Derrickson (también responsable por El exorcismo de Emily Rose y la infame remake de El día que la Tierra se detuvo), va construyéndose de forma lenta pero segura, generando un oscuro clima de incomodidad y repulsión. Eso sirve como base para el corazón de la historia, que principalmente es el relato de una obsesión. Este aspecto es el que realmente brilla de la producción, beneficiándose del muy buen trabajo por parte de Hawke, interpretando a un hombre determinado por recuperar su vieja fama, representante de una sociedad que no encuentra una buena excusa para dejar de consumir el material perturbante que ahora se vende comercialmente. Sumado a las escenas de las cintas (que provocan los mejores sobresaltos en la película, debido a su creatividad y al efecto aterrador que provoca el uso voyeurista del formato casero), hay un claro sentido de cuestionamiento hacia la audiencia: como el protagonista, el público se encuentra disgustado por lo que ve, pero no puede evitar querer fijarse más; un tema que mantiene las cosas interesantes. Lamentablemente, el relato no es tan cautivador como los elementos que trata. Entre algunos recursos bastante forzados para crear una atmósfera de horror (como el hecho de que casi toda la película transcurra en la oscuridad; seriamente, nadie prende la luz para nada en el hogar de Ellison), otros intentos más falsos (como los infaltables e infumables saltos que salen de la nada) y una historia tan predecible como absurda (con un final que se puede ver venir desde lejos), las buenas intenciones se ven dañadas. En fin, Sinister es un buen esfuerzo, gracias a un ambiente perturbador, la destacable performance de Ethan Hawke y una temática atrayente, a pesar del daño que provocan sus clichés; balanceando, una propuesta que atraerá a fanáticos del género. Es para echarle un ojo, aunque deben tener cuidado de no quedarse mirando. @JoniSantucho
Crimen ferpecto Mariano (Alan Sabbagh) tenía todo listo para irse a vivir con su novia Jackie (Paula Grinszpan), hasta que el inspirado plan de su vividor cuñado lo tentó demasiado. Después de todo, ¿qué podía salir mal? La idea parecía simple: gastar totalmente su tarjeta de crédito, fingir que fue robada y disfrutar de las compras sin cargos ni malas consecuencias. Pero la cosa puede fallar y, efectivamente, lo hace, forzando a la ilusa víctima a abandonar en vano su atesorado auto, un clásico Siam Di Tella. Ahora, Mariano tendrá que correr de un lado al otro para lidiar con sus problemas: su preocupada pareja, que empieza a preguntar; un impredecible linyera (Andrés Calabria), que usa el vehículo abandonado como hogar propio; los burócratas encargados de chequear que su historia no sea un fraude; y, finalmente, él mismo, que no puede madurar lo suficiente para escapar de su estatus de perdedor. De esto se trata Masterplan (2012), comedia que sirve como debut en el terreno del largometraje de ficción para Diego y Pablo Levy (quienes se introdujeron el año pasado con el documental Novias - Madrinas - 15 años). Esta vez, ellos se enfocan en los enredos cotidianamente humorísticos que surgen de una mentira que va en aumento, con un guión (coescrito entre los hermanos y Marcelo Panozzo) adecuado a la hora de construir situaciones y definir las particularidades de los distintos personajes, aunque hay obstáculos a la hora del cierre. Esta aptitud también va a la hora de la dirección, concentrada y justa a pesar de ciertas dificultades ajenas. Sin dudas, el elemento en el que la producción puede pasar de lo correcto es el de las actuaciones. En el rol principal, Sabbagh fácilmente logra empatizar con su rol de eterno fracasado. Mientras tanto, Calabria brilla como revelación en el papel del alocado okupa que sirve como confidente del protagonista, y Grinszpan entrega bien su material como la mujer que se cuestiona seguir aguantando el carácter de su enamorado. En sus breves apariciones, Campi y Carlos Portaluppi también sacan sonrisas como un detective de la compañía de seguros y un perito policial, respectivamente. Algo que sí embarra a la producción es el exceso en el uso de no actores: si bien funciona a la maravilla para Calabria, casi todo el resto de los intérpretes se ve con dificultades, algo que distrae bastante. Pero, al final de cuentas, Masterplan es un simplemente simpático esfuerzo que por la mayoría del tiempo genera risas gracias a buenas actuaciones, una decente dirección y un libreto preciso, con una buena dosis de situaciones absurdas. Esfuerzos como este dan algo de optimismo por el estado futuro de la comedia nacional, y eso no parece estafa. @JoniSantucho
