Dimensión desconocida A sus 83 años, el director de Sin aliento sigue dando que hablar. Adiós al lenguaje no es sólo el más osado experimento artístico en 3D sino que ostenta el raro honor de ser la única película en la historia del Festival de Cannes que fue interrumpida por aplausos a mitad de la proyección. Ciertamente, la película es una nueva cápsula en el universo cerrado y coherente que Godard delineó casi cincuenta años atrás, en films de la nouvelle vague más radical como Pierrot le fou, Masculin féminin o Week End. Al igual que en Film socialisme, de 2010, el franco-suizo consigue una amalgama de imagen, sonido y narración intertextual a la que pocos o ningún otro realizador podría aspirar, al tiempo que ambos trabajos podrían definirse como obras maestras de su filmografía. Godard utiliza las técnicas que lo hicieron el director más experimental de su época, las refina y las vuelve el vehículo para sus inquietudes sociales y humanas (el radicalismo político que lo impulsó a renegar de la “burguesía” de sus experimentos formales). En ese sentido, Adiós al lenguaje es una obra definitiva para Godard, algo así como su Novena Sinfonía. El amor se muestra desde diversos ángulos de una pareja: separada por una cortina de hierro, en un baño, en un living con un inmenso plasma detrás, que proyecta viejos films norteamericanos y Doctor Mabuse; el 3D es magistralmente usado para diferenciar la acción de la pareja; los diálogos parecen provenir de cualquier parte, duplicados, entrelazados (Godard es el hijo visual de la musique concrète). En tanto un perro atraviesa un bañado, mira desconcertado, el reflejo de una alameda en un arroyo, la cámara perdida en un limpiaparabrisas. El conjunto es magistral pero también (y este es su talón de Aquiles) remite tanto a Godard que es imposible verla sin ver la obra por debajo de la firma.
Los códigos del conurbano El cine de José Celestino Campusano es una lata de conservas a punto de estallar. Las películas del director quilmeño son pura crudeza, tanto en la narración, en sus personajes y en el modo en que Campusano ordena cada historia; ese personal estilo lo ubicó entre los favoritos del cine independiente y en este último film no hace más que profundizar la cicatriz suburbana de su mirada en el panorama local. Antonio “El Perro” Molina (Daniel Quaranta) sale de la cárcel y vuelve a su pueblo para resolver asuntos pendientes. La familia de un amigo muerto le encarga una vendetta y le entrega el apoyo de Ramón (Damián Ávila), un aprendiz de sicario que resulta más bien una carga; en tanto, del lado de la ley, cansada del maltrato, Natalia (la posadeña Florencia Bobadilla) abandona al comisario Ibáñez (Ricardo Garino) y, despechada, se ofrece como chica premium en el prostíbulo del Calavera (Carlos Vuletich), un viejo amigo del Perro; a la larga, su ocurrencia provocará una guerra entre la policía y los proxenetas. Con mucho de western y un killer psicótico (Assiz Alcaraz, como Gonzalito), con resabios del Bardem de Sin lugar para los débiles y otros asesinos del cine clase B, Campusano propone algo más que un encuentro entre, grosso modo, los cines de Trapero y Robert Rodriguez, ya que El Perro Molina es ante todo una historia de amistad. Esa es la singularidad del quilmeño, lo que hace recurrir a sus películas una y mil veces.
