Tras sobrevivir al Holocausto y al dolor de dos relaciones, cuyas huellas aún la persiguen en la tercera edad, la otrora cantante de cabaret yiddish Ruth Weintraub (Hannelore Elsner) no estaba preparada para una orden de desalojo. Un nuevo intento de suicidio la acerca a Johan (Max Riemelt), un joven encargado de mudanzas que se solidariza con la anciana. Pese al inicial rechazo, en lo profundo, de Johan hacia Rush (por ser anciana, por ser judía), habrá una atracción en ambos sentidos: mientras Johan le recuerda a Ruth a un amante por el que hubiera dado la vida (Riemelt interpreta a ambos personajes), el muchacho ve en la mujer a una figura maternal y protectora, así como el puente hacia un modelo cultural que desconoce. La primera parte del film es evocativa, con imágenes desconocidas de los suburbios de Berlín, pero en la introducción del Holocausto el director Uwe Janson (más conocido por su adaptación de Peer Gynt, de Ibsen) se ve imposibilitado de esquivar lugares comunes. Pese a esto, la película encuentra una buena dinámica en el nudo de la relación y las actuaciones.
Ganadora del último Festival de Cine Inusual en la categoría documental, la ópera prima de Lucas Marcheggiano hace gala, ya desde el título, de un humor y una originalidad que refrescan a la habitualmente previsible cartelera porteña. Sin entrevistas, prácticamente rodada de noche, y protagonizada por un exterminador de ratas que tiene mucho de comediante, la película es casi un film noir, de no ser porque es, en realidad, un documental. Claro que es un documental atípico, y no sólo por su método y producción. Porque, en principio, ¿a quién puede interesarle la vida de un exterminador de ratas? Y sin embargo, desde el asadito nocturno que debe abandonar para atender a un fabricante desesperado en Barracas, Un enemigo formidable envuelve con su ritmo singular, el de un serial killer de plagas, con breves interludios en donde Marcheggiano muestra al protagonista haciendo fierros en el gimnasio, cenando con amigos en un piringundín o eligiendo el mejor veneno en una tienda mayorista. Junto al ritmo y el humor, Marcheggiano muestra una Buenos Aires nocturna de ensoñación, de lluvia y luces saturadas, una estética cuidada y perfecta para envolver al thriller más inesperado.
Guillermo, el súper agente Esta es la clase de film que uno espera, como caído de un ovni, disfrutable de principio a fin, de alcance internacional y, para orgullo criollo, protagonizado por un argentino. Aunque, como bien dice el hombre en cuestión, Guillermo “Bill” Gaede, el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando, y ese debería ser un hábito. Hijo de una familia inmigrante alemana y pro nazi, Bill creció en Lanús Oeste; de allí, la familia viajó a Illinois, Estados Unidos, hasta que en 1965 regresó a Lanús para no tener que sacrificar a los pequeños hermanos Gaede en Vietnam. En 1977, Bill, ya un loco de la vida, un romántico de la Cuba comunista, vuelve a radicarse en Illinois y consigue un trabajo en el conglomerado informático AMD, en Silicon Valley. Entonces, a finales de los ochenta, se le ocurre la idea más loca: tomar información de los microprocesadores, una tecnología aún desconocida para el resto del mundo, y ofrecérsela al gobierno cubano como un aporte personal para la revolución. La historia de Bill se complica de infinitas formas; los cubanos no le creen, luego lo aceptan como espía, pero entonces el argentino decide que la revolución es una farsa. Acto seguido, dos doble espías cubanos lo convencen para llevar información clasificada a la CIA. Una vez ahí, la CIA utiliza a Gaede para hacer contraespionaje con Cuba, poniéndolo a trabajar en el laboratorio de Intel. Entonces, Bill descubre al Terminator último modelo: el flamante procesador Pentium. Esta vuelta, en vez de colaborar, copia los manuales y decide contrabandear por su cuenta. La historia, aparte de insólita, está tan bien contada que es imposible no simpatizar con Bill. Imaginen la vida de James Bond narrada por sus compañeros de Fútbol 5: con Bill, son su mujer mexicana, protestando por ponerla siempre en riesgo, su hermano mayor, que aún vive en Lanús y no le cree nada, y el propio Guillermo, contando sus estrategias de Maxwell Smart para no quedar nunca pegado. Hay que verlo de traje en un hotel, relatando el preámbulo de la Constitución norteamericana en inglés para, de golpe, mudar su seriedad en una carcajada bien del conurbano. Un tipo adorable, un film imperdible.