Más extraño que la ficción. Hace cinco años, muchos se hicieron una pregunta: ¿Quién hubiera apostado que Ben Affleck sería un director tan capaz? Claro, el actor ya había demostrado su talento detrás de las cámaras con el guión de En busca del destino (por el cual tanto él como Matt Damon se hicieron con un Oscar), pero esa memoria casi se borró del inconsciente popular tras su participación en fracasos como Gigli y Daredevil. De todas formas, las cosas cambiaron con su ópera prima, Desapareció una noche, y su siguiente esfuerzo, Atracción peligrosa; películas que mostraron su talento para mostrar escenarios oscuros y atrapantes en una forma apta para las grandes audiencias. Por eso, parece justo que su nueva (y candidata a ser clásica) producción, Argo (2012), trate con una insólita historia verdadera: a veces, la realidad es más inusual que los cuentos más extraños. 1979: año del estallido de la revolución iraní. Las manifestaciones de odio y violencia aumentan, y no hay lugar para negociar. En un acto de furia tras el apoyo americano al sah Mohammad Reza Pahlevi (el emperador derrocado que huyó del país antes de poder ser juzgado y ejecutado), el pueblo musulmán decide tomar la embajada estadounidense en Teherán, tomando como rehenes a 52 personas. Por suerte, en la conmoción del evento, un grupo de seis empleados puede escapar, logrando esconderse en el hogar del embajador canadiense. Pero, tras el paso de los meses, se hace obvio que ese refugio no va a durar para siempre. Es ahí cuando Tony Mendez (Affleck) entra en acción. Mientras los intentos de planes elaborados por otros miembros de la CIA no pueden levantarse, el especialista en infiltraciones va a Hollywood, reclutando al maquillador John Chambers (John Goodman) y al productor Lester Siegel (Alan Arkin). ¿Su idea? Viajar él mismo a Irán con la excusa de buscar locaciones para un falso film de ciencia ficción, y salir con los seis como parte del ficticio equipo de producción. Para poder llevar a cabo su extravagante proyecto y sacar al conjunto, Mendez tendrá que lidiar con las protestas de la agencia de inteligencia, con las extrañas movidas en el mundo del cine y, finalmente, con una cultura distinta al punto del quiebre. El tiempo se acaba, y las vidas en peligro aumentan. Con muchas intenciones, el film se divide por la mitad: la primera parte, en la que se relata la toma de la embajada y se prepara el plan de Mendez, va con fluidez entre suspenso, humor (principalmente en las escenas dedicadas a la falsa producción) y una justa crítica al involucramiento del país del norte en la mísera situación de Irán, permitiendo trazar paralelos con una buena cantidad de eventos recientes; mientras tanto, la segunda porción se dedica a construir expertamente la tensión por el escape de Teherán, hasta llegar a un final que, si bien no cuenta con la misma ideología del inicio, es capaz de mantener a las audiencias agarrándose al borde del asiento. Affleck se mueve de un lado al otro al plantear todos los aspectos de esta historia verídica, logrando sacar entretenimiento con la construcción de esta extraña y real idea de rescate, pero a la vez haciendo que la gente no olvide el drama basado en lo que está en juego, con una mirada imparcial entre ambos lados del conflicto. Entre todo esto, Affleck muestra su amor por la década de los setenta: desde los segundos iniciales (con el antiguo logo de Warner Bros.), pasando por las referencias a films como Network y La guerra de las galaxias, mostrando la influencia de memorables thrillers políticos como Todos los hombres del presidente y Los tres días del cóndor. Con la ayuda del director de fotografía Rodrigo Prieto, del compositor Alexandre Desplat y de un excelente trabajo de producción, el realizador logra volver a la época del Nuevo Hollywood, y a su vez, enfocarse en el increíble relato. Pero no solo eso: Argo elabora que las historias, y las formas en las que son contadas (como el cine), son de las pocas cosas que rompen las barreras de pensamiento; un mensaje entregado de manera conmovedora por parte del realizador. A la hora de actuar, Affleck hace un buen trabajo. Mendez es un hombre común con convicción envuelto en circunstancias mucho mayores de lo que acostumbra; en el quizás mayor defecto del film, su actuación queda algo opacada por el resto del elenco, pero ese hecho no tiene tanta importancia al considerar el grupo de grandes intérpretes que consiguió para esta película. Bryan Cranston (que actualmente sigue recibiendo aplausos por su rol de Walter White en Breaking Bad), finalmente muestra su talento en la pantalla grande, como el jefe de Mendez en la CIA. Como los seis fugitivos de la embajada, Tate Donovan, Clea