Juntos en el paraíso Aguardando su vuelo en un campo de refugiados de Kenia, Memere viste una remera con el famoso lema del calzado más norteamericano: Just do it. Su hermana sonríe y dice “que se cumplan nuestros deseos”, y así parten al aeropuerto JFK cuatro sobrevivientes de otra tragedia africana, conocidos como “los cuatro de Sudán”. Diecisiete años antes, cuando detonó un enfrentamiento entre el norte y el sur de aquel país africano, Memere, Jeremiah, Paul, Abital y Theo escaparon junto a hijos sobrevivientes de otras familias, rumbo a Etiopía. Theo murió en el camino pero los hermanos lograron llegar a Kenia en 1987 y permanecieron en el mismo campo de refugiados durante trece años. Después, Memere estuvo a punto de ser el Tío Tom del grupo de hermanos; pero al final se redime con una buena, digamos honrosa, mentira. Conocido, hace poco, en la cartelera argentina gracias a su bienintencionado drama interracial Profesor Lazhar, el francocanadiense Philippe Falardeau repite la fórmula, si bien cambia el mapa geopolítico y se ajusta a una historia real. Teñida de morocha y barriendo a un lado a los inmigrantes de los flyers (como ocurriera en el tristemente célebre afiche italiano de 100 años de esclavitud, protagonizado por Brad Pitt), Reese Witherspoon es Carrie Davis, la encargada de encontrarle empleo al grupo de sudaneses que recala en Kansas City. La vida de Memere, Paul y Jeremiah (Abital es destinada a un hogar en Boston) en Kansas City es retratada con un pintoresquismo (por no decir llanamente etnocentrismo) que ya parecía superado, repleta de típicos gags sobre la inocencia y la ignorancia de los recién llegados. Sólo hacia el final la película, como Memere, redime su mirada estrecha, proamericana.
Mi sacerdocio me condena El Padre James escucha una confesión (y también una sentencia de muerte). Hundido en magistrales claroscuros, como un retratado de Rembrandt, el hombre oye no sin sorpresa (y no sin fastidio) la confesión de alguien que fue violado repetidas veces por un sacerdote durante su niñez. Ese sacerdote está muerto. El padre confesor no puede dar por sentencia una expiación. ¿Cuál y para quién? Para el Padre James, víctima inocente, no hay expiación sino una sentencia que se hará efectiva el siguiente domingo. A la mañana siguiente, el Padre James tendrá un vía crucis semanal para expiar los pecados de su iglesia; está en él, en cambio, aprovechar la semana para descubrir al futuro asesino. Obviamente, intentará ambos caminos. Con el enorme Brandan Gleeson como el sacerdote, cargando la película cual cruz al hombro, Calvario muestra cómo un idílico pueblito de Irlanda abandona paulatinamente su apego a la religión y las buenas costumbres, en sincronía con el trayecto del sacerdote hacia su hora señalada. La obvia metáfora sobre la penitencia de la Iglesia Católica, en torno a su fe y a los excesos de sus líderes (es decir, la temática que preocupa a Francisco), también provoca un doble efecto, ya que mueve la trama con inteligencia pero con ocasional pompa dramática, lindante con el telefilm.
Asuntos internos Adaptación de un hecho real ocurrido en Uruguay a los periodistas Jorge Lauro y Alfredo García, Zanahoria, película escrita y dirigida por Enrique Buchichio, narra la historia de una investigación con todas las marcas de un policial negro. En el año 2004, días antes de las elecciones que darían como ganador al Frente Amplio, un novel semanario de izquierda titulado Voces investiga a un ex torturador prófugo. Alfredo (Abel Tripaldi), el más incisivo de los periodistas, recibe en la redacción el llamado telefónico de un tal Walter, quien dice tener información sobre el paradero del ex torturador. Desoyendo a su editor, Jorge va al encuentro del informante junto a su colega Jorge (Martín Rodríguez), y Walter (un extraño individuo, muy bien encarnado por César Troncoso) los pone en un juego de seducción, ofreciéndoles en cada encuentro una información más valiosa. Primero, el informante, que se presenta como ex agente de servicios, habla de grabaciones de torturas y luego se trata de documentación sobre la Operación Zanahoria, que habría consistido en la exhumación de desaparecidos en predios militares para borrar evidencia. Aparte del valor histórico, la película tiene actuaciones convincentes y una buena ambientación, si bien el verosímil de cine noir no siempre cuaja con la naturaleza del relato.
