Emma (Sofia Black-D’Elia) y Stacey (Analeigh Tipton) son dos hermanas adolescentes de padres separados, viviendo en la soleada California. El padre (Michael Kelly), que está a cargo de las chicas, es un prestigioso profesor y bacteriólogo que estudia el avance de un virus a escala global. La epidemia obliga al hombre a viajar y las hermanas quedan solas, con la eventual compañía de sus novios. Esta es la parte más cercana al terror clásico, de género: la cautela de Emma, la más temerosa pero al mismo tiempo –quizá por eso– la más valiente (y en consecuencia, la protagonista principal), frente a la intrusión de un infectado, versus la temeridad de Stacey, que se anima a ignorar el toque de queda y lleva a Emma a una fiesta donde, como era esperable, se desata un festín gore con un amigo “viralizado”. Los directores Joost y Schulman hacen buen equilibrio entre el subgénero pandemia (del que Contagio, de 2013, fue un gran ejemplo) y un horror calibrado con buenas actuaciones, junto a una fotografía que enfatiza al sol asfixiante de California. Recomendada.
En el inicio, un coro de monjas entona un canto litúrgico mientras se oyen unas notas discordantes, lejanas. Son lamentos, gritos de dolor. Una adolescente monja polaca atraviesa el campo nevado para solicitar ayuda en un campamento de la Cruz Roja francesa. Atareados con las múltiples heridas de los soldados galos, los médicos le niegan asistencia; mientras, la más joven del equipo, Mathilde (Lou de Laâge), se acerca a la ventana para fumar y descubre a la monja rezando en el frío del exterior, arrodillada en la nieve. Con una camioneta de la Cruz Roja, Mathilde se escapa del campamento y sigue las indicaciones de la chica. Al llegar a destino, sorteando la estricta vigilancia de la madre superiora (Agata Kulesza, del film Ida) descubrirá una hecatombe. Es 1945 y la guerra ha terminado, pero en el trayecto a Berlín una horda de soldados rusos hizo una parada en un convento benedictino para saciar su apetito sexual con las monjas polacas. Más de una docena de monjas son asistidas por Mathilde para dar a luz, y los niños tendrán un destino incierto. Más allá de los escollos en las escapadas de la médica, confesa marxista y agnóstica, para cumplir con un deber humano, y del casi accidental affaire con un colega de la Cruz Roja, la potencia del film está en las imágenes: en las solitarias figuras que huyen del infierno por los páramos congelados de los raleados bosques, en la irremediable tristeza de los rostros de mujeres eslavas. Y sobre todo, en las imágenes de las monjas con sus criaturas, un increíble trabajo de reinvención a partir de las incontables representaciones renacentistas de la virgen con el niño. La película parte de un hecho real, registrado en las crónicas de la médica Madeleine Pauliac, y se interna en un relato tan bello como escalofriante. Casi una obra maestra.
Ulises (Tom Middleton) es un taxi boy fachero y algo pendenciero. Una noche escucha el mensaje de abandono de Pablo (Nahuel Mutti), y antes de dejar su departamento le roba plata y una pistola, aparte de hacerle algunas chanchadas. Cuando Pablo, una suerte de empresario hípster, regresa al departamento y descubre los regalitos, jura venganza y sale a buscarlo con su auto. Mientras tanto, Ulises se engancha chongos, se vende a un gay obeso y se enfiesta con cocaína en cuanta disco descubre por el camino. También, en un puesto de choripán, le roba una Suzuki destartalada a un pobre cuidador de garita. La noche del lobo es la noche de la lujuria, el desenfreno, bastante absurdo, de Ulises (algunas partes parecen una versión kitsch de Shame, el último gran film de Steve McQueen); pero en contraposición a las situaciones bizarras (o quizás, en sincronía), hay un buen retrato de la noche porteña, de lugares indudablemente palermitanos, y en ese logro radica buena parte del atractivo del film.
La señorita Nadezhda, profesora de inglés, está encaprichada con descubrir al alumno que robó dinero en la clase; elucubra, incluso, estrategias entre lección y lección. Fuera de la escuela, realiza traducciones para una editorial que demora los pagos, y una vuelta a casa descubre a su marido peleando con un agente inmobiliario: por una imprudencia del esposo en el pago de la hipoteca, a Nadezhda le van a rematar la vivienda. Lo que sigue es un tour de force para la actriz Margita Gosheva y un calvario para Nadezhda. ¿Cómo conseguir la plata para evitar el remate? Reconciliarse con el padre acaudalado a costa de perder el orgullo, presionar a la editorial morosa o pedir un préstamo usurero a una garita de mafiosos son las únicas alternativas. La salida no será con la frente en alto, pero en el día a día, como en una vida paralela, la señorita Nadezhda seguirá buscando al ladrón del aula. Como el cine de la vecina Rumania, esta película búlgara plantea temas universales a partir de historias cotidianas, y el nudo conlleva una cuota de suspenso. La habilidad de involucrar al espectador es un raro don, y La lección es un buen ejemplo de eso.