DuVall, Christopher Denham, Kerry Bishe, Scoot McNairy y Rory Cochrane logran entregar drama y tensión debido a la forma en la que reaccionan al peligro de sus situaciones. Pero, sin dudas, los que se roban la película son John Goodman y Alan Arkin, quienes le dan el alma a la producción. El timing, la dinámica y el humor que entregan es tan excelente que hace desear ver un film entero dedicado solo a ellos. Inteligente, graciosa, tensionante y dramática, Argo es definitivamente uno de los mejores estrenos del año, y solidifica a Affleck como uno de los directores de los que no hay que quitarles los ojos de encima. Si alguien hubiera dicho lo último hace una década, nadie lo creería. Pero, como lo demuestra Ben, todo puede pasar. @JoniSantucho
Juez, jurado y verdugo. Es el futuro, y las calles de Mega City One están repletas de suciedad y sangre. La metrópolis, mayor refugio de lo que queda de Estados Unidos tras el arrasamiento nuclear, sirve de hogar a cientos de millones de personas, quienes cada día tienen que aguantar el aumento de la pobreza y, especialmente, del crimen. Por eso, ha surgido un nuevo tipo de ley: la de los Jueces, que se dedican a fallar, sentenciar y ejecutar a los delincuentes. El Juez más conocido, respetado y temido de todos es Dredd (Karl Urban), quien es asignado con probar a Cassandra Anderson (Olivia Thirlby), una joven aspirante al trabajo que, si bien no tiene las cualidades necesarias, posee habilidades especiales. Para testearla, van a investigar un triple asesinato en un gigantesco edificio de 200 pisos, una pequeña ciudad para la gente sin muchos recursos. Lo que ellos no saben es que ese es el centro de la operación dirigida por la brutal Ma-Ma (Lena Headey), que maneja la distribución de la droga más adictiva del momento, Slo-Mo, una sustancia que permite percibir las cosas al uno por ciento del tiempo normal. Temiendo que la vayan a descubrir, Ma-Ma decide encerrar a los Jueces en el edificio y ordenar sus muertes. Ahora, Dredd y Anderson tendrán que luchar con todo lo que tienen para sobrevivir el ataque de Ma-Ma, terminar la misión e impartir justicia extrema. Ese es el conflicto en el centro de Dredd 3D (2012), una nueva adaptación cinematográfica de la historieta creada por John Wagner y Carlos Ezquerra. El personaje ya había pasado antes por la pantalla grande, en la lamentable producción de 1995 estelarizada por Sylvester Stallone, Rob Schneider y Max Von Sydow. En esta oportunidad, los responsables detrás de todo son el director Pete Travis (realizador más conocido por haber hecho Puntos de vista, un film de acción con influencias de Rashomon) y el guionista Alex Garland (quien también escribió Exterminio y Sunshine: Alerta solar), quienes logran crear un universo lleno de vida propia, en el cual la miseria y la inmundicia dominan la vida de la población. Pero lo que hace que el mundo de Mega City One se destaque por sobre otros es la forma en la que se glorifica la violencia, tanto por los criminales como por la supuesta ley, que la emplea de una forma mucho más excesiva: cabezas explotan, cuerpos arden en llamas, y gente inocente es baleada, atropellada y aplastada. Esto, sumado a la enriquecida mirada de Garland (sagaz en su humor oscuro) y el muy buen estilo visual de Travis (cuyo estilo veloz y brutal brilla, en particular durante las escenas de tiroteos y del uso de Slo-Mo, que justifican la entrada en 3D) crea una obra cautivante en su presentación. Igualmente, esta historia no se sostendría sin un buen protagonista, y Karl Urban logra cumplir el trabajo, sabiendo interpretar a un hombre autoritario, planeador y letal, que ya ha visto todo, y para el cual la situación infernal que lo confronta es solo parte de otro día de trabajo; una tarea complicada, en especial si se considera que el hombre actúa con la mitad inferior de su rostro (como en los comics, Dredd nunca se saca su casco). Acompañándolo, Olivia Thirlby le otorga el corazón y la emoción necesaria a la película, mostrando a una persona conflictuada que se cuestiona sobre los métodos del sistema al que trata de unirse. Mientras tanto, Lena Headey hace un decente trabajo haciendo de la líder criminal que domina con un puño de hierro a la ciudad, aunque su personaje es algo débil, fallando en resultar una verdadera amenaza y perjudicando la tensión del film. Violenta, oscura, enriquecida y adictiva en su ejecución, Dredd está entre las mejores (y más sangrientas) películas de acción del año. Con un muy buen elenco, una exhibición dura y cínica del futuro y una buena explotación de los aspectos técnicos, Travis y Garland le hacen justicia al personaje de las viñetas.