Con todos los condimentos Qué mayor prueba sobre el poder afrodisíaco de un cocinero que ver a Carl Casper, enfant terrible de la escena gastronómica en Los Ángeles, preparando unos irresistibles fetuccini a la carbonara mientras, recostada, Scarlett Johansson desnuda un hombro. Los primeros veinte minutos de Chef son una provocación a las glándulas salivares. Casper (Jon Favreau, que también escribió y dirigió la película) se entera de que el crítico más ácido de la ciudad visitará el restaurante para el que trabaja y prepara un menú criminal. Con vértigo de videoclip e imágenes subyugantes, Casper no para de invitarnos a seguir la película en Guía Óleo cuando aparece Riva (Dustin Hoffman), el dueño del restaurante, que le prohíbe al chef experimentar y demanda sus “grandes éxitos”. Destrozado por la reseña bloguera, cuyo pulgar abajo se viraliza por Internet (la película es un chivo continuado de Twitter), Casper, que es un hombre del siglo XX, pierde la guerra en las redes sociales y luego pierde su trabajo. Acto seguido, su ex (la infartante Sofía Vergara) le pide que tenga a su cargo por unos días al hijo de ambos, Percy; acto seguido, Casper se reinventa. Con Martin, su entusiasta amigo chicano (un John Leguizamo que debió fumar durante toda la película), el chef compra un camión para la venta ambulante de tacos al que bautiza El Jefe y la segunda parte es una cuasi road movie que transcurre entre Miami y Nueva Orleans, con el éxito asegurado por el expertise de la dupla y la logística de Martin, que tuitea el paradero de El Jefe a lo largo de su recorrido. Además de su rápida estética narrativa (que se sintetiza en un video final compuesto por escenas de un segundo), la excelente creación de personajes y la compacta distribución de la acción en dos segmentos, Chef es una de las primeras películas que integra con naturalidad el efecto de las redes sociales en su estructura narrativa. Un gran programa para coronar con una salida gastronómica.
Gracias a la vida Interesante el experimento de la joven productora Marina Zeising, que rescató a una veterana y (casi) desconocida actriz para hacerla protagonista, al fin, de su propio largometraje. Interesante y arriesgado, porque en los papeles la idea es frágil. Pero Zeising consigue una cuidada producción, un extraño híbrido de ficción y documental, de cine y teatro, que atrapa durante una hora (el tiempo, quizá, justo y necesario para un retrato). Herta Scheurle, actriz argentina de origen germano, viaja en los ’60 a Alemania y se incorpora al círculo del realizador Rainer Werner Fassbinder, cuando un accidente automovilístico, cerca de Munich, le impide participar de su primer largometraje con el director de Lola, Querelle y El amor es más frío que la muerte. La mujer, de nombre artístico Sonia Staber, luego trabaja en París y finalmente regresa a la Argentina, para participar en diversas puestas del teatro off. Ahora, en el otoño de su vida, Herta aún conserva el deseo de explorar con la actuación y Zeising, unida a la actriz por una historia familiar, transforma ese deseo en un trabajo de arte, al tiempo que, en un acto de amor, le entrega a Sonia su merecido protagónico. La reconstrucción se vale de grabaciones caseras en 16 mm, artículos de diario y cartas de Fassbinder; por encima de todo, es un premio a lo posible, a la capacidad de hacer sueños realidad sin mayores recursos, mediante ingenio y experimentación.
A la sombra del genio La vida de Mozart en el cine es incómoda. En Amadeus debió lidiar con los celos de Salieri y en esta producción realizada en Francia, en locaciones donde transcurrió la historia, los celos provienen nada menos que de su hermana Maria Anna, apodada Nannerl. La mirada es menos complaciente hacia el niño prodigio de Salzburgo (la película se concentra en su infancia) y quizá por esa crudeza, la película sale airosa. Aquí los Mozart, Wolfgang, Nannerl y sus padres, se presentan como una familia de saltimbanquis que va de reino en reino, con papá Leopold al comando como un vil manipulador, tratando de vender a sus hijos como geniales marionetas para la corte. Hay algo gracioso en las presentaciones de Leopold, en cómo resta años a Wolfgang y su hermana mayor para generar más impacto, pero desde la mitad del film se afirma la percepción de que el padre es sólo víctima del patriarcalismo de época. Diestra intérprete y compositora, Nannerl debe abandonar el violín por ser considerado un instrumento para hombres y sufre porque su padre, ciego con su hermano, no reconoce ni sus escritos ni su temprana colaboración con el pequeño genio. Eventualmente, Nannerl tendrá el reconocimiento del hijo mayor de Luis XV, pero así y todo no le será fácil. Faltaban 200 años para el feminismo.
