Mariana Arruti, directora del documental Trelew, vuelve a revisar el pasado político de nuestro país pero esta vez desde el riñón íntimo, desde la experiencia y el sufrimiento personal. En este documental ficcionado, Mariana regresa a Monte Hermoso, el hogar de su infancia, para entrevistar a familiares, amigos y compañeros de su padre, un militante del Partido Comunista muerto en un dudoso accidente ferroviario, en 1973. Mezcla de homenaje personal y de retrato de una era, la de la militancia al filo de la navaja pero a cara descubierta, previa al golpe del ’76, la película empieza como el simple rastreo de una muerte para adentrarse, de a poco, en las actividades políticas de Juan, en su liderazgo del sindicato de obreros de la construcción, uno de los pocos que en el interior del país había sido relegado por el peronismo para las organizaciones de izquierda, y así consigue dar un paneo de un pasado pocas veces documentado –como ocurrió con los trabajos previos de Arruti–. Filmaciones en Monte Hermoso, Bahía Blanca y recreaciones familiares en un falso Súper 8 refuerzan la convicción por recuperar el pasado.
Inevitablemente, una película sobre Gilda debía ser, ante todo, triste. La directora Lorena Muñoz y el equipo de producción de Axel Kuschevatzky (Telefé) hicieron todo lo posible para que el biopic luzca tan lluvioso y fatídico como aquella noche de 1996, durante el accidente mortal. Su visión fue buena. Contrataron a Natalia Oreiro, aún pizpireta y probada cantante, en lo que posiblemente sea el rol de su carrera; las escenas de escenario son particularmente logradas; contrataron a Daniel Melingo en el rol del padre muerto; y ponen a la música a la par del estatus de santuario de Gilda. Hay tres momentos clave del film: el ensayo de la aún maestra de escuela con una banda de cumbia. Allí, gracias a la inmejorable simbiosis de Oreiro, se muestra el carisma avasallador de la cantante, su dulce voz y que es cualquier vecina de enfrente ingresando a otra órbita. El segundo es uno de sus primeros shows en una bailanta; allí, esas raras cualidades son percibidas y enloquecen a un público acostumbrado a hombres pantera y pechos desmesurados. ¿Qué hizo a Gilda tan venerada al tiempo que reconocida por casi todos? Probablemente, su extracción de clase media y la conciencia de su tristeza. Pero en el tercer momento clave se evidencia el secreto: Gilda ensaya en una guitarra criolla los primeros versos del que será uno de sus hits: traslada secuencias de acordes de canción a ritmo de cumbia. Gran parte del film luego se desenvuelve en el drama pasional, la indecisión entre abandonar a su marido y seguir a su descubridor. Aun estas partes, típicas de un novelón marca Telefé, no carecen de acertado dramatismo pasional. Favio hubiera hecho un gran biopic de Gilda, y Muñoz parece no haber sido ajena a esa impresión: en los decorados, en el costumbrismo dilatado, en el sino fatal hay huellas del director de Juan Moreira. En esa buena lectura de lo que convirtió en santa popular a una chica de barrio yace lo fundamental del film.
Cuando se estrenó The Blair Witch Project, en 1999, marcó un hito y posibilitó una reinvención del género terror, dando lugar a una caterva de películas que siguieron sus pasos casi literalmente, cámara en mano, mediante la técnica del found footage o POV (punto de vista en inglés). Adam Wingard y Simon Barrett, director y guionista de esta secuela, hicieron algunos de los mejores POV en las antologías V/H/S 1 y 2, donde conocieron a los directores de Blair Witch. Cualquiera diría que califican para revivir a la bruja de Blair, pero esta parte dos carece de aquello que distinguió a la primera: originalidad. Intrigado por unos videos en YouTube acerca de su desaparecida hermana, James viaja al bosque de Maryland con tres amigos, para una pesquisa que correrá igual (mala) suerte: de entrada, un cartel advierte que los videos de James fueron hallados. Aparte de repetir la técnica paso a paso, La bruja de Blair no logra sostener el clima de suspenso en una sola escena. Las únicas novedades son irrelevantes: la fea herida en el pie de una de las expedicionarias, que amenaza con una mutación cronenbergiana (pero no), o la exagerada utilización de un drone con GPS para guiarlos en el bosque. Que, por supuesto, falla.
Hablada con el inglés de la reina, ambientada en los círculos de la nobleza del siglo XIX, con cortejos y música de consort, pareciera que Amor y amistad es apenas otra adaptación del canon de Jane Austen, cuando es mucho más que eso. La película toma Lady Susan, una novella de Austen, y da a todos los elementos mencionados un giro sarcástico, al tiempo que nos adentra en ese tiempo y espacio: más que un estereotípico film de época. El director Whilt Stillman y las actrices Kate Beckinsale y Chloë Sevigny vuelven a reunirse mucho después de Los últimos días de la disco (1998), y la buena química se traduce en el resultado. Beckinsale compone a una Lady Susan tan excesivamente manipuladora que acaba resultando grotesca, casi tanto como el estúpido Sir James Martin (Tom Bennett), a quien quiere casar con su hija Frederica (Morfydd Clark) para que otro pague sus estudios. Los cálculos son permanentes, Lady Susan se adapta a cada cambio de escenario (cómo retener a DeCourcy sin resignar a Lord Manwaring) y siempre hay una cita punzante (“los americanos son desagradecidos; recién los entendés cuando tenés hijos”).