Idas y vueltas. Sulamit (Celeste Cid) y Friedrich (Max Riemelt) siempre han estado en los lados opuestos de una barrera. Desde sus infancias como vecinos en la Buenos Aires de los años ‘50, hubo algo que los distanció: ella, hija de inmigrantes alemanes judíos; él, descendiente de uno de los muchos nazis que emigraron a Argentina tras la Segunda Guerra Mundial. A pesar de esto, ellos se aman, pero a lo largo de las décadas sus posturas no harán más que llevarlos a separarse y reunirse una y otra vez, en el contexto de importantes sucesos en la historia de América y Europa. Esta es la base de El amigo alemán (2012), una coproducción argentino-alemana escrita y dirigida por Jeanine Meerapfel. En esta oportunidad, la realizadora de La amiga intenta desarrollar temas tratados antes en su filmografía (como la identidad y el redescubrimiento propio), al mismo tiempo que pasa por algunos de los eventos relevantes de los últimos tiempos. Lamentablemente, estas intenciones fallan debido a un guión disperso, repetitivo y artificial que no atiende las cuestiones prometidas, prefiriendo dar escena tras escena salida de telenovela, impidiendo que los personajes avancen o que haya una construcción adecuada del clima. Por eso, se terminan usando los ámbitos de procesos históricos trágicos (como la última dictadura militar argentina) como débiles excusas de obstáculos en el camino de la pareja principal, que ni siquiera es lo suficientemente explorada para que importen de verdad. Algo que tampoco ayuda es la dirección, que recurre demasiado al sentimentalismo para pretender un foco emocional y cuidado. Si bien la mayoría de los aspectos técnicos están hechos de forma decente, la forma en la que se ejecutan con respecto a la historia deja ver el vacío de la producción. Estamos viendo a dos personas yendo y viniendo por el mundo repetidas veces sin motivos reales, pero Meerapfel emplea un enfoque demasiado melodramático para fingir la idea de un drama cautivador con enlaces profundos al pasado: el piano que no para de sonar en los momentos para emocionarse, o las decenas de tomas simbólicas que gritan sobre una temática que ni se expande. En cuestión de actuaciones, Cid interpreta de manera aceptable el rol protagónico, haciendo lo que puede con lo que se le da. Lo mismo va para Riemelt (mejor conocido por su rol en La ola) y Benjamin Sadler (en la piel de un profesor universitario que toma un gusto en Sulamit), aunque sus papeles se ven afectados por un mal trabajo de doblaje a la hora de las escenas fuera del propio país. El film también cuenta con apariciones de Adriana Aizemberg, Jean Pierre Noher, Carlos Kaspar y Daniel Fanego, pero a ninguno de ellos se les da el tiempo o material necesario para dejar una genuina impresión. Al final, El amigo alemán resulta decepcionante debido a la forma convencional, falsa y repetitiva en la cual Meerapfel usa el ayer como pretexto para un relato romántico que termina siendo indiferente y flojo. Un fin que no justificaba estos medios. @JoniSantucho
Es el fin del mundo como lo conocemos (y me siento bien). El escenario del apocalipsis ha sido retratado una infinidad de veces en el cine. Usualmente, sirve como excusa para mostrar escenas repletas de acción y destrucción masiva, pero raramente fomenta la oportunidad para historias cotidianas, es decir, lo que sucedería con la gente si se supiera que el fin está cerca. Lorene Scafaria trata de cambiar eso con Buscando un amigo para el fin del mundo (Seeking a Friend for the End of the World, 2012), una comedia dramática que, si bien cuenta con una que otra buena idea y dos encantadoras actuaciones principales, no