Perversa luna de Los Ángeles Lou Bloom sabe dónde enfocar, tiene el ojo y el olfato para la noticia de alto impacto. Lo raro es que es un bicho de televisión, que pasa las noches frente a la caja boba hasta que un día le saca jugo al atontamiento. Pero nada es gratis. En una nueva muestra de su ductilidad para personificar individuos al filo de la anormalidad, Jake Gyllenhaal es Lou, un muchacho que merodea como un chacal los suburbios de Los Ángeles colgado a un radio policial, aguardando la noticia morbo, el choque o el crimen, algo fatal, para colocarse en la primera línea de fuego y conseguir la imagen que mayor grado de repelencia cause en la pantalla. Nina (Rene Russo) es igualmente inescrupulosa, pero la ampara el rating televisivo desde su comando en el noticiero nocturno más visto en la “ciudad de cuarzo”. La violencia en el cine puede ser abrasiva, pero Primicia mortal es un veneno de serpiente que repta con las patrullas nocturnas de Bloom, como un Travis Bickle modelo siglo XXI, los mórbidos flashes y las retorcidas negociaciones con Nina. Las actuaciones de Gyllenhaal y Russo, de alto voltaje y combustible interacción, son la fórmula justa para volver a este thriller contemporáneo casi indispensable.
El sonido y la furia Realizada y promocionada por un intenso trabajo en equipo entre Viggo Mortensen (actor y productor), Lisandro Alonso (director y guionista) y Fabián Casas (coguionista), premiada en la sección Un certain regard de Cannes y recibida con entusiasmo en el Festival de Cine de Mar del Plata, la única privada de Jauja tuvo un insólito condimento, a tono con su odisea artística. Sucedió hacia el último cuarto de película, cuando una larga conversación en danés sin subtítulos dio a pensar que era otra estrategia provocadora de Alonso. Y de golpe, la proyección se cortó. Mientras todos creían que a Lisandro la veta experimental se le había ido de las manos, apareció Mortensen, disculpándose por la ausencia de subtítulos (“no entendieron un carajo”, dijo) y proponiendo una nueva proyección desde aquella escena. “Igual, no van a entender nada”, acotó. O habrá querido decir: “Igual (los subtítulos), no aportan nada”. Ciertamente, desde el primer fotograma, donde el colono Gunnar Dinesen (Mortensen) abraza a su hija, protegidos de la inclemencia patagónica (con un encuadre cuadrado, que remite a diapositivas e Instagram pero también a un daguerrotipo), Jauja es una película 98 por ciento visual. Como El Dorado, Jauja es un mito aborigen sobre un paraíso terrenal y los guionistas aunaron esa búsqueda con la Conquista del Desierto. Gunnar viaja junto a un grupo de soldados pero una noche pierde a su hija y deberá emprender otro tipo de búsqueda. La fotografía de Timo Salminen, habitué de Aki Kaurismaki, se regodea en el contraste del cielo con los ocres del suelo rocoso y Casas aporta situaciones surrealistas que no necesitan explicación. Hay algo del western transfigurado de El topo, un naturalismo salvaje digno de Turner y música ambiental compuesta por Viggo y el guitarrista Buckethead para coronar la estética minimalista, pletórica de murmullos, de Alonso. La película es un logro en todo sentido; para Casas, como narrador, es ver plasmadas sus ideas en celuloide; para Alonso significa el reconocimiento definitivo. Y para Mortensen, es el regocijo de haber filmado su película más arriesgada en el país donde alguna vez vivió. Como si nunca se hubiera ido.