Cuentos de la selva Remo Vénica e Irmina Kleimer eran militantes de las Ligas Agrarias que entre 1975 y 1979 se ocultaron en la espesura chaqueña para escapar de la represión. Conocidos en Misiones, mientras Vénica daba un curso de capacitación para jóvenes campesinos como delegado del Movimiento Rural de Acción Católica, la pareja tendió una red de contactos durante su clandestinidad, tuvo dos hijos, e Irmina fue herida durante una persecución, pero logró recuperarse y reencontrarse con Remo. El eje de la adaptación de esta historia real es el nacimiento de Marita, la primera hija, a quien los Vénica dan en adopción para resguardarla. Al principio es la hija de Marita, hoy, quien encuentra un diario y manuscritos en una botella y se le revela el pasado de sus abuelos: esa historia se desenvuelve como una cinta ensortijada con enormes huecos narrativos, diálogos absurdos y una caracterización estereotípica de los personajes que pide cambio a los gritos. Curiosamente es el final, donde aparecen los protagonistas históricos y puede verse a Vénica cuidando su quinta orgánica –su nuevo emprendimiento ONG–, lo más bello del film. Quizá pudo haberse ahorrado la dramatización de la historia y mostrar, en cambio, el recuerdo desde un digno presente.
Jubilados violentos El imperio de M. Night Shyamalan duró poco. Unánimemente alabado, casi sin pudor por las concéntricas esferas cinéfilas tras el estreno de Sexto sentido (1999), el director de misterioso nombre, así como arribó de la nada, fue cayendo en descrédito desde su segundo opus, Señales (2002). Los escalofríos espectrales que parecían su marca de fábrica fueron revelando una matriz kitsch, y cada nuevo paso de Shyamalan fue tratado con condescendencia, cuando no con burla lisa y llana. Los huéspedes es un giro respecto de ese estilo en principio porque se trata de un foundfootage, otra cría de Blair Witch Project, pero también porque –y quizá, por lo precedente– contó con un magro presupuesto, en contraste con sus ampulosas producciones. Esta es una historia de abandonos. A los diecinueve años, una mujer deja la casa paterna para irse con el futuro padre de sus hijos, al que los padres desaprueban. Abandonada luego por su pareja, conoce a un hispano con el que sale de vacaciones, y envía a sus hijos al cuidado de sus padres, a quienes no volvió a ver desde los 19. Pero los chicos, Tyler y Becca, se encuentran con dos ancianos dementes, que deambulan de noche con un cuchillo y dicen incoherencias. En la tónica de un Hansel & Gretel contemporáneo, Shyamalan confecciona una historia divertida, con buenas actuaciones y algo que siempre faltó en sus films: humor.