puede explotar la premisa que presenta. La humanidad tiene los días contados. En tres semanas, un gigante asteroide llamado ‘Matilda’ chocará con la Tierra, acabando con toda la vida del planeta. Sin embargo, el mundo de Dodge (Steve Carell), termina un poco antes, ya que su esposa decide abandonarlo tras la conmoción por el desastre. Deprimido y solitario, él pasa sus últimos días vagando por su (ya innecesaria) rutina, mientras recuerda a la llama de su juventud, Olivia. Sin embargo, su vida toma un giro inesperado cuando se encuentra con su vivaz vecina Penny (Keira Knightley), quien, en el medio de su depresión por no poder ver a su familia, le da una vieja carta de su primer amor. Decidido y sin nada que perder, Dodge hace un trato con Penny: ella lo va a llevar a ver a Olivia y, a cambio, él la va a ayudar a reunirse con sus seres queridos. Así, ellos salen a la carretera, por la cual encontrarán a una serie de gente con distintas formas de enfrentarse al armagedón, lo que los lleva a pensar sobre cambiar sus vidas antes de que se apaguen las luces. En su debut como directora, Scafaria (que también fue guionista del grato film juvenil Nick y Norah - Una noche de música y amor, así como de esta película) inicia a pintar el clima antes de la catástrofe con algunas situaciones interesantes, con toques de buen humor negro: es una situación en la que vale todo, en donde ascender en el trabajo es mucho más fácil (ya que todos renuncian o se matan), y las fiestas entre amigos terminan con orgías y probadas de todo tipo de drogas. El problema es que, a medida que la producción avanza, el relato se va volviendo más optimista y repleto de clichés, abandonando las risas para insertar escenas interminables que resaltan el tema de “apreciar la vida, incluso en circunstancias terminales”, así como una trama romántica literalmente apresurada; aún en el fin de los tiempos, lo vital es conseguir una pareja. Esto culmina en una resolución que es tan forzada que el concepto del film queda casi olvidado, todo por una historia que vimos demasiadas veces (la clásica de “chica sin preocupaciones y llena de alegría que se dedica a alegrarle la vida de forma peculiar al tremendamente sufrido protagonista”). Lo que mantiene con vida a la película es el dúo principal de Carell y Knightley, quienes, a pesar de las limitaciones del guión, logran manejar sus roles de manera que se vean reales y tiernos. Acompañándolos, se encuentra un elenco que, si bien está repleto de muy buenos comediantes (se puede encontrar a miembros de las series Parks and Recreation, Community y Childrens Hospital, así como al gran cómico de stand up Patton Oswalt), no da tiempo para que ninguno deje una impresión duradera; sus escenas pasan de manera olvidable. Lo mismo va para un actor de renombre (no adelanto quien es, aunque vale la pena decir que el hombre es familiar con la palabra “apocalipsis”) que aparece cerca del final para personificar al padre de Dodge, aunque su papel es tan corto e ignorado que podría haber sido interpretado por cualquier otra persona. En fin, a pesar de un buen elenco (comandado por las simpáticas actuaciones de Carell y Knightley) y algunos toques de oscura hilaridad, Buscando un amigo para el fin del mundo se queda corta debido a un aburrido y decepcionante giro hacia lo habitual. La ópera prima de Scafaria termina retratando un drama que, en unos momentos, recuerda el enfoque de Melancolía, mientras que en otros, retrata la verosimilitud de algo como 2012 (pero sin los efectos especiales, claro). Con esas esquizofrénicas pretensiones, tener éxito es difícil que sobrevivir una catástrofe.