En el tercer capítulo de esta nueva franquicia, adquirida por J.J. Abrams (Lost) y su productora Bad Robot, finalmente hay una Star Trek a la altura de la leyenda, a 50 años de su debut en televisión. La trama se condensa alrededor de señales emitidas alrededor de la galaxia, que guían a la Enterprise al encuentro con la sobreviviente alienígena de una misión al planeta Altamid. El capitán Kirk (Chris Spine) va al rescate y la nave resulta emboscada por una raza extraterrestre liderada por el vengativo Krall (Idris Elba), enemigo de la Federación. Sí, es básicamente otro entuerto entre buenos (humanos) y malos (alienígenas feos), pero el film responde al género y hace de tal ficción algo creíble. Quizás una de las razones del éxito sea que Abrams cedió la silla a Justin Lin, director de cuatro Fast and Furious, que sabe cómo volver entretenida a la acción. Y buenas ideas se cuelan en el argumento. El principal es el tema de los padres, que en esta saga se corresponden con la dupla de la serie televisiva. Kirk se sorprende de llevar un año más con vida que su padre; Spock lamenta la reciente muerte del suyo. Sobre todo, hay buen balance entre el formato clásico, retro futurista, con el tenor menos inocente del cine post ’60s. Las ideas de Abrams reflotan con escrituras criptográficas y una antigua nave anclada en Altamid, con videos de la tripulación bailando “Fight The Power” de Public Enemy. Las actuaciones son más creíbles. Spine compone a un Kirk maduro, en sintonía con el de William Shatner, otro rap suena en la batalla final y los sampleos de orquestas insinúan una parodia a las orquestaciones de John Williams para Star Wars. Una indispensable trekkie, entretenida para cualquiera.
Laika, el estudio responsable por perlitas de stop motion como Coraline y ParaNorman, pasa a un nivel de realización “sinfónico”. Tanto la narración como la estética vuelven realidad una amalgama de cuento tradicional japonés con fábulas de los hermanos Grimm y criaturas de Ray Harryhausen que se siente trascendente a cada minuto. Desde que una mujer parte una ola gigante al medio, como Moisés, pero con el mero tañido de un instrumento musical, se impone con majestuosidad la magia. La mujer es la madre de Kubo, que debe abandonar la aldea por una tenebrosa nube. En su viaje lo acompañarán un peluche de mono albino que toma vida y un escarabajo gigante convertido en gladiador, en la versión original con las voces de Charlize Theron y Matthew McConaughey. Por su parte, Kubo enfrenta a su tía bruja desplegando un arsenal de trucos, como transformar papeles en guerreros o un origami de pájaros, entre otras sorpresas. Imperdible, para grandes y chicos.
Woody Allen tiene su Lobo de Wall Street. Café Society es la historia de Bobby (Eisenberg), otro alter ego de Allen: un judío de Brooklyn que viaja a Los Ángeles en los años 30 para probar suerte en la industria del cine. La idea de Bobby es conseguir el padrinazgo de su tío Phil (Steve Carell), un exitoso representante de actores. Una vez en LA, deberá lidiar con el ego de Phil y con una inesperada rivalidad amorosa en torno a la bella Vonnie (Kristen Stewart), mientras su hermano Ben (Corey Stoll) se enriquece gracias a la mafia y fundará el cabaret que da título al film. ¿Qué conviene más? ¿Ser un mafioso de Broadway o un entrepreneur de Hollywood? Allen retorna a algunos de sus tópicos: la atmósfera jazzy, NYC versus LA; pros y contras de ser judío; enriquecimiento bajo cualquier término. Si la gracia del estereotipo es uno de sus fuertes, aquí aparece de un modo desparejo. Quizá lo mejor del film sea la dirección artística de Vittorio Storaro, el primero en introducir fílmico digital en la filmografía de Allen. Storaro estiliza los momentos más rutilantes, haciendo énfasis en el glamour de la época. Las escenas en el café tienen una dinámica cautivante, de la que el director parecía haberse olvidado. Los diálogos, en comparación, resultan rudimentarios. Ben dice que va a arreglar los problemas de un familiar, al modo de Vito Corleone, pero sigue una secuencia que vuelve al diálogo redundante. Igualmente exigido resulta el problemático trío de pasiones entre tío, sobrino y Vonnie. Allen dista de ser ampuloso, pero deja las cosas en claro. Pese a esos excesos (de fábrica), Café Society tiene un ritmo atractivo y todas las marcas de estilo que dejarán satisfechos a los fans del director de Manhattan.