Las mejores películas de Tim Burton son aquellas que trazan arcos generacionales, entre el mundo real (que nunca se sabe si es este) y otros imaginarios. En Miss Peregrine y los niños peculiares hay algo de El gran pez, algo de esa ilusión de seres solitarios que hallan solaz en la fantasía (y sin duda expresan al propio y mejor Burton). Jacob (Asa Butterfield) es esa clase de adolescente excéntrico y rechazado por sus pares; parte de su excentricidad es el legado de un tío lunático, Abe (Terence Stamp), quien cuenta historias de monstruos y chicos especiales, algunos incluso invisibles, que conoció en un orfanato de Gales. Aquello p asó en 1943 y Abe se había enamorado de la encantadora Emma (Ella Purnell). Por algún truco del destino, tras la muerte de Abe, Jacob tiene oportunidad de conocerla, de enamorarse como su abuelo, y trasladarse al mundo alternativo y fantástico de esa Gales imaginada por el autor Ransom Rigg, en cuyo best seller se basó esta película. Jacob es guiado por Emma a la isla de Cairnholm, un lugar secreto en la costa británica al que se llega por un acceso subacuático. En el orfanato, Jacob conocerá a chicos de fuerza sobrehumana, una nena que da vida a objetos inanimados, gemelos con aspecto de momias, un chico que lanza abejas y el hombre invisible del que habló Abe. La propia Miss Peregrine (Eva Green) tiene la facultad de convertirse en un halcón peregrino. En esta especie de Isla de la Fantasía, mezcla con X-Men y Willy Wonka, la estrategia para resistir al tiempo es repetir acciones un día tras otro, al estilo Hechizo de amor. Pero entonces aparece Barron (Samuel L. Jackson), líder de una horda de villanos que se alimentan de los globos oculares de niños superdotados… En suma, es un típico Burton, con su ingenio y sus taras, pero altamente superior a lo que mostró en los últimos films.
El 20 de abril de 2010, en la plataforma petrolífera Deepwater Horizon, situada en el Golfo de México, se desencadenó un grave incendio, por desatención del equipo técnico, que provocó una explosión. La plataforma ardió durante dos días que fueron debidamente televisados por las cadenas informativas; se derramaron casi cinco mil barriles de petróleo en el mar, convirtiéndose en una de las mayores tragedias causadas por un error humano. ¿Alguien lo recuerda? La velocidad de las comunicaciones tiene ese hándicap, pero el director Peter Berg y el actor Mark Wahlberg, del drama bélico El sobreviviente (2013), son igual de rápidos para cazar un drama americano y reflotarlo años más tarde. Y si hay algo que rescatar de este cine catástrofe basado en hechos reales es el desempeño actoral. Tanto Wahlberg como el técnico Mike Williams y Kurt Russell como su jefe Jimmy Harrell hacen creíble el tesón por impedir la catástrofe y, en última instancia, rescatar a las víctimas. Porque murieron once personas en la tragedia, y otras tantas resultaron gravemente heridas. Y porque de eso, más que de un alegato ecológico, trata la película. Son el heroísmo y la tragedia americana el tema de Berg. Uno podría estar dispuesto a aceptar la premisa y sentarse a disfrutar de un gran desmadre estilo Hollywood, pero lamentablemente también eso queda a flote como la plataforma averiada. Esa es la segunda tragedia: la del espectador. La mayor parte del film consiste en explosiones, manantiales brutales de petróleo, gente magullada y la bandera norteamericana en el asta de la plataforma, amenazada. Es mucho de lo que se vio decenas de veces, y que el año pasado con La última ola, sin ir más lejos, los daneses hicieron mucho mejor.
Suerte de Thelma & Louise a la italiana, este film escrito y dirigido por Paolo Virzi muestra el encuentro de dos mujeres radicalmente distintas, pero unidas por la inestabilidad emocional, en un hospital psiquiátrico. Beatrice es una mujer de clase alta y avasalladora, que usa el carisma y el humor para avasallar “con buena onda” (un rol hecho a medida para Valeria Bruni Tedeschi, que trabajó con Virzi en El capital humano). El caso de Donatella (interpretada por Micaela Ramazzotti, esposa de Virzi) es más complicado. Abandonada por su amante y padre de su hijo, intenta suicidarse junto a la criatura, pero ambos son rescatados; Elias es entregado en adopción y Donatella es internada en el psiquiátrico, donde conocerá a la rebelde Beatrice. Las locaciones y los incidentes, mayormente protagonizados por la explosiva Tedeschi, son la parte más agradable de un film que, sin mayores aspiraciones, entretiene.