Pantalla del mundo nuevo Poco conocido por el gran público, el neozelandés Andrew Niccol es una de las personas más interesantes del cine de Hollywood. A mediados de los noventa, tras formarse en la industria publicitaria de Londres, presentó a un productor de la Paramount un guión acerca de un tipo al que le inventan una vida y que es registrado desde su nacimiento por las cámaras de un canal de televisión. El film se llamó The Truman Show, pero la multinacional –insegura con Niccol debido a su escaso oficio como director– prefirió dársela a su vecino, el experimentado australiano Peter Weir. En el ínterin, el neozelandés hizo su debut con Gattaca (1997), otra utopía, en este caso sobre la manipulación genética en un mundo totalitario, que se instaló en el canon de la mejor sci-fi de la década. Mientras que en 2002, con Simone, Niccol se adelantó a los trucos de computadora e inventó el caso de una actriz que abandona el rodaje y es reemplazada por una convincente recreación digital. Y ahora con Máxima precisión, su sexto largo, se mete en la guerra teledirigida de drones norteamericanos en Medio Oriente. No es ciencia ficción, pero se le parece mucho. El mayor Thomas Egan (Ethan Hawke) es relevado de sus misiones como piloto para integrar un selecto equipo que bombardea Afganistán desde la seguridad de una oficina a metros de su casa. Para sus vecinos y sobre todo para su mujer, Molly (January Jones), defender los intereses de su país a control remoto parece la ecuación perfecta. Pero Thomas no opina lo mismo. No sólo extraña la adrenalina de volar sino que al asesinato quirúrgico lo siente amoral, externo a la lógica del combate. Defraudado por los nuevos tiempos, su depresión empeora cuando ve que entre la joven camada no arriban soldados. Los reclutas son expertos gamers: la guerra se convirtió en un juego a distancia. Vale entonces lo que dijo Niccol, tras estrenarse la película, respecto de que Máxima… nació de su percepción de que los Estados Unidos empezaron a percatarse del mundo, conscientes ahora de que el mundo los critica. Y su crítica es como el “subject” de su película, igual de quirúrgica.
El glamour que se niega a morir Anunciada como la peor película de James Bond, Spectre tiene algunos detalles sustanciosos en lo cinematográfico que se hacen notar desde el primer minuto. Es que la dirección de Sam Mendes (Belleza americana) no podrá doblegar a un guión esencialmente ampuloso, pero el oficio, en definitiva, de algo sirve. Con un guiño grande como la pantalla del DOT a Sed de mal, el clásico de Orson Welles, la película arranca durante la celebración del día de los muertos en Ciudad de México; un largo travelling atraviesa a la multitud hasta posarse en Daniel Craig (el último Bond, muy posiblemente, en su última encarnación), oculto en una máscara de calavera, sombrero ladeado y con una chica enganchada del brazo. La cámara se le pega en la espalda, una esquelética vértebra, y lo acompaña por varios metros. Sexy, llena de suspense, la escena parece el anticipo de algo formidable. Pero no. La mayor dificultad de Spectre es la cantidad de material que en un serial televisivo, por ejemplo, funcionaría a la perfección, pero montada en un film, aun uno de 148 minutos, lo ancla al fondo cual Titanic. En memoria de su desaparecida M, Bond desobedece al nuevo superior (Ralph Fiennes) y sale a la caza de una organización criminal llamada (claro) Spectre. Los villanos vienen calibrados como patovicas (Dave Bautista) o con una sonrisa pegada con Poxipol (Christoph Waltz, ¿quién otro?), y el campo de operaciones se complica con la llegada del perverso C (el irlandés Andrew Scott, de Sherlock), que toma la jefatura del MI6 con intenciones de desarmarlo. En la telaraña, un culebrón ultraviolento, se destaca la fotografía de Hoyte van Hoytema: en los relieves de los Alpes, Roma y Marruecos, en las curvas de la inoxidable Monica Bellucci, Naomie Harris o Léa Seydoux. O en el propio Craig, nuevamente de espaldas, viendo un atardecer de Londres por la ventana, copa en mano, reflexionando, quizá, si vale la pena reincidir en el papel.