Tamayo (Álvaro Ogalla) quiere apostatar y no se sabe bien por qué. No le bastan los beneficios seculares, como a la mayoría de ateos, agnósticos y demás indiferentes a la observancia de Dios (“dios”, escribiría Tamayo). En conversaciones con una prima que desea (y cuyo deseo satisface), o con un tal Javi, un amigo con quien dialoga en epístolas imaginarias, oídas en off, Tamayo alega querer borrar su nombre de las estadísticas: no quiere que la Santa Iglesia Católica sume otro poroto con su nombre. Así que reclama su certificado bautismal y hace un recorrido hasta las altas esferas locales, puro intríngulis diocesano, una y otra vez, hasta que logre borrar su nombre de la grey. En el ínterin, recuerda un pasado tormentoso, de cleptomanía, expulsiones de colegio y reprobados, una mácula que llega hasta su presente universitario, con el recreo de dar clases de apoyo a Antonio (Kaiet Rodríguez), el pequeño vecino del edificio a cuya madre también desea. Ardiente de deseo e impugnación, Tamayo es un solitario que acarrea un problema existencial, un arquetípico antihéroe bressoniano sin hambre ni cicatrices –al menos no a simple vista–. Pero antes de la mitad del film, al director español Federico Veiroj, quien también refutó su DNI uruguayo, le brota el surrealismo y convierte a su antihéroe en un paranoico medular. De golpe, Tamayo se siente perseguido por nudistas que planean una manifestación (entre los que se encuentra su madre), interpreta que su prima le envía mensajes macabros en pleno almuerzo familiar, y la persecuta se remata con una confabulación de obispos. Como un Bebé de Rosemary en reversa, Veiroj se zambulle al túnel de la pesadilla: un mix no del todo calibrado que abreva de Buñuel y Polanski, con un antihéroe de mochilita y alpargatas. El apóstata es un film con buenas ideas que no encontraron sustento, e intenta sostenerse con algo de terror psicológico y picaresca costumbrista. Como le ocurre al protagonista, su único pecado es argumental.
Una pregunta recurrente ante cada remake es: ¿se justifica? Esta Ben-Hur, materializada por los ejecutivos Mark Burnett y su mujer Roma Downey, productores de una Biblia televisiva y una adaptación teatral de Hijo de hombre, apunta a una visión religiosa de la historia del esclavo judío más famoso. Comparado con el clásico de 1959, por el que Charlton Heston obtuvo un Oscar, este nuevo intento padece una flojera reumática. No es por ausencia de acción: las grandes escenas se mueven bajo un halo (como si, más que para ganar su libertad, Ben-Hur sacudiera el rebenque para no llegar tarde a misa). Supuestamente basada en la novela de 1880 que sacó a rodar la historia, la película está plagada de hechos inverosímiles, como la reiterada presencia de Jesús (Rodrigo Santoro) o que Ben-Hur (Jack Huston) era un próspero comerciante cuya perdición fue un activista que usó su casa de búnker para matar a Poncio Pilotos. Apuntalada sólo en la solvencia de Toby Kebbell como Messala, el mal amigo, la Ben-Hur resultante es un tutti frutti bíblico que no podría convencer ni a Francisco.
Qué tal si retomamos con la chica que sale a nadar al inicio de Tiburón? El bicho le agarra las piernas, juega y la arrastra hasta una boya, pero no se la come de entrada”. Esta parece ser la premisa disparadora del film realizado por el catalán Jaume Collet-Serra, y es tan buena como su resultado. Nancy (Blake Lively) es trasladada por un guía local hacia una playa mexicana de belleza extraterrena; el guía no oculta la estereotipada tirria mexicana hacia el gringo; Nancy rechaza las insinuaciones como una pared de frontón. Pero llegó sola al paraíso perdido del que le habló su madre, y una serie de comentarios con el guía junto a videochats con su smartphone establecen que la madre murió de cáncer, que en gran parte por eso ella está allí, y que su compañera la dejó a gamba para quedarse con un chico en el hotel. Bella y salvaje como la playa, Nancy resulta una réplica exagerada en formato humano; rubia, sensual y texana, se quita la ropa con seductora normalidad impostada, a sabiendas de que la verán millones, y entra al mar con su tabla. Con la caída del sol, pronto estará sola y a los saltos, de los restos flotantes de una ballena a un banco de rocas, escapando de las mandíbulas de un tiburón. Y después estará como Rod Steiger, enfrentando a la bestia como heroína de un moderno Melville. Lo que hace al film tan interesante es la unión de recursos conocidos (la protagonista seductora, casi pornográfica del giallo, el suspenso clásico americano) en algo inquietante que hasta parece nuevo. Ideal para ver en función doble con Mar abierto.