Extraño caso el de Una novia de Shanghai, y un título altamente engañoso, por otra parte. Mezcla de road movie, documental y las ideas más locas de Aki Kaurismäki, Takashi Miike y Apichatpong Weerasethakul, esta coproducción chino argentina, con música de Daniel Melingo y Moreno Veloso, dirigida por el argentino Mauro Andrizzi, parte de un ritual oriental, buenas imágenes y escasos recursos para lograr un resultado efectivo. Dos buscavidas de traje que viven en las márgenes del río Huangpu roban un anillo de novia y consiguen pasar la noche en un hotel. En la habitación, hallan la ropa de un difunto y, sin mediar explicación, cuando se recuestan en las camas, entre una nube de humo el muerto empieza a hablarles. Tuvo un amor prohibido con una chica de Shanghai pero al morir ambos fueron sepultados en lugares separados: ella en la capital china, junto a su marido; él en su pueblito originario. Les encomienda una misión: a cambio de un cofre con joyas, los buscavidas deben desenterrar a la novia y enviarla en un barco carguero al lugar donde yace el amante para que –acorde a la tradición– compartan la eternidad. Es una película breve, con pocas escenas descartables, pero aquella en donde el dúo camina pala al hombro por el cementerio, hablando de bueyes perdidos y soñando vivir en México, vale por sí sola la entrada al cine.
El oficio de Antoine Fuqua (Día de entrenamiento) en el cine de acción no está a prueba, pese a lo irregular de su producción. Un ejemplo son sus últimos dos filmes: tras la mediocre Ataque a la Casa Blanca se recuperó en el policial “a quemarropa” The Equalizer. Ahora, vuelve con Denzel Washington en el protagónico de la remake del film de John Sturges, de 1960. Y el dato de un afroamericano caza recompensas al frente de un western trae la inevitable comparación con Los 8 más odiados, el último y magnífico (realmente) film de Tarantino. ¿Fuqua llegó tarde? ¿Se metió en camisa de once varas? Sin esa asociación, Fuqua ya carga demasiado peso: recrear una historia de venganza que ingresó al panteón del western (a su vez, una versión de Los siete samuráis de Kurosawa), cuyo leitmotiv musical, publicidad de cigarrillos mediante, adquirió tanto peso que esta remake debió meterlo a la fuerza en los créditos. Fuqua no sale indemne, pero queda bien parado. El villano Bartholomew Bogue (fantástico Peter Sarsgaard) se apodera del pueblo de Rose Creek tras una matanza en su iglesia; dos sobrevivientes contratan al caza recompensas Sam Chisolm (Washington), para la venganza; Chisolm arma un “cuerpo de elite” que incluye al ex confederado Goodnight Robicheaux (Hawke), y todos los parias, como los delincuentes de Suicide Squad, aceptan sin pestañear la idea de atacar Rose Creek, sin un dólar de adelanto. Pese a la participación de Nic Pizzolatto (True Detective) en el guión, lo más destacable del film es el trabajo de cámara del italiano Mauro Fiore, junto a los protagónicos de Washington y Vincent D’Onofrio, como el “magnífico” hosco Jack Horne.
Angel (Diego Gentile) realiza trabajos publicitarios con modelos; se encarga de que todas sean rigurosamente jóvenes y despampanantes, e inevitablemente las acosa. Es, al mismo tiempo, un padre de familia, pero una noche queda con su auto varado frente a un pub donde lo atienden mujeres vampiro, y tras un par de mordidas (y alucinaciones bastante efectivas) pasa a ser un muerto vivo, y su mundo habitual –obvio– se desmorona. Para resumir, una cofradía de sacerdotisas le hace cobrar a Ángel una vida de misoginia y engaños matrimoniales. Bien costumbrista, la comedia gótica de Fabián Forte (Socios por accidente 2, Mala carne) tiene altibajos; momentos en los cuales el bizarro trash se pasa de rosca y otros donde el humor paga. Son destacables las actuaciones de Gentile y Damián Dreizik (en el personaje de Eduardo, el socio de Ángel), y escenas desopilantes en el entorno familiar. Por ejemplo, las reacciones de la pequeña hija, quien intuye que su papá es un monstruo, en contraste con las de Lucila (Moro Anghileri), que más bien parece ajena al olor a muerto de su marido. Aquellas partes hacen un buen mix, suerte de Alex de la Iglesia a la argentina; pero lamentablemente son escasas en el film.