Dulce o truco Cuántas veces se ha escuchado decir que una película es sólo apta para amantes del género? Debe ser la frase más trillada de la crítica de cine. Pero viendo algunas películas, especialmente las que son de-género, la frase en cuestión se adhiere tanto como los subtítulos. Variante aggiornada del clásico menor de culto Trick or Treat, una colección de minihistorias con descuartizamientos varios protagonizadas por esos tipos sacados que aparecen en la noche de la calabaza, Cuentos de Halloween no sólo es para amantes del género sino que los va a dejar con sabor a poco. De todos los cuentos, quizás el primero, por ser, valga la redundancia, la primera muestra de un repetitivo catálogo, es el que mejor resulta para amantes del género y los no tanto. Un chico se asusta al escuchar de su hermano la historia de un monstruo insaciable, que saca dulces hasta del aparato digestivo, y la carnada del susodicho es la barra de un chocolate marca Carpenter. El más gracioso es el de un secuestro fallido, cuando el hijo del empresario resulta un demonio enano (el malogrado Ben Woolf, a quien se dedica la película). Como bonus, el rol del empresario lo representa con notable gracia John Landis. Joe Dante, John Savage y la femme fatale Pollyanna McIntosh son otros que, aportando sus cinco minutos de fama, aceitan las costuras de este pobrísimo film.
El amigo ruso Con asistencia en el guion de Joel y Ethan Coen, Steven Spielberg reflota un hecho real de posguerra que exhibe su madurez narrativa. En 1957, en uno de los momentos más tensos de la Guerra Fría, el espía soviético Rudolf Abel es capturado en Nueva York y, como muestra de transparencia del lado occidental, le es asignado un abogado en legítima defensa. El leguleyo nombrado es James B. Donovan (Tom Hanks). Al principio reluctante, Donovan siente curiosidad por el impasible Abel (una gigante composición del actor Mark Rylance) y esa curiosidad, paulatinamente, va tornando en simpatía. Claro que el gobierno, así como el norteamericano promedio, que todas las mañanas mira con desprecio a James en el colectivo, desea que Abel sea colgado. Pero ya no es fácil convencer al abogado del fin de su pantomima. La trama tiene su previsible desenlace cuando un soldado norteamericano es capturado en Rusia, y Donovan, que salvó a Abel de la parca, tiene ahora la oportunidad de devolverlo a su patria, haciendo un intercambio de agentes en el puente Glienicke de Berlín. Pese a momentos (pocos) en los que al autor de Tiburón, Indiana Jones y La lista de Schindler se le escapa algún artero ataque sensiblero, Puente de espías es una de sus producciones más contenidas, áridas (lo cual no es poco para alguien que hizo de los efectos especiales casi su nom de guerre). Si bien la historia es otra miniépica, Spielberg filma con severidad, y cuando muestra virtuosismo lo hace en escenas clave (como la persecución inicial, donde una cámara en mano se pierde entre el congestionamiento del subte neoyorquino en horas pico). Hanks, por su parte, también se anima a un protagónico medido, de expresiones calculadas, y su participación es fundamental para que Puente de espías sea una obra digna del gran director norteamericano.
Mar de fondo Con el film Hermanos, que tuvo una versión norteamericana y se publicó en nuestro país por el difunto sello 791, la danesa Susanne Bier conformó un cine de autor accesible en el formato, de cuidada, cuando no bella, fotografía y actores, en lo formal, igualmente impecables, pero con un denso mar de fondo. Sus incómodos, hipotéticos planteos, a contramano de la pulcritud nórdica, tienen un virulento retorno en Una segunda oportunidad, tras la comedia negra light Todo lo que necesitas es amor. Andreas (Nikolaj Coster-Waldau), un atildado oficial de policía, tiene entre cejas a Tristan (Nikolaj Lie Kaas), un marido golpeador en libertad condicional. Su furia se incrementa al descubrir que Tristan sigue golpeando a su mujer y maltratando al bebé de ambos. Pero en su cómodo hogar burgués, las cosas no funcionan mucho mejor. Su relación con Anna (Maria Bonnevie) es en verdad tirante bajo los buenos modales, y la obsesión por el hijo de Tristan lo lleva a delinquir, a apropiárselo para darle otra oportunidad. La austeridad de la realización permite, aparte del disfrute, diversos interrogantes que, como todo film inteligente, no tienen fácil respuesta.