Norte y sur de la frontera. Si algo se puede decir sobre el método de Oliver Stone, es que sus relatos siempre cuentan con el elemento del exceso, buscando constantemente llamar la atención. Esto le ha funcionado en films como Wall Street y Pelotón, en los cuales su método maniático para tratar los temas extremos de la conducta humana pasaba con luz verde, debido a la naturaleza de los años ochenta. Sin embargo, esta fórmula también ha resultado en grandes fracasos pasados de ambiciones melodramáticas, como Las Torres Gemelas y Alejandro Magno. Ahora, con Salvajes (Savages, 2012), el director trata de volver a su época de incorrección política que terminó a mediados de los noventa. Afortunadamente para todos, logra hacer un producto entretenido, aunque también bombardeado por malos intentos de agudez. Basada en la novela homónima de Don Winslow, la película presenta la historia de Ben (Aaron Johnson) y Chon (Taylor Kitsch) - dos amigos que cultivan la mejor marihuana en California -, así como también cuenta las vivencias del objeto de sus deseos, O (Blake Lively), una joven adinerada que ellos comparten como novia. Si bien los hombres son distintos entre sí (el primero es un pacifista que usa sus millonarias ganancias del cannabis para ayudar a niños africanos a lo Bono; el segundo es un veterano de Afganistán con cicatrices de guerra, tanto en sentido figurado como literal), la blonda los une a ambos, formando un (consensuado) triángulo de pasión. Esto es observado por Elena (Salma Hayek), la brutal líder de un cartel mexicano, que secuestra a O para obligar a Ben y Chon a unirse a su operación. Si bien los amantes cumplen las demandas, en secreto ponen en marcha un plan para liberar a la chica en cautiverio. Igualmente, lo que ninguno sabe es que hay otra gente con planes ocultos para todos ellos. Como se mencionaba antes, con esta producción Stone busca regresar a los días en los que cautivaba a las audiencias mediante agresivos retratos de una página reciente de la historia. Así, decide tratar el choque entre la nueva generación y el régimen decadente, en el marco del conflicto narcótico que sigue llevándose en la frontera entre Estados Unidos y México. Lo bueno es que, por la mayoría del film, se maneja una buena burla de las percepciones entre las distintas culturas; un violento, apasionado y entretenido juego que se ríe de la forma en la que se ve a la otra cultura (como en varias escenas, en las que videos de tortura son precedidos por un particular ringtone; el tema de El Chavo del Ocho). Sumado a un grupo de intérpretes dispuestos a brillar, una fotografía llamativa y una banda sonora pegadiza, se genera un buen thriller de acción, con una destacable cantidad de momentos sangrientos y sensuales. El problema surge cuando Stone cree que de verdad tiene algo más que decir, y pone todo su poder en tratar de crear un clima poético e ingenioso al estilo de Asesinos por naturaleza, pero que termina sintiéndose demasiado artificial para tragar, incluso en el nivel de Stone. Interminables minutos teñidos por una pretenciosa narración omnipresente que ni siquiera tiene sentido, escenas en blanco y negro junto a la playa que parecen más afines a un comercial de perfume que a un largometraje hecho y derecho, un trabajo de edición al estilo de mal videoclip y, por sobre todas las cosas, un final desesperado por ser considerado innovador y perspicaz, pero que en realidad decepciona por el doble, terrible en su concepción y ejecución. Encima, con este material innecesario, a la producción le sobran alrededor de 20 de sus 131 minutos. De todas formas, si algo mantiene balanceado al film en esas caídas, es el nivel general de las actuaciones. Aunque Johnson, Kitsch y Lively no son realmente especiales como el trío protagonista, cada uno puede mostrar un buen nivel de intensidad en algunas escenas. De la misma forma, Hayek se planta satisfactoriamente en su rol de jefa con problemas familiares. A pesar de eso, los que sin dudas se roban la película son Benicio del Toro y John Travolta, en sus roles secundarios como el despiadado cómplice de Elena y el corrupto agente de la DEA que juega en varios bandos del conflicto, respectivamente. Ellos le otorgan la mayor cantidad de energía al film, y la única escena en la que comparten pantalla es definitivamente la mejor parte de la historia. Por desgracia, otros actores se quedan sin la suerte de expandir sus roles más allá de breves apariciones, como Demián Bichir (que este año fue nominado al Oscar para el Mejor Actor) y Emile Hirsch. En fin, Salvajes es una cinta que, durante un tiempo, logra entretener mediante tiroteos, sangre, sexo y una mirada hilarantemente exagerada del conflicto moderno de las drogas; lástima que Stone termine ahogando a su propia obra en insufribles escenas de alarde. Cuando Oliver se pasa, se pasa.